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Revista de Ciencias Sociales

versión impresa ISSN 0797-5538versión On-line ISSN 1688-4981

Rev. Cien. Soc. vol.35 no.50 Montevideo  2022  Epub 01-Jun-2022

https://doi.org/10.26489/rvs.v35i50.4 

Dossier

Gobernar las “tragedias”. Víctimas, dispositivos y responsabilización en dos casos comparados

Governing “tragedies”. Victims, devices and accountability in two compared cases

Governando “tragédias”. Vítimas, dispositivos e responsabilidade em dois casos

1 Universidad Nacional de General Sarmiento cschillagi@gmail.com

2Universidad de Buenos Aires. Facultad de Filosofía y Letras. Departamento de Ciencias Antropológicas diego.zenobi@gmail.com


Resumen

En este trabajo nos proponemos abordar dos catástrofes argentinas (un incendio durante un concierto de rock y la explosión de un edificio), analizando el despliegue de un “gobierno de los desastres”. Tratamos la puesta en marcha de dispositivos estatales y no estatales que definen quiénes son las víctimas, damnificados, sobrevivientes, pero también los usuarios o consumidores afectados. Se trata de categorías que expresan una valoración social desigual del sufrimiento. Sostenemos que para comprender el proceso de producción social de las víctimas es necesario abordar la relación recíproca de aquellos dispositivos con el proceso de atribución causal y el trabajo de imputación de responsabilidades políticas. Al hacerlo, nos centramos en las evaluaciones morales de los agentes y destacamos el carácter relativo y contextual de aquellas formas de categorización.

Palabras clave: víctimas; dispositivos; desastres; responsabilización

Abstract

In this paper we propose to address two Argentinean catastrophes (a fire during a rock and roll concert and the explosion of a building), analyzing the deployment of a “government of disasters”. We focus on the implementation of state and non-state devices that define who are the victims, victims, survivors, but also the users or affected consumers. These are categories that express an unequal social valuation of suffering. We argue that in order to understand the process of social production of victims, it is necessary to address the interplay of those devices with the process of causal attribution and the work of imputation of political responsibility. In doing so, we focus on the moral evaluations of agents and highlight the relative and contextual character of those forms of categorization.

Keywords: victims; devices; disasters; accountability

Resumo

Neste documento, propomos abordar duas catástrofes argentinas (um incêndio durante um show de rock e a explosão de um edifício), analisando a implantação de um “governo de catástrofes”. Lidamos com a implementação de dispositivos estatais e não estatais que definem quem são as vítimas, vítimas, sobreviventes, mas também os usuários ou consumidores afetados. Estas são categorias que expressam uma valorização social desigual do sofrimento. Argumentamos que, para entender o processo de produção social das vítimas, é necessário abordar a relação recíproca desses dispositivos com o processo de atribuição causal e o trabalho de imputação de responsabilidade política. Ao fazer isso, nos concentramos nas avaliações morais dos agentes e destacamos o caráter relativo e contextual dessas formas de categorização.

Palavras-chave: vítimas; dispositivos; desastres; responsabilização

Introducción

La noche del 30 de diciembre de 2004 se desató un incendio en un microestadio de la capital argentina, llamado República Cromañón, mientras se desarrollaba allí un recital de música rock al que habían asistido entre tres mil y cuatro mil jóvenes. El incendio fue producto del impacto de un fuego de artificio en el revestimiento acústico del lugar. Como consecuencia de haber respirado el aire envenenado, fallecieron 194 personas. La tarde del 6 de agosto de 2013, en un edificio de viviendas particulares de la ciudad argentina de Rosario, se produjo una fuga de gas mientras un gasista y su ayudante realizaban maniobras para reparar una válvula. La torre estalló exactamente a las 9:38 horas. Luego de varios días de búsqueda entre los escombros, en la que tomaron parte dotaciones de bomberos, personal de rescate, expertos en desastres y fuerzas de seguridad, se conoció el saldo final del siniestro: 22 personas fallecidas, más de 60 heridos, 238 casas o departamentos afectados.

Si bien los casos de los que aquí nos ocupamos son diferentes, los procesos que se desataron a partir de los hechos muestran aspectos comunes, con formas homólogas pero variables. Por un lado, ambos hechos fueron socialmente entendidos como críticos e implicaron formas de evaluar y diagnosticar los daños. Por el otro, en ambos casos se desató una lucha por asignar responsabilidades que, desde el lado de los reclamantes movilizados, no dejó margen para la consideración de lo sucedido como cuestiones accidentales e imprevisibles.

Tal como proponen Revet y Langumier (2015), el “gobierno de los desastres” consiste en hacer frente de manera activa a los eventos de esa índole a partir de la puesta en marcha de dispositivos estatales y no estatales orientados a gobernar la situación de quienes se vieron afectados por esos desastres. A partir de la definición de quiénes han sido los siniestrados, víctimas, lesionados, damnificados, sobrevivientes, etcétera, resulta entonces posible diagnosticar los daños sufridos y evaluar los cursos de acción a seguir. Pero la cuestión no se agota allí. En las sociedades modernas hay cada vez menos lugar para la idea de “infortunio” ( Vilain y Lemieux, 1998). Se trata de un proceso de largo plazo hacia una “desfatalización del daño”, que se expresa en la existencia de versiones encontradas en las que se pone en discusión si esos hechos podrían haberse evitado, si eran previsibles o meramente producto del azar; en resumen, se trata de definir si la catástrofe es un producto de la responsabilidad humana, en qué medida y cómo ha sucedido. En este sentido, las personas que fueron afectadas suelen expresar públicamente sus posturas con respecto a las responsabilidades por lo sucedido. En línea con lo que sostiene Barthe (2018), planteamos que, para comprender lo que llamamos producción social de las víctimas (Lefranc y Mathieu, 2009; Akrich et al., 2010; Zenobi y Marentes, 2020), es necesario identificar el proceso de atribución causal que se desencadena en torno a los casos que nos proponemos analizar,1 así como el trabajo de imputación de responsabilidades políticas.

Las jerarquías del sufrimiento

En diferentes contextos y épocas se ha analizado el papel del sufrimiento y el dolor en los actos de institución y consagración de diversas categorías de personas. Tales actos de institución muestran modos colectivos de representarse el sufrimiento (Das, 2002). En el caso de quienes se presentan como víctimas de estos desastres, el dolor se ve expresado a través de marcas en el cuerpo o bien de padecimientos de tipo psicológico, producto del carácter traumático de lo sucedido.

Situaciones como las que aquí traemos transforman a esposas, padres, madres, hijos, en familiares de un muerto que orientan sus acciones a la denuncia pública y la protesta (Pita, 2010). Entre quienes perdieron un pariente en la explosión del edificio, esto se ve, sobre todo, cuando expresan sus demandas en el espacio público y frente a las autoridades, y se presentan como “familiares de víctimas de la explosión de la calle Salta” o bien como “padres de Cromañón”. En el caso del incendio se suma una particularidad que aumenta la nota trágica. Como ha señalado Hertz (1990), no todas las muertes se viven del mismo modo y algunas de ellas son vividas como especialmente dolorosas. En el caso del incendio, los familiares de los fallecidos destacaron la baja edad, un promedio de 20 años: no se trata de la muerte de cualquier pariente, sino que se trata de las muertes de hijos. Los padres suelen expresar que esas muertes fueron “antinaturales debido a que, por tratarse de muertes de jóvenes, desafían lo que ellos consideran como la temporalidad propia del ciclo natural de la vida. En virtud de este carácter “antinatural”, “evitable” y “traumático” de las muertes de sus hijos, las vidas de los deudos han iniciado un camino hacia un dolor del que parece no haber retorno.

Además de los familiares de las víctimas, en ambos desastres hay otro gran conjunto de personas que se definen como víctimas. Se trata de los sobrevivientes. Mientras que en aquel caso el dolor está vinculado a la relación mantenida con el hijo fallecido, al hecho de ser padres o de ser parientes de un muerto, en este otro, la experiencia personal de sufrimiento está fundamentada sobre el hecho de haber estado ahí en el momento crítico; exponen públicamente su experiencia personal de sufrimiento por haber estado presentes en el incendio. Al igual que en el caso de los familiares, su fuente de legitimación para la movilización son sus narraciones de sufrimiento. Sin embargo, a diferencia de los familiares, la cuestión temporal marca un contraste. En ese caso se trata de un dolor del que no hay vuelta atrás, implica que la situación de quien es padre de una víctima no se verá nunca modificada sustancialmente, en virtud de que el hijo fallecido ha desaparecido y esa es una situación inmodificable. Una frase que habitualmente se escucha en boca de los familiares de estas catástrofes es “Nada va a devolverme a mi hermano” (a mi hijo, a mi madre, etcétera, según cada caso). De ahí el énfasis en expresiones como “angustia de la que no puedo recuperarme”, “familias arruinadas para siempre”, “yo también morí con vos”, entre otras. Se trata del inicio de una temporalidad particular en la experiencia de vida de quienes sufren, que es considerada como irreversible. De un modo diferente, siempre es posible que los sobrevivientes puedan recuperarse, mejorar su situación psicofísica, lo que marca una distinción con la situación de quien ha perdido a un pariente. Así como puede verse, tanto en el caso del incendio como en el de la explosión, la categoría de familiar y su contraste con la de sobreviviente, lo que resulta relevante en lo que hace a las definiciones de sujetos dañados que se ponen en juego en la escena pública.

Finalmente, debe destacarse que, además de las clasificaciones de familiares y sobrevivientes, en el caso de la explosión del edificio de Rosario estuvieron presentes también otras clasificaciones para nombrar a las personas afectadas por el desastre. Nos referimos a las categorías de usuarios y consumidores, que fueron colocándose en el centro de la discusión pública que suscitó el caso. Algunas familiares expresaban: “En esta oportunidad nos presentamos como familiares de los fallecidos pero también como consumidores perjudicados. ¡Seguimos en lucha para que ellos descansen en paz! Y nosotros tengamos seguridad en nuestros hogares” (posteo realizado por una familiar el en la red social Facebook, el 19 de octubre de 2018, a propósito de una reunión mantenida con el Defensor del Pueblo de Santa Fe, el énfasis es nuestro).

Las categorías mencionadas fueron puestas en juego en la escena pública y fundamentaron formas asociativas diversas. Estas asociaciones de víctimas que se conformaron expresan tensiones en los modos en que se entiende el sufrimiento de los diferentes tipos de víctimas y las jerarquías de dolor. Tanto en el caso del incendio de Cromañón como en el de la explosión, se conformaron algunos grupos que dieron relevancia a esas fronteras categoriales. Por ejemplo, en el caso de Rosario, las diferentes formas de identificarse con lo sucedido dieron lugar a la conformación de dos asociaciones civiles: una de familiares de fallecidos (Asociación Salta 2141 Memoria y Justicia) y otra que se disolvió a los pocos meses del hecho, que nucleaba a sobrevivientes, afectados y damnificados (Asociación 6 de Agosto).

Según algunos familiares de los fallecidos en la explosión, la sensibilidad social por lo sucedido solo obedecía a un fundamento: “No está mal que haya dos grupos (…) nosotros somos los familiares de las víctimas. La gente está sensible por los muertos de calle Salta, no por el que se le rompió el departamento” (El Ciudadano, 2014), declaraba la viuda de un hombre que murió en la explosión. Expresiones como “el nuestro es un dolor superior” o “ellos tienen el tiempo, el espacio y la cabeza (…); (pero) un grupo como el nuestro está vulnerado por el dolor” (El Ciudadano, 2014) dan cuenta de las valoraciones morales que realizaban los familiares reunidos en la asociación de la que formaban parte parientes de fallecidos.

Pero aquellas formas de categorizar fueron disputadas. Quienes ocupaban las posiciones menos valoradas en la jerarquía del sufrimiento estaban dispuestos a discutir la cuestión. Algunos sobrevivientes del incendio de Cromañón reclamaron que sus experiencias de sufrimiento fueran consideradas como legítimas, del mismo modo que era considerado legítimo el dolor de los familiares: “No sabemos lo que se siente perder un hijo, pero los padres de víctimas (…) no saben lo que es verle la cara a la muerte” (Callejeros blog, 2006). Los familiares decían: “Yo perdí un pariente”, los sobrevivientes afirmaban: “Yo estuve en el infierno”. Finalmente, en el caso de la explosión, quienes no eran familiares sino que habían sufrido algún daño material, fundamentaban su sufrimiento apelando a la emocionalidad. En el caso de la explosión del edificio, un médico que se había salvado junto a su mujer y su hijo sostenía: “No solo perdimos una casa, un auto (…) perdimos parte de la vida que teníamos nosotros ahí” (La Capital, 2019).

Puede verse, entonces, que en estos procesos emergen distintas formas de categorización (víctimas, usuarios, sobrevivientes, etc.) que alimentan la construcción de la legitimidad de las acciones que impulsan quienes se movilizan. Estas se apoyan, con frecuencia, en una cierta idea de víctima en torno a la cual se articulan las evaluaciones morales que fundamentan las jerarquías de sufrimiento. En efecto, diversas instituciones y agentes (organizaciones sociales, expertos, operadores judiciales, medios de comunicación, etc.)2 suelen destacar determinados atributos de la “buena víctima”, como la inocencia, la pasividad y la expresión del sufrimiento, en tanto fuentes de autoridad moral. En virtud de esto se articulan formas de categorización del dolor y el daño que están en tensión. De ahí que, en lugar de asumir de un modo autoevidente la categoría víctima como un modo de nominación que homogeniza las diferencias, también resulte adecuado indagar en el carácter contextual y conflictivo de esas clasificaciones.

Dispositivos: clasificar y reparar

En los desastres se ponen en juego dispositivos que, tal como proponen Barbot y Dodier (2016), son secuencias encadenadas de interacción que con distintas finalidades se orientan a definir una situación y a intentar transformarla o modificarla. En este apartado nos ocuparemos de los dispositivos que se pusieron en marcha en los casos de referencia de este artículo, tanto desde el Estado como desde el ámbito privado. Las tensiones en torno del dolor y las diferencias entre categorías de víctimas (familiares, sobrevivientes y damnificados) se expresaron también en los dispositivos que se desplegaron para hacer frente a lo sucedido.

Con el objetivo de contener a las personas alcanzadas por estas catástrofes tanto el Estado nacional como el provincial pusieron en juego diferentes dispositivos: algunos de ellos estuvieron orientados a la atención psicológica. En el caso del incendio de Cromañón, se estableció el Programa de Atención Integral a las Víctimas del 30/12, a través del cual se brindó asistencia a los “familiares de las víctimas fatales, a los sobrevivientes y sus familiares, del siniestro ocurrido” (Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, 2005, Decreto 67/05). De modo similar, en el caso de la explosión del edificio se implementó un conjunto de dispositivos ya existentes de actuación en desastres y en salud mental, tanto desde el nivel provincial como municipal de gobierno (por ejemplo, equipos de salud mental del Ministerio de Salud de la provincia y de la Secretaría de Salud del municipio de Rosario), así como la coordinación de acciones con asociaciones profesionales, como el Colegio de Psicólogos de la ciudad, y con el sistema sanitario.

En ambas catástrofes las autoridades públicas también promovieron formas de ayuda económica que diferenciaban entre distintos grupos (familiares, sobrevivientes, damnificados) al interior de la población que pretendían alcanzar. En el caso del incendio, el gobierno de la ciudad de Buenos Aires creó un subsidio que pagaría un monto determinado a los sobrevivientes y el doble a los familiares. Para acceder al subsidio, las víctimas debían demostrar frente al Estado su condición. En el caso de los familiares de las víctimas fatales, para acceder a aquella prestación económica la acreditación del vínculo con los fallecidos era considerada como suficiente y no hacía falta la presentación de constancias ni certificados de atención médica o mental que documentaran la situación de vulnerabilidad; entre sus fundamentos señalaba que: “Aquellos que sufrieron la pérdida de un familiar directo se encuentran atravesando un período de duelo cuyas consecuencias pueden derivar en momentos de extrañamiento, estados de depresión y pérdida del sentido de la vida” (Decreto 692/05, 31/05/2005, Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires). En el caso de los sobrevivientes, en cambio, debían seguir circuitos burocráticos más complejos que incluían la certificación realizada en el marco del Programa de Atención Integral a las Víctimas del 30/12, a través de médicos y psicólogos, de los daños sufridos. Estos recorridos diferenciados suponían dolor, trauma y daños a priori en el caso de los familiares, pero no en el de los sobrevivientes. Mientras que el programa estatal que refería a las víctimas reunía a familiares y sobrevivientes, el dispositivo del subsidio marcaba una fuerte diferencia entre ambos.

Esas formas de clasificación también se vieron puestos en juego en los dispositivos de reparación económica en el caso de la explosión del edificio de Rosario. La actividad estatal para proporcionar ayuda económica, subsidios y exenciones impositivas fue prolífica. Si en el caso del incendio de Cromañón la categoría que englobaba diferentes formas de daño era víctimas, en el caso de la explosión del edificio de Rosario, si bien esa categoría estuvo presente, se agregaron las de usuarios y afectados. En algunos dispositivos esto apareció explícitamente: por ejemplo, se promulgó una ley que eximía de impuestos a los afectados por el incendio, que sostenía en varios artículos que se eximiría del pago “a todos los actos, contratos y operaciones de compraventa o alquiler de inmuebles o vehículos en el que intervenga un sujeto que acredite haber sido damnificado en forma directa por lo acaecido en fecha 06 de Agosto del 2013 en el edificio de calle Salta 2141”; asimismo sostenía que se eximiría del pago de tarifas de los servicios de agua y electricidad “a los usuarios afectados por el siniestro (…)” (Ley no 13.381/2013).3 En el mismo sentido, a nivel del Estado nacional se anunció la creación de una “línea damnificados Rosario” de créditos para la obtención, construcción o refacción de viviendas o comercios. Para acceder a estos créditos, se activó un circuito de comprobación del carácter de damnificado en el que intervenían varias agencias estatales (Zenobi, 2017).

Mientras que en los dispositivos mencionados se observa una subsunción de la categoría familiar en la de usuario, afectado o damnificado, y no se establecen diferenciaciones en los beneficios que recibirían unos y otros, en el caso de otros dispositivos, como el Fondo Especial para la Asistencia y Reparación a los Damnificados de la Tragedia de calle Salta 2141 de Rosario, se distinguía entre lo que se pagaría a familiares de fallecidos por “afectación de la vida”, de otros sujetos a los que se pagaría por “deterioros o pérdidas causadas en inmuebles de residencia” y “deterioros o pérdidas en bienes muebles” (Giustiniani, 2015).

Estas formas de categorizar por parte del Estado refieren a las ideas de Bourdieu (1997) respecto del poder de institución (en tanto campo burocrático que concentra capitales de fuerza física, económico, informacional, etc.), así como a las de Corrigan y Sayer (2007), para quienes el Estado se erige como el principal (aunque no único) responsable de la regulación moral: a través de la continua producción de afirmaciones, esto es, produciendo clasificaciones que luego son naturalizadas gracias al despliegue de rutinas burocráticas que las dan por autoevidentes. Así fue como esos dispositivos, encarnados en leyes, decretos y distintas decisiones administrativas, colaboraron en distinguir las distintas figuras sociales asociadas a las personas que sufrieron algún tipo de daño.

Estas formas de clasificación que hemos visto hasta aquí se conformaron a través de un proceso que abrevaba en múltiples dispositivos de nominación y regulación, como certificados, espacios de atención médica o psicológica, distintos mecanismos de compensación, indemnización o reparación. Sin embargo, si bien el papel del Estado suele resultar central en estos procesos, no es el único actor con capacidad de establecer clasificaciones exitosas o eficaces. En el caso de la explosión en Rosario, no fue solo el Estado el que desplegó dispositivos de distinta índole, sino también la empresa Litoral Gas, que realizó pagos enmarcándose en la Ley del Consumidor, no 24.240, es decir, ubicando a las personas como usuarios afectados que formaban parte de una relación contractual y que debían ser indemnizadas como tales. Según declaraciones de abogados que llevaban las causas de algunas familias, la empresa se contactaba a través de la compañía de seguros y les ofrecía una compensación económica a cambio de desistir de la denuncia penal. En esos pagos se incluía tanto a los familiares de fallecidos como a personas que habían perdido sus inmuebles.4 Como puede verse, en el caso de los pagos realizados por la empresa privada de servicio de gas, tanto familiares de fallecidos como sobrevivientes y personas que perdieron sus casas quedaron englobados bajo la categoría de usuarios afectados. A partir de ese primer paso se desplegaron montos monetarios diferentes según cada situación. En ocasiones, los parientes de los fallecidos señalan esa diferencia entre quienes conviven bajo el mismo término de usuarios afectados, y frente a estos dispositivos reparatorios realizan distinciones respecto a aquellos que sufrieron únicamente pérdidas materiales: “Resarcir económicamente es algo que la empresa debe hacer. Por provocar un daño como el que hicieron deben hacerlo. Si la gente que sufrió daños materiales, tal vez con un número se cierra todo. Pero en nuestro caso es diferente” (La Capital, 2015).

Tal como propone Dodier (2015), el “gobierno de los desastres” consiste en hacer frente de manera activa a los eventos de esa índole y, podríamos agregar, esto excede el papel del Estado como único referente o instancia capaz de dar respuesta a ello y capaz, también, de establecer jerarquías, clasificaciones y formas de nominación. Como hemos visto, todos esos dispositivos de reparación económica tenían en común la capacidad de instalar clasificaciones en la discusión pública y también en el propio discurso de los familiares de víctimas directas, que según los dispositivos distinguían o combinaban las figuras de familiares, sobrevivientes, afectados o usuarios.

¿Quiénes son los responsables?

Tal como referimos al inicio, Barthe (2018) sostiene que todo proceso de producción social de víctimas involucra un proceso de atribución de responsabilidades causales. Las víctimas necesitan identificar la causa del mal que las aqueja para constituirse como tales y poder demandar una reparación. En los casos que tratamos, las disputas en torno a la responsabilidad encontraron su expresión en las luchas por nominar lo sucedido. Los modos de nombrar el hecho, de convertirlo en acontecimiento, apuntan a identificar las responsabilidades que van asociadas a esa clasificación.

En el caso Cromañón, los actores movilizados en los días posteriores al incendio rechazaron la nominación del siniestro como un “accidente” o una “tragedia”, puesto que creían que esos términos connotaban la ausencia de personas concretas que pudieran ser responsabilizadas por lo sucedido. Ellos definían lo sucedido como una “masacre” con responsables. Así, afirmaron públicamente que se había tratado de un “asesinato en masa”. En la disputa por la definición de estos modos de categorización social estaba implícito el problema de la responsabilidad por la ocurrencia del incendio:

Debimos discutir con los grandes medios de comunicación los adjetivos que utilizaron al comienzo para hablar del 30 de diciembre. Accidente, tragedia, desgracia… términos que parecen hablar de algo inevitable; pero logramos finalmente que se imponga en nuestra sociedad el nombre que le corresponde: masacre, asesinato en masa. (Articulación de familiares, amigos y sobrevivientes de la masacre de Cromañón, 2006)

A semejanza de lo sucedido en Cromañón, las ideas de accidente o de fatalidad no estuvieron presentes entre las formas de referirse a lo sucedido en la explosión del edificio de Rosario. Al nominarla como catástrofe, “tragedia evitable” o incluso, en forma posterior, como “crimen social”, un conjunto de actores -principalmente familiares de las víctimas, funcionarios judiciales, medios de comunicación y autoridades públicas- otorgó un marco de interpretación aceptado por gran parte de la sociedad local. Esto tuvo implicancias directas en la cuestión de la responsabilidad por lo sucedido, pues, tal como ha señalado Gusfield (2014), los cambios en las categorizaciones cognitivas o en las definiciones causales tienen consecuencias en cuanto a qué instituciones se considera que están obligadas a hacer algo al respecto.

Cuando los ciudadanos sienten que el Estado está allí para protegerlos de algún posible riesgo (Beck, 2006; Lemieux y Barthe, 1998) y evalúan que ese cuidado ha resultado fallido, puede surgir la explicación que coloca a la corrupción como la causa que hizo posible que aquel riesgo se concretara como desastre. Los familiares y sobrevivientes movilizados en busca de justicia señalaban: “Las palabras no son neutrales, pues si un grupo de empresarios y políticos corruptos es responsable de una masacre no es lo mismo que si solamente estuvo presente en el momento de un ‘accidente’ o de una ‘tragedia’” (Articulación de familiares, amigos y sobrevivientes de la masacre de Cromañón, 2006). En las movilizaciones por el incendio de Cromañón, quienes exigían justicia tanto en el espacio público como ante el Poder Judicial fueron construyendo esta atribución de responsabilidad y el argumento crítico que conlleva, basándose en la idea de un sistema fallido y corrupto, que provoca daños evitables y que se sigue reproduciendo en virtud de la desidia y la impunidad imperantes a lo largo de varias décadas. Así, en estas dos catástrofes las acusaciones de corrupción apuntaron tanto a los actores del sector privado como al Estado.

En lo que hace al ámbito privado, en el caso del incendio, coincidieron en denunciar al empresario que gerenciaba República Cromañón debido a que, según sostenían, en el local no se respetaban las medidas necesarias que garantizaran la seguridad de los asistentes. En el caso de Rosario, en las movilizaciones y otras demostraciones en el espacio público se puso de relieve el incumplimiento de las regulaciones por parte de las empresas privatizadas y, por lo tanto, la acusación fue virando hacia la falta de cuidado de la empresa Litoral Gas hacia los usuarios-consumidores.

En cuanto a las responsabilidades políticas en el caso del incendio, estas se concentraron en el gobierno local de la ciudad de Buenos Aires, al que se acusó de haber recibido sobornos para permitir el funcionamiento del local. Apuntaron a los funcionarios estatales, inspectores que habían recibido sobornos y permitido el funcionamiento de República Cromañón y a los funcionarios encargados del área de la que dependían, la Subsecretaría de Control Comunal del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Principalmente apuntaron contra el jefe de gobierno porteño, Aníbal Ibarra.

En lo que hace a las responsabilidades políticas, en el caso de la explosión del edificio no hubo acusación hacia el gobierno municipal o provincial; las autoridades políticas más próximas al lugar donde ocurrió el hecho no fueron interpeladas de modo directo y sistemático ni por la denuncia pública del colectivo de familiares ni por la denuncia judicial, sino que hubo sobre todo una acusación dirigida hacia el órgano de regulación que pertenece al nivel nacional. Se acusaba al Estado nacional por haber fallado en los órganos de control y regulación de las empresas privatizadas que proveen servicios públicos y de estar en connivencia con la empresa concesionaria del servicio (además de acusar por desidia, falta de inversión en seguridad y negligencia a esta última). A tal fin, las personas movilizadas desplegaron una intensa actividad de búsqueda de documentación e informes de auditorías previas, que desarrollaron los familiares acompañados por algunos políticos locales que los orientaron en esa dirección y les facilitaron contactos y reuniones del más alto nivel con la Auditoría General de la Nación (AGN).5 Resulta habitual que cuando las demandas de las víctimas no encuentran la respuesta esperada y no son escuchadas por las autoridades, estas se lancen a impulsar sus propias investigaciones o “exploraciones profanas” (Akrich et al., 2010; Barthe 2018). Así buscaron ganar más credibilidad formalizando y sistematizando su recolección de datos, en ocasiones solicitando la ayuda de profesionales que los escucharan (Schillagi, 2018).

Al orientar sus acciones de protesta hacia las instituciones estatales regulatorias del servicio de gas, organizaron acciones directas (marchas, pintadas, acampes, encadenamientos a los edificios) frente a la empresa Litoral Gas y también intervenciones de alto impacto emocional y visual, como colocar 22 ataúdes de cartón en el frente del Ente Nacional Regulador del Gas (ENARGAS) en más de una ocasión (Rosario 3, 2017). Con sus acciones públicas (sentadas, pancartas, marchas) hicieron visible el desempeño de instituciones pocas veces interpeladas por los ciudadanos comunes, como son los órganos estatales de control y regulación.6

Con base en lo señalado hasta aquí, puede verse que en ambos casos se dio un trabajo de ampliación de la cadena de responsabilidades. Al extender la cadena de atribuciones causales, los distintos actores que participan de causas públicas realizan una selección entre las múltiples posibilidades existentes respecto de la responsabilidad en un hecho. En el caso del incendio, la acusación podría haber terminado en quienes lanzaron la pirotecnia o en los dueños del lugar que no contaba con las medidas de seguridad previstas por la ley. En el caso de la explosión del edificio, aunque la cadena causal podría haber culminado en la figura del gasista que manipuló la válvula antes de la explosión o incluso haber quedado circunscripta en torno al papel de Litoral Gas en la prestación deficiente o irregular del servicio, la acusación dirigida también hacia el órgano estatal de regulación del servicio de gas muestra ese trabajo de ampliación. En ambos casos la responsabilización escaló hacia otros actores, como el Estado local en el caso del incendio o el nacional en el caso de la explosión. Esta posibilidad de generar un encadenamiento de responsabilidades no es una cuestión autoevidente, sino que es producto de una serie de transformaciones que se han dado en el campo jurídico en las últimas décadas, tal como demuestran Vilain y Lemieux (1998). Este fenómeno hace posible que las víctimas de violencias tengan a su disposición recursos que facilitan esos eslabonamientos causales, que en otras épocas no hubieran resultado posibles. Al hacerlo, dejan al descubierto la labor que hay detrás de esas operaciones de selección que trascienden la mera voluntad o la estrategia de quienes protagonizan denuncias en el espacio público.

Tensiones en torno a las reparaciones económicas

Como suele ocurrir en muchos casos, los procesos de atribución de responsabilidades se desarrollan simultáneamente en el plano de la movilización social y la denuncia pública y en el plano judicial, tanto en el fuero penal como civil. Si se considera la relación entre los pedidos de indemnización y la dinámica contenciosa, puede rastrearse que durante la década del noventa del siglo XX la actividad de los organismos de derechos humanos estuvo centrada en la búsqueda de la verdad y en las acciones penales concomitantes, por lo que las demandas civiles no formaban parte de las estrategias colectivas que constituían a las víctimas como un colectivo que exigía justicia (Vecchioli, 2005; Luzzi, 2015; Tello, 2003). La bibliografía temática muestra que la resistencia e incomodidad que genera “poner precio” al daño sufrido se articula con una mirada sobre el dinero, que puede ser visto como un agente que corrompe, que contamina. Esta idea está sostenida sobre una crítica de larga data: en el caso de Marx, según Carruthers (2010), apuntaba a que el dinero despersonalizaba y reducía las lógicas de las relaciones sociales preexistentes a las del mercado; según Zelizer (1994), Simmel realizaba una crítica similar, puesta en cuestión por la propia autora al mostrar los sentidos atribuidos al dinero en la vida cotidiana.

Aquel interés centrado en la cuestión penal y la secundarización del aspecto civil resarcitorio también puede verse en el caso del incendio del estadio Cromañón, donde hay un total de 850 querellantes penales y el doble de demandantes civiles, 1600. El alto número de querellantes habla de la expectativa de justicia, de retribución, al igual que de reparación económica a través de indemnizaciones. Sin embargo, la cuestión civil nunca estuvo en el centro de la escena ni generó conflictos en el movimiento. Mientras que la mayor parte de los familiares siempre estuvo muy informada acerca de la causa penal, debido a que algunos de los grupos que lo conformaban realizaban reuniones semanales con los abogados penalistas que los representaban. Inclusive algunos familiares desarrollaron una expertise jurídica en cuestiones de derecho penal.

En cambio, las acciones civiles nunca fueron objeto de estrategias discutidas y elaboradas de manera colectiva, ni se habló públicamente del tema en los grupos de familiares y sobrevivientes. En un contexto de movilización y lucha política, la cuestión civil quedó reducida a un lugar secundario para las víctimas. Mientras que las acciones jurídicas y las estrategias de movilización solían estar centradas en la cuestión penal, las cuestiones pecuniarias fueron tratadas como una cuestión “personal”. Por ese motivo se trataba de un tema del que nadie hablaba en público, pero tampoco en las conversaciones informales en privado. Inclusive los propios interesados que habían presentado demandas no conocían cuál era el estado de situación de su pedido indemnizatorio. Los pedidos de indemnizaciones no representaron un conflicto ético, ya que las víctimas asumieron que se trataba de un dinero justo y merecido en virtud del valor de su sufrimiento (Zenobi, 2020).

Si bien ellas consideraron que la presentación de demandas civiles era parte de sus derechos como víctimas y creían que se trataba de un dinero justo, en cambio rechazaron otras formas de pago que no provenían del canal judicial, sino de la voluntad del poder ejecutivo. Por eso rechazaron un ofrecimiento de compensación económica que realizó el Estado, al que acusaban de ser responsable del incendio a causa de la corrupción. Este los obligaba a dejar de lado las presentaciones civiles. Las víctimas vieron allí un intento de soborno, un intento de silenciarlas en sus reclamos judiciales y su búsqueda de la verdad. A diferencia del dinero que provendría de las indemnizaciones, esos pagos no fueron aceptados. Mientras que un tipo de dinero puede ser purificado a través de diferentes operaciones, este otro fue rechazado, sin más.

En el caso de la explosión del edificio de Rosario las cosas fueron muy distintas. Contabilizados por un censo realizado entre la municipalidad y la provincia, se afirmó que eran un total de 238 afectados directos. Sobre ese total, fueron 22 familias con víctimas fatales en la explosión y, entre ellas, solo cinco se presentaron como querellantes en el fuero penal. Todos ellos estaban enrolados en la asociación civil de familiares de los fallecidos. Sus expectativas de justicia, según decían, solo se cumplirían si se lograba la condena penal de los que consideraban responsables de la tragedia.

Frente a la posibilidad de que se iniciaran numerosas querellas en la justicia penal, así como numerosas demandas civiles, la empresa Litoral Gas promovió un convenio según el cual las personas alcanzadas por el daño sufrido debían desistir de acciones penales y eventualmente civiles para obtener, a cambio, una compensación monetaria. Lo cierto es que entre los 238 afectados directos, más de 100 familias llegaron a acuerdos extrajudiciales con la empresa y decidieron no litigar (La Capital, 2014). Pero también algunos de los litigantes penales, luego de tres años de ocurrida la explosión y de impulsar su causa en la justicia penal, decidieron abandonar esa vía: cuatro de las cinco familias que litigaban en el plano penal argumentaron que no tenían garantías acerca de tener que enfrentar con su patrimonio las acciones civiles que la parte acusada podía llegar a iniciar en su contra (La Capital, 2018): “Es vergonzoso el accionar de la corporación judicial, muchos de nosotros nos hemos bajado de la causa (…) las pocas garantías que ofrece el sistema para las víctimas, ¡cuánta responsabilidad tiene la justicia!” (fragmento del discurso de una familiar en el acto del quinto aniversario de la explosión, Rosario, 6 de agosto de 2018, transcripción de audio grabado por la autora; ver también Rosario Nuestro, 2018).

Así, al momento de sustanciarse el juicio oral, en mayo de 2019, quedaba una sola familia litigando. Esto trajo aparejadas diferencias entre el grupo de familiares de la asociación civil, ya que, de alguna manera, colocó a quienes decidieron no continuar con la causa penal en la situación de tener que rendir cuentas públicamente acerca de la decisión que habían tomado. Por tal motivo, explicaron una y otra vez que no habían abandonado la lucha, sino que la continuaban por otros carriles (La Capital, 2018). Incluso, una de las familiares señaló que en el desarrollo del juicio la familia querellante había dejado de hablarles y que usaban “los micrófonos para decir que vendimos la sangre de nuestros familiares por sumas millonarias” (El Ciudadano, 2019). Estas acusaciones cruzadas sobre la cuestión de la reparación monetaria llevaron también a que cada uno de sus protagonistas (la familia querellante y los familiares agrupados en la asociación civil) expusiera sus expectativas respecto de la idea de justicia. Mientras unos decían que la lucha había cambiado de forma pero no había terminado, la familia que continuó el litigio judicial hasta la actualidad (en particular, el hermano de una joven fallecida en la explosión) se ocupó de sentar su posición respecto de aceptar plata de la empresa privada: “Nosotros al acuerdo nunca lo vamos a firmar, y menos agarrar plata de ellos. Al contrario, perdimos dinero. Pero vamos a seguir” (Sin Mordaza, 2021).

En el caso del resto de los familiares nucleados en la asociación civil este proceso derivó, por ejemplo, en expectativas de reparación a través de la construcción de un lugar de memoria (Schillagi, 2020). Los familiares interpretaron que el memorial era una suerte de transferencia que el Estado les “debía” a los familiares de víctimas. En algunos casos se vivió el proyecto del memorial como el descubrimiento de un nuevo sentido de justicia: “en estos cinco años siempre pensé que mi meta era la justicia, pero cuando el gobernador nos dio el sí para este lugar, yo dije mi meta era esta, yo quería la memoria más que la justicia” (Concurso Nacional de Anteproyecto para el Complejo Edilicio: Salta 2141 - Espacio Cultural y Educativo de la Memoria y de la Música, 2018). Otras familiares remarcaron que la finalidad del memorial era también que no volvieran a ocurrir hechos similares. Como destaca Clavendier (2001) lo que suscita adhesión en el proceso conmemorativo no es tanto la acción sino el proyecto que conlleva: recordar a los que no están, hacer que el acontecimiento no se repita, mostrar cómo la comunidad ha sabido hacer frente a la catástrofe.

Dodier y Barbot (2017) proponen una aproximación pragmática a los dispositivos frente a los cuales las personas se posicionan. La acción social puede verse modelada en la relación con estos, ya que los sujetos los critican o se apoyan en ellos para alcanzar sus fines. Un enfoque procesual de esa relación coloca en el centro las evaluaciones morales que realizan los agentes, así como sus expectativas, más allá de las finalidades formales que los dispositivos puedan expresar. En este caso, la confrontación de posiciones entre familiares que decidieron abandonar la acción judicial penal y desplegar sus demandas de justicia por otras vías y la familia que continúa querellando mostró las dificultades que se derivan de las distintas expectativas con relación a la idea de justicia y, también, las diferencias en las posiciones frente a los dispositivos judiciales. Sobre todo, hizo visible hasta qué punto las expectativas de justicia y reparación sufren alteraciones, reorientaciones o transformaciones a lo largo del tiempo para los actores embarcados en una causa pública.

Conclusiones: contextos de uso y categorías en movimiento

La producción social de las víctimas es un proceso que no tiene nada de natural, sino que, como puede verse en los casos trabajados, se fue configurando de ese modo a partir de la actuación de distintos actores y posiciones públicas. Si retomamos los casos abordados, al examinar la cuestión del daño y de las distintas figuras sociales que emergen de las situaciones y las formas de nombrar lo sucedido, cabe ir más allá de la forma naturalizada de nombrar a quienes atraviesan una situación de desastre como víctimas. En lugar de asumir de un modo autoevidente la categoría víctima, resulta pertinente indagar la proliferación de modos de nombrar a los sujetos dañados. En los casos analizados las diferencias entre víctimas, sobrevivientes, damnificados y afectados no solo expresan una diversidad nominativa, sino que hablan de una desigualdad en las formas de valoración social del sufrimiento.

En ambos casos vimos que el origen del daño para los familiares era la muerte de un ser querido, es decir, un hecho irreversible, y que el daño psíquico y físico, en muchos casos, también era compartido con las personas que habían logrado sobrevivir al hecho. Ser familiar y ser sobreviviente expresan modos de categorizar que implican valoraciones diferenciadas sobre el daño que pueden estar en tensión y en disputa. A este respecto, el caso del incendio de Rosario aporta una particularidad: había una presencia importante en las intervenciones públicas de sobrevivientes y damnificados relacionada con un daño material (pérdida de viviendas, lugares de trabajo, objetos, etc.). En efecto, en el caso de la explosión, el daño material fue una cuestión relevante para los siniestrados, a diferencia del incendio en donde esta cuestión no tuvo ninguna importancia para ellos. Frente a las tensiones entre familiares de fallecidos y otros siniestrados, en ese contexto, el reclamo por el daño material se realizaba apelando a valoraciones morales sobre el dolor y el sufrimiento emocional causados por haber perdido la casa, objetos y pertenencias apreciados.

El gobierno de los desastres se pone en marcha a través de la gestión de dispositivos estatales y no estatales, lo que llama la atención sobre las dificultades de atribuir fronteras claras y precisas a las agencias o instituciones que cuentan con poder de nominación, y esto, a su vez, excede el papel del Estado como único referente capaz de establecer jerarquías, clasificaciones y formas de nombrar. En el caso de los dispositivos de reparación económica esas categorizaciones recorrieron caminos similares: en un caso, las víctimas y, en el otro, usuarios afectados se mostraron como categorías que subsumieron a otras, tales como sobreviviente o familiar. Sin embargo, según los contextos, los mismos dispositivos pusieron en marcha formas de diferenciación orientadas a agrupar de modo distintivo a quienes merecían un tratamiento particular. De modo tal que la desigualdad en las formas de valoración social del sufrimiento está institucionalizada, tanto en los espacios asociativos que las víctimas construyen como en los diferentes tipos de dispositivos que las categorizan, a fin de poner en marcha el gobierno del desastre y distinguir entre grupos que deben ser tratados de distintas formas (Zenobi, 2017).

Esas formas de categorización no refieren a grupos excluyentes, sino que se trata de categorías móviles y de fronteras porosas. Se trata de distintas posiciones que coexisten y se solapan, por lo que resulta adecuado indagar en el carácter contextual y tenso de esas clasificaciones que emergen en las interacciones a las que da lugar el desastre. Por ejemplo, las condiciones de usuario o víctima, según cada caso, resultaron centrales y relevantes para unos contextos más que para otros en los que, en ciertos momentos por los que fue atravesando la relación con el Estado y la lucha de los siniestrados, se vieron desdobladas en otras, como familiar o sobreviviente. Resulta visible el hecho de que las fronteras y los límites en los modos de nominar son siempre contingentes.

En cuanto al proceso de responsabilización, inherente a todo proceso de producción social de la condición de víctima, en ambos casos se observa un trabajo de ampliación de la cadena de responsabilidades. En el caso de la explosión del edificio, la incorporación de una empresa privada como agente causal jugó un papel importante, aportando una figura menos usual en la presentación pública de este tipo de actores. Así, en la explosión hay una categoría particular, la de usuarios, que en ocasiones también era invocada por los propios familiares de víctimas fatales. En ese caso, la legitimidad pública de los familiares no provenía solamente del hecho luctuoso, sino que al identificarse como usuarios afectados los familiares se desplazaban de la pasividad y el lugar sufriente que se asocia en el uso común a la figura de las víctimas. En tal sentido, movilizar esa categoría de usuarios les permitía a los familiares y sobrevivientes otra forma de reclamo y denuncia pública que colaboraba en enmarcar el caso en un problema público mayor, como la corrupción y la impunidad. Eso también redundaba en conseguir atención mediática, en la medida en que implicaba una interpelación a los poderes públicos respecto de su papel regulador y de control de empresas privatizadas y atraer así adhesiones políticas y sociales de algunos sectores. Así, si bien el sufrimiento y la pérdida son elementos insoslayables en la conformación de determinadas figuras (sobre todo las de víctimas y sobrevivientes), también encontramos formas de clasificación que provienen de otras identificaciones, relacionadas con las características particulares del caso y del tipo de daño que distintos actores pusieron de relieve.

Pero quizás lo más interesante sea cómo esto permite interrogarnos acerca de las formas de clasificación y asunción de la propia condición de víctima por quienes sufrieron ese daño: ¿Qué papel cumple la idea de usuario-consumidor que movilizan los propios familiares con relación a la producción social de las víctimas de la explosión? Una hipótesis posible es que las nociones de víctima y usuario se contraponen en un punto clave: si la figura de la “buena víctima”, como ya hemos señalado, abreva en la inocencia y la pasividad, pero, además, en su condición de sujeto sufriente, la del usuario va asociada a la de un sujeto activo que es parte de una relación contractual (la relación de consumo) dentro de la cual tiene derechos, obligaciones y responsabilidades. Pero, además, es una figura que no está asociada en su uso común a un padecimiento ostensible. Esto podría ayudarnos a repensar y matizar las clasificaciones únicamente derivadas del sufrimiento, en la medida en que abre a distintas formas de identificarse que las personas involucradas ponen en juego en la constitución de sus casos como causas públicas.

Pero las finalidades de esas formas de reparación económica, se trate de los beneficios para los afectados o de las indemnizaciones, pueden verse atravesadas por tensiones y diferentes interpretaciones. Las críticas, las tensiones y los conflictos surgidos en torno a la indemnización y los arreglos económicos muestran los desajustes entre la orientación y finalidad de los dispositivos indemnizatorios disponibles y las propias elaboraciones de los demandantes, algunos de los cuales consideraron que se trataba de formas de “silenciar la lucha”. De modo tal que el cruce entre la definición de la responsabilización y el papel que puede jugar el dinero en estos contextos condujo a un proceso conflictivo que, en el caso de la explosión de Rosario, culminó con la disolución de una de las asociaciones de siniestrados.

Finalmente, con relación al gobierno de los desastres, creemos que la conformación de respuestas (estatales o privadas) bajo la forma de dispositivos a las demandas de justicia y reparación no es un proceso únicamente impulsado desde arriba, sino que debe analizarse el tipo de relación que establecen las personas alcanzadas por un daño con esos dispositivos, reorientando su finalidad preestablecida o corriendo sus límites para los objetivos de justicia y reparación, el que le otorga relevancia política a la cuestión. Más que como hallazgo, nos interesa dejar planteada esta cuestión como punto de partida para nuevas indagaciones, en la medida en que resta profundizar cuáles son los alcances de esa relevancia política y cuáles son los trazos de ese proceso.

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Contribución de autoría Este trabajo fue realizado en partes iguales por Carolina Schillagi y Diego Zenobi

2Nota: Carolina Schillagi: Doctora en Ciencias Sociales (UNGS-IDES), magíster en Políticas Públicas (UNSAM-Georgetown University) y licenciada en Relaciones Internacionales (UNR). Investigadora-docente en el Área de Sociología del Instituto de Ciencias (Universidad Nacional de General Sarmiento). Diego Zenobi: Licenciado y doctor en Antropología Social (Universidad de Buenos Aires-FFyL). Investigador adjunto en el CONICET-Instituto de Ciencias Antropológicas (UBA-FFyL). Docente del Departamento de Ciencias Antropológicas (UBA-FFyL).

1Los materiales fueron producidos con base en nuestros trabajos de campo. En ambos casos hemos realizado observación de actos de conmemoración, acciones directas en el espacio público, así como de reuniones en sede judicial. Se han realizado entrevistas en profundidad a familiares de víctimas fatales y sobrevivientes, así como a funcionarios políticos y a especialistas en salud mental. Hemos trabajado, en cada caso, con fuentes secundarias, tales como material de prensa, documentos oficiales e informes de legisladores, entre otros.

2Según Lefranc y Mathieu (2009) allí debe incluirse a las ciencias sociales que con frecuencia se encuentran atravesadas por su compromiso moral con las víctimas y están, a su vez, preocupadas por dotar de eficacia política a sus análisis. Desde ese lugar, según esas autoras, se ha construido la figura de la “buena víctima” poniendo el énfasis en el punto intermedio entre la inocencia y la instrumentalización del sufrimiento: la “buena víctima” sería aquella que erige su sufrimiento en una causa pública, que generaliza su alcance y permite colocarlo en relación (política) con otros casos.

3El énfasis es nuestro.

4“(…) se pagaron más de 200 millones de pesos en concepto de daños morales, materiales y psicológicos a 17 de las 22 familias de las víctimas fatales de la explosión del 6 de agosto de 2013 y por lo tanto desistieron de la demanda penal” (La Capital, 2015).

5La AGN es un “organismo constitucional con autonomía funcional que asiste técnicamente al Congreso de la Nación en el ejercicio del control externo del Sector Público Nacional mediante la realización de auditorías y estudios especiales (…)” (AGN, s. f.).

6Un caso semejante con relación al cuestionamiento de un órgano de control y regulación (Comisión Nacional de Regulación del Transporte) es el del accidente ferroviario de la estación Once, ocurrido en 2012 en la Capital Federal. En él fallecieron más de 50 personas y unas 700 resultaron heridas (Hernández, 2017).

Nota: Aprobado por Paola Mascheroni (editora responsable).

Recibido: 21 de Septiembre de 2021; Aprobado: 02 de Diciembre de 2021

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