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Antropología Social y Cultural del Uruguay

On-line version ISSN 1510-3846

Antropol. soc. cult. Urug. vol.12  Montevideo  2014

 

América, Tierra de Gracia: Democracia, drogas y derecho en el Nuevo Mundo

 

Fernando Lynch

 

Sección de Etnología, Instituto de Ciencias Antropológicas, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, Argentina. fernlync@yahoo.com.ar

 

Enviado: 21/02/14 – Aprobado: 30/05/14

 

 

RESUMEN

Este trabajo examina las relaciones entre poder democrático, política de drogas y ejercicio del derecho tal como se han desenvuelto en el continente americano desde los tiempos de las revoluciones independentistas hasta la actualidad. Se pone de relieve que los gobiernos democráticos así instaurados se fundaron en el presupuesto del consentimiento de hombres libres en términos de igualdad ante la ley. Se propone que este impulso democrático subtiende al importante movimiento cannábico de alcance mundial que lucha por el reconocimiento del derecho al consumo de marihuana desde hace décadas. Si bien el mismo es muy importante en Europa, ha sido en América donde recientemente ha obtenido un logro significativo: la legalización del cannabis en los estados norteamericanos de Colorado y Washington y a nivel nacional en Uruguay. Se plantea que, en tanto la aceptación de la licitud del consumo recreativo de marihuana constituye un expreso reconocimiento del derecho en cuestión, nos refiere a una “democratización de lo social” consonante con los requisitos de igualdad y libertad sobre los que se han fundado nuestras sociedades modernas.

 

Palabras clave: Democracia, drogas, derecho, poder, libertad.

 

ABSTRACT

This work examines the relations between democratic power, drugs policies and exercise of the right as they have developed in the American continent from the times of the independence revolutions to the present time. It highlights that the democratic governments thus restored were based on the assumption that free men consented to equal terms before the law. It is proposed that this democratic impulse underlies the considerable world-wide cannabis movement that has been fighting for the recognition of the right to consume marijuana for decades. Although very important in Europe, it’s in America where it has recently made obtained a significant achievement: the legalization of the cannabis in the North American states of Colorado and Washington and on a national scale in Uruguay. It is outlined that, in as much as the acceptance of the character licit of recreational consumption of marijuana implies an express recognition of the right in question, it refers to a “democratization of the social” in keeping with the equality and freedom requirements which have based our modern societies.

 

Key words: democracy, drugs, right, power, freedom.

 

 

“Al gozar de una libertad peligrosa, los americanos aprenden el arte de disminuir los peligros de la libertad” Alexis de Tocqueville, La democracia en América.

 

Introducción

 

En su tercer viaje, Cristóbal Colón alcanzó por fin el continente americano. Fue el 2 de Agosto de 1498 cuando, después de haber pasado frente a la isla de Trinidad, llegó a la desembocadura del río Orinoco. El 3 de agosto los expedicionarios llegan a una llamativa ensenada en el extremo oriental de la península, donde entablaron contacto amistoso con los nativos, los kariña, y permanecieron doce días. Seguidamente salieron rumbo a La Española, sin cerciorarse de que Macuro era tierra firme, parte de un continente aun por “descubrir”. En palabras de Colón: “más allá de una punta que llamé de la Aguja hallé las tierras más hermosas del mundo, muy pobladas”; impresionado de la belleza de sus paisajes, en una carta a los reyes de España denominó este lugar Tierra de Gracia.

Sin embargo, como advierte Daniel Vidart (2013) comentando este hecho –fuente de inspiración de este escrito-, desde la llegada de los conquistadores europeos no habrían dejado de multiplicarse las desgracias que fueron sufriendo las poblaciones aborígenes, la historia vendría a contradecir tal designación.

Una de las tantas des-gracias que han acontecido en el continente americano, sustentada asimismo por valoraciones etnocéntricas, ha sido la prohibición de las drogas a principios del siglo XX (Escohotado, 1994a, 1994b). En efecto, las drogas objeto de proscripción fueron asociadas en EEUU a conductas impropias de minorías extranjeras: el opio se asoció con su alegado efecto de ineficiencia a los chinos, la cocaína con el supuesto desenfreno sexual a los negros, y la marihuana con la denostada relajación y consiguiente rebeldía a los latinos -en particular los mejicanos-. Un antecedente de ello lo constituyó la descalificación de las plantas psicoactivas consumidas ritualmente por diversos pueblos aborígenes como “frutos diabólicos” (Ott, 1995). De acuerdo a la influencia de predicadores puritanos, que convencieron a las autoridades de la indudable nocividad del consumo de drogas psicoactivas, se impuso la tendencia prohibicionista. Sancionada en principio en EEUU, bajo el argumento de la extrema peligrosidad para la salud pública que conlleva el consumo de estas sustancias, la política de drogas fue rápidamente difundida en todo el mundo merced a diversas presiones de orden internacional (Hulsman, 1987).

Ha sido observado que una singularidad de la cuestión de las drogas está en el hecho de que es significativamente mayor la proporción de plantas psicoactivas en el Nuevo Mundo que con respecto a los demás continentes (Furst, 1980; Escohotado, 1994a; Schultes y Hofmann, 1993; Fericgla, 1998; Lynch, 2009). De acuerdo a la interpretación de Escohotado, antes que botánica la explicación es étnica: en tanto en este continente habrían deambulado libremente durante miles de años poblaciones cazadoras- recolectoras, el consumo y eventual cultivo de determinadas substancias visionarias no habría sufrido la proscripción que fomentan sociedades estratificadas. Se trata del punto neurálgico que atraviesa la problemática de las drogas en la actualidad, el concerniente al estatus de una prohibición que, pasado prácticamente un siglo desde su implementación, se ha revelado como un rotundo fracaso.1

Es preciso asumir que el prohibicionismo no sólo ha fracasado, sino que ha creado todo un sistema de control basado en la sospecha, la arbitrariedad, la corrupción, etc. Por cuanto, señala Romaní, desde una perspectiva en verdad democrática es preciso reconocer y denunciar las disfunciones de la política vigente. Sugiere pues “redimensionar” los temas relacionados con drogas en términos que permitan su manejo por los miembros de los sectores sociales implicados. Se trata de identificar los problemas sociales de manera tal que sea posible discriminar las distintas variables en juego, y así estar en condiciones de actuar de un modo responsable y eficaz en cuanto a las soluciones que se propongan al respecto (Romaní 1999: 193).

Acusando recibo de la necesidad de un “cambio de paradigma” en lo que hace a las nocivas consecuencias de la vigencia actual de la política de drogas, van emergiendo determinadas medidas de raíz pragmática en diferentes lugares del mundo: habiendo sido Europa pionera al respecto –en primer lugar Holanda, después España y también Portugal–, las medidas de mayor alcance tienen en este momento histórico lugar en el continente americano. En primer lugar en el mismo escenario de origen de la política de rigor: así como más de veinte estados norteamericanos han legalizado el uso medicinal de marihuana, los de Washington y Colorado han hecho lo propio respecto a su consumo meramente recreativo. En segundo lugar, Uruguay constituye el primer país que legaliza expresamente el consumo de marihuana en términos generales, proponiendo una política de regularización que apunta precisamente a contrarrestar el poder del narcotráfico.

La tesis que aquí exponemos sostiene que esta política prohibicionista ha entrado en un punto de inflexión que, paradójicamente, tanto en el Norte como en el Sur, tiene  a nuestro continente como protagonista. En este sentido, en tanto tales propuestas pioneras de legalización de la marihuana reconocen la licitud meramente recreativa de su consumo, implicando pues el reconocimiento del derecho a semejante actividad, interpretamos que constituyen medidas de profundo sentido democrático. Consideramos al respecto que no es casualidad que se hayan producido en nuestro continente, puesto que, según veremos, es aquí donde la democracia ha emergido en la modernidad en condiciones propicias para el respeto de las libertades personales, y su vigencia a lo largo de dos siglos atestigua la importancia asignada consecuentemente al ejercicio del poder ciudadano.

 

Poder democrático y política de drogas: la relevancia de la libertad personal

 

“El derecho a mascar o fumar una planta que crece silvestre en la naturaleza, como el cáñamo (marihuana), es previo y más básico que el derecho a votar”

Thomas Szasz

 

En tanto se reconoce que la prohibición de las drogas cercena arbitrariamente determinada libertad individual, la elemental libertad de elegir nuestro objeto de consumo, puede decirse que los impulsos a su resistencia efectiva responden a un ejercicio de poder substancialmente democrático. Esta singular modalidad de ejercicio de poder, que el movimiento cannábico ilustra de modo manifiesto y en sentido creciente en numerosos países -en primer lugar americanos, en segundo europeos-, consiste en la realización de acciones socialmente significativas que de algún modo llegan a intervenir en el desenvolvimiento del poder político.

Un dato significativo sobre la singularidad de la democracia en América es la poco conocida influencia de los aborígenes en la revolución independentista: en primer lugar, su notable valoración de la libertad personal y la igualdad social; en segundo lugar, el ejemplo de la Gran Liga Iroquesa en lo concerniente a la organización confederativa sancionada en la nueva constitución. Es sabido que, además de su gran estimación por el cáñamo, varios de los padres fundadores tenían asiduos contactos con nativos de la región, y gracias a ello lograron conocer en detalle determinados aspectos de sus particulares modos democráticos de organización política.2 Otro dato significativo al respecto radica en que, a diferencia de lo sucedido en el Viejo Mundo, en nuestro continente los regímenes que fueron surgiendo tras las sucesivas declaraciones de independencia sólo contaban con una historia de pocos siglos de dependencia de las potencias respectivas. De allí que la construcción de estas nuevas naciones se desarrolló dentro de un contexto político-económico sumamente favorable al desenvolvimiento de las modalidades democráticas de ejercicio del poder.

Así como América se singulariza en su ecología por su gran proporción de sustancias psicoactivas, también puede decirse que se destaca en la historia moderna por la predominancia de regímenes democráticos en estos últimos tiempos. Viendo las cosas en perspectiva histórica, la tendencia actual pone de manifiesto una intención política compartida tanto por ideólogos de derecha como de izquierda, no sólo de reconocer sino de incluso de defender la vigencia del desenvolvimiento de las instituciones democráticas. Correlativamente se ha afianzado la significación de la igualdad en lo que hace a las relaciones sociales, al menos la de la mentada “igualdad ante la ley” que sancionan las modernas constituciones republicanas. Se podría hablar de cierta “toma de conciencia” histórica del valor y el sentido del ejercicio del poder democrático, y el cuestionamiento consiguiente de cualquier modalidad despótica de gobierno.

En tanto la actividad que efectiviza un aspecto clave del ejercicio del poder democrático es el sufragio universal, se desprende que un punto central de nuestro modo de vida es el reconocimiento de la importancia de los derechos individuales. Si bien toda sociedad resulta de la interrelación de diferentes grupos sociales, en la instancia democrática simbólicamente más significativa, la elección de nuestros representantes, de aquellos a quienes delegamos determinadas facultades del ejercicio del poder, todos los vínculos sociales se disuelven en la soledad de la urna (Lefort, 1990). Lo cual no viene sino a expresar el reconocimiento del valor fundamental de la individualidad personal, de las facultades de todos y cada uno de los ciudadanos competentes de elegir libremente –no menos que responsablemente- a quienes nos representarán en el ejercicio del poder político.

En suma, en tanto es inherente a la vida democrática el reconocimiento del valor incuestionable de la libertad personal, la prohibición dictaminada por las autoridades de determinadas conductas en principio de incumbencia exclusivamente individual se revela como un despropósito (Szasz, 1993). Así lo puso en evidencia la célebre Ley Seca, derogada después de una década y media de efectos colaterales netamente desastrosos -en especial en lo relativo a la emergencia de un nivel impresionante de crimen organizado-. Sin embargo, la lección dada por el alcohol no fue aprendida respecto a otras drogas, y en particular la marihuana fue prohibida en EEUU poco después de abolida la Ley Seca, impulsándose desde allí su proscripción en todo el mundo.

 

Principios de liberalismo: consentimiento libre en el origen de la sociedad política

 

Los primeros liberales radicales fueron los Levellers en el siglo XVII, cuya orientación filosófica se correspondería a grandes rasgos con la elaborada posteriormente por John Locke. Destacando la significación del consentimiento de hombres libres para constituir una sociedad propiamente política, Locke sostuvo la primacía de los derechos naturales de cada individuo sobre su persona y su propiedad, quedando el gobierno limitado a defender esos derechos. En el segundo de sus Dos Tratados sobre el Gobierno, que data de 1689, declara enfáticamente:

 

“Así, aquello que da origen y constituye realmente el origen de una sociedad política no es sino el consentimiento de un cierto número de hombres libres, capaces de formar una mayoría para unirse e incorporarse a dicha sociedad. Y es así, solamente así, como pudo darse inicio a un gobierno legítimo en el mundo” (Locke 1973: 106).

 

Es interesante tener en cuenta que, ante la percepción del carácter inédito de semejante afirmación en aquella época, Locke atiende dos posibles objeciones: una acerca de que “no hay ejemplos” en la historia de un conjunto de personas independientes e iguales que hayan establecido un gobierno de esa manera; la otra, que pone en evidencia la mentalidad predominante en aquel entonces, que ello es imposible porque,  “habiendo nacido todos [los hombres] bajo un gobierno dado, están sometidos a él y no son libres de dar comienzo a otro” (Locke, 1973: 106). Observa Locke que por no haber tenido noticias de que los hombres hayan vivido en “Estado de Naturaleza” no significa que no lo hayan hecho: la escritura surge en pueblos con una sociedad civil de cierta continuidad histórica. Citando a José de Acosta, informa acerca de que “en muchas partes de América no había gobierno en absoluto” (Locke, 1973: 107). Cuestionando entonces la supuesta universalidad del gobierno unipersonal, observa con notable precisión etnográfica:

 

“Por eso vemos que en América, que sigue siendo un ejemplo de lo que eran las edades primitivas en Asia y Europa, cuando los habitantes eran escasos para la extensión del país, y el deseo de poseer el dinero no tentaba a los hombres a agrandar sus posesiones territoriales o a competir para extenderlas, los reyes indígenas son poco más que generales de sus ejércitos, y aunque su mando es absoluto en la guerra, en su hogar y en tiempo de paz ejercen escaso poder y su soberanía es limitada” (Locke, 1973: 108-109).

 

Aquí Locke se refiere al carácter definitorio del liderazgo primitivo, de acuerdo al cual, más que ejercer un poder efectivo sobre los demás, el líder detenta mero prestigio (Clastres, 1978, 1986). Prestigio que a su vez se funda en determinadas habilidades: elocuencia, conciliación, y, significativamente, generosidad. Si bien en ocasiones guerreras el líder asumía un rol de mando, y por ende era obedecido por sus seguidores –cuando había consenso sobre la oportunidad de la expedición-, el resto del tiempo su poder se limitaba a aconsejar y acaso persuadir, pero nunca podía ordenar –so pena no sólo de ser “desobedecido”, sino quizás burlado y en caso extremo o bien abandonado o acaso destituido-. Advierte al respecto Locke: “Ellos jamás soñaron en una monarquía de derecho divino, de la cual nunca se oyó hablar en la Humanidad hasta que nos fue revelada por la teología en este último tiempo […] Esto debe ser bastante para demostrar –si tenemos alguna noción de historia- que hay razones para concluir en que el origen pacífico de un gobierno reside en el consentimiento del pueblo” (Locke, 1973: 109). Ecos de su pensamiento se hallan en las siguientes palabras de la Declaración de la Independencia:

Si bien las obras de Locke eran ampliamente conocidas en las colonias, se ha observado empero que su filosofía abstracta no parece haber tenido una influencia directa de magnitud sobre la motivación efectiva de la acción revolucionaria. Esta última habría provenido más bien de escritos populares, publicaciones que aplicaban tales ideas abstractas a problemas concretos de gobierno -como las célebres Cartas de Catón, que se reprodujeron varias veces en las colonias (Rothbard, 2006). Así como, según veremos, habría habido una influencia convergente de las modalidades indígenas de práctica política en general y de la singularidad confederativa de la Gran Liga Iroquesa en particular.

Es menester reconocer que la revolución norteamericana constituyó no sólo el primer intento exitoso para liberarse del yugo de la dominación imperial inglesa sino, más relevante aún, el primer acontecimiento en la historia moderna en que se impusieron a los nuevos gobiernos limitaciones y restricciones materializadas en una constitución, y en especial, declaraciones de derechos.

De acuerdo a Bernard Bailyn (1973) los revolucionarios estadounidenses lograron concretar de manera repentina el programa que habían planteado los opositores ingleses de la monarquía. Mientras estos últimos habían confrontado contra la complacencia social y el orden político con mucho esfuerzo por cumplir sus sueños, conducidos por las mismas aspiraciones pero viviendo en una sociedad ya moderna y políticamente liberada, los estadounidenses pudieron plasmar esas ideas en acciones. Al respecto, en su célebre obra La democracia en América, publicada entre 1835 y 1840, observó por su parte Alexis de Tocqueville: “La suerte de los norteamericanos es singular: han tomado de la aristocracia de Inglaterra la idea de los derechos individuales y el gusto de las libertades locales, y han podido conservar lo uno y lo otro, por no haber tenido aristocracia que combatir” (Tocqueville, 1984: 167).

En consecuencia, si bien el pensamiento liberal clásico tuvo su origen en Inglaterra, en tanto las colonias americanas no se hallaban sujetas al monopolio feudal de la tierra y a la casta aristocrática gobernante afianzados en Europa, fue allí donde alcanzó su puesta en práctica más consistente y radical. En las colonias americanas el liberalismo tuvo más apoyo popular y enfrentó una resistencia institucional mucho menos arraigada que la que encontró en su lugar de origen. Más aun, al estar geográficamente aislados, los americanos no debieron preocuparse por ejércitos invasores de gobiernos contrarrevolucionarios vecinos, como por ejemplo ocurría en Francia (Rothbard, 2006: 17).

 

La singularidad americana: el derecho al consumo recreativo de marihuana

 

“El mayor favor que puede hacerse a cualquier país es añadir una planta útil a su cultura.”

Thomas Jefferson, Notas sobre Virginia

 

La tesis aquí propuesta sostiene que en lo que hace al “destino” que parece estar teniendo la política de drogas, así como fue determinante en cuanto a su origen –no menos que a su difusión y mantenimiento en el resto del mundo-, el continente americano también lo viene a ser a su vez en sentido contrario, vale decir, en lo concerniente a su decidida crítica y resistencia. En tanto la política prohibicionista cercena efectivamente derechos individuales básicos, puede decirse que, en razón del peso relativo que el desempeño que el modo de vida democrático tiene en nuestro continente, una significativa proporción de la población ha incurrido en un inédito grado de “desobediencia civil”. Ante la puesta en evidencia del notorio fracaso de la política de rigor –que suma a las presiones de los ciudadanos la propagación prácticamente imparable del narcotráfico-, las mismas autoridades están por fin promoviendo cambios efectivos al respecto.

La sustancia paradigmática en este sentido es por supuesto la marihuana, sin dudas la droga psicoactiva sobre la que existen razones más que suficientes para impugnar su prohibición;3 correspondientemente, son paradigmáticas las autoridades americanas de los estados de Washington y Colorado en EEUU, así como de Uruguay a nivel nacional. Viene al caso precisar que, si bien en Europa también se han dado autorizaciones legales orientadas a atender el consumo de marihuana para fines recreativos -tanto en los célebres coffee-shops holandeses como en diversos clubes de cultivo, en especial en España, sobre todo en Euskadi y Cataluña-, la ambigüedad de las respectivas legislaciones nos refiere a medidas que, oscilando entre el permiso y la represión, no alcanzan el umbral de un efectivo reconocimiento de las libertades y derechos en cuestión. Los coffe-shops, por ejemplo, criticados por promover el indeseado “turismo cannábico” –que a su vez promueve bienvenidos gastos turísticos en general-, padecen la irregular situación de tener autorización legal de vender marihuana, mas no de comprarla ni de cultivarla…

Por otra parte, si bien los clubes de cultivo españoles están habilitados incluso para la venta, en tanto la tenencia sigue prohibida en la vía pública, quienes compran allí pueden llegar a tener problemas con la policía al salir. Además, estos clubes son continuamente hostigados por las autoridades, habiendo debido cerrar varios de ellos  por constantes presiones –así como enfrentar cargos penales algunos de sus miembros-. También merece mencionarse el caso de Portugal, cuya política de descriminalización del consumo de marihuana, después de varios años de implementación, ha demostrado la ausencia de un aparejado aumento de daños, como sus críticos pronosticaban. De allí que estas medidas, más propias de un espíritu de despenalización que de una efectiva legalización, no vienen a constituir sino casos excepcionales que “confirman la regla”, que no es otra que la vigencia de la prohibición en su sentido amplio.

Por el contrario, en tanto se trata de los primeros casos en donde se ha procedido a legalizar expresamente el consumo recreativo de cannabis, los referidos estados americanos constituyen pues referentes insoslayables de un real cambio de paradigma respecto a la política de drogas. Frente a la autorización de uso de marihuana para fines medicinales, vigente desde hace varios años en algunos estados norteamericanos (Grinspoon y Bakalar, 1997), así como en otros países, principalmente europeos; frente a la autorización de otras drogas para fines religiosos –peyote en el Norte y ayahuasca en el Sur (Fericgla, 1998)-; el reconocimiento de la licitud del consumo recreativo de cannabis sienta las bases para el ejercicio de un derecho personal hasta ahora vedado. No se trata de ninguna utilidad manifiesta proveniente de la ingesta de tal sustancia, sino simplemente de la simple toma de decisión de ejercer una libertad básica, como es la de consumir lo que uno quiera –así como, en casos cada vez más frecuentes, consumir los frutos del propio trabajo –o más precisamente, las flores-; se asume pues la propia libertad al respecto aun cuando ello implique un riesgo, e incluso aunque implicare un “daño”.

He aquí el punto neurálgico de la cuestión: aun cuando el consumo de drogas psicoactivas sea diagnosticado como una “enfermedad” –que no necesariamente lo es, no al menos para quienes no sucumben a la “drogadicción”-, sancionar al consumidor no hace otra cosa que adicionar un –supuesto- mal a otro. En tanto al yugo de la sustancia se le añade la pena impuesta por el juez –sea un tratamiento “obligatorio” de rehabilitación o concretamente la prisión-, se sanciona un doble castigo (Hügel, 1997; Lynch, 2007). En el mismo sentido se ha planteado: “Aceptando los dogmáticos penales que quien ingiere drogas es un enfermo, ¿por qué la ley los victimiza como delincuentes?” (Neuman, 1991: 23).

Una cuestión clave en lo concerniente a la problemática del consumo de drogas es la ausencia de un daño efectivo hacia un tercero. Se ha preguntado ante qué clase de “crimen” estamos en que el victimario y la víctima coinciden en la misma persona (Garapon, 1994). De allí el cuestionamiento del carácter penal de la sanción que pesa sobre los consumidores (Husack, 2001). Reconociendo la existencia de riesgos personales en el consumo de substancias psicoactivas que alteran la conciencia, incluso de enfermedad en casos específicos, el hecho de que no exista en principio un daño hacia otra persona conlleva que la prohibición del caso, así como se justifica en aras a una pretendida noción de “salud pública”, se funda en una actitud de protección de las autoridades sobre la población. Se trata pues de una expresión de un Estado en verdad tutelar. Esta prohibición, operada en sentido político moderno en regímenes formalmente democráticos, obedece a la lógica medieval de la sagrada autoridad de raigambre religiosa. Se trata de una falta frente a los detentadores del poder y del saber, la Iglesia entonces, el Estado ahora (Szasz, 1981).

Sin embargo, es importante tener en cuenta que la mayoría de los jueces no sanciona efectivamente a la mayor parte de los detenidos por tenencia para consumo personal.4 Puede pensarse que, ante la evidente injusticia de condenar a una persona por semejante proceder –acaso un vicio, quizás un “delito abstracto”, mas en absoluto concreto en cuanto no se produce un daño hacia un tercero-, los jueces en cuestión no aplican la ley tal como está prescrito (Lynch, 2013). En consonancia con ello, diversas sentencias dictadas al respecto en Argentina han señalado la inconstitucionalidad del artículo 14 de la Ley 23.737, puesto que al sancionar penalmente un consumo meramente personal de cualquiera de las drogas prohibidas, contraviene pues lo dictado por el artículo 19 de la Constitución Nacional, aquel que sostiene que los magistrados no deben intervenir en aquellos asuntos que son exclusiva incumbencia individual (Neuman, 1991).

En tanto tales jueces actúan entonces “tal como lo habría hecho el legislador”, puede decirse que se produce en consecuencia una intromisión entre los poderes del Estado, en este caso del judicial en el legislativo. De acuerdo al análisis de Giorgio Agamben (2005), esta situación de anomalía jurídica es característica del “estado de excepción” que, al decir de Walter Benjamin, se ha convertido en la regla en las sociedades democráticas modernas. Estos “poderes especiales” que se arrogan las autoridades se materializa de dos modos en la política de drogas: en primer lugar en cuanto a la discriminación que sufre la población en general respecto a una libertad elemental como es la decisión acerca de elegir o no tal objeto de consumo; en segundo lugar en lo relativo a la discriminación específica que, suerte de reflejo especular de las raíces racistas de los fundamentos de la política en cuestión, sufren los detenidos y en especial los concretamente condenados: miembros de los sectores más marginales y en especial de tez oscura (Lynch, 2010).5

Se ha sostenido que la prohibición, nacida en EEUU e impuesta con la colaboración de varias potencias europeas al resto del mundo –Alemania e Inglaterra entre

ellas-, en correspondencia con sus asunciones etnocéntricas (Lynch, 2008), se ha constituido en un vehículo de neo-colonización (Hulsman 1988; Sorman, 1993).

Más aún, en tanto puede a su vez decirse que este dominio internacional constituye un patrón de poder capitalista basado en una clasificación racial/étnica de la población, la política de drogas es la expresión de un caso de “colonialidad” del poder –y del saber- (Quijano, 1991; Lynch, 2012). Se trata de una imposición que, promovida desde Washington, no sólo ha sido acatada por los gobiernos nacionales de prácticamente todos los países –expresión pues de “colonialismo interno”-, sino que ha sido inculcada al sentido común de la población general en términos de una efectiva demonización de las sustancias prohibidas, estigmatizadas bajo la rúbrica “la droga”. Y ha sido América Latina el objeto principal de dominación al respecto, como lo ilustró Colombia hace varias décadas (Vargas Meza, 1995; Tokatlián, 2000), como lo hacen en la actualidad México y América Central.

Sin embargo, ante la presión de una significativa proporción de la población –así como del reconocimiento del fracaso en la “guerra” que se le ha declarado a las mismas drogas-, autoridades gubernamentales de diferentes países vienen discutiendo propuestas de liberalización, en particular de la marihuana. Y ello sucede tanto en el Norte como en el Sur, siendo el movimiento cannábico sumamente activo y poderoso en el mismo lugar de origen de la prohibición –emblemático ha sido el caso californiano,  ahora algo rezagado-.6

 

Democracia, pluralismo y respeto de las minorías

 

Colorado, Washington y Uruguay, pues, han sentando un precedente que difícilmente no sea imitado por otros estados. Después de todo, la evidencia empírica y científica disponible sobre el consumo de cannabis no deja ninguna duda al respecto sobre la baja proporción de sus eventuales riesgos. Lo que lleva a predecir que, ante la disponibilidad de conocimiento fidedigno para cualquier interesado en el tema sobre las condiciones reales de sus efectos, así como ante las manifiestas consecuencias negativas de la prohibición –en primer lugar la emergencia de un nivel inaudito de crimen organizado que caracteriza al narcotráfico-, la opinión pública se irá convenciendo del beneficio de liberalizar el acceso a su consumo. Realmente notable es advertir que, si nos atenemos a datos objetivos, la peligrosidad del lícito alcohol es mucho mayor que la de la denostada marihuana –lo mismo puede decirse respecto a otra sustancia en su momento también prohibida y desde hace siglos objeto de consumo corriente en todo el mundo como lo es el tabaco-.

Si bien numerosas figuras notables de varios países se han pronunciado a favor de la legalización de la marihuana en Latinoamérica –en especial varios ex

presidentes-, ha sido Uruguay la primera nación en sancionar una ley efectiva al respecto. Es interesante notar que ello se ha realizado a pesar de contar, según las encuestas, con el rechazo de más del 60% de la población. Aunque la voluntad popular de tal “mayoría absoluta” mantenga su oposición a terminar con la prohibición de esta droga, en tanto los legisladores han estudiado a fondo y discutido abiertamente los puntos a favor y en contra de la medida, está claro que disponen de una legítima autoridad democrática para sancionar a favor de la minoría en cuestión. Ello se debe a su vez a la puesta en evidencia de la falsedad de muchas de las argumentaciones esgrimidas en aras a fundamentar la proscripción, y por ende de la puesta al descubierto de la inexistencia de muchos de los peligros denunciados al respecto.

Después de todo, la delegación del poder implica el compromiso a atenerse a lo dictaminado por las autoridades electas, aunque, como en nuestro caso, el reconocimiento de determinados derechos por parte de algunas minorías no sea aceptado por el resto de la población –alegando pretendidos daños que lejos están de haber sido comprobados por estudios serios dedicados al tema; por el contrario, desde hace más de un siglo todos los estudios encargados por las mismas autoridades gubernamentales de varios países, incluyendo Inglaterra, EEUU, Francia, Holanda, etc., han coincidido en el margen notablemente bajo de los riesgos de un consumo inmoderado de marihuana, en especial en comparación con los del alcohol y el tabaco-.

De acuerdo a Lefort, la democracia representativa se establece una vez que se han extraído las consecuencias de lo que llama la desincorporación del poder, esto es, la des-imbricación de las esferas del saber, la ley y el poder. En virtud de los principios de alternancia –subrayado por Aristóteles como esencial al gobierno democrático- y de representación, se constituye un “lugar vacío” de poder, el que es detentado periódicamente por quienes son electos mediante el sufragio universal. De allí que el ejercicio del poder depende de la competencia entre los partidos políticos por un lado, así como de aquella competencia estrictamente definida que confiere legitimidad a los conflictos que operan en la sociedad y les provee el marco simbólico que impide que degeneren en guerra civil (Lefort, 1993). En términos de Norberto Bobbio se trata del proceso de “democratización de lo social”, puesto de relieve como el complemento indispensable de la “democratización de la política”; tal proceso implica el indispensable pluralismo que debe caracterizar a todo régimen representativo, donde el necesario consenso inherente al modo democrático de vida no ahogue un genuino disenso de determinados sectores de la población. (Bobbio 1985: 48)

Destacando la creación de un “escenario” político, Lefort sostiene que la democracia representativa es el sistema en el que los representantes participan de la autoridad política en lugar de los ciudadanos que los designaron, lo que brinda una visibilidad relativa a la sociedad en su conjunto. Subraya que un aspecto fundamental de la representación democrática, al separar a los representantes de sus electores, es delimitar “un espacio en el cual se supone que el debate no tiene otro fin que desprender el interés general de los intereses particulares, aun cuando estos, de tal o cual categoría social, sean objeto de controversia” (Lefort 1993: 136). En tal sentido, la delegación de poder de los representados a los representantes dispone un espacio que otorga una libertad para juzgar que, en principio, los habilita a oponerse a las opiniones de los electores. Dicho principio les prescribe incluso ejercer, de ser necesario, un papel pedagógico.

No deja de ser relevante tener en cuenta que el impulso del proyecto uruguayo fue dado por el presidente del país, José Mujica –insólito caso de un jefe de Estado que predica y practica la filosofía epicúrea-. Subrayando las cualidades negativas del consumo de marihuana, Mujica fundamenta su propuesta en motivos netamente pragmáticos: en tanto se ha constatado el fracaso de la lucha contra el narcotráfico, se pretende disminuirlo simplemente ofreciendo a los consumidores la posibilidad de adquirir el producto de fuentes estatales –no menos que ofreciendo su atención terapéutica para terminar con semejante vicio malsano-. Empero, más allá de cuestiones estratégicas y terapéuticas, la aceptación del cultivo particular y de la creación de clubes sociales, a pesar del control estatal que implica el registro de sus respectivos actores en la nueva dependencia fundada a tal efecto, no deja de implicar a su vez el reconocimiento de la licitud de las mismas, es decir, el reconocimiento del derecho a cultivar y consumir marihuana libremente.7

 

La Tierra de Gracia americana: el don de la democracia y de las drogas

 

“Torno a mi propósito referente a la Tierra de Gracia, al río y lago que allí hallé, tan grande que más se le puede llamar mar que lago (…). Y digo que si este río no procede del Paraíso Terrenal, viene y procede de tierra infinita, del Continente Austral, del cual hasta ahora no se ha tenido noticia; mas yo muy asentado tengo en mi ánima que allí dije, en Tierra de Gracia, se halla el Paraíso Terrenal”

Cristóbal Colón, Diario de su Tercer Viaje

 

Nuestro continente ha estado históricamente asociado a notables equívocos, errores expresos algunos, que han tenido como consecuencia notables injusticias, tanto sociales como personales –esta última referida en particular a su “descubridor”, quien no sólo murió en la pobreza y sin el debido reconocimiento de su hazaña, sino incluso sin llegar a saber que, lejos de haber estado “en los alrededores de Cypango”, había dado a conocer abiertamente la existencia de un nuevo mundo. De allí que, en su intención de llegar a las Indias Orientales, legó el nombre de “indios” a los habitantes de estas tierras. Ahora bien, de acuerdo a Guillermo Bonfil Batalla (1972), en tanto la palabra indio es una “categoría de la situación colonial”, resulta explicativa de la notoria desigualdad que se instaló con la conquista y colonización. Su condición problemática se corresponde con la propia del vocablo “droga” –que, en su análogo sentido discriminante, puede decirse que viene a ser una suerte de proyección histórica suya-: ambas categorías engloban en un solo término una gran diversidad de poblaciones/ substancias, uniformizándolas en paralelo a su estigmatización, siendo semejante afán reduccionista-segregacionista funcional al dominio/control de aquellos subsumidos bajo tan equívocos términos.

Una gracia, en su sentido teológico, es un don brindado por Dios a una persona. En sentido político significó en tiempos de las monarquías absolutas la concesión que el rey hacía ante determinada cuestión. Sin embargo, la “gracia americana” a la que nos estamos refiriendo, lejos de ser dada desde arriba por Su Majestad, es por el contrario obtenida desde abajo por la lucha democrática de cierta humanidad, esto es, en la lucha por el reconocimiento efectivo del derecho al consumo y producción de determinada substancia.

Hacia el final de su examen de la democracia americana, Tocqueville (1984) expresó su temor de que, interesados básicamente en sus asuntos particulares en detrimento de su autogobierno, los ciudadanos podrían llegar a delegar tal cuota de poder en la dirigencia que diera lugar a una suerte de “despotismo blando”, esto es, a la consolidación de un gran poder tutelar por parte de las autoridades estatales, sobre el que las personas tendrían escaso control –así como tendría creciente control sobre ellas-. Según Charles Taylor (1994), esta tendencia es en realidad una expresión de la primacía de la razón instrumental en nuestra vida social, una de las fuentes según su parecer del “malestar de la modernidad”. En este sentido, más que el despotismo surgido de la falta de participación política de los ciudadanos, el peligro lo constituiría la fragmentación social, es decir, la incapacidad creciente de un pueblo de proponerse objetivos comunes y llevarlos a cabo.

Advierte empero Taylor que un objetivo común que sigue siendo intensamente compartido, aún cuando otros se han atrofiado, es precisamente la organización de la sociedad en defensa de sus derechos. Sostiene al respecto que la única forma de contrarrestar la tendencia al atomismo y el instrumentalismo consiste en la formación de un propósito democrático común: “Una política de resistencia significa una política de formación política de voluntades… un intento serio de comprometernos en la lucha cultural de nuestro tiempo requiere promover una política destinada a dotarse de poder democrático” (Taylor: 1994: 143). Se trata de la “democratización de lo social” destacada por Bobbio (1986), o bien de la “socialización del poder” propuesta por Quijano (1991). Pues bien, precisamente ello es lo que ha promovido el movimiento cannábico, a través del cual se han generado en numerosos países, especialmente americanos, una gran cantidad y variedad de asociaciones de consumidores y cultivadores que militan activamente en pro de sus derechos vedados.

Si democracia es el poder del pueblo, droga es el poder de la naturaleza, el extraordinario poder de la materia sobre el espíritu. Estas substancias psicoactivas eran consideradas “plantas de los dioses”, plantas sagradas en virtud de propiciar el contacto con las divinidades (Schultes y Hofmann, 1998). En tal sentido se ha propuesto reemplazar la equívoca denominación “alucinógena” por enteogénica, esto es, que suscita lo divino en nuestro interior (Wasson y otros, 1987). En términos de la teología católica se trataría de auténticos sacramentos, de aquellos productos que constituyen el vehículo de la “gracia santificante” que Dios nos participa a fin de que nos sobre-elevemos de nuestra humana condición. En tanto las drogas psicoactivas constituyen a su vez objetos materiales que influyen en el ánimo personal, cuestionan el dualismo cartesiano que distingue netamente una sustancia extensa de una sustancia pensante, el cuerpo del alma, y lo hacen invirtiendo la jerarquía que se le ha asignado al espíritu sobre la materia (Escohotado, 1994a).

Que las drogas constituyan un “don” -una gracia natural-, lo expresa a su vez su ambivalente homóloga significación: se trata en ambos casos de un regalo/remedio tanto como de un veneno. Su efecto benéfico o tóxico depende pues de la dosis administrada. Esta ambivalencia fundamental pone en cuestión la concepción dominante de la droga que ha divulgado el discurso oficial en términos linealmente naturalistas. En consonancia con los procedimientos explicativos de las ciencias exactas, se piensa que cada droga tiene su propio “efecto”, estando su “causa” alojada en los principios activos de la sustancia. Se olvida así que se trata en verdad de sustancias psicoactivas, por lo que, sucumbiendo a la lógica causal objetiva, se descuida por completo el aspecto subjetivo implicado.

Destacando la singularidad dialéctica de la relación entre el sujeto y la sustancia, desde el psicoanálisis se ha advertido que la lectura médica hegemónica, diagnosticando la enfermedad de la drogadicción por el mero consumo, asume los presupuestos positivistas de la causalidad lineal (Vera Ocampo, 1989; Le Poulichet, 1991). Se evacúa así la cuestión del sujeto, quien queda reducido a la condición puramente pasiva de “paciente”, de aquel ser enfermo que, en su dependencia obsesiva por drogarse, habría socavado su misma libertad personal. Sin embargo, al conceder todo el “poder” a la sustancia y suponer la correlativa debilidad de sus consumidores, desde esta perspectiva lo que se hace es quitar la propia responsabilidad a los sujetos en cuestión. Bien entendida, la única libertad posible es la decidida por la persona, la elección de consumir o no una droga, no la que provean las autoridades por medio de sus propuestas de rehabilitación –salvo por supuesto que uno reconozca un malestar y acepte semejante diagnóstico y condiciones de tratamiento-.

En fin, si hay un sentido en que América es Tierra de Gracia, además de la belleza de sus paisajes y la salud de sus pobladores originarios destacadas por Colón –así como por tantos otros-; además de su alta proporción de plantas con propiedades psicoactivas –drogas pues naturales-; es en el de haber brindado el primer ejemplo del establecimiento moderno de una sociedad política democrática. Y ha sido justamente en estos parajes donde, debido a la presión social ejercida por una significativa proporción de la ciudadanía, ha sido declarada por primera vez la legalidad de la más emblemática de las drogas prohibidas, sentando así las bases para la reversión de una política en verdad desgraciada.

 

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1. Formulaciones expresas de este fracaso pueden verse en De Rementería, 2009 y en Tenorio Tagle, 2010. Discusiones críticas de la política vigente pueden verse en AA.VV., 2003; Barriuso, 2003 y Henman, 2003.

 

2. Véase al respecto Grinde, 1977, Johansen, 1982, Mander, 1984, Cuéllar Barandarián, 2013.

 

3. Entre tantas obras dedicadas al cannabis, cabe destacar la de Antonio Escohotado (1997).

 

4. Para el caso de Argentina véase Niño, 2000 y Corda y Frish, 2008; para el caso de Francia véase Sorman, 1994. En su expreso reconocimiento de la menor peligrosidad de la marihuana respecto al tabaco y al alcohol, el propio presidente de EEUU Barack Obama ha sostenido al respecto: “Para una sociedad es importante evitar una situación en la que gran parte de la población haya en un momento determinado violado la ley y sólo una pequeña porción de ella sea castigada”.

 

5. Otro aspecto de esta excepcionalidad corresponde a lo sugerido desde Washington y puesto en práctica en México -y está siendo objeto de estudio en

Argentina-: el empleo del ejército en la designada “guerra contra el narcotráfico”. Aquí la metáfora bélica que caracteriza el estado de excepción adquiere visos de literalidad.

 

6. En 1996, por una iniciativa promovida por particulares, en un referéndum popular, frente a las 600.000 que eran necesarias, votaron a favor de la utilización medicinal del cannabis en California 880.000 personas.

 

7. Aunque es preciso reconocer que se trata de una “libertad” estrictamente medida: se permiten tener hasta seis plantas por persona, así como comprar 40 gramos por mes. Un aliciente es que se trata de una medida mayor que la autorizada en Colorado, donde sólo se permiten comprar 28 gramos.

 

 

 

 

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