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Revista de Ciencias Sociales

versión impresa ISSN 0797-5538versión On-line ISSN 1688-4981

Rev. Cien. Soc. vol.35 no.50 Montevideo  2022  Epub 01-Jun-2022

https://doi.org/10.26489/rvs.v35i50.1 

Dossier

Discursos, experiencias y políticas. Exploraciones teóricas sobre las víctimas del delito

Speeches, experiences and policies. Theoretical explorations on the victims of crime

Discursos, experiências e políticas. Explorações teóricas sobre as vítimas do crime

1 Universidad de la República. Facultad de Ciencias Sociales. Departamento de Sociología rafael.paternain@cienciassociales.edu.uy


Resumen

Las víctimas del delito han ganado centralidad en la vida social contemporánea. Su estudio le exige a la sociología un importante esfuerzo conceptual, pues las escalas de sufrimiento deben reconstruirse en medio de la heterogeneidad de discursos, experiencias, y respuestas. En este sentido, proponemos la existencia de tres dimensiones para el abordaje de las víctimas: la dimensión pasiva, donde se tramitan las narrativas y los discursos que crean y sostienen a las víctimas; la dimensión reactiva, que abarca las experiencias de victimización, las emociones y los sentimientos que le dan forma a la heterogeneidad de los testimonios; y por último, la dimensión creadora, que refiere a la conformación de movilizaciones y acciones colectivas para tramitar el dolor que deja el delito.

Palabras clave: víctimas; delitos; discursos; experiencias; reconocimiento

Abstract

Crime victims have gained centrality in contemporary social life. Its study requires a significant conceptual effort from sociology, since the scales of suffering must be reconstructed in the midst of the heterogeneity of discourses, experiences, and responses. In this sense, we propose the existence of three dimensions for dealing with victims: the passive dimension, where the narratives and discourses that create and sustain the victims are processed; the reactive dimension, which encompasses the experiences of victimization, the emotions and the feelings that shape the heterogeneity of the testimonies; and finally, the creative dimension, which refers to the formation of mobilizations and collective actions to process the pain left by crime.

Keywords: victims; crimes; speeches; experiences; recognition

Resumo

As vítimas de crimes ganharam centralidade na vida social contemporânea. Seu estudo requer um significativo esforço conceitual da sociologia, uma vez que as escalas de sofrimento devem ser reconstruídas em meio à heterogeneidade de discursos, experiências e respostas. Nesse sentido, propomos a existência de três dimensões para o tratamento das vítimas: a dimensão passiva, onde se processam as narrativas e os discursos que criam e sustentam as vítimas; a dimensão reativa, que engloba as experiências de vitimização, as emoções e os sentimentos que configuram a heterogeneidade dos depoimentos; e, por fim, a dimensão criativa, que se refere à formação de mobilizações e ações coletivas para processar a dor deixada pelo crime.

Palavras-chave: vítimas; crimes; discursos; experiências; reconhecimento

Introducción

La víctima del delito es una figura esquiva y compleja. Son varias las disciplinas que se disputan su comprensión. Desde la perspectiva sociológica, no es tarea sencilla su encuadre teórico, ya que allí entran en tensión desde los determinantes estructurales hasta las mediaciones subjetivas. En una aproximación rápida, es posible identificar cuatro bloques de asuntos desde los cuales las víctimas del delito han sido abordadas por enfoques sociales. En primer lugar, figuran los aportes de la llamada “victimología”, un campo de investigación que ha identificado el rol y las necesidades de las víctimas del delito. La victimología ha sido relevante en la definición de procesos de victimización y en la elaboración de distintas tipologías de víctimas (Aller, 1998; Eiras Nordenstahl, 2019; Lima Malvido, 2012). En segundo lugar, las víctimas del delito han sido analizadas dentro de los procesos más generales que surgen de los discursos de la seguridad y de las respuestas políticas al delito. En medio de una inédita sensibilidad cultural ante el problema de la inseguridad y de nuevas formas de control del delito, las víctimas han adquirido un espacio central como figuras simbólicas y como sujeto político idealizado (Garland, 2005; Simon, 2011). En tercer término, no son pocos los aportes que han puesto el foco en las diversas lógicas que están detrás de la victimización, y algunas investigaciones han podido establecer la incidencia de un conjunto relevante de variables (Gabaldón, 2018; Sozzo, 2009; Isla y Míguez, 2010). Por último, las investigaciones sobre el miedo al delito han tenido que lidiar con conceptos exigentes (emociones, sentimientos) y muchos de sus hallazgos sobre la relación que existe entre victimización e inseguridad son relevantes para el abordaje de las reacciones y los comportamientos de las víctimas (Dammert y Malone, 2002; Isla y Míguez, 2010; Kessler, 2009).

Más allá del énfasis conceptual que se adopte, se puede asegurar que, por sus perfiles, por el tipo de sufrimiento y por cómo lo procesan, las víctimas se definen en su radical heterogeneidad. Por una parte, los procesos de victimización revelan los rasgos estructurales y las lógicas de producción de dolor más allá de cada caso en particular. Por la otra, la afectación, el daño o el duelo nos ubican cerca del sujeto singular, del caso individual. La mirada sociológica debe poder encontrar una estrategia conceptual que le permita unir distintos momentos y trazar una ruta de integración teórica con identidad propia.

En este punto de complejidad, adquiere sentido pensar a las víctimas desde su multidimensionalidad. El presente artículo desarrolla tres dimensiones principales que permiten una mirada sociológica a las víctimas. Estas dimensiones reflejan solo un criterio analítico de aproximación, al punto que la lógica predominante en cada una es posible encontrarla también en las otras.

Así, conforme la víctima es un sujeto negativo, herido, que encarna siempre la experiencia de un sufrimiento, su realidad posee una dimensión pasiva: la víctima sufre la acción de fuerzas externas, ajenas a ella.1 Esta idea de la pasividad se vincula con todo el entramado de acontecimientos, situaciones y hechos que producen sufrimiento y escapan a la voluntad de las víctimas (procesos de victimización). Pero, además, esta dimensión está conectada con las narrativas y los discursos que crean y proyectan a las víctimas. Este espacio discursivo supone niveles intensos y variados de disputas sociopolíticas. La conformación de límites sobre la totalidad o la producción de significantes vacíos, entre otros elementos, ordena un mapa de similitudes y diferencias detrás del cual las víctimas, o los públicos que absorben sus experiencias, modelan su identidad.

La segunda dimensión de las víctimas que se explora es la llamada reactiva. El trauma y las experiencias de sufrimientos suponen emociones intensas o desgarradoras que pueden habilitar sentimientos predominantes cercanos al resentimiento, la venganza, el odio, etc. Sin embargo, también puede haber reacciones emocionales más complejas, amortiguadoras incluso, que se canalizan en aprendizajes y merecen ser tenidas en cuenta.

Estos sentimientos operan dentro del mundo social de la vida, la socialidad o la comunidad del dolor. Toda reacción emocional está marcada por rasgos sociales, lo que implica que las experiencias de las víctimas son de especial heterogeneidad. A través del testimonio de las víctimas (o de sus silencios), es posible avanzar en la construcción de un mapa de esa heterogeneidad. El estudio de las víctimas desde las subjetividades y las experiencias aporta un panorama plagado de matices emocionales y cognitivos desde los cuales pensar las distancias y las cercanías con los discursos hegemónicos y sus conexiones en materia de políticas públicas de reconocimiento y reparación.

En la tercera y última dimensión, las víctimas pueden elaborar sus circunstancias con base en una acción creadora. Trascender una situación puntual e individual para lograr formas de organización y movilización colectivas hace que se racionalice una emoción, le otorga alcance político y consolida una existencia permanente. Las asociaciones de víctimas de la delincuencia, las formas de vecinos organizados y los colectivos contra la violencia de género suelen ser las manifestaciones más comunes. A estos se les podría agregar la acción creadora del propio Estado, con sus iniciativas para las víctimas de delitos y violencia, tales como los centros de atención, las leyes de reparación económica o de ayuda para huérfanos en casos de femicidios, el reconocimiento de las víctimas en el proceso penal, el apoyo a la creación de organizaciones sociales de víctimas del delito, etc. En este punto nos encontramos próximos a la ley y al derecho penal, pero también a la profesionalización y a las técnicas morales de las instituciones para gestionar el dolor y la reparación.

Este momento creativo tiene, pues, una doble cara: por una parte, las organizaciones sociales impiden que las víctimas (algunas víctimas) sean olvidadas y, por la otra, el Estado justifica la expansión de sus dispositivos de control, vigilancia y castigo. En la lógica de la identidad creadora, las actuales víctimas deben ser reparadas y las futuras víctimas, protegidas.

Articular estas tres dimensiones es un verdadero reto teórico que solo tiene sentido si en otras instancias es apto para pensar los desafíos en el plano de la investigación.

Las víctimas en el espacio de la discursividad

Gabriel Gatti (2017) ha señalado que la condición de víctima deriva de unas maquinarias interpretativas que construyen un suceso como una catástrofe. De nuevo, la realidad de la víctima se labra en contextos ajenos a ella, en procesos de victimización que son contorneados por fuerzas discursivas que intentan imponer su visión acerca de los procesos. En la infinidad de relatos sociales sobre el drama del delito viajan las víctimas, a veces en un lugar destacado, otras en un rincón y en silencio. Por lo tanto, más que el estudio de lo que las víctimas tienen en común, se trata de analizar los discursos púbicos e institucionales que las construyen. En medio de una amplia galería de personajes víctimas, lo que importa es comprender las articulaciones que incluyen y excluyen, las fuerzas discursivas que hacen de las víctimas un poderoso significado.

Dejar por un instante la singularidad de las víctimas implica asumir un enfoque relacional en el terreno de la ideología y la producción de sentido. Implica, además, la idea de la no fijación de toda identidad social. En la medida que lo social se constituye en el orden simbólico, las víctimas pasan a ser una realidad sobredeterminada. En su singularidad doliente, la víctima es antes un elemento de una formación discursiva que una pura subjetividad. Para poder llegar a ser y sentir, la víctima debe ser parte de una práctica articulatoria que constituye y ordena las relaciones sociales. Las víctimas integran un sistema de posiciones diferenciales cuya naturaleza relacional está inscripta en los discursos. La identidad de los elementos particulares solo puede reconstruirse a partir de un sistema de posiciones (Laclau, 2006; Laclau y Mouffe, 1987).

Este punto de vista se afinca en la idea del campo de la discursividad como el terreno necesario de constitución de toda práctica social. Así, los discursos son intentos por dominar el campo de la discursividad, por detener el flujo de las diferencias y por constituir un centro. Los discursos son totalidades estructuradas que articulan elementos tanto lingüísticos como no lingüísticos; valen aquí tanto las palabras como las acciones, asumiendo que no existe un más allá del juego de las diferencias (Laclau y Mouffe, 1987).

Según Laclau y Mouffe (1987), los puntos discursivos privilegiados de cualquier fijación de significado se denominan “puntos nodales”. Pues bien, las víctimas del delito son esos puntos nodales de los discursos sociales y políticos sobre los conflictos que alimentan la violencia y la victimización. Las víctimas son un anclaje fundamental para la articulación de sentido. Los discursos actuales sobre la seguridad serían inimaginables sin la presencia central y desbordante de las víctimas. Estos discursos pueden ser comprendidos bajo la noción de “performatividad” de Judith Butler, en tanto práctica reiterativa mediante la cual el discurso produce el efecto que nombra. La performatividad significa que los discursos constituyen el objeto del cual se habla. La idea de víctima no es más que un a priori constituido, un discurso que vive y se reproduce en un contexto de relaciones sociales. Que haya víctimas reales del delito no implica que estas sean preexistentes a su escenificación por parte de varios actores sociales.

Antes que la condición de víctima se encarne en la conciencia de las personas, existe la víctima como una “posición” en el interior de una estructura discursiva. Si los discursos se entienden como una práctica política, los discursos sobre las víctimas son los que crean los intereses de estas para luego representarlos. En un primer sentido, la víctima es un “significante vacío”, es decir, una imagen o “punto nodal” que pretende representar a todas las demandas articuladas desde una fuerte base de homogeneidad. Pero en un segundo sentido, la víctima es también un gran contenedor, un “significante flotante”, de fronteras móviles y de contenidos flexibles (Gatti, 2017). Es aquí donde desarrolla en plenitud su naturaleza de “significante flotante”, su no fijación, su exceso de sentido, su radical heterogeneidad.

El campo de la discursividad está marcado siempre por la noción de antagonismo. Las relaciones de antagonismo otorgan un límite a un cierto orden, dentro del cual la presencia del otro me impide ser totalmente yo mismo (Laclau, 2006). Antes que identidades plenas, lo que existe más bien es la imposibilidad de constitución de estas. Una víctima no sería imaginable sin un victimario. Toda su realidad está condicionada a esa figura del “otro”. No hay víctimas solas, separadas por completo de un “otro generalizado”.

Como ha señalado Laclau a lo largo de múltiples trabajos, los discursos establecen relaciones de equivalencia y de diferencia. En la condición de equivalencia, el espacio discursivo se divide estrictamente en dos campos, predominando la lógica de la simplificación (expansión del polo paradigmático). Al contrario, en la dinámica de las diferencias las intersecciones son múltiples y las fronteras mucho más porosas: aquí campean las lógicas de la exposición y la complejización (el polo sintagmático). La hegemonía es precisamente un conjunto de prácticas articulatorias de un campo marcado por antagonismos, fenómenos de equivalencia y diferencia, y efectos de fronteras (Laclau, 2006; Laclau y Mouffe, 1987).

Para que haya hegemonía tiene que existir una articulación de elementos flotantes y, sobre todo, deben existir fuerzas antagónicas y una inestabilidad de las fronteras que las separan. Los discursos sobre las víctimas son los engranajes fundamentales para la construcción de hegemonía en el campo de la seguridad. Y esos discursos se integran con elementos muy diversos, cuya correlación de fuerzas cambia con los momentos históricos: puede haber un sistema de diferencias que definan parcialmente identidades relacionales, o unas cadenas de equivalencia que subviertan a las primeras, o unas formas de sobredeterminación que concentren ya el poder (o que lo resistan).

Pero la hegemonía también se construye mediante la articulación de “significantes vacíos”, es decir, cuando una diferencia en particular asume la representación de la totalidad (Laclau, 2006). Por lo tanto, la identidad hegemónica pasa a ser del orden del significante vacío. Es en este plano en el cual las víctimas se transforman en personajes representativos y, fundamentalmente, algunas víctimas en particular logran encarnar a todas. Por fin, las operaciones hegemónicas son esencialmente retóricas, tanto en su versión catacrética (cuando un término figurativo no puede ser sustituido por otro real) como en la línea de la sinécdoque (cuando la parte representa al todo). Las cadenas de equivalencias que sostienen esas operaciones deben ser expresadas por un elemento singular (acción performativa), habilitando relaciones de desplazamientos (metonimia) y analogías (metáforas) (Laclau, 2006).

La hegemonía no se circunscribe solamente a la dimensión de la significación. Requiere de una investidura radical y de un soporte afectivo que no existe por sí solo, independiente del lenguaje, sino que se produce a través de la catexia diferencial de una cadena de significación (Laclau, 2006). En cualquier discurso sobre las víctimas hay una apelación a los sentimientos y las emociones que son parte de los juegos estratégicos de lenguaje, sin los cuales sería imposible imaginar una investidura radical de las víctimas.

Esta perspectiva objetivante y relacional que estamos sosteniendo ofrece dos elementos cruciales. En primer lugar, se verifica la afirmación de la particularidad a través de las demandas ―la unidad más pequeña que sostiene a cualquier grupo―, la cual genera lazos de naturaleza diferencial (Laclau, 2006). Cuando las demandas permanecen aisladas, predomina la lógica de las diferencias y los discursos de corte institucionalista, los cuales hacen coincidir los límites de la formación discursiva con los límites de la comunidad. Las víctimas también se construyen a través de la manifestación de sus demandas y habitualmente estas permanecen separadas e inscriptas en las interacciones tortuosas con las distintas agencias del sistema penal.

Pero en segundo lugar, se registra al mismo tiempo la claudicación parcial de la particularidad, destacándose lo que equivalencialmente tienen en común. Aquí la pluralidad de demandas tiene una articulación equivalencial que implica el trazado de fronteras antagónicas, que permite la conformación de un sistema estable de significación (Laclau, 2006). Ya no estamos en el terreno de la petición aislada, sino del reclamo que establece una división dicotómica de la sociedad en dos campos y se presenta a sí mismo como parte que reclama ser el todo. En este caso, la identidad global de las víctimas se genera a partir de la equivalencia de una pluralidad de demandas sociales. Se dice que lo que las víctimas tienen en común es el sufrimiento. Sin embargo, lo que las unifica es la existencia de demandas de reconocimiento, la gran mayoría insatisfechas.

Para que el antagonismo constitutivo y las fronteras radicales puedan darse se requiere de un espacio social fracturado. Los distintos procesos de victimización generan esas erosiones y permiten la experiencia de una “falta” y las brechas en la comunidad (Laclau, 2006). Cuando la victimización se profundiza en determinados espacios sociales, aumenta la probabilidad de que emerjan relaciones insalvables con quienes se perciben como responsables de esas situaciones. El viejo marco simbólico de las diferencias se desintegra y se sustituye por una identidad popular unificada, la cual funciona como un significante tendencialmente vacío. En este caso, el lazo equivalencial se basa en una negatividad específica, vale decir, en una demanda insatisfecha. Y se consolida como significante vacío una vez que existe una frontera estable. Las víctimas habitan un espacio de antagonismos y negatividad. Luego, esa identidad deviene en significante flotante cuando se registran desplazamientos dentro de esa frontera. Por ejemplo, las clases trabajadoras se transforman en víctimas genéricas del delito o la lógica antagónica de la dominación patriarcal se traslada a las variadas formas de la violencia de género.

La identidad popular, anclada en un espacio homogéneo propio de los antagonismos sociales, impide observar en profundidad la heterogeneidad existente. Para decirlo brevemente, los discursos sobre la víctima impiden ver a las víctimas. Mientras que los significantes vacíos se ligan a lo homogéneo, los significantes flotantes se asocian con la heterogeneidad. La emergencia de las identidades populares ―en este caso, los discursos generalizados sobre las víctimas― dependen de tres aspectos decisivos: a) de las relaciones equivalenciales representadas hegemónicamente a través de significantes vacíos; b) de los desplazamientos de las fronteras internas a través de la producción de significantes flotantes y c) de la heterogeneidad constitutiva que hace imposible cualquier simplificación y otorga centralidad a la articulación política (Laclau, 2006).

Cuando se señala que las víctimas han ganado centralidad en las sociedades contemporáneas, este fenómeno puede ser interpretado como la expansión hegemónica de las víctimas como significantes vacíos, vale decir, como soporte de un antagonismo entre quienes sufren (los más débiles) y sus perpetradores (o sus cómplices desde el espacio de poder). Los discursos sobre las víctimas son una herramienta para impugnar el poder. Pero, al mismo tiempo, las víctimas se mueven, se desplazan; un día unas son reconocidas y al siguiente, otras. Las fronteras del antagonismo se llenan de voces y de disputas. Nada permanece quieto en sociedades proclives a la producción incesante de victimización. Cuando se llega a tal nivel de complejidad, el gobierno de las víctimas exige enormes esfuerzos de articulación política.

En el mundo de las víctimas, la lógica de la equivalencia no necesariamente supone la eliminación de las diferencias. Podríamos decir que la identidad social de las víctimas es el resultado del encuentro y la tensión entre la diferencia y la equivalencia. Por esta razón, es posible identificar dos formas predominantes de discursos sobre las víctimas. Por un lado, aparece el llamado populismo punitivo, anclado en la defensa de la gente común y orientado a la aplicación de medidas ejemplarizantes y excluyentes para los victimarios. El populismo punitivo estaría basado en una lógica equivalencial y en una pretensión hegemónica de articulación social y política que involucra aspectos centrales de las dinámicas contemporáneas. Por otro lado, se muestran los discursos de corte restaurativo, que visualizan conflictos y diferencias antes que antagonismos y en esa línea privilegian una articulación basada en el cuidado, la reparación, la rehabilitación, la experticia técnica y las garantías de los debidos procesos.

La expresión “populismo punitivo” no está exenta de ambigüedades. En un primer momento, fue Anthony Bottoms quien, sobre mediados de los noventa, la acuñó para hacer referencia al oportunismo de dirigentes políticos a favor del incremento de penas y políticas de ley, orden y tolerancia cero para enfrentar la inseguridad y obtener réditos electorales (Bottoms, 1995). Se trata de iniciativas políticas ―algunas de ellas bajo formas de discursos de odio― que buscan consenso gracias al miedo y la promoción de medidas represivas basadas en el uso de la fuerza policial, el derecho penal y el sistema carcelario. En esta línea, ya hay configurada una frontera antagónica que confronta a toda una élite de expertos y burócratas por desconfiar de la “voz del pueblo” y desconocer sus demandas. En un segundo momento, el populismo punitivo aludió no solo a la acción y al discurso de una dirigencia política, sino, además, a una voluntad arraigada en las masas (Pratt, 2007). El populismo punitivo pasó a ser un consenso punitivo desde abajo. La política debía aliarse, pues, con un conjunto de sentimientos y demandas ya estructurado. El comportamiento cotidiano de los grandes medios de comunicación y las nuevas formas de participación y movilización sociales en torno a los problemas de inseguridad son dos dimensiones claves para entender la profundidad del fenómeno.2

Por su parte, los discursos restaurativos se presentan como alternativas a las políticas criminales punitivas. Desde distintas perspectivas e instrumentos, este discurso pone el foco en las víctimas y en la necesidad de reparar los hechos ocurridos. Lo importante aquí son los procesos que reúnen a las partes, las líneas de trabajo orientadas al consenso, la participación y la conciliación, y la preocupación por las consecuencias materiales y emocionales del delito. Este discurso no habilita la lógica de las equivalencias, sino la de las diferencias entre víctimas, victimarios y comunidad. La conclusión es simple: las personas más afectadas por el acto delictivo tienen que ser las más partícipes en su abordaje.

El discurso restaurativo está más orientado al futuro y a las formas de reparar el daño producido por el infractor. En ese sentido, la llamada justicia restaurativa reconoce cinco principios: centrarse en el daño y en las necesidades de las víctimas, atender las obligaciones que esos daños conllevan, promover procesos incluyentes y colaborativos, estimular la participación de aquellos que tienen intereses legítimos en el conflicto y procurar reparar el daño causado (Zehr, 2007).

Los discursos restaurativos han tenido importancia en las distintas reformas del proceso penal y en la expansión de mecanismos como la mediación y la conciliación. A pesar de ser tildados como sinónimos de impunidad, estos discursos han permitido centrarse en las víctimas y establecer una lógica de las diferencias para estructurar y pensar los conflictos que están detrás de los delitos. A su modo, han servido para promover políticas de reconocimiento.

Más allá de lo que cada discurso representa y de las formas heterogéneas que alcanzan, es posible suponer que tanto el populismo punitivo como la perspectiva restaurativa dominan el campo de la discursividad. Y las víctimas como unidad de sentido viajan inscriptas en esos discursos. Aun así, en el contexto actual puede sostenerse la primacía de la matriz punitiva. Este discurso define a las víctimas y captura sus demandas, logrando que la lógica de las equivalencias prime sobre la de las diferencias.

En definitiva, la centralidad contemporánea de las víctimas se desarrolla en el corazón de un discurso predominante que se gesta y reproduce tanto desde arriba como desde abajo. Es en este contexto que la víctima pasa a ser un sujeto político relevante. Todo lo que pierde como totalidad homogénea ―una suerte de desociologización― lo gana como potencia política al estar en el centro de la conversación. Pero la víctima en plural es también una víctima individual con sus urgencias, por lo tanto su relevancia política también implica una interpelación individualista de la demanda que erosiona los códigos establecidos de la durabilidad de lo público como espacio que sostiene las relaciones sociales. En tiempos de identidades volátiles y de individuación, la victimización ayuda a sostener identidades y a cohesionar una visión de la sociedad (ellos y nosotros) cuya sostenibilidad imaginaria solo puede garantizarse mediante un continuo esfuerzo de hegemonía.

Lo que algunos identifican como una paradoja que impide la conformación de un espacio común de víctimas, ya que la víctima en plural es tensionada por la víctima en singular (Gatti, 2017), es en realidad la evidencia de un mecanismo discursivo que genera efectos sociales más allá de la voluntad de los sujetos. En todo caso, la paradoja no habita en la identidad de las víctimas, sino en el terreno discursivo en el cual ellas se mueven.

Experiencias de victimización e identidad ambigua

La víctima también puede ser comprendida desde su experiencia, a partir de toda una serie de sucesos de violencia y sus consecuencias. El objetivo primordial es acercarse al sufrimiento de las víctimas ―con su correspondiente escala―, aun sabiendo que no hay forma de desentrañar su esencia. A lo sumo, se puede hipotetizar sobre el dolor de otros, siempre a partir del testimonio, que es la fuente principal de las víctimas y que permite reconstruir las experiencias de victimización y acceder al complejo entramado de emociones y sentimientos.3

Las emociones son elementos de predisposición que orientan o motivan la acción: movilizan, acercan o alejan, cambian el foco de la atención. La emoción es una disposición que solo puede entenderse también a partir del testimonio de las víctimas, y en el caso de los delitos puede llegar a desatar una acción permanente y situada a través de prácticas espaciales de seguridad. Como las víctimas siempre reaccionan, las emociones no pueden estar separadas de las prácticas (Bericat, 2000; Cedillo, Sabido y García, 2016; Collins, 2019).

En términos esquemáticos, las emociones implican dos aspectos: por una parte, lo que se proyecta hacia otros (fachada) y, por la otra, su gestión interna. Así, el trabajo con las emociones está condicionado por las reglas y normas que construyen expectativas emocionales compartidas mediante la comprensión y la evaluación de las interacciones sociales. Por esta razón, hay emociones legítimas ―que admiten ser expresadas― y emociones escondidas (que no pueden aflorar a pesar del dolor), y es un gran misterio saber a ciencia cierta cómo reaccionan las víctimas ante infinidad de situaciones y cómo anticipan acciones preventivas que las colocan en el lugar de víctimas probables (Isla y Míguez, 2010; Kessler, 2009).

Para el que investiga estos asuntos es decisivo otorgar voz y capacidad de acción a los agentes sociales, indagar en la profundidad del sufrimiento privado de las víctimas y entender cómo puede llegar a configurarse una ética de la supervivencia desde el momento en que sobrevivir es estar vivo y vivir más allá de la muerte (Fassin, 2018). Si el discurso es capaz de crear el terreno sobre el cual circulan las víctimas, el testimonio de estas dice sobre el alcance, la intensidad y la singularidad de esa creación.

Al llegar a este punto, adquiere relevancia lo que Fassin ha llamado “la política de la vida”, asentada en el sentido y el valor. Tal vez aquí, como ocurrió en la dimensión discursiva, podamos también aquilatar una contradicción fundamental: al tiempo que la vida es sacralizada y asumida como un bien supremo (biolegitimidad), la vida en plural adquiere un valor muy diferente (desigualdad). El estudio de las emociones de las víctimas servirá no para acceder al reducto sagrado ―y dañado― de la subjetividad, sino para detectar un aspecto fundamental sobre el que se tramitan las desigualdades sociales. No se trata solamente de dar testimonio del dolor de la victimización, se trata de comprender el dolor que genera una situación de injusticia más general. A través del sustrato emocional de las víctimas es posible escuchar el murmullo, la reprobación y la angustiada conciencia de injusticia. La víctima no es alguien que meramente sufre un acontecimiento violento y su caja de resonancia no se agota en todas las implicancias que el delito supone. El delito, a lo sumo, intensifica una situación, pero la víctima siempre encarna un conjunto de disposiciones.

Si las emociones se ligan a las prácticas, lo propio ocurre con el cuerpo, que es el soporte que revela las huellas de la violencia sufrida. El cuerpo es lo que se exhibe y también lo que da testimonio. Cuando la víctima no puede hablar, lo hace por ella su cuerpo. No hay víctima sin cuerpo sufriente, aunque más no sea el cuerpo psíquico o inmaterial. No hay sufrimiento físico o psíquico que pueda procesarse fuera del cuerpo.

Las huellas de la violencia que se inscriben en el cuerpo son registradas por el sujeto, aunque este no necesariamente tenga conciencia de que ellas son parte del ejercicio de todo poder o de su resistencia. En algunos casos, el cuerpo es objeto de manipulación del propio Estado, cuando lo asume como un lugar para buscar o negar la verdad. En definitiva, el cuerpo es el sitio de la evidencia y la memoria de las violencias, para sí y para terceros. En los cuerpos se leen las desigualdades, se imprimen las violencias y se insertan las normas de conducta.

Si la vida es sagrada y el cuerpo se rige por el principio de la inviolabilidad (signo supremo de la humanidad del hombre), las sociedades construyen su espacio moral en torno a la idea de lo “intolerable”. ¿Cuáles son los límites de lo que se admite como tolerable, según cada lugar y cada momento? Tal vez no haya pregunta más difícil de responder que esa. Según Fassin (2018), el sentido que el sufrimiento adopta en las vivencias de hombres y mujeres puede decir algo sobre el alcance de lo intolerable. En tal sentido, puede sostenerse que las víctimas ofrecen una actualización constante de ese límite. A través de las víctimas opera el principio de la diferencia que supone la separación entre aquellos cuya vida es sagrada y aquellos cuya vida puede sacrificarse. Este principio opera con claridad en la dimensión del discurso, pero es necesario reconstruirlo también en la subjetividad moral de las víctimas. A su vez, el principio de la indiferencia implica la subordinación de la protección para los segundos a la ausencia de todo riesgo para los primeros. Cómo las víctimas justifican su posición dentro del posible espacio común es un asunto que debe ser estudiado en profundidad a partir del concepto de identidad.

No se trata tanto de comprender lo que se hace o no (dimensión normativa) como lo que es tolerable o no lo es, aspecto que nos deja próximos a lo evaluativo y al sentimiento de justicia. Aquí adquiere sentido la idea de “economía moral” desarrollada por Fassin ―inspirada, entre otros, en los trabajos de Edward P. Thompson y James Scott― y que se define como la producción, el reparto, la circulación y la utilización de las emociones y los valores, las normas y las obligaciones en el espacio social (Fassin, 2018). Inscriptos en el sujeto, las emociones, los valores y las normas solo pueden concebirse como una red de relaciones que sufre transformaciones históricas y singulariza a una sociedad. Para el caso de las víctimas, las reacciones afectivas se ligan a los valores (apreciación de lo que está bien o mal) en la forma de sentimientos morales.

Fassin planeta con claridad que las economías morales no pueden reducirse a una suerte de “cultura moral” y tampoco condensarse en la sumatoria de experiencias morales efectivas de los individuos. Como vimos en la dimensión anterior, hay un nuevo lenguaje que les otorga un lugar central a las víctimas y, a través de ellas, a los sentimientos morales en el espacio público. Pero ese lenguaje también es hablado por las víctimas, se encarna en esas economías morales que operan como principios de clasificación del mundo a partir de los sujetos. Lo que en el espacio público puede interpretarse como un “momento compasional”, para el mundo de las víctimas adquiere el rango de un auténtico principio de realidad.

En definitiva, la exploración de las emociones, el cuerpo y la economía moral de las víctimas ha de servir para reconstruir el corazón mismo de sus demandas y para saber lo que en verdad quieren. Solo de esa forma pueden medirse las distancias reales que se generan con los discursos hegemónicos que construyen desde arriba sus intereses.

Todo lo mencionado hasta aquí nos deja en las puertas de la noción de identidad de las víctimas, que se genera por los efectos performativos de la opinión de los otros, pero también por los motivos de la autorreferencia y las razones de los contextos sociales de existencia. Entre la heterodesignación y el autorreconocimiento, la identidad de la víctima requiere algún nivel de trauma y un esfuerzo de reparación. A veces, la experiencia de victimización deja escasos rastros y casi no hay necesidad de reconocimiento. Aun así, quedan las marcas del temor y la conciencia de una probabilidad más severa.

Desde el momento en que la víctima construye su existencia en el dolor y en la imposibilidad de comunicarlo, su identidad es esencialmente negativa. No hay víctima del delito sin aquel que le impide ser ―el victimario―, y tampoco la hay sin la presencia de un acontecimiento que quiebra una temporalidad rutinaria. Pocas veces puede hablarse de “catástrofe”, pero casi siempre de un desarrollo dañado.

Las experiencias de victimización están marcadas por las singularidades. Cada víctima las vive a su manera, reacciona según su talante y circunstancias y afronta las consecuencias según la magnitud del hecho y la superficie sobre la que impacta. No hay dos casos semejantes. Sin embargo, al igual que en el plano de las emociones y las economías morales, las identidades de las víctimas también ostentan sus regularidades. En primer lugar, hay que mencionar las trayectorias de descubrimiento (Gatti, 2017). Cuando se toma conciencia de un orden roto, nace la víctima. A esa identidad se puede acceder por revelación instantánea, por ejemplo cuando se sufre un evento muy traumático, cuando se cae en la victimización repetida o, de forma progresiva, cuando se van sucediendo distintas revelaciones que terminan desembocando en esa identidad. Más que hablar de singularidades individuales, estas trayectorias de descubrimiento revelan el grado de heterogeneidad de las víctimas. Habrá víctimas que pongan en el centro su dolor y sometan a relectura toda su historia personal, y las habrá que dejen en los márgenes el sufrimiento y la reflexividad.

En segundo lugar, la posibilidad de nombrarse como víctima es un capítulo de alta complejidad. Las víctimas nunca logran elaborar una identidad estable. El lugar de víctima es siempre una referencia con la que se está en tensión. Se resiste y se acepta el nombre de víctima según el momento y el contexto. Las víctimas de los distintos delitos pueden demandar ser nombradas así. Pero también pueden rechazar esa nominación por considerarla poco abarcadora de lo que verdaderamente son. La víctima siempre reivindica ser más que víctima (Gatti, 2017).4

En tercer término, sobre la identidad de la víctima siempre pesa la causa que dio origen al acontecimiento. Hay quienes sostienen que lo relevante para las víctimas son las elaboraciones posteriores al suceso violento, sin importar demasiado el tipo de victimario que pueda estar detrás, vale decir, el mal, las grandes causales, los factores personales o el azar (Gatti, 2017). Para construir su identidad, la víctima solo necesita el sufrimiento. Sin embargo, para el caso de las víctimas del delito podría sostenerse lo inverso: solo será habitable el lugar de víctima en la medida en que se enlace una línea narrativa fuerte sobre las razones de la victimización y la condena a la figura del victimario. Más allá de la conformación de una hegemonía sobre las causas del delito, que luego se traducen en los discursos subjetivos, no hay que descartar una zona de disensos entre las víctimas a la hora de vincular el origen del sufrimiento con la identidad de víctimas.

En cuarto lugar, no hay identidad de víctimas sin marcas, en el cuerpo, en las formas de hablar y hacer (Gatti, 2017). Las marcas pueden ser evidentes y hablar por sí solas. La marca es el indicador de una fractura y sobre ella pueden sobrevenir las fobias, los traumas, las heridas, los llantos, la agresividad, las amputaciones. Pero las marcas suelen estar escondidas, disimuladas, guardadas en la memoria o en los pliegues de la psique, dispuestas a actualizarse ante el temor o la experiencia de un nuevo delito. Lo cierto es que sin marcas no hay víctimas. Y las marcas llegan a reforzar otro aspecto de la identidad: cuando se vuelven objeto de testimonio y de prueba para las maquinarias de reparación y de reconocimiento. La identidad de un sujeto sufriente también nace de la lógica pericial que avala y confirma.

Como veremos en el apartado siguiente, hay un aspecto de la identidad de las víctimas que se relaciona con la acción colectiva, con los movimientos orientados al reconocimiento. En definitiva, el arco de la identidad de las víctimas es muy amplio y lo que predomina son demandas de gran heterogeneidad. Estudiar esta heterogeneidad desde una perspectiva social es un gran desafío. Hay víctimas que son visibles y otras que permanecen ocultas. Algunas exigen ser tratadas como tales y otras no saben cómo moverse. Si bien cualquiera de ellas necesita un terreno discursivo que las habilite, el abordaje de las emociones, las economías morales y la identidad de las víctimas es absolutamente decisivo para medir el arraigo social de la figura de la víctima que se ha transformado en un verdadero ciudadano vulnerable.

Los caminos del reconocimiento

A partir de sus experiencias, algunas víctimas son capaces de embarcarse en una acción significativa, creadora. En estos casos, se habla de la agencia de la víctima y de las distintas formas de compartir con otros su sufrimiento. No es tarea sencilla para las víctimas actuar juntas, lograr que sus reclamos sean escuchados y sus intereses representados. Hay un primer espacio para esa acción que se denomina “comunidad del dolor”, el cual alude, según Gabriel Gatti, a una

instancia en la que un sujeto dañado se funde con otros iguales (i.e., grupos de familiares, otras víctimas, grupos de duelo…) y da forma a un espacio expresivo singular, con el cuerpo y la palabra rasgadas como protagonistas. El concepto permite salir de algunas encerronas teóricas que no dejaban abordar el asunto del lenguaje, la identidad y la agencia de las víctimas más que a partir de dos opciones extremas: o bien pensándolas como las de un actor como cualquier otro, o bien pensándolas dentro de un espacio de resolución del daño, sea el de la terapia/trauma, sea el del testimonio/denuncia. (2017, p. 66)5

Lo cierto es que en esta heterogeneidad de la identidad de las víctimas se tramitan los distintos grados de reconocimiento, tanto social como legal-institucional. Una vez que se pone en valor su capacidad de agencia, habrá víctimas reconocidas y reparadas. Pero antes de eso hay que partir de la experiencia de victimización como una dimensión importante de una experiencia más global de “desprecio”. Desde el momento en que la víctima asume su situación como injusta e intolerable, puede esperarse luego que ingrese en una lucha práctica y en un espacio de demanda de reconocimiento.

Hay formas de desprecio que se tramitan en el plano del “maltrato y violación” e impactan en la necesidad de afecto de toda personalidad y en la dimensión del reconocimiento, propia de la “dedicación emocional”. Las víctimas de violencia de género y de delitos que surgen de agresiones y lesiones interpersonales procesan su realidad por este carril, casi siempre en soledad y a la búsqueda de relaciones próximas de contención. Cuando es poco o nada lo que se obtiene, la capacidad de agencia de la víctima queda obturada y su invisibilidad garantizada.

Por su parte, el desprecio puede implicar desposesión de derechos y exclusión, que corresponden a la atención cognitiva y a la relación con el derecho en materia de reconocimiento. Además de hacer valer su testimonio, las víctimas suelen plantarse en el escenario del reconocimiento de derechos y garantías, tanto a nivel de proceso penal como de las posibilidades reparatorias. Como la víctima ha sido tradicionalmente excluida de las instancias penales ―salvo como objeto de prueba―, una buena parte de las movilizaciones contemporáneas tiene que ver con su inclusión sustantiva en la dinámica procesal.

Por último, las dinámicas del reconocimiento se afincan en la dimensión de la solidaridad, es decir, de la valoración social y el prestigio. En el plano de la personalidad, eso supone cualidades y competencias, y en las experiencias de desprecio se traduce en indignidad e injusticia. Una parte importante del esfuerzo de agencia de las víctimas consiste en ganar terreno en el plano de la solidaridad. Una víctima reconocida es aquella a la que se le acepta la injusticia y se le restituye la dignidad.

En definitiva, las formas del desprecio, que se vinculan con las gramáticas de los conflictos, están atadas siempre a una noción de “sufrimiento”. No hay manera de concebir a una víctima sin un contexto de desprecio o negación de reconocimiento ―con sus distintos grados― que la construya. Las sensaciones afectivas que se asocian con esas formas establecen qué modalidades de reconocimiento son negadas y, por tanto, qué luchas de reconocimiento subyacen a la acción de las víctimas (Honneth, 2011).

Ha señalado Honneth que el sentimiento de injusticia que hacen público algunos grupos sociales no permite extraer conclusiones directas sobre la dimensión de la injusticia socialmente sentida. Conclusión semejante cabe para las peripecias de las víctimas. Hay un contingente enorme de víctimas que permanece invisible y, con ellas, una porción importante de sufrimiento social no consigue manifestarse. Desde el momento en que no hay “reacciones” del otro, la víctima permanece en las tinieblas. Aquí operan tanto los procesos de exclusión cultural como los de individualización institucional, cuya tarea principal es el control de la experiencia social de injusticia. Las víctimas que no se pueden asumir como tales y que no logran identificar sus condiciones sociales de vida no son víctimas fallidas por su propia voluntad, sino parte de una dinámica de construcción social de su capacidad de agencia.6

Pero muchas víctimas logran transformar el dolor en acción colectiva y creadora. Como la construcción social de la víctima siempre es ambivalente y disputada, su estatus parte necesariamente del reconocimiento social. De nuevo, la capacidad de agencia y el potencial movilizador de las víctimas se inscriben en dinámicas más amplias de clasificación normativa y luchas de definición. La legitimidad de la víctima dependerá de mecanismos e instituciones ―asentadas en los saberes jurídicos y psicológicos― que consagran permisos de acceso según la proximidad o no al ideal de víctima. Según la conocida clasificación de Nils Christie, la “víctima ideal” se encuadra en seis mandatos normativos: debilidad, respetabilidad, inocencia, autorrepresentación y sujeto atacado por un perpetrador ideal (Christie, 1986). Estas idealizaciones serán tomadas por las víctimas como punto de referencia para su acción, con el propósito de obtener influencia sobre los demás. La supervivencia de la víctima como sujeto activo y creativo en el espacio público dependerá del lugar que ocupa en la estructura social y del alcance emocional de sus narrativas.7

Cuando proliferan las demandas, las interpelaciones, las narraciones y los ruidos en el espacio público, el ámbito común de las víctimas comienza a poblarse de sujetos más identificables. Las víctimas activas necesitan apelar a distintas estrategias de performance para garantizar su autorrepresentación. La acción performativa busca mostrar una situación y ganar en legitimidad a través de una actuación que deberá lucir auténtica (Alexander, 2017). Según Bertoni,

el éxito de una performance ocurre cuando el actor logra despertar en la audiencia una identificación psicológica y emocional, a partir de la puesta en escena de un guion que es culturalmente significativo para la audiencia y cuya actuación resulta creíble o convincente. (2019, p. 17).

No siempre la performance de las víctimas resulta exitosa. Hay casos de experiencias fallidas en los que la actuación resulta inauténtica, tanto por la debilidad del actor como por la existencia de otras narraciones que compiten por la atención en un sentido inverso, pudiéndose llevar incluso a escenarios de “inestabilidad semiótica” (cuando ninguna de las múltiples narrativas resulta plausible).8

Las víctimas organizadas y movilizadas pueden transformase en una palanca social significativa a la hora de tramitar procesos traumáticos de alcance cultural, es decir, cuando se necesita encontrar sentido a un orden roto. El trauma aquí se apoya en las nociones de interpretación, reconstrucción y elaboración simbólica de un suceso considerado doloroso y abrupto. Sin embargo, para que haya un trauma cultural, no tiene que sobrevenir necesariamente un acontecimiento traumático. Según Jeffrey Alexander (2012), este trauma puede entenderse como la brecha entre el evento y su representación, brecha que es llenada cuando el colectivo dota de sentido a la situación, enmarcándola en los códigos de clasificación cultural. Un trauma con impacto cultural implica el reconocimiento del sufrimiento de un grupo dentro de una sociedad y el establecimiento de responsabilidades morales.

Muchos delitos estridentes adquieren el rango de trauma cultural. Algunos episodios desatan oleadas de sentimientos e interpretaciones y activan los límites de la solidaridad moral. En un momento y en un tiempo determinados, ciertos hechos de violencia se construyen como auténticos “intolerables morales”. ¿Por qué algunos acontecimientos logran semejante repercusión y otros no? ¿Por qué unos pocos asesinatos capturan las emociones colectivas y el resto pasa casi desapercibido? Estas preguntas nos devuelven a un nivel de análisis que trasciende los casos individuales y el problema de la subjetividad singular. Pero difícilmente obtengamos buenas respuestas si nos salteamos la capacidad de agencia de las víctimas, sus estrategias de performance y sus luchas de narrativas en el espacio público. Las representaciones y los códigos culturales quedan sometidos a disputas hegemónicas por parte de sujetos movilizados.

El reconocimiento de las víctimas y sus incentivos para la acción no se procesan solamente en los espacios abiertos de las pautas culturales de una sociedad. El reconocimiento es también producto de un sinfín de respuestas institucionales. El campo de las víctimas se llena de dispositivos, protocolos, procedimientos y reglamentos que tienden a la definición de un tipo ideal de “doliente”. Algunos sostienen que el campo de las víctimas todavía está marcado por pocas materializaciones institucionales, detectando la existencia de fiscalías especializadas, centros de atención a las víctimas y redes de activistas. Sea el país que fuere, cuando se evalúan los desarrollos institucionales específicos para las víctimas, los resultados siempre parecen insuficientes.

Sin embargo, para el caso de las víctimas del delito no solo hay que mirar el alcance de las respuestas de protección y reparación, también hay que registrar los cambios que se procesan en el conjunto del sistema penal. La expansión de las lógicas de control y punición tienen su razón de ser en la defensa indirecta de las víctimas, y cada uno de sus resultados concretos es una forma de “hacer justicia” a estas. La materialidad institucional del campo de las víctimas del delito no puede salirse del centro del propio sistema penal, pues desde allí también hay acciones de reconocimiento constante y hacia allí se dirige una buena parte de las demandas que están en la base de las víctimas movilizadas.

A modo de síntesis

La víctima, en general, es un sujeto complejo que ha ganado centralidad en la vida contemporánea (Gatti, 2017). A lo largo de este artículo, hemos recortado el alcance de las víctimas a aquellas que sufren distintos delitos y, en ese sentido, también se identifica la presencia de un sujeto relevante. Tanto en la generalidad como en la singularidad de su sufrimiento, las víctimas de delitos exigen un esfuerzo importante para su encuadre teórico y su comprensión sociológica. La amplitud, la intensidad y la heterogeneidad de sus registros son tan desafiantes como las preguntas que convocan: ¿por qué la víctima ha ganado tanta centralidad en nuestras sociedades? ¿Por qué hay víctimas que son más visibles que otras? ¿Por qué hay duelos que pueden procesarse socialmente y hay otros que quedan cancelados? ¿Cómo son las experiencias y las demandas de las víctimas? ¿Qué regularidades pueden obtenerse según el género, la edad, la clase social, la autodefinición ideológica, etc.? ¿Cuándo y de qué forma el dolor logra articularse como una auténtica acción colectiva? ¿Cuáles son las formas sociales e institucionales de reconocimiento de las víctimas?

Un programa ambicioso de investigación social sobre las víctimas del delito requiere de una articulación conceptual que dé cuenta de esa complejidad. A modo de ejercicio preliminar, hemos sostenido la perspectiva de la multidimensionalidad de las víctimas del delito. En esa línea, hemos puesto el foco en las nociones de discursos, experiencias y políticas, a sabiendas de que cada una de las dimensiones supone compromisos teóricos fuertes y de compleja articulación. El estudio del discurso sobre las víctimas (el político y el institucional) aporta la base de un suelo de significados que permite la jerarquización y la priorización de las víctimas. En medio de disputas hegemónicas, las víctimas quedan recortadas según las lógicas de las equivalencias (las predominantes) o de las diferencias, y desde allí se establecen relaciones de poder, se generalizan ciertas condiciones de víctimas y se configura un sentido social con base en un significante vacío. Estudiar con detalle las formas concretas que adoptan tanto los discursos punitivos como los restaurativos en los contextos actuales es clave para reflexionar sobre la centralidad contemporánea de las víctimas del delito.

Sobre ese sustrato discursivo, que articula diferencias y equivalencias, las experiencias de victimización singularizan a las víctimas del delito. Emoción, economía moral e identidad se cruzan en la conformación de una singular heterogeneidad de figuras. Si el campo discursivo fija posiciones, las reacciones emocionales de las víctimas las reflejan y las reproducen. Víctimas severamente dañadas, víctimas consolidadas, víctimas emergentes y víctimas invisibilizadas configuran el arco de situaciones y experiencias que pueden ser reconstruidas en un plan de investigación. En definitiva, un mundo de la vida plural y diverso, pero también ordenado de acuerdo con una serie de criterios de regularidad.

A pesar de la centralidad de los discursos de la inseguridad y del lugar referencial de las víctimas, no siempre es posible identificar procesos consistentes de acción colectiva de las víctimas y de articulación de claras cadenas de equivalencias. La dificultad para traducir el sufrimiento individual en movimiento político, la delgada trama comunitaria en estos asuntos (que puede ser variable según los países y sus tradiciones sociopolíticas) y el peso de las regulaciones institucionales condicionan los alcances de la “acción creadora” por parte de las víctimas del delito. En el último tiempo, y siempre acotados al terreno de la criminalidad y de las representaciones sobre la “inseguridad”, tal vez las expresiones más vigorosas han provenido del movimiento de mujeres y de núcleos barriales denominados vecinos en alerta. Si bien las pretensiones de muchas víctimas, sobre todo de aquellas de raíz estructural, todavía son resistidas o negadas en su capacidad de representación general, es posible advertir víctimas “emergentes” y en franco proceso de consolidación (como las víctimas de las diversas formas de la violencia de género), que han complejizado el mundo de las víctimas y han tenido un gran impacto en el desarrollo de adaptaciones institucionales en el marco de una nueva “política de víctimas”. También estas transformaciones necesitan ser leídas dentro de un encuadre multidimensional sobre las víctimas del delito.

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Contribución de autoría Este trabajo fue realizado en su totalidad por Rafael Paternain.

Nota: Rafael Paternain: Sociólogo y máster en Ciencias Humanas. Profesor e investigador en el Departamento de Sociología de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República. Coordinador del Grupo de Estudios sobre Violencias y Víctimas.

1La idea de pasividad debe comprenderse en su faz simbólica o discursiva. Como bien ha señalado la victimología, en el plano de las interacciones sociales concretas las víctimas pueden jugar papeles muy variados en los hechos delictivos.

2Hay quienes sostienen que, detrás de la noción de populismo punitivo, late un prejuicio sobre el populismo en sí, y desde el momento en que este último debe entenderse como una forma de articulación política es un error comprenderlo desde el punto de vista de determinados contenidos ideológicos. No puede confundirse el populismo con el populismo de derecha, el cual sería una expresión más asimilable a esta idea de populismo punitivo (Ruas, 2018).

3El discurso de la víctima casi siempre es leído como un lamento, como un indicador de abandono y soledad. Más allá de los contenidos, los discursos de las víctimas ofrecen dos fases: la primera es la construcción del recuerdo, es decir, el acopio de los datos necesarios para la elaboración de una historia personal, que implica revivir lo angustioso y lo olvidable. La segunda es la verbalización de esos recuerdos, y cualquiera sea la alternativa el sujeto que narra se somete a esfuerzo y tensión.

4La ambigüedad en el lugar que habita la víctima queda de manifiesto en esta reflexión de Todorov (1995): “¿Qué podría parecer agradable en el hecho de ser víctima? Nada, en realidad. Pero si nadie quiere ser una víctima, todos, en cambio, quieren haberlo sido, sin serlo más; aspiran al estatuto de víctima. La vida privada conoce bien ese guion: un miembro de la familia hace suyo el papel de víctima porque, en consecuencia, puede atribuir a quienes le rodean el papel mucho menos envidiable de culpables. Haber sido víctima da derecho a quejarse, a protestar y a pedir; excepto si queda roto cualquier vínculo, los demás se sienten obligados a satisfacer nuestras peticiones. Es más ventajoso seguir en el papel de víctima que recibir una reparación por el daño sufrido (suponiendo que el daño sea real): en lugar de una satisfacción puntual, conservamos un privilegio permanente, asegurándonos la atención y, por lo tanto, el reconocimiento de los demás” (citado en Eiras Nordenstahl, 2019, pp. 69-70).

5En tal sentido, Gatti (2017) sostiene: “el concepto de comunidad de dolor ayuda así a encarar problemas de relieve, de difícil solución para nuestras teorías heredadas sobre el lenguaje, la identidad, la agencia o incluso el sentido: ¿es posible sostener la unidad de una comunidad sobre un dolor que es siempre desgarrador? ¿Es posible una comunidad basada en una identidad negativa? ¿Cabe pensar una comunidad a partir de algo, el sufrimiento, del que tenemos una lectura y una interpretación individualizada?” (pp. 66-67).

6Muchos autores han señalado que el propio proceso de victimización puede menoscabar a la víctima y transformarla en un sujeto dócil, indefenso e incapaz de superar los escollos que acontecen en su propia trayectoria biográfica. El riesgo mayor es cuando la noción de víctima sustituye por completo a la idea de sujeto (Eiras Nordenstahl, 2019).

7“La noción de víctima implica para algunas perspectivas la emergencia de una figura antagónica y ambivalente, un nuevo sujeto social, resultado de procesos y semánticas históricas (Wieviorka, 2003; Wieviorka, 2009; Martucceli, 2017; Gatti, 2017); otras perspectivas miran a la víctima como un estatus construido socialmente, atravesado por elementos normativos, con base en los cuales se erige la idea de víctima legítima (Christie, 1986; Lefranc y Mathieu, 2009). Un tercer grupo de estudios sobre víctimas, las ven como una condición construida a partir de representaciones y narrativas sociales, que apuntan al establecimiento de un sentido que permite el reconocimiento social de su situación (Alexander, 2012; Jägervi, 2014; Eyerman, 2001)” (Bertoni, 2019, p. 15).

8Las víctimas pueden caer en infinidad de trampas. Por ejemplo, pueden sufrir efectos nocivos a través del ingreso a un círculo de explotación de su condición del que luego les resulta difícil salir. Como señala Eiras Nordenstahl, “ciertas políticas y discursos ‘províctimas’ terminan resultando contraproducentes ya que implican el riesgo de la adquisición y mantenimiento de un estatus que le otorgue a la víctima una identidad pasiva tal que le impida cualquier movimiento para salir de esa condición. De este modo esa categoría adjetiva del sujeto de ser víctima en un momento y situación dados se convierte en categoría sustantiva, consignando el ser víctima como parte de su identidad principal. El filósofo francés Pascual Bruckner señala a la victimización como una manifestación de la ‘inocencia’, entendida como una enfermedad del individualismo contemporáneo” (2019, pp. 68-69).

Nota: Aprobado por Paola Mascheroni (editora responsable)

Recibido: 11 de Julio de 2021; Aprobado: 27 de Octubre de 2021

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