Introducción
En los albores de la era industrial, se buscó estructurar las sociedades a la luz de nuevas narrativas de progreso. La vida social se reacomodó sobre una nueva columna vertebral: la producción en masa. Estos cambios se observaron en la forma de organizar socialmente el curso de vida, que se ordenó a partir de la actividad productiva (formación, entrada al mercado laboral, retiro). Además, se procuró una organización “funcional” de las actividades humanas entre las esferas pública y privada. Como los intocables que no encontraron su origen en el cuerpo de Brahma, el sujeto feminizado se definió por su ausencia de participación en el espacio público, desclasado. Así, los cursos de vida socialmente establecidos se diferenciaron por sexo, el del varón se definió por la actividad productiva; el de la mujer, por la reproductiva. Y fue así cómo el concepto de adultez devino profundamente político. En los primeros movimientos que se concibieron como feministas, el activismo se centró en la búsqueda por alcanzar una adultez igualitaria (Field, 2014).
Durante el siglo XX, en Uruguay hubo importantes transformaciones en la participación simbólica y material de las mujeres en el mercado laboral. A pesar de los discursos de finales del siglo XIX sobre la naturaleza femenina y su incompatibilidad con el trabajo extradoméstico, la participación de las mujeres en el mercado laboral se mantuvo y no dejó de crecer en las primeras décadas del siguiente siglo. Aunque no fue masiva, impulsó cuestionamientos a la matriz de creencias alrededor de la feminidad y el trabajo, que se vieron reflejados, por ejemplo, en las reformas de los gobiernos batllistas (1903-1907 y 1911-1915), que reconocieron las necesidades de las mujeres trabajadoras (Mariño Teti, 2023). Sin embargo, los discursos del momento seguían reproduciendo el esquema de curso de vida esperado para la mujer según el paradigma de la división de esferas: ser esposa y madre. El trabajo fuera del hogar fue entendido como un desvío e, incluso, como un riesgo moral para la sociedad. Prevalecía la narrativa de la necesidad, el trabajo femenino se justificaba sólo para complementar los ingresos de los varones, no como un hito esperado en su propia trayectoria.
Estos cambios sociales se aceleraron en las últimas décadas. Entre 1960 y 1990, hubo un aumento de la participación femenina en la población económicamente activa (PEA), así como en el número de años de estudio de las mujeres que participaban en el mercado laboral, lo que da cuenta de un cambio cualitativo en el tipo de participación. Asimismo, en esas décadas, el estado civil dejó paulatinamente de tener un efecto negativo en la participación laboral femenina y los hogares con doble ingreso se volvieron poco a poco la norma. Esto da indicios de una mutación en la narrativa sobre la adultez esperada para las mujeres con relación al trabajo remunerado.
Lo anterior ha promovido un creciente señalamiento sobre los mayores obstáculos que enfrentan las mujeres trabajadoras con respecto a los varones. La adquisición de nuevas expectativas en lo laboral convive con la persistente feminización de las actividades no remuneradas, evidenciada potentemente por las encuestas de uso de tiempo. Esto se traduce, entre otras cosas, en brechas de salariales; mayores tasas de desocupación en la población femenina; segregación vertical y horizontal del mercado laboral y dobles jornadas (y hasta triples jornadas) que siguen atravesando la vida de las mujeres trabajadoras en Uruguay, la región y el mundo. Por lo tanto, los recursos asociados a la adultez siguen presentando disparidades en el eje de género.
Quizá por esto, las narrativas sobre cursos de vidas esperados y sobre la organización sexual de la sociedad no están del todo extintas, aunque, sin duda, se presenten como más problemáticas. Cuando las personas dan sentido a sus experiencias relativas a la adultez y a su propia identificación con dicha etapa de vida, deben negociar con estas contradicciones y ambigüedades. En estos ejercicios de interpretación surgen sentidos innovadores de viejas, y nuevas, ideas, matices que se sedimentan, variaciones mínimas y también resistencias. Este artículo tiene como objetivo explorar qué narrativas culturales sobre trabajo e identidades de género se negocian en relatos situados de transición a la adultez de mujeres uruguayas trabajadoras en distintas ocupaciones. Se establecen algunos objetivos específicos: 1) identificar narrativas culturales sobre trabajo e identidades de género plasmadas en las narrativas de transición a la adultez de mujeres trabajadoras en Montevideo; 2) identificar diferencias en las tramas construidas entre mujeres trabajadoras en distintas coordenadas sociales.
Para esto, se llevó a cabo una investigación de corte cualitativo que buscó recolectar relatos de vida para indagar los sentidos que surgen al narrar el paso entre diversos hitos de transición a la adultez relativos a la vida laboral y familiar. Entre julio y diciembre de 2019 se llevaron a cabo 33 entrevistas en profundidad a mujeres trabajadoras en Montevideo.1 La construcción de la muestra se hizo a través de un muestreo intencional ayudado de la técnica de bola de nieve. Unos de los criterios de selección fue que las entrevistadas tuvieran más de 30 años, pues se identificó que, en Uruguay, a esta edad la mayoría de las personas han vivido por lo menos un hito de transición a la adultez. El rango de edad es entre los 31 y los 57 años, aunque la vasta mayoría de los casos se concentra entre los 31 y los 39 años (20 casos). Los casos en que las entrevistadas tenían más de 40 años (13 casos) responden a la necesidad de ampliar el rango, debido a las características demográficas de la población de trabajadoras domésticas, que se consideró imperativo representar en la muestra.2 Adicionalmente, se buscó maximizar la variabilidad de los casos en dos ejes que sirven como indicadores proxy del nivel socioeconómico de los casos estudiados: los niveles educativos y los tipos de ocupaciones. Las transcripciones se abordaron desde un análisis narrativo temático para identificar patrones en el uso de narrativas culturales sobre feminidad y trabajo, y las tramas que surgían de la negociación con estas al narrar transiciones a la adultez. Esta técnica es útil cuando se quiere construir una generalización teórica a partir de varios casos (Riessman, 2005, p. 3).
El presente artículo se compone de cinco apartados. El primero desarrolla los conceptos teóricos que guían y sustentan esta investigación. El segundo presenta una breve descripción del contexto reciente y la transformación de las narrativas culturales sobre trabajo y género en Uruguay. El tercero da cuenta de algunos hallazgos identificados en la negociación con narrativas culturales de género respecto a la adultez y el trabajo en el caso de mujeres de entre 31 y 39 años. El cuarto presenta hallazgos en un conjunto de entrevistas realizadas a mujeres con menores niveles educativos. El último apartado expone algunas reflexiones finales y abre nuevas interrogantes.
Experiencia, identidad y agencia: un rescate fenomenológico y narrativo
En oposición al debate entre el feminismo materialista y cultural, McNay (2004) sostiene que tanto la dimensión material como la simbólica de las estructuras de género son indivisibles en la experiencia, por lo que se propone identificar y definir categorías mediadoras que permitan estudiar sus imbricaciones. Para centrarse en la experiencia, McNay (2004) recupera elementos del enfoque narrativo de Paul Ricoeur y somete a una reingeniería al concepto de agencia, elemento clave para hacer visible la imbricación material y simbólica de las relaciones de género.
La experiencia es un concepto polémico en los estudios feministas. Ha sido cuestionado por corrientes feministas que desconfían del excesivo subjetivismo que puede presentar, algo que se criticó del feminismo del standpoint theory, cuyas producciones fueron criticadas por su tendencia a universalizar experiencias específicas, bordeando peligrosamente el esencialismo y el contrabando de sesgos. A raíz de estas críticas, los estudios feministas posestructuralistas dejaron de lado los conceptos de experiencia e identidad, manteniendo un concepto restringido de subjetividad. McNay (2004) advierte que, al abandonarlos, su definición de agencia quedó empobrecida, limitada a un atributo de la estructura que omite la intencionalidad y la reflexividad en el interactuar de las personas dentro de las estructuras de género.
Para repensar la agencia, McNay (2004) retoma la definición de Pierre Bourdieu desarrollada en In other words (‘En otras palabras’, 1990), donde propone una aproximación fenomenológica al espacio social para explorar las representaciones que las personas se hacen del mundo y la manera en que estas afectan la acción y la interacción. El espacio social es visto como un espacio simbólico, donde los actores ocupan posiciones en campos sociales con distintas distribuciones de recursos en su interior y en la interacción con otros campos. Este punto de partida teórico integra las dimensiones simbólicas y materiales de las relaciones de poder, y reconoce la diversidad y el dinamismo de las estructuras. Las personas tienen disposiciones que son inscritas en sus cuerpos en su interacción, pero estas no son determinantes, sino que son procesos generativos que implican una (re)producción creativa de las personas en lo cotidiano. Para McNay (2004), la fenomenología permite tener una noción de experiencia que no la toma como fuente de conocimiento en sí. La experiencia no es accesible más allá de los actos interpretativos situados en un contexto más amplio, con repositorios previos de narrativas culturales. Así, bifurcan la experiencia inmediata y las relaciones de poder más amplias, y se expresa la reflexividad e intencionalidad del individuo, es decir, su agencia. Por ende, la agencia es un atributo de las personas y no de las estructuras, como sugiere el feminismo posestructural.
Se conceptualiza la agencia como la capacidad de negociación que tienen los individuos con las estructuras que buscan identificarlos con ciertos sujetos sociales a través de repositorios de narrativas culturales. La palabra negociar destaca que las personas no surgen pasivamente ante las estructuras, sino que tienen un papel central en dar sentido a sus vidas a través de esas ideas compartidas. Incluso ahí donde hay un aparente conformismo con las normas dominantes, no se puede decir que haya un acomodamiento irreflexivo y carente de intencionalidad. En las narrativas personales, la cultura no se impone, sino que se utiliza intencional y reflexivamente, y, a pesar de su aparente estabilidad, la innovación es continua. Para observa esto, el enfoque fenomenológico se enriquece con el narrativo, que sostiene que la temporalidad humana “cruda” es inaccesible. Tan sólo a través de actos interpretativos como la narración el individuo puede acceder al tiempo fenomenológico de la experiencia vivida, donde lo individual y lo social se bifurcan. Los ejercicios narrativos sobre las vivencias suponen creaciones de sentido a través de ordenamientos intencionales y reflexivos de la variabilidad y discontinuidades de la experiencia. Estos sentidos anclan al yo; la identidad narrativa alberga armoniosamente la permanencia y el cambio (McNay, 1999, p. 321).
De ahí que la ilusión biologicista del género, su percepción como disposición durable, no entre en conflicto con la “intermitencia de género” (McNay, 1999, p. 324), que es el resultado del movimiento inagotable de entrada y salida del género que ocurre al moverse en el tiempo y en el espacio social, al desplazarse entre diversos roles, prácticas, campos sociales, ámbitos, que ponen el foco en distintos aspectos de las identidades. Esta perspectiva implica una ruptura con el enfoque constructivista, que concibe la agencia en términos negativos, como la resistencia (McNay, 1999, p. 327). Toda identificación implica agencia. La identidad es, entonces, entendida como “la capacidad de sostener y reconciliar múltiples, e incluso contradictorios, significados” (McNay, 1999, p. 329), sin perder la ilusión de unidad. Desde esta perspectiva, “hasta las formas de comportamiento más normativas presuponen elementos imaginativos” (McNay, 1999, p. 329).
Los repositorios de narrativas culturales, por lo tanto, son guías interpretativas para los miembros de un grupo o comunidad. Son esquemas explícitos o implícitos que sintetizan los valores, creencias y experiencias de una colectividad sobre el significado de vivencias específicas. Por ejemplo, en las narrativas culturales surgidas en el albor de la sociedad industrial, se buscó adecuar la realidad de la participación femenina en la fuerza laboral (minoritaria, pero sostenida) a la ideología de la división sexual del trabajo, como identifica González Sierra (1994), con la noción del “triste destino” de las mujeres que no pudieron cumplir con su mandato natural de ser esposas y madres. En los debates alrededor de las reformas batllistas aparece la narrativa de la necesidad de complementar los ingresos familiares. Al responder a las necesidades familiares pareciera que la participación en la fuerza laboral se presenta como una extensión del rol maternal (aunque no libre de juicios por descuidar la crianza) y, por otro lado, su subordinación al salario masculino, su carácter secundario, permite mantener intacta la matriz de padre proveedor y madre ama de casa.
Esta investigación buscó estudiar la negociación en las narrativas personales con las narrativas culturales de género y trabajo en un marco específico: la transición a la adultez. Bernardi, Huinink y Settersten (2019) señalan que la interacción y la interdependencia en el tiempo entre procesos en distintos ámbitos de la vida (formativos, laborales y familiares) producen un continuo “enclasamiento social”. Estos procesos ocurren en “sistemas políticos de transición” en donde se distribuyen los recursos relativos a la adultez.
En lo que respecta a los intereses de investigación que aquí se describen, el foco está puesto en la dimensión simbólica de la transición a la adultez e interesa explorar con qué narrativas culturales sobre género y trabajo negocian las personas entrevistadas al interpretar sus propias vidas y describir los sentidos que surgen. Esto se alinea con los desarrollos de Holstein y Gubrium (2007) sobre la perspectiva constructivista del curso de vida. A grandes rasgos, estos autores señalan que la perspectiva constructivista “difiere de un enfoque más objetivo en tanto que no da por sentado un ciclo de vida predeterminado (…) sino que examina cómo se construyen significados en relación con la noción del curso de vida” (2007, p. 1, traducción propia). Hay tres premisas centrales en este enfoque de curso de vida:
(1) que la edad y las etapas de vida tienen múltiples significados; (2) que esos significados se construyen en la interacción social; (3) y que los significados atribuidos a la edad y las etapas de vida se modifican y se ajustan a las definiciones sociales de las situaciones. (Holstein y Gubrium, 2007, p. 4, traducción propia)
Siguiendo estas premisas, el foco estuvo en explorar qué historias se cuentan al narrar la transición a la adultez y qué “tramas” surgieron. Las tramas son el resultado de la negociación de la persona con narrativas culturales: “toda historia tiene, en cierta medida, una moraleja” (Squire, 2013, p. 49, traducción propia). Esta puede ser explícita o implícita, cerrada o abierta. En contraposición a la lógica causal, la narración puede ser o no lineal, incluir historias de otras personas o, incluso, eventos ficticios (fantasías, proyecciones, etc.), porque lo que busca no es retratar la realidad, sino trasmitir un sentido. Esto se debe a la dimensión “práctica” de las narrativas personales, que son un continuo “balance entre la innovación y la sedimentación” (Squire, 2013, p. 49).
Complejización de las narrativas de cursos de vida generizados en América Latina y Uruguay en el siglo XX
A lo largo del siglo XX, los esquemas tradicionales de curso de vida generizados se transformaron, por momentos de manera silenciosa y en otros, acelerada. En América Latina, entre 1960 y 1985 hubo un aumento de la participación femenina (Arriagada, 1990, p. 88). Este período se caracterizó por un aumento de las tasas de actividad femenina en los rangos de edad 20-24 años y 25-29 años en países de modernización avanzada (como Uruguay) y por la universalización de la educación básica y de la educación media, que se traduce en un aumento de la cantidad de mujeres en la PEA, con más de diez años de estudios (Arriagada, 1990, pp. 89-90). A partir de los noventa, se observó una diminución del efecto negativo del estado civil en la participación femenina en la fuerza laboral. Este dato evidencia un cambio en las expectativas asociadas a la participación laboral femenina. La narrativa de la necesidad de compensar los ingresos familiares, detallada anteriormente, parece ceder terreno frente a una nueva narrativa sobre participación laboral en el curso de vida esperado para las mujeres.3
Este es el resultado de un lento proceso de transformación de las relaciones de género en Uruguay. De la mano del modelo industrializador, la diversificación del mercado laboral, con un énfasis en el sector de servicios, y la burocratización abrieron posibilidades a mujeres con mayores niveles educativos (Maubrigades, 2020). Las mujeres se incorporaron a ocupaciones antes masculinizadas. Estos procesos no fueron lineales. El agotamiento de dicho modelo de producción, el desencadenamiento de crisis económicas y el retraimiento del sector público tuvieron como resultado, si no un retroceso en la participación femenina, una caída en la calidad de condiciones laborales y un aumento de la informalidad en esta población, sobre todo para las mujeres con mayores desventajas (Maubrigades, 2020).
A pesar de esto, en las últimas décadas del siglo XX y principios del XXI, el crecimiento de la PEA se debió casi enteramente al aumento de la participación femenina en la fuerza laboral (Martínez et al., 2014, p. 25). Un rasgo revelador de este contingente fue que se trató sobre todo de mujeres casadas o con hijos (Aguirre, 2003, p. 822), algo inimaginable a principios de siglo. En la década de los noventa comenzaron a proliferar hogares con más de un aportante económico, tanto en los estratos más bajos como en los más altos (Sunkel, 2006; Hopenhayn, 2007). En los albores del siglo XXI, Uruguay era el país del Cono Sur con el mayor porcentaje de hogares biparentales con doble aportación económica (Aguirre, 2003, p. 824) y, desde 2010, este arreglo pasó a ser el modelo predominante en la sociedad (Katzkowicz et al., 2015). Aunado a esto, la participación del aporte femenino estaba lejos de ser secundaria y representaba alrededor de un 30% del ingreso familiar en la primera mitad de los noventa, sin considerar las jefaturas femeninas (Arriagada, 1994).
Todos estos cambios parecen evidenciar la pérdida de fuerza de la narrativa de la necesidad y una mayor difusión de la narrativa de la “opción” (por retomar la categoría de Arriagada, 1990, p. 90). Irma Arriagada observó que, en ese período, se produce una segmentación en la población femenina económicamente activa: entre aquellas en trabajos manuales (como el trabajo doméstico) y no manuales (Arriagada, 1990, p. 90). Esta autora describe dos tipos de lógicas en el ingreso de las mujeres mercado laboral: la lógica de determinación y la de opción. La primera se refiere a la situación de aquellas mujeres con bajos niveles educativos que se vieron expulsadas del ámbito doméstico hacia trabajos con bajos ingresos e informales, independientemente del momento del curso de vida. Por otro lado, la lógica de la opción da cuenta de la situación de las mujeres con mayores ventajas sociales que se incorporaban al mercado laboral en busca de ingresos, pero, también, de realización personal. Ellas se insertaron en el sector formal de la economía urbana (Arriagada, 1990, p. 90).
Diversas coyunturas afectan la participación de las mujeres tanto en el trabajo remunerado como en el no remunerado. Un estudio sobre los impactos del COVID-19 -que ocurrió un año después de realizadas las entrevistas de esta investigación- mostró que la pandemia fue un punto de giro en las tendencias del mercado laboral uruguayo. La pandemia en Uruguay tuvo dos impactos principales en el mercado laboral: la caída de la actividad laboral y el aumento de las demandas de cuidados. Las mujeres fueron quienes vivieron los impactos con mayor intensidad. Por ejemplo, se observó que mientras la ocupación de la población en general cayó 22%, la caída de la ocupación femenina fue de 38% (ONU Mujeres y UNICEF, 2020). Una posible causa de esta brecha de género fue que, para responder a las nuevas demandas de cuidado, en los hogares se prefirió “preservar el trabajo de los varones, en consonancia con la división sexual del trabajo existente y al mayor ingreso que generalmente los varones obtienen en sus trabajos debido a la existencia de una brecha salarial entre varones y mujeres” (ONU Mujeres y UNICEF, 2020, p. 6). El impacto de la crisis sanitaria en las mujeres da cuenta de la persistencia de la división sexual del trabajo, que se observa en que “la mayor parte de la carga laboral remunerada recae sobre los varones mientras el grueso del trabajo no remunerado (principalmente tareas domésticas y de cuidados) es desempeñado por mujeres” (ONU Mujeres y UNICEF, 2020, p. 7).
Según la Encuesta Nacional de Uso del Tiempo y Trabajo no Remunerado (2022), las mujeres uruguayas dedican catorce horas semanales más al trabajo no remunerado que sus contrapartes masculinas (Demirdjian, 2023). Por tanto, las mutaciones en la participación de las mujeres en la fuerza de trabajo no implicaron una restructura de la división sexual del trabajo. Más bien, en consonancia con lo señalado por Durán, “la pretensión de mantener la sociedad abierta a las mujeres en sus nuevos papeles sociales sin que por ello se descarguen de las funciones tradicionales, conduce directamente a la doble jornada” (2000, p. 56). Ansoleaga y Godoy relacionan esto con la vigencia de la maternidad “como referente identitario femenino central” (2013, p. 349), en contraposición a una creciente valoración del trabajo remunerado en las trayectorias femeninas como medio para la realización personal.
En conclusión, en los albores del siglo XXI adquiere una mayor relevancia la narrativa cultural de la “opción” en el curso de vida esperado para las mujeres. Claramente, la participación en el trabajo remunerado ha adquirido una mayor importancia y legitimidad en el curso de vida esperado para las mujeres. Sin embargo, estos nuevos roles no se acompañan de una reestructuración de la división sexual del trabajo, lo que se traduce en una participación marcada por las desigualdades de género en el ámbito laboral.
Susanitas, empresarias y mujeres multitarea: negociaciones de sentido en identidades en conflicto
Las narrativas culturales tienen una vigencia más larga que sus contextos de aparición. En las narrativas analizadas, se negocia tanto con las narrativas de género del paradigma de la división de esferas como con otras más actuales. En términos generales, se encuentran ciertos patrones.
Se observó una relativa diversidad en la identificación o desidentificación de las mujeres con narrativas tradicionales de género (que refrendan el rol preponderante de las mujeres en el ámbito doméstico), haciéndose patentes los sentidos intermedios o innovadores. Asimismo, al tratarse de mujeres activas en el trabajo remunerado, se identificó consenso sobre la legitimidad de la participación de las mujeres en el mercado laboral y su importancia en la transición a la adultez. El trabajo es visto como algo importante para las mujeres, tanto como un medio para adquirir independencia económica (un elemento central en la transición a la adultez en casi todo el conjunto de entrevistas) como un fin en sí mismo, una práctica dignificante (lo que da cuenta del arraigo de los valores burgueses introducidos en la era industrial). Esta narrativa de “el trabajo dignifica” dio lugar a interesantes construcciones de sentido en casos de mujeres con trabajos precarios, algo que se verá más adelante.
Una tendencia que se identificó rápidamente fue la brecha entre las narrativas de mujeres en ocupaciones más precarias y con más edad, y las de aquellas más jóvenes y con trabajos con mayor reconocimiento social. En este apartado nos concentraremos en el segundo grupo.
Se recuperan algunos hallazgos representativos del estrato generacional más joven del corpus de entrevistas (31 a 39 años). En este grupo, casi la totalidad de las entrevistadas (20 casos) desarrollaron y concluyeron estudios de nivel terciario (ya sea universitarios o técnicos), con dos excepciones. En un caso, se iniciaron los estudios universitarios pero no se concluyeron. En otro, la entrevistada refirió haber realizado estudios de bachillerato técnico con especialización en administración.Gráfico 1.
En cuanto a las profesiones desempeñadas, se encuentra un amplio crisol. En el conjunto de casos, las entrevistadas se desempeñan, a grandes rasgos, en los siguientes rubros: enseñanza en primera infancia, enseñanza primaria, consultoría independiente, trabajo social, trabajo público experto, trabajo administrativo, gestión de actividades artísticas y culturales, escribanía, trabajos de atención al cliente, química farmacéutica, técnica farmacéutica y educación informal. Por otro lado, en cuanto a los hitos del ámbito familiar, diez casos señalaron vivir en pareja, con diferentes tipos de arreglo, y diez casos señalaron tener por lo menos un hijo; esta distribución no se corresponde (es decir, hay casos de jefatura del hogar femenina y de parejas sin hijos). Esta variación en el muestreo intencional buscó evitar posibles sesgos por ocupación y por situación de vida familiar, y enriquecer la variedad de perspectivas. La reconstrucción de cada narrativa de vida podría haber sido el objetivo de un estudio en sí mismo, por la riqueza de datos obtenidos a partir de las entrevistas a profundidad. No obstante, aquí se plasman algunos elementos identificados a través del análisis narrativo temático, que se centró en extractos puntuales del conjunto de entrevistas.
Los hallazgos en cuanto a las narrativas culturales con las que negocian las mujeres en este conjunto de entrevistas se personalizan en una serie de figuras arquetípicas (Susanita, mujer empresaria, mujer multitarea), respecto a las cuales las narrativas negocian e interpretan su transición a la adultez.
La figura de Susanita hace referencia a uno de los personajes de la famosa historieta de Quino. Se usa en varias de las entrevistas como estandarte de la “feminidad tradicional”. Renata (consultora, 35 años) explica: “Acá se le dice ‘Susanita’ a cuando la mujer siempre soñó con tener hijos y ser madre”. Esta cita da cuenta, por sí sola, de cómo las narrativas de género, a pesar de concebirse inmutables, están permeadas por sedimentos de innovación simbólica. Aunque hace claramente eco del destino femenino en el matrimonio y la maternidad de principio de siglos, presenta profundas transformaciones, ante todo, la narrativa electiva que surge de la enunciación. No es ya un destino natural, que se cumple de forma pasiva o instintiva, sino el producto de una decisión. Esta trama agéntica, incluso en la conformidad con la feminidad tradicional, se presenta en varias entrevistas, tanto en aquellas que critican a la figura de la Susanita como en las que se identifican con ella.
Diana (escribana, 31 años) se identifica explícitamente con la figura de Susanita: “Y mamá, que sí me conocía mucho, me dijo: ‘Diana, vos que sos bien Susanita, que te encanta tu familia, escogé escribanía (…) la verdad que es una carrera bien de nena, o sea, de mujer’”. La construcción de la trama personal no se atiene al precepto tradicional de la realización de un destino natural, sino a la realización de un proyecto personal que se identifica activamente con un discurso tradicional. No es esencia, sino un rasgo personal que, en el curso de vida y la transición a la adultez, sirve como un marco evaluativo para facilitar decisiones.
Se encontraron, además, construcciones de sentido innovadoras en cuanto a las narrativas tradicionales sobre trabajo y género. En la narrativa de Diana, que es ilustrativa de cómo los discursos normativos no escapan a la innovación, ella acomoda su identificación con una identidad femenina tradicional y con las expectativas modernas de realización profesional a través de la elección de una carrera “de nena” (es llamativa la dimensión infantilizadora del término). Así, en los discursos que se autoperciben como tradicionales, la carcasa de las viejas concepciones convive en armonía con nuevas ideas. Diana negocia continuamente con las contradicciones para preservar su trama de identificación con la figura de Susanita y expresa en repetidas ocasiones el estrés que implica malabarear los dos ámbitos de vida (familiar y laboral).
La figura de la Susanita tiene una contracara que aparece en varias narrativas: la empresaria. Representa una figura de mujer que se orienta hacia lo laboral principalmente. La autoidentificación con esta figura no implica necesariamente optar por no tener hijos, sino el ámbito de vida que se prioriza. La empresaria se concentra en su desarrollo profesional, por lo que su maternidad es sospechosa. Estas dos figuras representan en su ideal la organización social del paradigma de la separación de esferas. Aquí el sujeto feminizado aparece fragmentado. Sin embargo, en las experiencias de vida el hiato no existe, los ámbitos de vida están interrelacionados y las mujeres negocian sentidos en la incompatibilidad de estas figuras con su realidad.
Por lo tanto, la oposición de los dos arquetipos, el de Susanita y el de la empresaria, es el escenario donde se presenta el agotamiento de la separación de las esferas pública y privada, sobre todo en narrativas de transición a la adultez de mujeres que enfrentan continuamente la inadecuación de los ámbitos. Entre estas dos figuras, y con una narrativa más ambigua y reciente, surgen menciones a la mujer multitarea. Considerando cómo se relata la abrumadora coexistencia entre las actividades laborales y familiares en el espacio mental de varias entrevistadas, el ritmo frenético, esta narrativa cultural busca, en cierta medida, reparar las contradicciones que las otras figuras no paliaban. Sin embargo, su ambigüedad no permite el uso como horizonte evaluativo para orientar, facilitar y justificar decisiones en la transición a la adultez, como en el caso de las otras dos. Ser multitarea tiene sentidos diversos en distintas narrativas (algo que sería interesante explorar), pero un elemento en común es que centraliza la ética del esfuerzo en la identidad adulta feminizada.
Un elemento en común identificado es que, al hablar de por qué se consideran multitarea, se relatan eventos que dan cuenta de esfuerzos constantes, agobiantes, muchas veces fallidos, por ajustar los ámbitos de vida de adulta. En términos generales, expresa una exigencia por construir prioridades y jerarquías entre expectativas que no admiten tal organización. Así, es una experiencia de satisfacciones, culpas y renuncias momentáneas, pero que no se resuelven en una identidad definida. La narrativa de la mujer multitarea entreteje narrativas de género tradicionales y del trabajo de las sociedades industriales al centralizar la capacidad de habitar la inadecuación de ámbitos en la médula del sujeto feminizado. La sobrecarga no es lo más angustiante en las narrativas estudiadas en este grupo, sino la exigencia de decidir a qué cuerpo de expectativas -con las que se sienten identificadas- fallar, de manera constante.
La mujer multitarea no cuestiona el sobreesfuerzo y sus orígenes, y, por lo tanto, deja intactas las asimetrías de género que lo sostienen. Esta nueva feminidad es una adaptación frente a las contradicciones de los nuevos papeles sociales y las vigentes funciones tradicionales (Durán, 2000, p. 56). Discursos científicos y pseudocientíficos difunden la narrativa esencialista de un sujeto femenino biológicamente capacitado para lidiar con múltiples tareas. Vecslir (2017) describe la difusión de estudios neurocientíficos en medios periodísticos que reproducen no sólo las estructuras de género, sino que sostienen la gobernanza neoliberal del cuerpo (Vecslir, 2017, p. 99). Así, la narrativa de mujer multitarea mantiene intacto el contrato sexual de las sociedades industriales. Oscurece el costo que tiene para las personas tratar de seguir el paso, individualiza el fracaso y mantiene intactas las estructuras de desigualdad.
“Según el trabajo que tengas”: desigualdades de clase en las tramas de adultez
El presente apartado tiene como objetivo retratar las narrativas culturales negociadas en los relatos de vida de mujeres en ocupaciones con menor reconocimiento material y simbólico y con un fuerte componente de feminización. Por lo mismo, se optó por centrarse en los hallazgos del análisis de las narrativas de seis casos en que se encontraron representadas dos ocupaciones: trabajo doméstico y trabajo de limpieza en establecimientos. En este grupo, las entrevistadas refirieron contar únicamente con la educación secundaria completa o trunca.
Como se mencionó antes, un elemento en común en casi la totalidad de las entrevistas realizadas fue la valoración positiva del trabajo y su legitimidad como hito constitutivo de la adultez femenina, principalmente por proveer recursos económicos e independencia, pero también se lo aprecia en términos morales y afectivos. Las narrativas del trabajo como dignificante, con ecos de las ideologías burguesas heredadas de la industrialización, sostienen una ética del sacrificio.
Esta narrativa tiene su cuota de innovación, sobre todo en aquellas de mujeres en ocupaciones más precarias. La narrativa del “trabajo que dignifica”, que sostiene una noción homogénea y armónica del trabajo, se quiebra. Aunque es reproducida en los relatos, exhibe sus contradicciones. No todo el trabajo es igual: algunos “cansan y maltratan”, se miran con desprecio. Estefanía (trabajadora doméstica, 52 años), por ejemplo, hace eco de ella e introduce paradojas:
Me siento en mi casa y no trabajo (…), me miro en el espejo dentro de veinte años y voy a decir: ¿qué hice con mi vida? También me puede pasar que trabajo y me miro al espejo y me pregunto por qué estoy vieja, cansada y maltratada. Según el trabajo que tengas.
La desigualdad entre ocupaciones se encarna en las experiencias a través de abusos, explotación, falta de derechos y discriminación. En todos los casos de trabajadoras domésticas hubo alguna experiencia de violencia. Sin negar que las clases son el resultado del acceso diferenciado a recursos económicos, políticos y sociales, en la interacción diaria la clase se vivencia como a situated accomplishment (‘realización situada’, West y Fenstermaker, 1995, p. 26). Las dimensiones material y simbólica de la clase se imbrican en estos relatos, cuestionan las narrativas culturales sobre el trabajo y se negocian para superar las contradicciones en sus reclamos de adultez. Las personas se defienden abiertamente de actos de discriminación, escriben testimonios o, incluso, oponen microrresistencias en su forma de vestir, por ejemplo: “porque me vieron bien vestida, ‘esta yo no sé qué se cree, si es una limpiadora’. Esas cosas te duelen, ¿por qué no puedo andar prolija?, ¿tengo que andar toda sucia, manchada, mugrienta?” (Ida, 55 años).
En este grupo, al desempeñarse en trabajos manuales y precarizados, la expresión de la sobrecarga de trabajo tiene un componente más corporal y temporal: “mi primer trabajo era por hora, era de 8 de la mañana a 8… Todo el día trabajaba” (Zelma, 42 años); “cuando empecé a trabajar tenía 17 años, hasta el día de hoy, no paré de trabajar (…), trabajé toda mi vida, no tenía un descanso para nada” (Hilaria, 57 años) o “te mandaban a un sótano a pasar viruta con el pie, viruta era una esponja como de metal grande que te daban y vos lo calzabas en el pie y cinchabas toda la mañana, sacándole pegote” (Ida, 55 años).
La experiencia de la inadecuación entre estos dos ámbitos no se expresa en la angustia de tener que tomar decisiones difíciles continuamente, sino en la necesidad y la supervivencia: “era como que todo me faltaba, porque te faltaba todo, entonces tuve que salir a pelearla” (Zelma, 42 años).
Al relatar sus historias, las mujeres de este grupo expresan el sentimiento de haberse perdido de cosas importantes para ellas mismas y para sus familias. En la dimensión personal, hay una narrativa recurrente de pérdida de sí mismas. Se observa en las tramas de necesitar “endurecerse” y las referencias a sentirse inferiores, no merecedoras, debido a la discriminación y al estigma del que es objeto su trabajo. Además, aparece la idea de que la apropiación intensiva de su tiempo y los maltratos dificultan el crecimiento personal: “no era madura para nada, era madura en cuanto al trabajo, pero a mí me mandaban y yo era como esos caballitos de batalla (…), no escuchás, no razonás, no pensás” (Hilaria, 57 años). Tener edades más avanzadas les permite hacer una comparación entre las épocas en que sus hijos eran más dependientes y ahora que ellas empiezan a tener, por primera vez en sus vidas (según las palabras de Ida), un poco más de tiempo y recursos.
Varias entrevistadas señalaron que las largas jornadas de trabajo y la necesidad de acumular varios empleos (para completar el ingreso u obtener prestaciones sociales) implicaron cierta ausencia en la vida de sus hijos. Esto remite al concepto de las cadenas de cuidado, en las que el trabajo de las mujeres con mayores recursos es subsidiado a través del trabajo precarizado de mujeres con menos ventajas sociales. Además, salvo un caso, se señala que los hijos fueron criados por madres, suegras o hermanas; por ejemplo, como expresó Estefanía (52 años): “la crianza de él fue prácticamente mi madre, la que estuvo todo el tiempo (…). Por el trabajo me privé de muchísimas cosas de la crianza de él”.
Esta ausencia supone, a su vez, angustia respecto al bienestar de los hijos: “veo esos casos en otras familias que están todo el día afuera y que los hijos se pierden” (Estefanía, 52 años). Sin embargo, en los casos en que no se cuenta con este sostén de redes familiares, las mujeres que deben salir a trabajar para sustentar a sus familias se enfrentan a situaciones muy difíciles.
No me quedó más remedio que dejar al bebé con mi hija (que tenía problemas de adicción y depresión). A veces venía y estaba tirada en el piso, desmayada, y el nene ahí (…). Y me decían que ella no podía ser la responsable porque era la hermana y no la madre, yo les decía (a los psicólogos): te dejan sin nada, nadie te da una mano, nadie, pero tenés que irte a trabajar, y si yo no trabajo, no comemos. (Zelma, 42 años)
No es solamente en este sentido que la precarización del trabajo afecta su vida familiar. Varias de las mujeres del grupo expresaron cómo la violencia experimentada en sus trabajos afectó su disposición afectiva, como señala Hilaria (57 años):
Era tan horrible el trabajo que tenía, tan mal pago, todo gritos, que yo llegaba a mi casa tan estresada, tan mal, que en vez de estar con mi hija y darle todo ese amor, al contrario, era como un rechazo.
En estos relatos, como en los anteriores, la narrativa de transición a la adultez tiene un componente generizado, en tanto debe negociar las contradicciones de las narrativas culturales que sostienen la división sexual del trabajo y las expectativas actuales de participación laboral de las mujeres. Sin embargo, se observa un componente de pérdida en la percepción de agencia debido a la confrontación no sólo con las asimetrías de género, sino también con las de clase.
Reflexiones finales
El artículo muestra algunos de los hallazgos en lo que respecta a la negociación de narrativas culturales sobre trabajo y género en relatos de transición a la adultez de mujeres trabajadoras en distintas coordenadas sociales. El énfasis comparativo supone limitaciones en el grado de profundidad que se puede desarrollar para cada grupo, lo que abre las puertas para futuras indagaciones.
Sin embargo, la contraposición da pie a reflexiones interesantes. En primer lugar, parece haber evidencia de una transformación en el curso de vida esperado para las mujeres. Sin lugar a duda, desempeñarse en el trabajo es un hito de curso de vida esperado para todas las mujeres entrevistadas. A pesar de esto, no parece haber evidencia de un curso de vida esperado neutro en términos de género. La diferenciación por género en los cursos de vida se juega en las negociaciones que las mujeres deben desarrollar para hacer frente a las contradicciones que surgen de la incompatibilidad entre ámbitos de vida (que emergen de la persistente la feminización del trabajo no remunerado). Esas identidades adultas tropiezan continuamente con las ruinas bien mantenidas de la modernidad de principios de siglo, exigen respuestas y cambios y se fatigan fabricando soluciones para problemas que conciernen a toda la sociedad. Algo que se puede concluir es que hay una enorme riqueza en estudiar las transiciones a la adultez desde el marco teórico-metodológico propuesto y que quedan dimensiones para explorar con más detalle.