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Revista de Ciencias Sociales

versión impresa ISSN 0797-5538versión On-line ISSN 1688-4981

Rev. Cien. Soc. vol.36 no.52 Montevideo  2023  Epub 01-Jun-2023

https://doi.org/10.26489/rvs.v36i52.1 

Dossier

Cambios y continuidades en las relaciones laborales en tiempos de retroceso Los casos de Brasil y Colombia

Changes and continuities in labor relations in moments of setbacks. The cases of Brazil and Colombia

Mudanças e continuidades nas relações de trabalho em tempos de retrocesso. Os casos do Brasil e da Colômbia

1 Center for Global Workers’ Rights, Penn State University, Estados Unidos Email: jqs7099@psu.edu

2Departamento de Economía de la Facultad de Ciencias Sociales, Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín Email: lcmoisael@unal.edu.co


Resumen

El presente artículo analiza los cambios en los sistemas de relaciones laborales en Colombia y Brasil, que, por sus estructuras laborales, herencia de sistemas esclavistas y profundas diferencias regionales, permiten analizar las contradicciones capital-trabajo en el contexto de gobiernos de centro y centroizquierda en el siglo XXI. Para el caso de Brasil, luego de más de una década de mejoras, el giro a la derecha ha generado graves retrocesos en los derechos laborales individuales y colectivos. En el caso de Colombia, aunque con mayor continuidad en políticas neoliberales, el giro al centro dio un espacio democrático de resolución de conflictos, que cerró con la elección de un gobierno de extrema derecha. En un contexto de agudización de los conflictos laborales, la reinvención de los sindicatos es clave para asegurar que no haya más pérdidas en materia de derechos laborales y para presionar por un nuevo ciclo de cambios ante la posibilidad de un nuevo giro político a la izquierda en el horizonte.

Palabras clave: relaciones laborales; Colombia; Brasil; sindicalismo

Abstract

This article analyzes the changes in labor relations systems in Brazil and Colombia, that are both marked by structures inherited from systems rooted in slave labor, as well as profound regional differences. These shared characteristics allow us to analyze together the contradictions between labor and capital when center and center-left governments were in power during the early years of the 21st century. In the case of Brazil, after over a decade of advances, a shift to the right has provoked many setbacks with regards to both individual and collective labor rights. In the case of Colombia, the shift to the center opened up political space for democratic conflict resolution, although there was continuity with regards to neoliberal economic policies. This shift ended with the election of a far-right government. In the context of intensified labor conflicts, union revitalization is necessary to guarantee the preservation of labor rights as well as to advocate for a new cycle of positive changes, with the possibility of a new shift to the left now in the political horizon.

Keywords: labor relations; Colombia; Brazil; unionism

Resumo

O artigo analisa as mudanças nos sistemas de relações de trabalho do Brasil e Colômbia, que, por suas estruturas trabalhistas herdadas de sistemas escravistas e profundas diferenças regionais, permitem analisar as contradições entre capital e trabalho no contexto de governos de centro e centro-esquerda no século XXI. No caso do Brasil, após de mais de uma década de melhorias, a virada à direita gerou sérios retrocessos nos direitos trabalhistas individuais e coletivos. No caso da Colômbia, embora com maior continuidade nas políticas neoliberais, a virada para o centro proporcionou um espaço democrático de resolução de conflitos, que terminou com a eleição de um governo de extrema-direita. Em um contexto de agravamento dos conflitos trabalhistas, a reinvenção dos sindicatos é fundamental para garantir que não haja mais perdas em termos de direitos trabalhistas e pressionar por um novo ciclo de mudanças diante da possibilidade de uma nova virada política a esquerda no horizonte.

Palavras-chave: relações de trabalho; Colômbia; Brasil; sindicalismo

Introducción

El legado imborrable de siglos de esclavitud y exclusión política sistemática de la clase trabajadora ha marcado fuertemente a las instituciones sociopolíticas, incluidas las instituciones del mercado laboral, de Colombia y Brasil, como lo demuestran los niveles dramáticamente altos de desigualdades sociales y económicas en estos países. A pesar de ello, en las primeras décadas del siglo XXI, los gobiernos progresistas y de centro en ambos países hicieron algunos intentos por estimular una nueva inclusión política de las clases populares, a través de la implementación de programas sociales robustos, la promulgación de políticas de acción afirmativa en beneficio de las poblaciones afrodescendientes y, en el caso de Colombia, la firma de un acuerdo de paz que prometía despenalizar los movimientos sociales y crear un nuevo espacio institucional para la izquierda organizada. Un indicador del éxito de estos programas fue la reducción de la desigualdad de ingresos registrada por el índice Gini, que pasó de 57,6 a 51,9 entre 2003 y 2016, durante el ciclo de gobiernos de centroizquierda encabezados por el Partido dos Trabalhadores (PT) en Brasil y del 54,6 al 49,7 en Colombia entre 2010 y 2017, con el gobierno centrista encabezado por Juan Manuel Santos (Banco Mundial, 2020).

Sin embargo, a pesar de que las reformas promulgadas fueron graduales y no desafiaron directamente los intereses materiales de las élites económicas nacionales, estas mismas élites rechazaron y socavaron este proceso reformista. Utilizaron la recesión económica producida por la caída de los precios de los commodities y los efectos secundarios de la crisis financiera global a mediados de la década de 2010 y la creciente insatisfacción pública con los presidentes en ejercicio y con las instituciones de representación política en general, para encabezar movimientos contrarreformistas que llevaron a la elección de gobernantes neoautoritarios en 2018 en ambos países. Argumentamos que la incapacidad del movimiento sindical en Colombia y Brasil para ayudar a detener este giro hacia la extrema derecha se relaciona en parte con su opción estratégica de priorizar el diálogo social institucional, en vez de la movilización independiente. Esta estrategia no solo fue impulsada por las aperturas políticas percibidas en ese momento, sino también fuertemente condicionada por los regímenes de relaciones laborales en ambos países, que fomentan una fragmentación excesiva en las estructuras sindicales, estimulan la judicialización de los conflictos sindicales y limitan la presencia sindical directa en los lugares de trabajo.

Así, los movimientos sindicales brasileño y colombiano no lograron percibir adecuadamente los obstáculos sociales, políticos y económicos para lograr reformas duraderas sin una movilización social más profunda. Por esta razón, reaccionaron tardíamente y sin éxito a los intentos de las élites de hacer retroceder los logros alcanzados con respecto a los derechos laborales colectivos e individuales. Ahora, los movimientos sindicales de Colombia y Brasil enfrentan el desafío de reconfigurar sus estrategias organizativas, con una arena política militarizada y polarizada, mercados laborales fragmentados e informalizados y crecimiento económico débil.

Con el fin de comprender mejor la coyuntura crítica que enfrentan actualmente los movimientos sindicales en estos dos países, este artículo se divide en cuatro apartados. Primero se presenta un resumen de las principales características de los regímenes de relaciones laborales en ambos países y se explica cómo elementos como el modelo de desarrollo económico dependiente y el legado de la esclavitud moldearon estas instituciones. A continuación, se detallan los cambios en los mercados de trabajo en la segunda década del siglo XXI y las acciones empleadas por los sindicatos brasileños para preservar los avances logrados con el PT y las utilizadas en Colombia para acabar con la violencia estatal sistemática contra el movimiento obrero y consolidar las conquistas del proceso de paz. Posteriormente, se analiza el impacto de los actuales proyectos políticos autoritarios, las reformas laborales desestabilizadoras, y las políticas económicas excluyentes sobre el movimiento sindical y los trabajadores que representan. Finalmente, se identifican posibles estrategias que podrían emplearse para reconfigurar las relaciones laborales en un sentido más positivo para los trabajadores en el futuro y para ayudar a los sindicatos a sobrevivir a esta desfavorable coyuntura política y económica.

Los procesos de investigación que llevaron a la producción de este artículo fueron en cierto modo una extensión de las investigaciones de tesis de doctorado de las autoras. La metodología empleada contempla la revisión de fuentes secundarias, incluyendo la literatura académica relevante, artículos periodísticos y documentación producida por el movimiento sindical y por organizaciones de la sociedad civil en los dos países objeto de análisis. Estas informaciones fueron corroboradas con datos relevados a través de fuentes primarias. Durante los últimos cinco años, las autoras llevaron a cabo acciones de observación-participación en innúmeras actividades sindicales que fueron realizadas en las ciudades de San Pablo, Brasilia, Recife, Medellín y Bogotá. Así que este análisis tiene sus raíces en las experiencias vividas por las autoras como estudiosas y activistas del mundo sindical en Brasil y Colombia, y no solo en la revisión bibliográfica.

Sistemas de relaciones laborales en Colombia y Brasil

Partiendo del análisis neomarxista de Richard Hyman (1975), analizar la constitución de sistemas de relaciones laborales desborda los límites mismos de las variables y regulaciones laborales, siendo un resultado de la negociación asimétrica entre capital y trabajo en el modo de producción capitalista, por lo tanto, nace del conflicto de clases dentro del sistema. De este modo, se hace necesario analizar tres aspectos para entender el sistema de relaciones laborales: la dinámica de acumulación de capital, de desarrollo económico y sus efectos sobre la configuración del trabajo, las particularidades internas que definen a la clase obrera y, finalmente, cómo actúa el Estado en su forma de intervenir en el conflicto entre capital y trabajo.

Con este marco de referencia, nos encaminamos a analizar dos países: Brasil y Colombia. A pesar de las enormes diferencias en torno a sus estructuras productivas y sindicales, los dos países presentan características que permiten analizarlos de forma comparativa, especialmente la tradición esclavista que aún continúa permeando las relaciones sociales y laborales, y las diferencias regionales que combinan territorios urbanos con economías modernas en contraste con extensiones geográficas rurales con un desarrollo más atrasado. Brasil y Colombia se insertaron tardíamente y de forma subordinada en el capitalismo industrial (Mello, 1975; Mello y Novais, 1998), la economía colonial dependiente de las necesidades de la Europa industrial definía la producción de estos países de tal forma que complementara y no compitiera con el capitalismo del centro. Este tipo de producción colonial y de inserción en el comercio internacional estaba basado en trabajo esclavo y con estructuras productivas sostenidas en monoproducciones de grandes extensiones y gran cantidad de mano de obra disponible, lo que generaba desincentivos a mejoras tecnológicas que aumentaran la productividad, aplazando la posibilidad de una reforma agraria estructural (Cardoso y Brignoli, 1984), como lo hicieron algunos países del continente, como México. Esta herencia colonial continuó sin grandes transformaciones durante la consolidación de las repúblicas, generando estructuras productivas débiles, heterogéneas y con baja productividad en comparación a los avances del centro capitalista, lo que se vio reflejado en las estructuras laborales caracterizadas por altos niveles de subempleo e informalidad, y relaciones laborales complejas que serán explicadas para cada uno de los casos.

Para el caso de Brasil, es importante resaltar que fue el último país en el hemisferio occidental en abolir la esclavitud, en 1888. Durante los 388 años que este régimen económico y social basado en el uso de trabajo forzoso existió en el país, cerca de cinco millones de africanos fueron llevados a la fuerza a Brasil (Ribeiro, 2021). Durante el auge del sistema esclavista, a finales del siglo XVIII, los esclavos alcanzaron un 48,7% de la población total y las personas blancas (incluyendo a los dueños de los esclavos) constituían apenas un 31,1% de la población en aquel momento (Livi-Bacci, 2002, p. 155). Esto significa que la fracción más grande de la clase trabajadora por tres siglos y medio tenía un estatus jurídico y social de “subhumano” y, por ende, no gozaba de ningún derecho laboral ni en la ley ni en la práctica. Aun después del fin de la esclavitud, leyes promulgadas por gobiernos estatales vetaban el uso de determinados terrenos disponibles para la agricultura familiar por parte de los trabajadores recién liberados, además de prohibir a los negros ejercer algunas profesiones con mejores salarios y un estatus social más elevado, como contadores y vendedores (Jacino, 2014). De esta manera, un segmento grande de los trabajadores afrodescendientes fue relegado al mercado de trabajo informal, mal remunerado y altamente precario.

A partir de finales del siglo XIX, los trabajadores migrantes provenientes del sur de Europa y Japón aumentaron las filas de la clase trabajadora brasileña, al mismo tiempo que el sector industrial empezó a florecer, especialmente en el estado de San Pablo. Un nuevo proyecto político, con rasgos modernistas, populistas y autoritarios, encabezado por Getulio Vargas comenzó a divisar a esta nueva clase trabajadora como base de apoyo importante, pero sin permitir su empoderamiento pleno como actor político autónomo. Así, el Estado Novo de Vargas buscaba incorporar políticamente a la clase trabajadora en forma subordinada, estimulando la sindicalización, pero al mismo tiempo direccionando la acción sindical hacia actividades asistencialistas, sin fomentar la movilización independiente (Collier y Collier, 2002, p. 169). Este sistema de relaciones laborales, caracterizado por Noronha (2000) como “modelo legislado”, se destaca por la pulverización de las estructuras sindicales y por el papel activo del Estado en la regulación de los conflictos laborales. Algunos de los preceptos importantes del sistema brasileño incluyen la unicidad sindical, que prohíbe la formación de sindicatos múltiples en la misma categoría profesional y área geográfica, el papel predominante de la justicia de trabajo en la conciliación de los conflictos, la falta de representantes sindicales en los locales de trabajo y el financiamiento público obligatorio de los sindicatos a través del impuesto sindical (Silverman, 2014, p. 78), hasta que la reforma laboral de 2017 lo extinguió.

Para el caso de Colombia, la estructura productiva desarrollada en la colonia y heredada en la República combinaba la mano de obra indígena, que no gozaba de condiciones dignas de trabajo, junto con la mano de obra esclava, principalmente secuestrada de países africanos y que legalmente tenía un estatus similar al de los animales de trabajo (Guzmán, Borda y Umaña, 2019(1968)). Ya con la República, las reformas liberales de mitad del siglo XIX abolieron la esclavitud, lo cual, junto con la abolición de las tierras comunales a los indígenas, generó un ejército de reserva considerable, que, combinado con el espíritu rentista de los comerciantes, terratenientes y productores cafeteros, desarrolló relaciones informales de trabajo con salarios bajos y precios altos y generó ganancias extraordinarias que no eran reinvertidas en desarrollos productivos o mejoras tecnológicas.

En este sentido, los trabajadores que emergieron de estas relaciones productivas no estaban organizados por medio de una relación salarial formal, no tenían propiedad ni posibilidades de obtenerla y muchos eran trabajadores migrantes o golondrina, es decir, se iban movilizando a diferentes territorios dependiendo del ciclo del producto, lo que impidió formar conductas laborales de tipo “obrero industrial” o “proletario” y dificultó la organización sindical. Solamente algunas regiones, en especial con producciones de multinacionales o de industrias locales, por ejemplo, Medellín, empezaron a observar las primeras organizaciones de trabajadores que lograron derechos, sin permear las relaciones laborales a nivel nacional.

Podemos decir que las relaciones laborales en términos generales son conservadoras. Frank Safford caracteriza la sociedad colombiana del siglo XIX (que marcó también el siglo XX) como una sociedad en la cual predominaban los valores aristocráticos de su clase alta y dentro de estos estuvo el desprecio por el trabajo manual. Esta actitud rentista predominante coexistía con la presencia de una clase dirigente que observaba con preocupación esta mentalidad patronal tradicional como un obstáculo para el desarrollo. Esta contradicción no consiguió resolver la necesidad, para un desarrollo capitalista moderno, de la creación de una élite técnica (Safford, 1976), sin embargo, junto a las luchas obreras, se logró construir una serie de derechos laborales y de cierto nivel de protección social por parte del Estado (Moisá y Tangarife, 2019). Durante lo que se conoció como la República Liberal, en la década de 1930, se ampliaron los derechos de individuos y colectivos, como el derecho a la organización sindical y la reglamentación de jornada, entre otros. En este período se crearon las instituciones de regulación laboral y social, y se convirtió en la reforma laboral más importante en la historia de Colombia en cuanto a derechos adquiridos por los trabajadores, que, sin embargo, fue y sigue siendo limitada (Ocampo, 1984).

De este modo, las relaciones laborales en Colombia, después de las reformas y la histórica forma en que el Estado ha actuado a favor del capital, están basadas en un sistema antilaboral y antisindical, con unas empresas rentistas con poco interés en la creación de valor agregado basado en la productividad, sindicatos debilitados por el actuar institucional y la violencia, y un Estado a favor de la acumulación rentista basada en la explotación del trabajo. Estas estrategias legales antisindicales se han combinado con una sistemática violencia contra las organizaciones de los trabajadores. Como lo expone Vidal (2012), del total de asesinatos de sindicalistas en el mundo, en la última década, el 63% tuvo lugar en Colombia (1081 sindicalistas) y un 7,01%, en Brasil. Con estas dos estrategias legales e ilegales, Colombia tiene tasas de sindicalización muy bajas (4,6% en 2017, que en valores absolutos corresponde a 1.028.764 sindicalizados). Sumado a esto, los sindicatos sufren de una gran fragmentación: según cifras del Informe de Coyuntura de la Escuela Nacional Sindical (ENS) (2017), mientras en 2016 existían 5.449 sindicatos, en 2017 la cifra ascendía a 5.523, de los que el 80% contaba con menos de 100 afiliados.

De la profundización de la democracia al abismo

Como fue mencionado anteriormente, Brasil y Colombia vivenciaron momentos políticos estructurantes en la primera década y media del siglo XXI. Aunque había divergencias con relación a la intensidad, el método y el marco temporal de estos cambios políticos en ambos países, estos intentaron ampliar la democracia a través de un proyecto político que buscaba disminuir a las desigualdades sociales y económicas históricas e institucionales para el caso de Brasil, y en el caso de Colombia buscaba una paz duradera después de seis décadas de conflicto armado interno. Ambos proyectos sorprendieron no solo por sus logros, sino también por su fragilidad al ser contestados por fracciones de las élites políticas y económicas. Analizaremos a continuación por qué estos proyectos políticos se desvanecieron en momentos de crisis económica y social, y, en particular, por qué los movimientos sindicales no fueron capaces de dar más sustento en defensa de los proyectos populares de los gobiernos del PT en Brasil y de los acuerdos de paz en Colombia.

Hacer un resumen de todas las políticas públicas a favor de la igualdad social y económica implementadas en los tiempos de los gobiernos del PT estaría fuera del alcance de este artículo. No obstante, es importante mencionar que, durante los primeros doce años de los mandatos presidenciales de Lula da Silva y Dilma Rousseff, el gobierno federal liderado por el PT logró construir una alianza dirigida por representantes del capital nacional, quienes aprovecharon las políticas que estimularon la demanda interna a través de la ampliación al acceso al crédito para empresas y familias, una política industrial proactiva y la preservación de barreras arancelarias y no arancelarias a ciertas importaciones manufactureras. Asimismo, tanto la clase trabajadora organizada como los trabajadores informales y precarizados también formaron parte de esta alianza como su columna vertebral popular. Los trabajadores se beneficiaron de programas de transferencia de ingresos, además de los aumentos expresivos en los salarios mínimos (Boito, 2020, pp. 139-140). Como resultado de estas políticas de combate a la pobreza y de valorización de la masa salarial, el porcentaje de brasileños en la pobreza extrema bajó de 24% de la población en 2002 a 6,6% en 2014, y 30 millones de trabajadores en el sector informal de la economía lograron entrar en el mercado de trabajo formal y crearon una supuesta “nueva clase media” (Singer, 2018, pp. 82-88).

Los gobiernos del PT también implementaron políticas públicas que intentaron igualar, por lo menos en parte, la sociedad brasileña altamente estratificada, a través de la expansión de la red pública universitaria y la institución de un sistema de cuotas para garantizar el ingreso de más estudiantes negros, indígenas y pobres. Muchas de estas políticas públicas fueron implementadas a través de procesos multipartitos de diálogo social que contaban con la participación de movimientos sociales y sindicales junto con otros actores de la sociedad civil, pero que fueron direccionados fuertemente por el Poder Ejecutivo. De esta manera, el proceso de formulación e implementación de las políticas públicas del PT no llegó a estimular nuevas formas de movilización dirigidas por los propios trabajadores beneficiarios, que podrían haber mantenido una presión social más fuerte para seguir desmontando los privilegios históricos e institucionales de las clases altas (Singer, 2012, p. 155). También es importante mencionar que durante el auge del gobierno de Lula no se pudo conducir exitosamente un proceso de reforma sindical que ampliara los derechos laborales colectivos, debido en gran parte a divergencias internas en el propio movimiento sindical y cambios en las prioridades políticas del gobierno (Ladosky y Rodrigues, 2018, pp. 63-64).

Eventualmente, con la llegada tardía de la crisis económica y financiera de 2008 y con el fin del superciclo de los precios de commodities, hubo menos espacio para políticas fiscales expansivas y una fracción importante de la burguesía interna brasileña dejó de apoyar al gobierno liderado por el PT (Saad Filho y Morais, 2018, pp. 121-122). Al mismo tiempo, la mayoría de la clase alta y media-alta comenzó a manifestar su desaprobación con las políticas públicas que redujeron las desigualdades económicas y sociales. Después de la victoria de Dilma Rousseff en las elecciones presidenciales de 2014, las élites políticas y económicas comenzaron a adoptar comportamientos antidemocráticos, como el no reconocimiento del resultado electoral y la criminalización del PT a través de las investigaciones judiciales contra la corrupción conducidas selectivamente por el juez Sergio Moro, conocidas como Operación Lava Jato. Este proceso culminó en el impeachment sobre pretextos endebles contra la presidenta Dilma en agosto de 2016 y la persecución judicial contra Lula da Silva, que terminó en su encarcelamiento por supuestos crímenes de corrupción, en abril de 2018.

Como se analizará en detalle más adelante, el impeachment de Dilma Rousseff en 2016 abrió la puerta para la aprobación e implementación de una reforma laboral en 2017, que drásticamente reducía tanto los derechos laborales individuales como los colectivos. Con este colapso del proyecto político del PT, ¿por qué los trabajadores que se beneficiaron de las políticas públicas implementadas por Lula y Dilma entre los años 2003-2014 no lideraron un movimiento más fuerte de resistencia contra el desmonte de estas políticas a partir de 2014? Postulamos que este fracaso está relacionado con los impactos de la crisis económica y de las políticas procíclicas implementadas en 2015, la falta de unidad estratégica entre las centrales sindicales y la erosión de la confianza pública en las instituciones democráticas en general.

Con respecto a la política económica, la intervención estatal promovida por el gobierno de Rousseff durante el período 2011-2014 no fue suficiente para contener los efectos retardados de la crisis financiera global de 2008 y el agotamiento del modelo de impulso del crecimiento económico vía el aumento del consumo de las familias y las inversiones inducidas por esta demanda interna (Carneiro, 2018, p. 22). La coalición “productivista” que sustentaba a los gobiernos del PT se desvaneció con la intensificación de los conflictos redistributivos, con una inflación creciente (que subió de 5,84% en 2012 a 10,67% en 2015), un aumento expresivo en el endeudamiento promedio de las familias (pasó de 15% en el comienzo de 2004 a 45% en 2014) y el descontento de los representantes del capital financiero con el proyecto de reducción de las tasas de interés implementado por Rousseff desde 2012 (Marcelino y Galvao, 2020, p. 159). En la campaña de reelección de Rousseff, en 2014, el PT se comprometió a mantener la política de valorización del salario mínimo y a seguir aumentando los derechos sociales para las poblaciones más desfavorecidas. Sin embargo, con el nombramiento de un ministro de Hacienda de corte neoliberal, las políticas económicas implementadas por Rousseff en su segundo mandato cambiaron radicalmente, con el propósito de estabilizar la economía y apaciguar los mercados domésticos e internacionales (Saad Filho y Moraes, 2018, p. 119). El gobierno comenzó a implementar un plan de ajuste fiscal en sus primeros meses, por ejemplo, firmando decretos presidenciales para limitar al acceso a beneficios de seguro desempleo para los trabajadores y restringir el desembolso de pensiones públicas a viudas y viudos, además de permitir el debate en el Congreso de un proyecto de ley para expandir la tercerización laboral (Antunes, Santana y Praun, 2021, p. 291), a pesar de la alta impopularidad de estas medidas.

Esta virada en la política económica causó una disonancia para los trabajadores, que formaban la base principal de apoyo popular de los gobiernos del PT, y también intensificó las divergencias políticas entre las centrales sindicales. A pesar de la agenda política y laboral consensuada llevada por las 13 centrales sindicales reconocidas legalmente en el país durante la mayoría del tiempo de los gobiernos del PT, una fracción importante del movimiento sindical ya no apoyaba al gobierno de Rousseff desde la campaña de reelección de 2014, mientras otras organizaciones sindicales abandonaron la base gobernista después de la implementación de las políticas económicas neoliberales en 2015. En los momentos finales de la crisis política que culminó en el impeachment, entre las centrales sindicales más fuertes, apenas la Central Única dos Trabalhadores, que nació con conexiones orgánicas al PT, y la Central dos Trabalhadores e Trabalhadoras do Brasil, con enlaces al Partido Comunista do Brasil, un aliado del PT, lideraron las protestas populares a favor del gobierno (Amancio y Uribe, 2016). La falta de unidad estratégica y táctica entre las centrales sindicales terminó marcando negativamente también los intentos para impedir la aprobación de la reforma laboral de 2017.

La capacidad movilizadora del grupo reducido de las centrales sindicales en apoyo al gobierno de Dilma también fue impactada por el problema estructural de la fragilidad de la democracia y por la pérdida generalizada de confianza en las instituciones políticas en aquel momento de crisis profunda. La crisis política y económica instalada en el país desde la segunda mitad del primer mandato de la presidenta Dilma llevó a una caída abrupta en la opinión pública con respecto tanto al nivel de aprobación del gobierno como al nivel de satisfacción con la democracia en general. En marzo de 2016, solo un mes antes de la aprobación del impeachment por parte de la Cámara de Representantes, un porcentaje histórico de 69% de los brasileros desaprobó el gobierno de Rousseff y 68% apoyó la eventual salida de la mandataria (Datafolha, 2016). Esta insatisfacción profunda con el gobierno, por más que estaba estimulada por la cobertura política altamente parcial por parte de los grandes medios de comunicación, también reflejaba el descontento de la clase trabajadora con las medidas procíclicas de ajuste fiscal implementadas en 2015, que tuvieron un impacto palpable en su calidad de vida (Meneguello, 2021, p. 497). Con el tiempo, el sentimiento anti-PT se transformó en un sentimiento antipolítico generalizado, debido en parte a la implicación de otros partidos en los escándalos chocantes de corrupción (Solano, Ortellado, y Ribeiro, 2019, p. 119). Como resultado, los brasileños comenzaron a desconfiar más en la democracia como sistema de gobierno, con solo un 32% de los ciudadanos que mostraba su apoyo al sistema democrático en la encuesta Latinobarómetro de 2016, una caída sin precedentes de 22 puntos porcentuales en comparación con 2015 (Latinobarómetro, 2016, p. 11). Tristemente, como se verá a continuación, este proceso de degradación democrática no terminó con el impeachment; los ataques sesgados contra el PT, el Poder Judicial y los movimientos sociales y sindicales persisten hasta hoy.

El caso de Colombia, a diferencia de Brasil, no tuvo la posibilidad de tener un gobierno de centroizquierda, sin embargo, durante el período del gobierno del presidente Juan Manuel Santos (2010-2018), se llevó adelante el proceso de ingreso de Colombia a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos​ (OCDE), lo que generó una presión internacional para resolver problemas estructurales, en especial el conflicto armado, que permitió avanzar en un histórico acuerdo de paz con la guerrilla más antigua del continente, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), y dio un espacio de institucionalización que implicó avances en temas de verdad, justicia y reparación, la implementación del Estatuto de la Oposición, además de permitir un espacio político a la oposición, históricamente perseguida y asesinada.

Con esto, dentro del objetivo comparativo del presente artículo, si bien en Colombia no se tuvo un proceso como el dado en Brasil de avances más significativos en pro de los trabajadores y de los más pobres, el tiempo dado durante el gobierno de Santos permitió avanzar en conquistas que dieron paso a la construcción de espacios más democráticos. Aunque la política de Santos dio continuidad, en términos estructurales, a las políticas neoliberales, catalogamos en este texto a este período de tiempo como un giro hacia el centro, especialmente en lo relativo a la solución del conflicto armado y a algunos avances en términos de derechos laborales. Estos pequeños avances recibieron, como se expondrá más adelante, un fuerte retroceso con el retorno de la ultraderecha al gobierno.

En lo referente a los derechos laborales, el gobierno de Santos heredó una profundización de la pérdida de estos durante los dos períodos del gobierno de Uribe, resumidos en la reforma laboral por medio de la Ley 789, que transformó aspectos cruciales de la relación laboral, profundizó la flexibilización y disminuyó los costos laborales para las empresas con operación nocturna y dominical (aumento de la jornada de trabajo, disminución de las horas extras), sumado a la disminución de los costos de despido de trabajadores antiguos (Gaviria, 2004). Esta ley aumentó la jornada laboral y disminuyó el pago por horas extras después de las 4 horas siguientes a la jornada legal de 8 horas, permitió el aumento de la contratación por medio de contratos encubiertos, por ejemplo, el caso del aumento del mecanismo de los contratos de aprendizaje manejados por el Servicio Nacional de Aprendizaje. La política encaminada a fomentar el empleo vía demanda fue quizá la más usada durante el gobierno de Uribe como “política laboral”. El objetivo fue disminuir los costos laborales para incentivar a los empresarios a aumentar la contratación, algo que no sucedió (Moisá y Tangarife, 2019).

Con esto, a pesar del carácter neoliberal del gobierno de Santos, en lo referente al cumplimiento de los derechos laborales el avance fue producto de las presiones que se ejercieron al firmar acuerdos internacionales, especialmente el ingreso de Colombia a la OCDE, donde se redactaron capítulos laborales que exigían el cumplimiento de normas laborales básicas, como las negociaciones colectivas, la disminución de los contratos disfrazados y el avance en la protección de la vida de los líderes sociales y sindicales, así como la protección al derecho de asociación.

Dentro de la lucha por acabar con las contrataciones disfrazadas, cuyo objetivo es evadir los derechos laborales, uno de los ejes fue la lucha por terminar con las cooperativas de trabajo asociado. Estas cooperativas violaban no solo las normas laborales, sino también los principios de la economía social y solidaria cooperativista, y fueron usadas para subcontratar o tercerizar servicios para las empresas ahorrando costos e incumpliendo las leyes. Los trabajadores que eran despedidos de las empresas volvían a ser contratados por esta mediación, sin derechos y en condiciones precarias. Los sectores más comunes en el uso de estas prácticas fueron los servicios personales de limpieza y seguridad. Se calcula que para 2012 trabajaban en esta modalidad 386.138 personas. La presión de los sindicatos nacionales con apoyo internacional consiguió que para 2016 solamente 90.230 personas trabajasen en las cooperativas de trabajo asociado (ENS, 2018).

Sin embargo, la tradición empresarial rentista y la búsqueda de la disminución de costos hicieron que estas cooperativas fueran reemplazadas por las empresas de servicios temporales, que crecieron a partir de 2012 (en paralelo al decrecimiento de las cooperativas) y para 2016 agruparon a 480.366 trabajadores. Sumados a esta estrategia de tercerización y contratos disfrazados estuvieron los contratos sindicales, que no tenían ninguna relación con la organización de los trabajadores y fueron usados para contratar por fuera de las normas laborales, especialmente en el sector salud. Según datos de la ENS (2018), en 2012 se suscribieron 708 contratos sindicales y en 2016 ascendían a aproximadamente 1.026. Adicionalmente, la flexibilización y la tercerización se ven reflejadas en el masivo uso de las figuras de sociedades por acciones simplificadas y los contratos de prestación de servicios, que no son parte de contratos laborales y, por lo tanto, no están cobijados por las normas laborales vigentes. En conclusión, a pesar del discurso, durante el gobierno de Santos se transformaron los tipos de contratos, sin embargo, cabe resaltar que se reconoció la ilegalidad de diferentes formas escondidas de contratación laboral.

En el mismo contexto, durante el gobierno de Santos se decretaron normas con el interés de eliminar o controlar la tercerización. Así, desde 2011, en virtud de la Ley 1429 de 2010 y el Decreto 2025 de 2011, se propuso cambiar multas por nuevos puestos de trabajo, creando los acuerdos de formalización laboral. Lamentablemente, esta ha sido una figura inocua o de poco impacto, pues entre 2012 y 2017 se suscribieron 260 acuerdos que beneficiaron apenas a 42.713 trabajadores de todo el país, casi todos con contratos a término fijo de hasta un año, por obra o labor o por contrato de prestación de servicios. (Moisá y Tangarife, 2019) Un avance significativo del gobierno de Santos fue el restablecimiento del Ministerio de Trabajo, eliminado durante el gobierno de Uribe, lo que revivió la política laboral como una política pública prioritaria dentro del gobierno.

Es clave aclarar que aunque el gobierno de Santos en el discurso y en algunas medidas se presentó como un defensor de los trabajadores, en la realidad fueron pocos los avances concretos. Como un balance de los gobiernos de Uribe y Santos, entre 2000 y 2015 en Colombia el trabajo asalariado disminuyó en 4,1 puntos, mientras que el trabajo no asalariado (como aproximación de la informalidad) aumentó en 4,8 puntos (OIT, 2013). Incluso ese período, marcado por un alto crecimiento económico dado por el boom de las commodities, no se vio reflejado en mejoras salariales o impactos en la distribución: mientras el crecimiento económico promedio entre 2000 y 2012 fue de 4,5%, los salarios reales variaron solamente en 1,55%, según la OIT (2013).

El segundo aspecto del gobierno de Santos en el que queremos centrarnos para definirlo como un giro al centro, con impactos positivos para el país, fue el proceso de paz con la guerrilla de las FARC. Luego de ocho años de agudizamiento del conflicto armado con una historia de más de cincuenta años, tras el fracasado proceso de paz con la insurgencia llevado adelante durante el gobierno de Andrés Pastrana (1998-2002), el de Álvaro Uribe Vélez desarrolló una práctica basada en la “seguridad inversionista”, cuyo discurso político señalaba a los movimientos sociales y sindicales bajo una misma bandera, disminuyendo el espacio democrático y político para las luchas sociales y, especialmente, las sindicales.

Esta herencia de guerra frontal desde el Estado y el desconocimiento del conflicto fueron frenados por el gobierno de Santos con la firma del proceso de paz, el cual permitió no solamente desmovilizar a los miembros de dicha guerrilla, sino que la discusión pública sobre los problemas reales del país saliera a flote después de décadas de esconder el conflicto social bajo el conflicto armado. La institucionalidad creada con el proceso de paz permitió avanzar en las conquistas dadas en la Constitución de 1991 y que no habían sido aplicadas, especialmente el Estatuto de Oposición, que dio espacio formal a la oposición de los gobiernos, permitió el ingreso a puestos en el Congreso a miembros de la extinta FARC por dos períodos, dio espacio en medios similares en tiempo a los del gobierno y habilitó la visibilización de una oposición que había sido perseguida por décadas.

La clave para lograr este proceso fue la posibilidad de diferenciar la lucha armada de las luchas sociales, políticas y sindicales. El reconocimiento del conflicto permitió pensarlo como una consecuencia de graves diferencias sociales que llevaron a la agudización por medio de las armas el conflicto social y político. De esta forma, se reconoció al Estado como un actor dentro de ese conflicto, que, por acción o por omisión, cometió crímenes. Al crear la justicia especial para la paz se consiguió la constitución de un órgano independiente para juzgar los crímenes políticos y se generó un avance nunca visto en la justicia, la verdad y la reparación a las víctimas de todas las partes del conflicto.

A pesar de las dificultades en el avance del acuerdo y, como se expone más adelante, el revés que se dio durante el gobierno de Duque (2018-2022), las cifras muestran la importancia de este proceso para las posibilidades de organización social en Colombia. Según las cifras del Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz) (2021), después de la firma del acuerdo disminuyeron todos los indicadores de violencia causada por el conflicto, por ejemplo, “la disminución en el total de víctimas de un promedio anual de 430.000 personas entre 2003 y 2008 y de 200.000 personas entre 2009 y 2015 a menos de 100.000 en un promedio anual entre 2016 y 2021”. Este giro al centro permitió el avance de las organizaciones políticas, sociales y sindicales, sin embargo, las grandes centrales obreras fueron perdiendo protagonismo, lo que se vio reflejado en la poca capacidad de respuesta ante el cambio de gobierno, como se expone más adelante.

Desintegración de las relaciones laborales, desmoronamiento de los derechos

Con el colapso del gobierno de Dilma Rousseff en 2016 y su sustitución mediante pretextos jurídicos cuestionables por parte de su otrora vicepresidente Michel Temer, empeoró la coyuntura política, económica y social para los trabajadores brasileños y sus organizaciones. El gobierno de Temer comenzó a implementar medidas ultraneoliberales inmediatamente después de asumir el poder, incluyendo una enmienda constitucional que ponía límites en el gasto social del gobierno federal, la privatización parcial de la empresa nacional de petróleo, la aprobación de una ley para ampliar la tercerización y una reforma laboral que eliminó un contingente grande de derechos laborales individuales y colectivos. Los sindicatos se encontraron con menos poder de interlocución con el gobierno recién instalado, con menos poder estructural debido al aumento expresivo en el desempleo, el subempleo y la informalidad laboral, y con menos poder social debido a los ataques mediáticos y políticos continuos contra el PT y sus aliados en los movimientos sociales y sindicales.

La primera arremetida directa contra el sistema de relaciones laborales brasileño después de la caída de Rousseff fue la tramitación, en marzo de 2017, de una nueva ley para ampliar la tercerización laboral. Como se mencionó anteriormente, en el último año del gobierno de Rousseff y aprovechando el caos político instalado en los poderes ejecutivo y legislativo en aquel momento, el presidente de la Cámara de Diputados, Eduardo Cunha, llevó una propuesta de ley para permitir la tercerización irrestricta, en abril de 2015. Sin embargo, el movimiento sindical y sus aliados en el Congreso usaron artimañas parlamentarias, junto con una serie de movilizaciones nacionales, para frenar la tramitación de aquella ley (PL 4330/04) en el Senado. Después de asumir la presidencia, Temer desenterró otra propuesta de ley más antigua, el PL 4302/1998, que expandiría la tercerización laboral y los contratos de trabajo temporarios. Con una izquierda (tanto dentro del Congreso como fuera) altamente desmoralizada en aquella coyuntura posterior al impeachment, fue debatido y sancionado en tiempo récord en ambas casas del Congreso. De esta manera, las leyes laborales fueron modificadas para permitir, por primera vez, la tercerización de cualquier función empresarial, incluyendo las actividades-fin de las empresas (Marcelino y Galvao, 2020, p. 165).

El gobierno de Temer hizo hincapié en tramitar rápidamente una propuesta legislativa para modificar 117 artículos del Codigo Sustantivo do Trabalho (CLT), creado por Vargas en 1943. De acuerdo con las doctrinas neoliberales que prefieren las “negociaciones libres entre las partes” en vez de una regulación pública más robusta de las relaciones laborales, esta reforma prioriza lo negociado sobre lo legislado, lo que significa que las partes están libres de fijar condiciones laborales por debajo de lo que está establecido en la legislación vigente (Henrique y Lucio, 2021, p. 88). Además, la reforma permite que ciertos trabajadores con salarios más altos puedan ser excluidos de las protecciones de los acuerdos colectivos y obligados a realizar negociaciones individuales con los representantes empresariales. Asimismo, las disposiciones de la reforma flexibilizan la jornada laboral, crean nuevas formas de contratación precaria y codifican las nuevas normas sobre tercerización irrestricta.

La reforma también contiene ataques a los sindicatos, para debilitar su poder normativo y administrativo para representar a los trabajadores y regular las relaciones laborales. La nueva ley retiró la obligatoriedad de la participación sindical en la homologación de los pagos de indemnizaciones por término de contrato laboral y también estableció la posibilidad para las empresas de porte mediano y grande de crear consejos para negociar ciertas condiciones laborales sin la participación directa de los sindicatos. Sin embargo, el golpe más bajo para el movimiento sindical fue la eliminación del impuesto sindical de contribución obligatoria, que era la fuente más fuerte de financiamiento para un contingente grande de organizaciones sindicales. Debido a esto, los ingresos provenientes de esta forma de financiamiento cayeron 96% durante el período 2017-2019 (Silverman y Acciari, 2022, p. 47), debilitando la capacidad administrativa y la fuerza movilizadora de los sindicatos.

Aunque los sindicatos brasileños intentaron construir estrategias de movilización unitaria durante el transcurso de 2017 para frenar la aprobación de la reforma, incluyendo una huelga general con la participación directa de más de 35 millones de trabajadores en abril de ese año (Marcelino y Galvao, 2020, p. 165), algunas centrales sindicales optaron por el camino de la incidencia política en vez de la acción directa. Sin garantías y sin canales confiables de diálogo directo con los altas escalones del gobierno, las negociaciones entre una fracción del movimiento sindical y la administración de Temer fracasaron, y el sector empresarial aprovechó la debilidad política de los sindicatos para presionar al Poder Legislativo por su sanción expedita de la reforma, que terminó entrando en vigor sin modificaciones en noviembre de 2017.

Infelizmente, las embestidas contra trabajadores y sindicatos brasileros solo continuaron y se profundizaron todavía más con la victoria del candidato de extrema derecha, Jair Bolsonaro, en las contiendas electorales presidenciales de octubre de 2018. Desde el comienzo de 2019, su gobierno intentó eliminar más derechos laborales individuales y colectivos, usando las medidas provisorias (órdenes ejecutivas), que no requieren debate en el Congreso para ser implementadas unilateralmente en régimen de urgencia por hasta 120 días. Usando este mecanismo, Bolsonaro suspendió (temporalmente) el descuento automático en los cheques de los trabajadores de las mensualidades pagadas por socios de los sindicatos, creando más trabas al financiamiento de las organizaciones sindicales. Asimismo, el gobierno de Bolsonaro también formuló una nueva forma de contratación precaria para trabajadores jóvenes (la carteira verde-amarela) y permitió la modificación unilateral de jornadas de trabajo y condiciones laborales por parte de los empleadores en respuesta a la pandemia de COVID-19 (Guerra y Camargos, 2021, pp. 306-307). Actualmente, el gobierno está intentando modificar de nuevo el CLT para excluir definitivamente a los conductores de aplicativo (por ejemplo, Uber y 99) de las protecciones laborales contempladas en aquella ley (Rodrigues, 2021).

Además de estos desafíos para los sindicatos en el plano jurídico-legislativo, los sindicalistas brasileños también han sido sujetos de violaciones de sus derechos humanos más básicos, incluyendo el derecho a la vida y la integridad física, en un nivel no visto desde el fin de la dictadura militar, en 1985. Semejante a lo que ha pasado en Colombia, muchos dirigentes sindicales en el campo han recibido amenazas de muerte debido a su oposición a la influencia de los grandes terratenientes que apoyan a Bolsonaro, con algunos, como el presidente del Sindicato de los Trabajadores Rurales de Rio Maria, Carlos Cabral Pereira, pagando el precio más caro para su activismo sindical (ITUC, 2020, p. 25). Otro grupo de trabajadores en la mira del gobierno de Bolsonaro son los periodistas, quienes han investigado los esquemas de corrupción que involucran a miembros de la familia del presidente y el uso preponderante de fake news por parte de su equipo de campaña durante las elecciones de 2018. En el año 2021, dos periodistas fueron asesinados, dos fueron detenidos arbitrariamente y 26 fueron víctimas de ataques físicos. Bolsonaro mismo agredió verbalmente a periodistas en 18 ocasiones y estimuló de manera permanente otros ataques verbales a los trabajadores de la prensa por parte de sus seguidores en las redes sociales, según la Federação Nacional dos Jornalistas (FENAJ, 2022, p. 7). Aunque las violaciones graves de los derechos humanos de los trabajadores sindicalizados brasileños no han jugado el mismo papel altamente disciplinante en materia de relaciones laborales como lo que hemos visto en Colombia, el resurgimiento de estas formas de violencia desestimula la participación sindical por parte de los trabajadores de base y contribuye a una desvalorización generalizada de la actividad sindical. A pesar del recambio político señalizado con la elección de Lula da Silva, del PT, a la Presidencia de Brasil en las elecciones de octubre de 2022, no será una tarea fácil reconstruir el protagonismo político, social e institucional de los sindicatos después de los daños hechos desde 2016.

En Colombia, el giro de regreso a un gobierno de ultraderecha se dio en las elecciones de 2018, cuando ganó Iván Duque (2018-2022). Lo interesante de este proceso fue que el segundo candidato representaba a un sector de izquierda, fenómeno que no se había visto en elecciones anteriores. Dicho candidato acaba de ganar las elecciones para el período 2022-2026, dando un espacio de esperanza de cambio en un país que, como se ha expuesto en este artículo, no ha contado con la presencia de un gobierno que apoye fuertemente a los trabajadores, tanto a los organizados como a los precarizados.

En temas laborales, el gobierno de Duque llegó con un discurso continuista de las políticas de Uribe. Durante el mandato se pusieron en la mesa de debate dos propuestas con sesgo antilaboral bajo el falso manto de políticas de ayuda a la formalización, las cuales generaron duras críticas. Aunque no prosperaron debido a la coyuntura económica, política y de salud por la pandemia, dejaron claro el talante antilaboral del gobierno. Por un lado, en lo laboral, con propuestas como la contratación por horas y el pago a los jóvenes por debajo del salario mínimo con un mecanismo que generaba diferenciales por regiones. Por otro lado, la propuesta de reforma pensional con aumentos en la edad de pensión y en la cotización, así como la eliminación del régimen público de prima media y la obligatoriedad del sistema de ahorros individual y la cotización por horas, entre otros (Orgulloso, 2019; Archila et al., 2020).

Por otro lado, los pocos avances en materia de libertad sindical y derecho de asociación del gobierno de Santos sufrieron un revés durante el de Duque. El desconocimiento de los sindicatos como actores de diálogo y el apoyo irrestricto a las empresas en los conflictos hicieron que Colombia volviera, después de doce años, en mayo de 2021, a la lista de países llamados ante la Comisión de Normas de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) para rendir cuentas por la violación del Convenio 87 sobre libertad sindical (Díaz y Colorado, 2021).

El gobierno de Duque llegó con una clara política de volver “trizas” la paz, revirtiendo gran parte de los logros que se dieron durante el gobierno de Santos, con consecuencias nefastas para la organización social y sindical. Según el informe del Indepaz (2021), durante el período del gobierno de Duque desde el 7 de agosto de 2018 hasta el 23 de noviembre de 2021 ocurrieron 872 asesinatos de líderes sociales y defensores de derechos humanos. Y no solamente se habla en términos del recrudecimiento del conflicto, sino de una política que retorna a la estigmatización de los luchadores sociales y sindicales.

La situación de violencia, la pobreza y la marginación de importantes grupos de población, aunadas con la reacción de las organizaciones sindicales a las reformas propuestas, dieron como resultado un levantamiento social histórico que fue nombrado Estallido Social, en 2019, como consecuencia de un llamado a paro nacional el 21 de noviembre de ese año. Esta convocatoria fue liderada por centrales sindicales y organizaciones sociales, sin embargo, el descontento social superó a la dirección, llevando a las calles a millones de colombianos cansados de las medidas neoliberales.

Los motivos del paro, como los concebían originalmente los convocantes, eran rechazar lo que denominaron el “paquetazo” económico del gobierno de Iván Duque (2018-2022) y exigir el cumplimiento integral de los acuerdos de paz con las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia). El “paquetazo” se refería a un conjunto de iniciativas gubernamentales, algunas anunciadas y otras ya en curso, tendientes a profundizar el neoliberalismo. (Archila et al., 2020)

Las demandas sobrepasaron los objetivos iniciales de los convocantes y sumaron el conflicto en la educación, la salud y el medio ambiente, generando un movimiento social con muchas cabezas que mostraron el descontento social, pero también el espacio que se logró abrir con el acuerdo de paz, dando más protagonismo a los conflictos por años subordinados al conflicto armado, sumado a una crisis de las instituciones políticas. Este escenario de descontento se vio truncado por la llegada de la pandemia de COVID-19, sin embargo, como es cada vez más evidente en los estudios sobre la pandemia, las razones estructurales que dieron paso al estallido fueron agravadas. Las medidas del gobierno con el aislamiento social preventivo agudizaron los problemas de marginalidad, informalidad y desempleo, entre otros, lo que dio paso a un segundo levantamiento durante 2021, ante la falta de políticas sociales activas y estructurales no focalizadas del gobierno de Duque.

Dentro de este contexto el papel de los sindicatos ha tenido serias contradicciones. Si bien fueron claves para el llamado al paro nacional, se vieron desbordados por un proceso más grande con una organización difusa. Incluso el descontento social incluía críticas al movimiento sindical, que era acusado por su falta de visión al no incluir luchas sociales por fuera de los intereses de sus organizaciones. El Estallido Social movilizó masas de trabajadores no formales, que no eran recogidos por las banderas específicas y que exigían medidas más radicales ante el gobierno y sus propuestas laborales precarizantes. Es importante reconocer que en algunas regiones particulares el movimiento social estaba aliado con los sindicatos y organizaciones estudiantiles y políticas, sin embargo, a nivel nacional el proceso superó cualquier dirección organizada. Esta falta estructural de los sindicatos para responder a las demandas sociales por medio de movilizaciones fuertes, sumada al regreso de la violencia antisindical, dejó a las organizaciones de trabajadores en una situación débil, que debe ser un eje de trabajo, con el fin de lograr un proceso de renovación sindical que logre escuchar por fuera de sus intereses y lidere los procesos sociales.

Con esto, Colombia recibió un nuevo gobierno, el 7 de agosto de 2022, con muchas expectativas y, a la vez, con muchas necesidades de cambios rápidos y democráticos. A pesar del paso por un gobierno de centro durante el período de Santos, las condiciones estructurales no fueron tocadas, sin embargo, el acuerdo de paz y la institucionalización de la oposición abrieron camino a un posible gobierno de cambio. La tarea más urgente es la consolidación de un Estatuto de Trabajo que consolide los derechos laborales conquistados por los trabajadores y la regulación de las nuevas formas de trabajo que ha generado la cuarta revolución industrial, que lleve a un proceso real y estructural de formalización laboral, con enfoque de género y etnia, entre otros retos.

Conclusiones

Tanto en Colombia como en Brasil, con la llegada y la caída de los gobiernos de centro y centroizquierda en el siglo XXI, se han observado cambios significativos no solo en los regímenes de relaciones laborales, sino en la propia estructura de la clase trabajadora. Una nueva categoría de trabajadores precarizados ha surgido con el ascenso del trabajo en plataforma, mientras el contingente de los trabajadores informales “clásicos”, como las trabajadoras del hogar, los vendedores ambulantes y los jornaleros agrícolas, sigue aumentando en un escenario pospandémico de crecimiento económico estancado, inflación alta y desempleo persistente. Al mismo tiempo, las desigualdades en las condiciones salariales y laborales siguen creciendo, tanto en el sector formal como en el sector informal de la economía, con mujeres, jóvenes, afrodescendientes e indígenas vivenciando condiciones nítidamente peores que las de los trabajadores que provienen de grupos sociales históricamente más privilegiados.

La pandemia reforzó y visualizó claramente un escenario precarizado de las formas de trabajo, el modo de acumulación financiarizado ganó, mientras la inmensa mayoría de la población mundial perdió no solo en términos económicos, sino en términos de la vida misma. Las relaciones laborales se encuentran en un conflicto que exige grandes transformaciones, en especial en los países analizados, Brasil y Colombia, que pueden estar viviendo en el corto plazo procesos de giro a la centroizquierda, en medio de una “segunda fase” progresista en el continente durante el siglo XXI. Esta segunda fase debe aprender de los aciertos y desaciertos de la primera ola, de tal forma que los cambios logren establecerse y se transformen las estructuras productivas de una manera deliberada y, con ellas, las relaciones laborales históricamente precarias. En este sentido, esta política de Estado debe volcarse a fortalecer el trabajo como eje central para la dignificación de la vida de todos y todas. Esto también significa que cualquier reestructuración de los sistemas de relaciones laborales en ambos países debe contemplar los avances tecnológicos, las nuevas formas de trabajo en plataforma y la necesidad de una transición justa a economías de bajo carbono, para ir más allá del “neodesarrollismo” y la “flexisecurity” y poder revaluar el trabajo productivo y reproductivo en todas sus vertientes actuales.

En este escenario, el movimiento sindical es un actor clave, pero debe renovarse para poder presionar por cambios a favor de todos los trabajadores, y no solo para la minoría que ya disfruta de un cierto grado de protecciones laborales. Si los movimientos sindicales brasileño y colombiano pretenden reforzar su capacidad de agrupar, representar y defender a la clase trabajadora, será necesario pensar en nuevas estrategias para organizar a los trabajadores informales, que han quedado fuera de los esquemas tradicionales de representación sindical, y en nuevas maneras de reconocer, medir y disminuir las discriminaciones persistentes entre las distintas fracciones de la clase. En palabras de Fraser (2000, p. 200), el sindicalismo debe buscar maneras innovadoras para combinar las luchas por el reconocimiento de los distintos grupos poblacionales en toda su diversidad identitaria con las luchas basadas en la clase a favor de una redistribución más justa de la riqueza. Cumplir con estas tareas significa no solo desplegar estrategias de incidencia política con posibles gobiernos futuros con más proximidad ideológica al movimiento sindical, sino también realizar toda una agenda de autorreforma de las estructuras y estrategias organizativas de las organizaciones sindicales. No existe ninguna garantía de que la implementación de una agenda de autorreforma sindical cambiará significativamente los sistemas de relaciones laborales, sin embargo, si el sindicalismo brasileño y el colombiano continúan haciendo “más de lo mismo,” con sus bases fragmentadas y con el distanciamiento de otras fuerzas sociales, cualquier oportunidad actual o futura de ampliar sus recursos de poder indiscutiblemente será perdida.

Cada país tiene procesos propios. En Colombia se está avanzando en acercamientos con el gobierno y Brasil retoma el sendero de los derechos sociales, pero es clave que se respete la autonomía programática de tal forma que se trabaje junto a gobiernos cercanos a las causas laborales y que no se pierda la capacidad de movilización y presión para asegurar la relación de fuerzas a favor de los trabajadores. El caso de Brasil es interesante porque el movimiento sindical tiene que aprender de los errores de la ola pasada, fortalecer sus bases en términos cuantitativos y cualitativos, y acompañar las luchas de otros movimientos sociales y políticos. Colombia consigue avanzar en su primera experiencia de gobierno de izquierda, por lo tanto, debe aprender de las experiencias de otros países, dada la complejidad de la política colombiana, donde la sociedad no conocía el ejercicio de una oposición política que no fuera coartada de formas violentas, aunque hay camino por recorrer y el sindicalismo debe renovarse para sobrevivir y avanzar.

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Contribución de autoría Este trabajo fue realizado en partes iguales por Jana Silverman y Laura Moisá Elicabide.

2Nota: Jana Silverman: Posdoctorada del Center for Global Workers’ Rights, Penn State University, Estados Unidos. Doctora en Desarrollo Económico por la Universidad Estatal de Campinas, Brasil. Investigadora en el Center for Global Workers’ Rights, Penn State University, Estados Unidos. Laura Moisá Elicabide: Doctora en Desarrollo Económico por la Universidad Estatal de Campinas, Brasil. Profesora asociada en el Departamento de Economía de la Facultad de Ciencias Sociales, Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín.

Nota: Aprobado por Paola Mascheroni (editora responsable)

Recibido: 07 de Agosto de 2022; Aprobado: 19 de Diciembre de 2022

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