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Archivos de Pediatría del Uruguay

versión On-line ISSN 1688-1249

Arch. Pediatr. Urug. vol.73 no.4 Montevideo dic. 2002

 

Doctor: ¡La niña no come!


DR. FERNANDO MAñé GARZóN

Extraído del libro "Memorabilia", tomo I, pág. 37


I


Mis guardias de pediatría como internista de retén del CASMU eran todos los martes del año (¡salvo las vacaciones!). Así pues, en vez de los martes ¡orquídeas!, los martes ¡retén! Coincidían con uno de mis días de consulta, que se extendía toda la tarde, lo que hacía que algunas veces, muy contadas, tenía que interrumpirla por resolver un caso urgente, cosa no muy incómoda pues los sanatorios de la Institución quedan muy cerca del Sanatorio Larghero, donde tenía mi consulta.

Fue un martes de 1974. El telefonista-recepcionista del Sanatorio N° 2 "Constancio Castells", en la actualidad intendente del Sanatorio, don Duncan, me llamó por teléfono a la consulta para decirme: "Doctor, aquí hay una señora desesperada porque su hija no come. Como creo que no es un caso como para que usted venga en seguida y como la madre está muy angustiada y dispuesta a que le resuelvan cuanto antes el problema, si quiere la envío para allí", a lo que accedí gustoso.

Media hora después estaban la niña y la madre ante mí. Empecemos por la madre. Era una española, una gallega, fornida y rubiona, que me dijo: "Doctor, ¡la niña no come! No es un decir. ¡No come nada! Hace tres días que no prueba bocado", e irrumpió en un sordo e incontenible llanto. Recién entonces me detuve a observar a la niña.

Tenía cuatro años, pero parecía de siete por su altura, larga, flaca, bien coloreada, de semblante risueño y dispuesta a hablar. Al mirarnos observé en ella algo que me dejó impresionado, sus pupilas se movían horizontalmente como el disco del péndulo de un pequeño reloj: ¡un claro nistagmus! Espontánea y risueñamente la niña empezó a hablar, a hablar en forma incontenible y llamativa para su edad.

Me explicaba que no tenía ganas de comer, que cuando tuviera prefería tal o cual alimento, que tal otro no le apetecía sino bajo cierta forma. Una locuacidad incontenible y eufórica.

El que quedó contenido y nada eufórico fui yo. El diagnóstico está hecho: tumor del quiasma óptico dando el patognomónico y típico síndrome de Russell: emaciación, euforia (cocktail party syndrome) y nistagmus. Se agregó en este caso el hipercrecimiento.

La madre se calmó cuando le dije que comprendía su angustia pues la niña tenía una enfermedad que le quitaba el apetito y era necesario internarla inmediatamente. Quedó así la pobre madre más tranquila, había una causa, que me libré muy bien de decirle en ese momento cuál era, y cuyo tratamiento empezaría de inmediato. "¡Si lograra hacerla comer, doctor!", era su única preocupación.

Cuando de noche llegué al sanatorio ya estaban los primeros exámenes realizados: síndrome de hipertensión endocraneana, con disyunción de suturas, edema crónico bilateral de papila. Me dispuse a llamar al neurocirujano, doctor Walter Perillo, quien vino inmediatamente. Quedó asombrado con la historia clínica, e indicó una arteriografía que al día siguiente realizó el doctor de Tenyi, la que puso en evidencia un enorme tumor de la base proyectado a nivel del quiasma óptico e invadiendo zonas vecinas. Quedaban dudas sobre la operabilidad, por lo cual, y dado el tamaño y localización profunda del tumor, hicimos una consulta con el profesor Román Arana Iñíguez, quien concurrió al día siguiente. Los tres vimos a la flaca y eufórica paciente y su arteriografía, que delimitaba una enorme masa pre y supraselar.

No tengo experiencia con niños, pero voy a hacer como Ricaldoni, dijo. Era un tumor de difícil abordaje, muy grande, de naturaleza desconocida y cuyo pronóstico es muy malo. Pero ante la disyuntiva lo mejor era sacarlo, y con Perillo hicieron las consideraciones quirúrgicas pertinentes. Se operó. Era una enorme masa inextirpable en forma completa, que Perillo y Miguel Estable, que lo ayudaba, intentaron reducir con poco éxito; así era de vascularizada y friable su textura.

El posoperatorio fue tormentoso, hizo crisis de descerebración, sufrimiento de tronco por un edema cerebral difícil de controlar, pero todo esto fue cediendo aunque quedó con una descerebración casi completa. Meses después murió, afortunadamente, pues sólo tenía vida vegetativa.

Llevé personalmente los trozos de tumor, junto a un corto resumen de la historia clínica, al neuropatólogo del Instituto de Neurología, Pedro Médoc, quien los recibió con particular deferencia. Pocos días después me llamó para que fuera a ver los preparados y retirar el informe. No me hice esperar. Al día siguiente estaba en su laboratorio. En cuanto me vio me dijo con su habitual seriedad, serenidad y corrección de expresión, que tan bien le cuadraban: "¡Mañé, me trajiste el Paraíso en formol!", y recorriendo con su mirada la mesa tomó un preparado que rápidamente enfocó en su microscopio y me hizo mirar: se trataba de un gliohemangioblastoma de una variedad rarísima que lo había trastornado por su singular belleza histológica.

II


He asistido cuatro pacientes con este particular y patognomónico síndrome, que fácilmente relevado permite hacer el diagnóstico con total certeza. Fue descrito por Russell en 1951, basándose en varios casos (1).

El primero que vi fue en 1959, siendo jefe de Clínica del profesor José María Portillo, con Atilio García Güelfi, quien realizaba con gran éxito y competencia la primera neurocirugía del niño en el país. Había ingresado la tarde anterior un niño de nueve años, largo y flaco. ¡Pesaba nueve quilos! El examen era completamente normal, salvo su indiferencia ingenua y risueña a su estado y el inefable nistagmus. Luego de los exámenes habituales para esos casos –en aquellos tiempos, radiografía, estudio oftalmológico, y una neumoencefalografía que practicamos nosotros mismos-, pudimos ubicar el tumor de la base y pensamos que podría tratarse de un cráneo-faringioma aunque no tenía calcificaciones supraselares. Fue operado en nuestro Hospital Pedro Visca, hazañas que se repitieron durante varios años, y debemos decir que con el mayor de los éxitos. Era un enorme glioma de esa región que invadía el quiasma y que afortunadamente pude extirpar casi por completo. El posoperatorio no tuvo accidentes, y a los pocos días empezó a alimentarse bien, y a aumentar de peso. Se fue de alta en excelentes condiciones generales de buena salud, aunque ciego. El quiasma óptico, totalmente atrofiado por la compresión del tumor, había sufrido una última aniquilación con la extirpación del mismo. Años después lo vimos, siendo ya adolescente, tocando el acordeón en la estación de ferrocarril Atlántida.

No sería extraño que aún deambule por esos lares. Se llama Jorge Barreto.

El segundo caso lo asistimos en la sala 5, Sala Antonio Carrau, del mismo hospital. Ya estaba sensibilizado a esta enfermedad y había leído todo lo referente a ella. ¡Siempre me han fascinado los síndromes diencefálicos! Servía también en la cátedra de mi maestro Portillo, como jefe de Clínica, mi querido colaborador y amigo Leopoldo Peluffo. Una mañana comencé a pasar visita y me enfrenté a la primera cuna. Y vi, vi sí pero no podía creer a mis ojos, un infante de ocho meses, casi desnudo, cubierto sólo por una camisilla, parado, prendidas sus manos a la baranda, flaco, piel y huesos, que reía a más y menos a todos quienes lo miraban. Me acerqué y vi sus pequeños ojitos negros como azabache con un inconfundible movimiento rítmico. Me di vuelta y llamé a Peluffo: "¡Leopoldo mirá!". Asombrado me miró como diciéndome: "¿Qué quiere con este distrófico?", y le dije: "¡Ya! ¡Pasalo al Instituto de Neurología para operarlo! ¡Tiene un tumor del quiasma óptico!". Nadie me creyó. Sólo Peluffo acogió el mandato y con una breve esquela fue remitido al centro neuroquirúrgico referido. Llegó, fue visto y no faltó quien dijera: "¡Este Mañé está loco! Mirá el desnutrido que nos manda y encima con diagnóstico de síndrome de Russell", que nadie conocía y menos tratándose de un tumor situado en el quiasma óptico. Pero siempre hay alguien dispuesto a la duda, que significa dispuesto a aprender, y por tanto a enseñar, y ese alguien fue la profesora María Delia Bottinelli, quien pidió una tregua al duro ataque que me cernía y que estaba próximo a triunfar, la que obtuvo no sin cierto esfuerzo. Los que saben, saben o saben dónde saberlo. Así fue que en unos minutos en la biblioteca pudo confirmar mi diagnóstico. Luego de una neumoencefalografía que precisó la extensión del proceso tumoral fue operado por el profesor Arana con el mayor éxito (3).

III


El cuarto caso es de hace pocos años. La historia es totalmente similar a la anterior, con algunos avatares que le dan aún más dramatismo. En las mismas circunstancias, al pasar visita con el jefe de Clínica, internos, residentes y posgraduados, por la sala de lactantes, advertí un desnutrido que enviaban desde Durazno para ser sometido a una antrotomía por su distrofia severa. Tenía siete meses, pesaba cuatro quilos. Interrogué a la madre, una joven muy lúcida y prolija: "¡Doctor, no hay forma de hacerle comer!". Mientras conversaba pude observar el claro nistagmus horizontal y continué interrogando: "Señora ¿es muy triste o se ríe?". A lo que presurosa contestó: "¿Triste? ¡Vive riendo! ¡No sé porqué no come! A veces oigo carcajadas desde la pieza de al lado".

Otro tumor del quiasma. Rápido estudio ocular con atrofia bilateral de papilas, disyunción discreta de suturas. Pero ¡oh dificultad!, una tomografía computada fue totalmente normal. Rudo golpe, mas no me aparté del diagnóstico, aunque tenía prácticamente todas las opiniones en contra. Revisamos la bibliografía. Hay algunos casos de síndrome de emaciación diencefálica sin tumor. Podía ser uno de ellos. Vigilamos al paciente, que era asistido por el doctor Bismarck Mourelle en Durazno, y le rogamos enviarlo tres meses después. Una nueva tomografía, hecha con un aparato de mayor resolución, mostró un enorme tumor de la base proyectándose sobre el quiasma óptico. Fue operado por Atilio García Güelfi a pedido nuestro. No logró más que aspirar zonas necróticas y no pudo extirparlo. Tan unido estaba a las estructuras vecinas.

IV


La enseñanza que me dejó este caso no cayó en saco roto. Leopoldo Peluffo, pocos meses después de haber vivido el segundo caso que hemos relatado, fue a París a hacer su especialización en neurología infantil, en el servicio del profesor Stéphane Thieffry en el Hôpital des Enfants Malades. Llevaba pocos días, tratando de ubicarse entre tantos staguiaires, muchos de ellos aún en los albores de sus conocimientos clínicos, cuando pasando visita con el interno y el jefe de Clínica ven a un infante emaciado (ello es una rareza extrema en los países desarrollados), eufórico y con nistagmus. El jefe de Clínica, ya veterano en las lides diagnósticas neurológicas, preguntó a los presentes, luego de leer la historia y de realizar el examen que les sugería ese caso. Silencio absoluto, nadie aventuraba opinión tan atrevida como extraviada. Fue tras ese prolongado silencio que el más nuevo del grupo, nuestro amigo Leopoldo Peluffo, en un francés aún rudo, profirió modestamente su opinión: "Tumor del quiasma, síndrome de emaciación diencefálica de Russell". Desde ese día nadie lo puso en duda: fue considerado como quelq’un.

Bibliografía


1.    Russell A. A diencephalic syndrome of emaciation in infance and childhood. Arch Dis Child 1951; 26: 274-8.

2.    Mañé Garzón F, Santana Alfonso R, Purriel J. Síndrome de Russell por tumor del quiasma óptico (Síndrome de emaciación diencefálica del lactante). Arch Pediatr Uruguay 1974; 45: 240-7.

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