El siglo XX fue testigo de una serie de acontecimientos que produjeron una enorme perplejidad en las sociedades occidentales de los países desarrollados. Las dos guerras mundiales marcaron el siglo pasado con una línea de horror que es poco probable que sea superada en los años venideros. Pero como ha dicho Hobsbawm relatando su vida durante el siglo XX, fueron “años interesantes”, porque ellos no solo reflejaron estos horrores, sino que trajeron una enorme cantidad de novedades a las que las sociedades y la humanidad en su conjunto se vieron enfrentadas.
La Comisión Internacional sobre la Educación para el siglo XXI, dirigida por el político e intelectual Jaques Delors, produjo en 1996 un documento iluminador llamado La educación encierra un tesoro. El reporte comienza reflexionando sobre los desencantos que dejó el siglo XX y menciona al menos dos. Uno ha sido el progreso, esa idea de que el progreso en todas sus formas, tanto económicas como en el campo científico-tecnológico, traería un futuro promisorio de prosperidad y bienestar para la humanidad y el planeta. Hoy sabemos que los resultados no han sido los esperados y, por el contrario, que ese progreso trajo consigo la mayor brecha de inequidad que ha visto el mundo, aumentando el desempleo y la exclusión, y que al mismo tiempo ha profundizado las formas más irracionales de explotación de los recursos naturales, con un enorme impacto ambiental, abriendo las puertas al cambio climático global que enfrenta hoy día el planeta.
El segundo desencanto ha tenido que ver con la idea potente que marcó el fin de la Segunda Guerra Mundial, y en particular la caída del muro de Berlín, la de construir una paz duradera, lo que ha sido el núcleo fundacional para la UNESCO. Pues hoy sabemos que ese objetivo no ha logrado los resultados esperados y que habitamos en un mundo regido por diversas formas de intolerancia racial, geopolítica, religiosa, etcétera, lo que al parecer progresivamente también se va instalando en nuestras vidas democráticas.
Y no parece casual que aquellos interrogantes estén también en la base del surgimiento del discurso bioético. La convicción de que se deberían tomar decisiones de manera pacífica y tolerante, involucrando a todos los interesados, tomando distintas fuentes de conocimiento y también ideas, tradiciones y culturas para aportar juntos una mirada ética a un mundo convulsionado, atravesado por un desarrollo científico tecnológico regido ya no solo por la ciencia, sino también por el mercado, en un planeta maltratado y con riesgo serio para las generaciones por venir. Preguntas sobre el progreso, el desarrollo, la biomedicina y sus intervenciones, el impacto de las intervenciones biotecnológicas, el daño medioambiental y la injusticia en el mundo, son apenas algunos aspectos de los que encierran profundas connotaciones éticas. Pero por sobre todo que la ética tiene algo que brindar a los saberes que están en la base de aquellas promesas, como el progreso, el desarrollo y el bienestar. Saberes que ya no pueden ser separados de sus aplicaciones prácticas, es decir de la tecnología que producen y de los intereses que las llevan adelante. Por eso es bueno preguntarse por una ética de la vida y del impacto que tienen las nuevas tecnologías en todas las formas que la vida adquiera, tanto humana como no humana, y en el planeta mismo como una entidad viva que nos aloja y nos brinda la posibilidad de estar en él.
Gilbert Hottois nos dice que la verdadera raíz de la bioética, su prehistoria cercana, está en la Declaración Universal de los Derechos Humanos y en el Código de Núremberg como los dos documentos que reflejaron precisamente estas apuestas al futuro de una humanidad en paz y respetuosa de los derechos humanos y de su entorno.
El Código de Núremberg significó un cambio de paradigma en el modelo natural positivista que marcó a la ciencia y a la investigación biomédica por casi dos siglos. Este cambio se manifestaba al menos en tres aspectos. En la noción de neutralidad moral de la ciencia, que se amparaba en el cientificismo, y en la supuesta objetividad de la ciencia, de lo que la medicina aún hoy no está exenta y que consideraba que la ética, siendo un saber subjetivo, no podría ser aplicada al campo de la ciencia. Desde este punto de vista los actos llevados a cabo por científicos (y médicos) y las intervenciones que resulten de sus resultados están desprendidos de moralidad, son neutrales en sí mismos. Estas ideas cayeron en desprestigio luego de Hiroshima y de los actos llevados a cabo por médicos en los campos de concentración nazis. El segundo elemento ya comentado fue la idea del progreso como rector de la vida humana y como una entidad valiosa en sí misma y bien para la sociedad. Hoy ya se sabe claramente que el progreso sin una orientación ética puede producir consecuencias altamente dañinas para la vida y los seres humanos. El último elemento de este cambio de paradigma estuvo dado por el fin del paternalismo en todas sus expresiones, aunque decir que fue su fin es un poco apresurado, este fue al menos el comienzo de un cuestionamiento fuerte a las distintas formas de paternalismo de la ciencia, de la medicina y aun de ciertas estructuras sociales, que pretendían imponer moralidades únicas. Una fuerte y sólida corriente de libertad y de autonomía comenzaba a tomar fuerza de la mano de los derechos humanos.
Pero aún hubo dos datos históricos de interés. El Código de Núremberg se establece como una norma que da prescripción externa al mundo de la biomedicina. Incluye así un discurso dialógico en vez del monológico que tuvo como referente a la medicina por siglos. En ese diálogo se involucran los valores de la sociedad y al mismo tiempo las responsabilidades de los investigadores médicos como ciudadanos. Estos valores externos cristalizan aquellos que están en la base de los derechos humanos. Finalmente deberíamos traer un dato histórico más a la raíz de la bioética, que se encuentra en la primera versión de la Declaración de Helsinki, donde se establece la piedra fundamental de la investigación biomédica desde entonces, y probablemente también de la bioética, al afirmar que, en investigación biomédica, los intereses de los sujetos deben estar por encima del interés de la ciencia y la sociedad, concepto que será la base de la mayor parte de las declaraciones que siguieron a esta en la ética de la investigación.
Hasta aquí hemos hecho una rápida revisión por algunos acontecimientos y cambios en las mentalidades que marcaron el comienzo de un nuevo discurso que llamamos bioética. Un discurso que propone esencialmente una democratización de las decisiones que involucran la vida en general y la salud humana en particular y que pone el acento en que esas decisiones deben involucrar la consideración sobre los valores éticos que las orientan. Lo que suma aun más complejidad es saber que la riqueza de nuestras sociedades está en la diversidad de valores que aportan distintas moralidades y formas de vida buena de grupos sociales y culturas. De este modo, serán debates éticos, democráticos y necesariamente plurales, lo que muestra la necesidad de contar en ellos con saberes expertos, pero también con voces desde distintos campos del mundo social y cultural.
Esto es lo que sin duda pensaron quienes constituyeron los primeros comités de ética, algunos para la resolución de un solo caso, como fue el que creó el juez Richard Hughes de la Corte Suprema de Nueva Jersey en Estados Unidos, para saber cómo resolver el caso de Karen Ann Quinlan, que se debatía con la muerte conectada a un respirador en el año 1976. O aun más complejos, como el panel de nueve miembros civiles que conformó el Servicio de Salud Pública de Estados Unidos en 1973 luego de conocido el estudio sobre sífilis llevado a cabo por 30 años en población afroamericana a la que se privó de tratamiento, en el estado de Alabama. El panel fue conducido por un reconocido educador de origen afroamericano que fue acompañado de personas de distintas disciplinas (Tuskegee Syphilis Study ad hoc advisory panel) para orientar las decisiones éticas en relación con lo que se debería hacer con esta investigación, sus responsables y sus víctimas. Fue así que recomendaron la creación de una comisión nacional que estudiara los principios éticos que deberían regir las prácticas de investigación. El panel precisamente siguió esta premisa de que eran necesarias otras voces no expertas, voces de la gente, para evaluar lo que había sucedido, lo cual ya no era un tema de la ciencia, sino del conjunto de la sociedad y de los directos interesados. Así fue como se comenzó con este espíritu comisionista, sobre la idea de que las decisiones serían más prudentes si contaban con voces del saber experto, científico- técnico y de otras provenientes de las ciencias sociales, de la filosofía, la ética, el derecho, pero también necesariamente de la sociedad civil, como protagonistas fundamentales y en algunos casos víctimas directas de estas decisiones.
Muchos años han pasado desde aquellos primeros comités de ética o de bioética y cada vez más los Estados del mundo han ido avanzando en la idea de que un comité nacional de bioética (CNB) puede ser un aporte enriquecedor de la democracia parlamentaria y republicana, un comité que lleve, a quienes toman las decisiones, visiones que provienen de múltiples campos y que pueden hacer de ellas no solo que sean más prudentes, sino más correctas.
Los CNB son cuerpos asesores de los poderes del Estado en las decisiones que involucran la vida en sus distintas formas y la salud humana en particular, por ello se refieren a las ciencias de la vida, la biomedicina y las tecnologías emergentes atendiendo sus dimensiones sociales, jurídicas y medioambientales. De este modo los CNB no son comités que se relacionan solo con la salud, sino con la vida, y en este sentido deberían incluir a los saberes relacionados con todo lo que la pueda impactar, el medio ambiente, las ciencias naturales, las ciencias sociales y jurídicas, la educación y muchos otros saberes que puedan enriquecer las decisiones que han de tomarse, y desde ya otras voces que tienen mucho que aportar.
Pero debe quedar en claro que hablamos de los aspectos éticos, pero no de todo lo ético, sino que nos referimos a lo que pasa en el mundo de la vida, las ciencias de la vida, la biomedicina y las tecnologías conexas con su complejidad, lo social, lo medioambiental, lo político, lo económico y lo cultural. Pero no todo es bioética, porque si esto fuera así, nada sería bioética.
Cada vez más países avanzan en la idea de que es importante contar con estas estructuras asesoras y van definiendo sus propias modalidades de diversa forma y con distintas características propias. Desde la aprobación de la Declaración Universal sobre Bioética y Derechos Humanos, la UNESCO ha creado un programa global orientado a la conformación, constitución y capacitación y asesoramiento técnico de los CNB a lo largo del mundo, y así hemos fortalecido a muchos de ellos en la convicción de que los CNB pueden ser un aporte no solo a la democratización de las decisiones, como se dijo, sino y en particular a que las que se relacionan con la vida sean tomadas muy en serio. La vida de hoy, humana y no humana, y la vida del mañana que depende de lo que se decida hoy. La vida que no debería estar sometida a los intereses de las empresas y los mercados, sino fuertemente protegida por los Estados a través de regulaciones y normativas que nos hagan pensar que un futuro es posible, y que ese futuro para nosotros y quienes vendrán estará regido por decisiones prudentes y libres de intereses. Los Estados preocupados por esta responsabilidad buscan alternativas que mejoren sus decisiones éticas. Por eso, los CNB deben ser plurales, interdisciplinarios e independientes y sobre todo deben contar con una fuerte representación de la sociedad civil entre sus miembros, para que no se convierta en un nuevo grupo de “expertos”, ahora en ética, que se arrogue el derecho a decidir por todos.
¿Qué se requiere para que un país cree un CNB? Esta es una pregunta que goza de gran actualidad hoy día en Uruguay. En verdad solo se requiere la voluntad, reconocer que las decisiones no son solo técnicas y que involucran cuestiones de valores y que es bueno que esas decisiones sobre la vida y la salud humana cuenten con el aporte de aquella riqueza de la pluralidad moral de la que se habló. Se requiere también cierta madurez en el sentido de aceptar que esa pluralidad es un valor y que ya no contamos con una moral única, sea de la ciencia, de la religión o de cualquier otro sector que se arrogue esa supuesta legitimidad. Se requiere, finalmente, también una alta cuota de tolerancia hacia las ideas y los valores de esas otras moralidades y una gran generosidad para pensar en el futuro más allá de los intereses propios y de sectores.
¿Cuál sería, finalmente, el resguardo que un país debería tener al crear un CNB? Sin duda asegurar que este será independiente. Si no fuera así, tal vez sea mejor no tenerlo y contar solo con las instituciones de la democracia tal y como están, y desde ya con las organizaciones sociales que legítimamente hoy reclaman por hacer oír voces que no siempre son escuchadas.
Uruguay participará en agosto de un evento de trascendencia regional, el III Seminario Regional de CNB que organiza el Programa Regional de Bioética de la UNESCO y donde se encontrarán representantes y coordinadores de los CNB de casi 20 países de América Latina y el Caribe. Tal vez será una buena oportunidad para detenerse a pensar si no será este el momento y la oportunidad para que este país consolidado, democrático, laico y respetuoso de los derechos humanos pueda contar con un CNB que sea el reflejo precisamente de la madurez de sus instituciones, de su pluralidad moral, de la tolerancia en las ideas y de la conciencia ciudadana por el pleno ejercicio de sus derechos.
Solo un debate abierto, democrático, público y plural traerá esta respuesta que antes o después será parte de la agenda política y social del país y que consideramos podría concluir en la creación de un CNB en Uruguay.