En 2009, el número 25 de esta Revista se conformó con un dossier titulado Juventud como objeto, jóvenes como sujetos. Tal como se expresa en la presentación, un objetivo era distinguir estas palabras: jóvenes y juventud/es (Filardo, 2009a). Si los primeros tienen capacidad de agencia, emociones, prácticas y una diversidad de atributos (sexo, género, ocupaciones, preocupaciones, nivel educativo y socioeconómico, biografías, convicciones políticas, etc.), juventud es una noción que demarca una etapa de la vida, al igual que vejez, infancia, adolescencia, adultez. Todas ellas son “clases de edad”, categorías que sirven para clasificar a los sujetos en función de su edad cronológica, útiles para el Estado (en el ejercicio de la gubernamentalidad, es decir, de la pretensión de administrar y gestionar la población, por lo general desde la lógica de la “normalización” de subconjuntos poblacionales determinados por algún criterio (Foucault, 1999).
La edad es un buen criterio por al menos dos razones. Todo individuo puede ser clasificado (siempre se tiene una edad cronológica) con facilidad y sin ambigüedad, en primer término. En segundo lugar, existe un conjunto de normas sociales que se corresponden (incluso jurídicamente) con la edad de los individuos, lo que le da sentido a tal calificación y recíprocamente.1 Esto significa que las sociedades convienen en otorgar roles, funciones y sentidos a determinadas edades (o tiempo de vida de los individuos) e incluso los consagran como derechos u obligaciones. En Uruguay, por ejemplo, es obligatorio (con independencia de que esto se cumpla) asistir a centros educativos hasta al menos los 18 años, a partir de 2008, al aprobarse la Ley General de Educación (Ley n.o 18.437)2. Está prohibido trabajar antes de los 14 años y sólo bajo un régimen especial de protección (Ley n.o 18.531, de 2009; Ley de Fijación de Normas sobre el Fomento del Empleo Juvenil y Derogación de la Ley de Empleo Juvenil, n.o 19.133, de 2013) se puede tener empleo formal entre los 15 y los 17 años. El trabajo remunerado o empleo está previsto a partir de la mayoría de edad, que, a su vez, consagra otra serie de derechos y obligaciones civiles -votar y ser votado (aunque también la edad define la posibilidad de ser electo a determinados cargos)-; el tipo de establecimiento de privación de libertad al que sea destinado un individuo por un determinado delito depende, asimismo, de la edad de quien infringe la ley y no del delito cometido, etc. Todo esto nos muestra que la juventud es una etapa de la vida a la que corresponden determinados mandatos sociales, actividades, prácticas, derechos y obligaciones que difieren de los que se tienen en otras edades, básicamente a partir de representaciones o construcciones de lo que corresponde a cada etapa de la vida. Estas construcciones exceden claramente lo consagrado por la ley e involucran representaciones sociales de lo que esa etapa de la vida supone y significa. Son un producto social, no una esencia. Devienen de un proceso permanente de construcción y, por tanto, jamás coagulado. Están, además, situadas en tiempo y espacio. Existen variaciones culturales e históricas de lo que se asigna a las diferentes etapas de la vida (clases de edad), incluso variando su duración (así como varía a lo largo de la historia la esperanza de vida de los seres humanos).
Son múltiples las categorías de clasificación de los individuos. El género es una buena analogía: en las últimas décadas surgen nuevas categorías que hacen estallar la díada o el binarismo que reinó durante siglos, se construyen nuevas formas de clasificación y mandatos para cada una de ellas, que desbordan en diferentes dimensiones. Lo mismo sucede con las clases de edad, en las que, a medida que avanzamos en la historia, se consolida el uso de nuevas categorías: adolescentes, adulto-joven o joven-adulto, tercera y cuarta edad, entre otras. Pero, sobre todo, merece destacarse el hecho de que cada clase de edad disputa en cada espacio-tiempo su sentido.
A fines del siglo XX, Braslavsky (1986) sostiene la convivencia de tres formas de representar o significar la juventud en Argentina, la juventud dorada, la gris y la blanca, 3y atribuye a cada una de esas representaciones sentidos diferenciados de esa etapa de la vida. A la juventud blanca se le atribuye el sentido (o el mandato) revolucionario, asociado a determinados ideales y acciones proclives al cambio social, y, por tanto, es “portadora de futuro”. Quienes la integran están dotados de una energía vital que los diferencia de otras etapas de su propia vida. La juventud gris es otra representación que convive con la anterior y está caracterizada por problemas (desempleo, criminalidad, conductas desviadas, adicciones y excesos perjudiciales para el todo social), mientras que la juventud dorada es aquella que se acoge a los parámetros de la cultura hegemónica imperante en determinado momento histórico, que cumple con el mandato normativo establecido (acata normas y valores, y se integra sin conflicto). Estas representaciones conviven y luchan entre sí por la hegemonía del sentido atribuido a la juventud.
Todo ello dicho muy brevemente alimenta y sienta las bases para argumentar que los jóvenes son sujetos (de derechos, además) y la juventud es una categoría a la que se atribuye un significado, mandatos sociales y roles, una construcción que permite clasificar sujetos que la integran. El sentido atribuido a la juventud es un campo de disputa por la hegemonía. En cada momento y lugar podrá analizarse cuáles son los sentidos que participan y quiénes, cómo y para qué se posicionan en torno a uno u otro (Chaves, 2005; Muñoz, 2009; Carretero, 2018).
Como dejar de ser joven quizá se vincule con la posibilidad de reconstruir debates desde la experiencia vital, experimenté el proceso de la pluralización del término juventud en la década de los 2000. Ese proceso implicó un cambio sistemático en los agentes del campo académico (en mi experiencia, el latinoamericano, en idiomas español y portugués), referido al pasaje del uso del término juventud a juventudes. El fundamento de dicho movimiento era destacar (y resaltarlo en el uso de términos) no sólo la imposibilidad de una esencia que correspondiera a una etapa de la vida, sino dar cuenta mediante el lenguaje de la evidencia incuestionable de las desigualdades económicas, sociales y culturales que transversalizan las formas de vivir esta etapa, que son variadas y que adquieren, por tanto, diferentes connotaciones y sentidos.
El paso al plural (juventudes) fue un hito. Sin embargo, no se acompañó de una discusión seria de sus implicancias. Hablar de juventudes estrictamente debiera estar situado en colocar las múltiples representaciones de lo que implica esta etapa de la vida, es decir, las variadas formas de vivir la juventud en función de desigualdades socioeconómicas y de género, así como de diversidad cultural y simbólica, raza, etnia, etc. Esto no implica que las varias juventudes representadas sean sujetos.4 Si asumimos que hoy no binario es una categoría del género, esto no significa que la no binariedad tenga capacidad de agencia. Un sujeto no binario come, duerme, sueña, desea, piensa, actúa. La no binariedad no puede hacerlo. No hay una única forma de ser masculino, por eso hablamos de masculinidades. Pero las masculinidades no caminan, no consumen drogas, no cometen delitos, ni cuidan. Los varones, los sujetos (clasificados en alguna de las masculinidades del menú disponible) son quienes pueden hacerlo. Lo mismo ocurre con las clases de edad, particularmente con la juventud, y las múltiples formas de representarla, las juventudes. Las discapacidades no son sujetos de derechos, las personas en situación de discapacidad sí. Podemos extender el razonamiento a infancias versus niños y niñas, a adolescencias y adolescentes y a viejos o viejas y vejeces. Un viejo puede ser diagnosticado enfermo de Alzheimer, una vejez (cualquiera de las múltiples vejeces que puedan construirse) no. Podríamos expandir el razonamiento con más ejemplos, para mostrar lo absurdo que sería necesitar distinguir pobres de pobreza o esclavos de esclavitud, sólo para mostrar que los significantes aluden a naturalezas diferentes y lo incorrecto que resulta intercambiarlos, como ocurre con juventudes y jóvenes, aun reconociendo diferentes formas de pobreza y de esclavitud, que permiten (y requieren, en ocasiones) el uso del plural de ambos vocablos.
La intercambiabilidad de los términos infancia por niños y niñas, juventudes por jóvenes, masculinidades por varones o discapacidades por personas en situación de discapacidad no es meramente un error gramatical. Es un error conceptual y político. Si el objeto de investigación son las juventudes, trabajo con las representaciones, las formas y los procesos en que se construye y se da sentido al ser joven y los variados productos que pueden generarse. Si trabajo con jóvenes, trabajo con sujetos; puedo estudiar cómo se distribuyen en función de ciertas variables, cómo piensan, sienten, se comportan, qué hacen y qué dicen sobre lo que hacen e incluso el sentido que le otorgan al ser joven, a la juventud, en determinado momento y lugar.
Desde lo político es un error en la medida en que invisibiliza a los sujetos y se otorga capacidad de agencia a las categorías construidas, lo que obviamente es incorrecto. Se mantiene (a contrapelo del fundamento original del uso del plural) en una lógica esencialista, naturalizando aquellas “juventudes” que se identifican dentro del conjunto de las posibles. Aparecen en los escritos académicos dichas categorías, que se toman como dadas, no requieren ser definidas, puesto que aparecen como naturales: juventud rural, juventud negra (en Brasil), juventudes políticas, entre muchas.
En el lapso 2009-2024, la distinción entre jóvenes como sujetos, como agentes (con capacidad de decisión, de acción, prácticas y emociones), y juventud/es como representación, como categoría de clasificación de sujetos, como construcción cuyo sentido siempre está en disputa -que era el centro del argumento de la presentación del dossier del número 25-, ha sido un tema recurrentemente trabajado (Filardo, 2009b, 2010, 2019). Sin embargo, la situación hoy es mucho más crítica que en aquel momento, porque el “error” se ha extendido y ha permeado a otras clases de edad (hoy es frecuente hablar de infancias para referirse a niños y niñas, o de adolescencias para referirse a adolescentes).
Pero esta necesidad de distinción de términos y conceptos y su uso en el lenguaje, sobre todo académico, también involucra a otro término: generación (Martín Criado, 2009). La complejidad aumenta en este caso, porque generación es, de por sí, un término polisémico y utilizado en distintas disciplinas de forma muy diferente (Leccardi y Feixa, 2011; Galland, 2009). Va de suyo, entonces, la necesidad de definirlo en cada caso, porque son variadas sus acepciones. Por ejemplo, la demografía lo utiliza como sinónimo de “cohorte de nacimiento”, mientras que en antropología generalmente hace referencia al rol en la familia (abuelos, padres, hijos, nietos) y se le atribuye un sentido genealógico; en historia también se habla de generaciones (la generación del 45, en Uruguay, como corriente intelectual que dejó una marca, conformada por reconocidos y reconocidas referentes de la literatura y el arte). La sociología tiene su propio desarrollo teórico conceptual a partir de Ortega Gasset y Mannheim, principalmente. Este último contribuyó de manera notable en la delimitación del término con el texto El problema de las generaciones, publicado por primera vez en 1928, elaborando una serie de condiciones que una generación debe cumplir, según el autor. En principio no alcanzaría con tener edades similares y ser contemporáneos (digamos, pertenecer a una cohorte de nacidos), sino que el grupo de individuos que pertenecen a una generación deben compartir un destino común y, en general, acciones orientadas a lograrlo.
No solo existen diversas acepciones para el término generación, sino que muchas veces se confunde con la edad cronológica, lo cual constituye un problema diferente. Son innumerables las veces que se asume que los jóvenes son una cohorte de nacidos y que esta cohorte es una generación (las nuevas generaciones se toman como sinónimo de jóvenes).5 Para mostrar que ninguna de las dos premisas es correcta basta decir que:
1) los integrantes de las cohortes anteriores a la de los jóvenes actuales también fueron jóvenes en periodos anteriores, por lo tanto, debe distinguirse edad, y cohorte;
2) si se utiliza la noción desarrollada por Mannheim (1993) y más recientemente la utilizada por Chauvel (2013), tampoco es lógicamente necesario que una cohorte sea una generación.
Este dossier se inscribe en el Grupo de Estudios Urbanos y Generacionales (GEUG) del Departamento de Sociología, de la Facultad de Ciencias Sociales (Universidad de la República). Consiste en productos de investigaciones del Cono Sur de América Latina que se ordenan en dos bloques: trabajos sobre jóvenes y trabajos que enfatizan en cohortes de nacimiento (que sólo en ocasiones pueden ser concebidos como generaciones).6
Nos importa discutir, particularmente, a partir de los artículos de este dossier esta distinción entre la edad (marcador privilegiado del ser joven) y cohorte de nacimiento (que supone atravesar determinados períodos históricos a determinada edad). La edad puede asociarse a (influir, determinar, condicionar) ciertas conductas, acciones, disposiciones. Por eso, se comparan los comportamientos (por ejemplo, el voto, el porcentaje de ocupados o desocupados) por edad. Sin embargo, el porcentaje de ocupados o desocupados también varía en determinados períodos históricos, de recesión o expansión económica. La cohorte incorpora ambas medidas del tiempo (tener determinada edad en determinado período). La pandemia pudo haber influido en el desempeño escolar de los adolescentes que ingresaron a la educación media en 2020. Ese efecto no refiere a la edad (tener entre 12 y 15 años), sino a haber tenido esa edad en cierto período, que diferencia a estos adolescentes de los de otras cohortes que tuvieron la misma edad en otros momentos.
En los primeros cuatro artículos se estudia a jóvenes que pertenecen a la misma cohorte de nacidos. Se utilizan datos de diferentes encuestas (tres de Brasil y una de Chile) y se seleccionan sus poblaciones de estudio según la edad de los individuos en determinado momento. Dos estudios analizan los efectos diferenciados de la edad y la cohorte de nacimiento (de Uruguay).
Ribeiro, Borba y da Silva Peres comparan los niveles de confianza institucional (despliegan un abanico amplio de instituciones) de una cohorte de nacidos -os jovens de hoje- de varios países de América Latina (Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Ecuador, México, Perú y República Dominicana) y España. Toman como fuente de datos la encuesta Jóvenes en Iberoamérica 2021, coordinada por la Fundación SM de España, que entrevistó en 2019 y 2020 a un total de 13.500 jóvenes de entre 15 y 29 años. Con una buena contextualización de los resultados, discuten la vinculación de la confianza en las instituciones políticas y sociales con un funcionamiento adecuado de las democracias.
Peregrino, Prata y Souza (Brasil) estudian las transiciones escuela-trabajo (TET) de jóvenes brasileños a partir de datos correspondientes a Brasil de la Encuesta Iberoamericana de Juventud (2019). Su objetivo es mostrar las desigualdades que se dan en la franja etaria de 18 a 24 años en relación con el anclaje institucional (sistema educativo, mercado de trabajo) y el tránsito entre ellos en esas edades, en función del sexo, la raza y el nivel socioeconómico de los jóvenes.
Pinheiro y Gil Esteves (Brasil) trabajan también a partir de la mencionada encuesta Jóvenes en Iberoamérica 2021 (Fundación SM), pero consideran sólo los datos correspondientes a Brasil. Caracterizan sociodemográfica y económicamente a los jóvenes de 15 a 29 años de las cinco regiones del país y orientan su análisis a establecer perfiles para el diseño de políticas públicas.
Sepúlveda (Chile) investiga los procesos de elección de las especializaciones en el segundo ciclo de educación media técnico-profesional de jóvenes de la ciudad de Santiago de Chile, en un sistema educativo que establece la necesidad de decisiones (bifurcaciones) tempranas en la vida de los sujetos, con alta capacidad de influir en sus trayectorias futuras. Sus resultados atienden a los diversos factores (institucionales, familiares y socioeconómicos), así como la proyección de futuro, que intervienen en dichas decisiones.
El artículo elaborado por Jimena Pandolfi (Uruguay) estudia las brechas en el acceso y uso de tecnologías de la información y la comunicación (TIC), considerando la edad de las personas, la cohorte de nacimiento y la relación existente entre ambas, en Uruguay, a partir de datos de la Encuesta Continua de Hogares (ECH) del Instituto Nacional de Estadística (INE). El análisis presenta diferencias en la magnitud y las tendencias de las brechas (por edad y cohorte), y muestra, indirectamente, el efecto de la penetración de dichos dispositivos en el período histórico en que se socializa cada cohorte y las políticas públicas focalizadas (por clases de edad) para promover el acceso. Se presenta la discusión de los usos (y rendimientos) diferenciales de las TIC (en tres dispositivos) en función de los roles que se desempeñan según la edad, en un período de creciente expansión de las tecnologías (2009-2019).
Por último, Verónica Filardo y Mariana Cabrera estudian los efectos diferenciados de la edad, la cohorte de nacimiento y el período histórico sobre el desempleo en la población de 20 a 69 años, entre 1985 y 2019, en Montevideo, utilizando datos de la ECH del INE. Aplican la técnica age-period-cohort detrended (APCD) (Chauvel, 2013) y estiman que el efecto cohorte (diferenciado de la edad y el período) es significativo, y a través de la histéresis (que mide si el efecto cohorte se mantiene a lo largo del eje de la edad), con modelos que incluyen sexo y nivel educativo, analizan tendencias de cambios estructurales a largo plazo.
Verónica Filardo
Coordinadora del dossier