Preliminares
La muerte, en cualquiera de sus manifestaciones, es contundente porque posee la capacidad de desnudar la condición existencial de los seres humanos. Su especial naturaleza ha llevado a que históricamente se construyan sofisticados sistemas simbólicos y rituales para comprenderla y, en el fondo, para dotar de sentido la propia existencia. La muerte autoinfligida se convierte, así, en objeto de particular interés para la investigación social porque, además de esa carga simbólica, tiene un carácter inusitado que irrumpe en la normalidad e interpela la vida de los sujetos y los colectivos.
Como afirman Münster y Broz, “el estudio del suicidio no es más que otro punto de entrada arbitrario para el estudio antropológico de la complejidad social y cultural” (2015, p. 9).1 Tomando en consideración esta idea, el presente artículo se propone debatir sobre la condición existencial de poblaciones rurales de América del Sur que han tenido desde la década del noventa un aumento sustantivo en las tasas de suicidio. Esta problemática tiene múltiples aristas que es necesario esclarecer. La primera es el contexto de referencia, América del Sur, que es arbitrario, como toda clasificación social. Es una opción analítica que va mucho más allá del aspecto que aparece evidente -la proximidad geográfica- y refiere a la existencia de procesos sociohistóricos que construyeron formas de pertenencia marcadas por la colonización europea. La violenta imposición del modelo de desarrollo occidental (Dussel, 2001) enlazó a estas poblaciones en la subalternidad como condición existencial común y, al mismo tiempo, generó formas de resistencia y nuevas socialidades que modelaron referentes, prácticas y memorias sociales compartidas.
La segunda arista tiene que ver con sentido de ruralidad como noción amplia, que tiende a ser polivalente. En el mundo contemporáneo globalizado, donde poblaciones, territorios y objetos están interconectados, es complicado hablar de oposiciones radicales entre lo rural y lo urbano. Los territorios y poblaciones de tradición rural han vivido fuertes cambios, se han instalado en ellos dinámicas tecnológicas, se han ampliado las actividades socioeconómicas, han surgido zonas periurbanas y áreas de segunda residencia (Pérez y Llambí, 2007). No obstante, aún se identifican diferencias que sociológicamente se relacionan con lo rural, como la distancia con respecto a los centros urbanos, la baja densidad poblacional, la deficiente prestación de servicios públicos (y de bienestar social) y, en varios casos, la permanencia de prácticas agropecuarias, así como aspectos socioculturales referidos al vínculo especial con la naturaleza y la recreación de saberes y tradiciones de origen campesino o étnico.
En tercer lugar, el abordaje de los tiempos neoliberales refiere a los cambios producidos por la imposición de las políticas neoliberales desde finales de la década del ochenta. Esas políticas abarcan aspectos relacionados con el modelo económico, como el libre comercio y, con él, el abandono de medidas proteccionistas de la producción local y nacional, el aumento de la productividad a través de paquetes tecnológicos que incluyen semillas transgénicas, fertilizantes y pesticidas, y en general la creciente industrialización de las actividades agropecuarias, además de promover nuevas formas de ser y estar en el mundo, reforzando valores asociados con el consumismo, el individualismo, el culto al hedonismo, etcétera. Todo ello ha conducido a aumentar la concentración de la propiedad de la tierra, las desigualdades, el empobrecimiento, la dependencia en la producción y la crisis de ecosistemas naturales y socioculturales (Segrelles, 2005).
El conjunto de estas fuerzas económicas, societales y culturales está en tensión y cobra una dimensión exacerbada en los territorios rurales. La revisión del estado del arte reveló un hecho paradigmático, convertido por las empresas, los agentes estatales, la sociedad civil y la academia en mito referencial de los suicidios en zonas rurales. Se trata del aumento de los suicidios desde la década del noventa entre los campesinos de la India: “Un campesino se suicida cada 32 minutos en la India. El precio del neoliberalismo: 150.000 suicidios en el campo entre 1997 y 2005, según los datos oficiales” (Sainath, 2007). Otro evento alarmante en el escenario internacional fue el suicidio de un campesino coreano, Lee Kyung, en Cancún (México), donde se celebraba en 2003 la cumbre de la Organización Mundial del Comercio (OMC). Kyung se inmoló con una pancarta que decía: “La OMC mata a los campesinos”. Como anota Bello (2007): “con su acción, pretendía llamar la atención internacional sobre el elevado número de suicidios entre los agricultores de los países sometidos a la liberalización”. Estos eventos, y las versiones construidas en torno a ellos, ayudaron a agenciar la construcción de este campo de indagación, que pone en debate tres dimensiones: el suicidio, los pobladores rurales y las políticas neoliberales.
En América Latina se siguió esa ruta analítica, pero con una producción académica más reducida y reciente. De especial referencia es el texto de Arias y Blanco (2010), que plantea la siguiente preocupación: “a pesar de la gravedad del problema a nivel mundial, existen pocos estudios al respecto en América Latina y, en particular, estudios sobre las magnitudes, los significados y las causalidades de este fenómeno en las zonas rurales y aisladas del continente” (Arias y Blanco, 2010, p. 187). Casi una década después, son pocos los estudios que priorizan este tópico. Sigue predominando el análisis demográfico (edad y género) en contextos urbanos, pese a que las estadísticas nacionales muestran la importante incidencia de este fenómeno entre campesinos y grupos étnicos.
Así surgió el interés de profundizar en la problemática del suicidio rural en América del Sur, para lo que se recurrió a las siguientes fuentes de información: revisión del estado del arte (1960-2018) con énfasis en lo rural/étnico,2 procesamiento de datos estadísticos sobre el suicidio en Colombia, Brasil, Uruguay y Guyana y registros etnográficos en zonas rurales de estos países.3
Mirada socioespacial del suicidio
La variable socioespacial no ha sido de particular relevancia para el estudio del suicidio. En realidad, fue históricamente relegada a un papel de contenedora de la existencia social. Durkheim (1997 (;1897);) usó esta noción para desarrollar su tesis sobre la crisis de la vida moderna mediante el concepto de anomia y explicó el dramático aumento de los casos de suicidio por el paso de una sociedad rural, artesanal y religiosa a una sociedad urbana, industrial y secular. Los datos estadísticos revisados por Durkheim (1840-1891) en varios países europeos evidenciaban un notorio aumento en las tasas de suicidio en las zonas urbanas. Sin embargo, la minuciosa revisión de los datos estadísticos usados por Durkheim hecha por Halbwachs (1975) a finales de 1920, que incluyó la ampliación del margen de tiempo (1827-1920), le permitió matizar las afirmaciones del autor, pues detectó que, si bien las tasas de suicidio seguían siendo mayores en las zonas urbanas, las brechas entre las regiones habían disminuido de manera ostensible, lo que le condujo a concluir que existía una tendencia a la disminución en la dispersión de las tasas regionales, o sea, se aminoraban las diferencias entre metrópolis y provincias.
Estas ideas son potentes para el presente análisis porque alertan sobre la importancia de estar atentos a los cambios en las realidades sociales. En este caso, se trata de transformaciones a largo plazo en la curva del suicidio: desde los años treinta del siglo pasado se evidencia la reducción de la brecha entre las tasas de suicidio en regiones urbanas y rurales. Los datos actuales constatan la tendencia identificada por Halbwachs (1975) hacia un creciente cambio en la dispersión de las tasas regionales y, probablemente, de su inversión a favor del aumento de las tasas de suicidio en las regiones rurales. Una reciente revisión de publicaciones académicas sobre la temática del suicidio rural en el ámbito global corrobora que las tasas de suicidio rural son “a menudo más altas que en las zonas urbanas, y que este patrón está documentado en casi todos los países que reportan datos relacionados con el suicidio” (Hirsch y Cukrowicz, 2014, p. 3).
Análisis de contextos suramericanos
Este trabajo confirma los supuestos de que el suicidio ha aumentado en algunas zonas rurales y de que en la mayoría de los casos la tasa rural es superior a la urbana. Para ilustrar esta situación, se presentan cuatro estudios de caso: Uruguay, Colombia, Brasil y Guyana, para los que se discute la problemática del suicidio desde el enfoque socioespacial.
Caso 1. Uruguay4
Durante los últimos años, Uruguay ha ocupado los primeros lugares entre los países de Suramérica con más altos índices de suicidio, pero, además, gracias a que es uno de los pocos países que cuenta con registros estadísticos accesibles desde inicios del siglo XX, es posible hacer en su caso análisis de larga duración. Cabe resaltar que durante más de un siglo el país ha mantenido tasas elevadas de suicidio (15 por cada 100.000 habitantes), con algunos picos de ascenso y descenso, pero con una preocupante tendencia al aumento durante las últimas décadas (Hein y González, 2017). Los estudios coinciden en afirmar que este fenómeno tiene un carácter estructural en esta sociedad, con momentos álgidos de acuerdo con ciertas coyunturas históricas y, en general, con altas tasas durante la última centuria (Robertt, 1994; Vignolo, 2004; González, 2011; Hein y González, 2017).
Con respecto a su configuración socioespacial, es contrastante el hecho de que, pese a ser un país pequeño, persistan grandes desigualdades regionales, como lo señala Veiga: “históricamente en el país, la asignación y concentración de recursos y capital tuvo lugar predominantemente en Montevideo y unos pocos centros urbanos, como resultado de la centralización política y económica a nivel del Estado y los grupos sociales de mayor poder” (2015, p. 11).
Su proceso de poblamiento estuvo orientado por un modelo urbanocéntrico que conectaba los ejes urbanos con las zonas rurales, pero sin generar conexión entre estas últimas, lo que llevó a la configuración de un territorio fragmentado, con polos de desarrollo (la capital, en particular) que concentraron la población, los recursos y el poder político, económico y administrativo del país y con áreas estancadas, en su mayoría rurales, dependientes y con bajos niveles de vida de la población (Veiga, 2015). La inversión estatal y privada se encaminó hacia los centros urbanos en detrimento del resto del territorio nacional. Según Veiga (2015), hacia finales del siglo XIX se diferenciaban tres regiones, que fueron fundamentales en el ordenamiento territorial del país: centro-sur, área de influencia metropolitana de Montevideo; oeste, área de frontera con el río Uruguay, vinculada al mercado argentino; y el norte y resto del país, con menor desarrollo, baja densidad poblacional y deficiente infraestructura.
Este proceso de construcción socioespacial ayudó a forjar las desigualdades territoriales5 que se mantienen hasta hoy en Uruguay, con algunas dinámicas nuevas 2014 como el surgimiento de microrregiones prósperas -por ejemplo, la zona de frontera con Brasil, vitalizada por el comercio, y la zona costera, por la industria turística- o el decaimiento de la región oeste como ruta comercial.
Con base en la propuesta de análisis regional del suicidio de Uruguay realizada por Robertt (1994) para el período 1963-1993 y la actualización de estos datos hasta el año 2014, se construyó el Mapa 1, de incidencia del suicidio en el país.
El estudio de Robertt (1994) permitió ver la existencia de zonas que históricamente han tenido mayor incidencia de casos de suicidio, lo cual, relacionado con el modelo de configuración socioespacial del país, constató que las regiones noreste y central poseían las mayores tasas de suicidio, el sureste y el suroeste mantenían posiciones intermedias, el litoral del río Uruguay y el norte mostraban menores índices, mientras Montevideo, la capital, se observaba como un área con tasas bajas.
Esta panorámica puso de relieve la correlación de mayores índices de suicidio en zonas con baja densidad poblacional, predominio de lo rural, reducida división del trabajo, falta de participación política y cultural, bajo nivel de desarrollo y escasa articulación con las dinámicas de modernización globales (Robertt, 1994). Aunque el cuadro del suicidio sufrió algunos cambios durante el lapso 1994-2014 -en especial en cuanto al crecimiento de las tasas de suicidio en todo el territorio nacional desde finales de la década del noventa-, en general se mantuvieron las tendencias regionales identificadas por Robertt (1994).
Así, Montevideo y varios de departamentos del norte y del litoral (Artigas, Rivera, Salto y Paysandú) continuaron teniendo los más bajos índices de suicidio, mientras que los departamentos del este (Rocha y Treinta y Tres), noreste (Cerro Largo) y centro-este (Lavalleja) siguieron ostentando los más altos. Con base en estos datos se puede inferir que desde finales de los noventa las tasas de suicidio aumentaron notoriamente en todo el país, de manera proporcional con las diferencias territoriales descritas y confirmando, para este caso, la correlación de los campos de análisis propuestos: suicidio, ruralidad y neoliberalismo.
La apertura económica y la inversión de capital aumentaron los índices de productividad en algunas actividades económicas, como la agroindustria (arroz, soja) y la extracción de madera, pero los beneficios económicos y sociales se concentraron en los mismos polos de desarrollo, es decir, en la capital, en los departamentos aledaños del sur y en las élites económicas y políticas nacionales y extranjeras, profundizando las desigualdades territoriales y los bajos niveles de vida en el resto del país, así como lo expresan algunas mujeres que viven en el interior (región este):
(Taller con mujeres, 27 de agosto de 2014, Rocha).“Con la empresa forestal llegan los camiones con gente del norte que desplaza a la posible mano de obra local, es gente que está formada o tiene experiencia (…). Cuando está la zafra de la forestación pasan por día 70 a 100 camiones, después crecen los árboles por nueve meses, entonces se vive otra dinámica de vida; se van y todo queda vacío (…). Esto no genera crecimiento económico para nosotros, se llevan la madera y en los meses que están no vienen a hacer surtido aquí, compran afuera; hay un desarrollo, ¿pero para quién?, ¿para la gente local? Yo no lo veo.”
Caso 2. Colombia6
Colombia ha tenido tasas de suicidio medio-bajas en el contexto de América del Sur, aunque durante los últimos cincuenta años se observa una curva de ascenso. Durante el período 1973-1996, la tasa de suicidio osciló entre 2,1 y 4,1 por cada 100.000 habitantes (Rodríguez et al., 2002), entre 2000 y 2011 aumentó a 5,3 (Cardona, Medina y Cardona, 2015) y en 2017 se reportó una tasa de 5,7, que constituye la mayor del decenio (Montoya, 2018). Aunque no es una cifra alarmante en relación con las elevadas tasas de otros países del continente, se evidencia un crecimiento regular y continuo durante el lapso considerado. A diferencia de Uruguay, donde la muerte autoinfligida es considerada una problemática estructural de la sociedad y, por lo tanto, ha convocado a académicos de distintas disciplinas, en Colombia sigue restringida al paradigma de las ciencias de la salud.7
En relación con el ordenamiento territorial en Colombia, hay una larga estela de debates en el panorama local y nacional desde la década del ochenta que derivó en el nuevo marco político y jurídico del país (Carta Constitucional de 1991), en el que se buscó contemplar la conformación de entidades territoriales que recogieran las dinámicas históricas del ordenamiento socioespacial del país. Sin embargo, en la práctica, este ordenamiento no ha logrado consolidarse (Achury, 2006) y, en términos político-administrativos, el país continúa siendo pensado y gestionado desde las divisiones políticas y geográficas tradicionales. Las regiones que siguen siendo referenciales son: litoral norte, Pacífico-Occidente, centro (capital), centro-andina, noroccidental, nororiental, Orinoquia y Amazonía.
El modelo de poblamiento y desarrollo del país ha sido centralista, con privilegio de polos de desarrollo que giran en torno a ciudades-región: Bogotá (centro), Medellín (noroccidental) y Cali (Pacífico). Estas tres regiones, que abarcan solo un 8% del territorio nacional y un 39% de los habitantes, aportan el 52% del producto interno bruto (PIB), en contraste con las regiones de la Orinoquia y la Amazonía, que poseen “casi la mitad del territorio nacional (42,4%), pero su contribución en PIB es apenas del 4%, conteniendo el 3% de la población” (Rodríguez, 2012, p. 138).
Con base en la información estadística disponible en el Departamento de Administración Nacional de Estadística (DANE), se elaboró el Mapa 2, que muestra la tasa media de suicidio en Colombia para el período 1985-2014.8
La distribución socioespacial del suicidio en Colombia muestra niveles de dispersión en el territorio nacional, así como intervalos de diferencia relativamente reducidos. No obstante, es posible hacer algunas observaciones de interés para el presente análisis. Primero, existe una región que sobresale por su baja incidencia en las tasas de suicidio (1,3 a 2,5): el litoral norte, incluyendo al departamento del Chocó (Pacífico). Segundo, se observa una franja media de tasas de suicidio (2,6 a 5,0) conformada por departamentos dispersos en las distintas regiones. Tercero, las mayores tasas de suicidio, que muestran contigüidad y regularidad, se ubican en las regiones centro-andina, noroccidental, Orinoquía y Amazonas, con un recodo en la región nororiental (norte de Santander y Boyacá).
Las tendencias mencionadas fueron confirmadas en los trabajos consultados. Así, Rodríguez et al. (2002), que abordan tres cortes de tiempo, 1983-1993-1996, señalan la siguiente correlación: “la mayor proporción relativa de muertes por suicidio en las diferentes regiones del país, respecto al total de muertes no violentas, se presentó en los nuevos departamentos”9 (Rodríguez et al., 2002, p. 101). Este aspecto también es evidenciado en el estudio de Cardona et al. (2015), que abordan el período 2000-2010 e identifican a la Orinoquia, la Amazonía y el Pacífico como las regiones con mayores índices de suicidio del país.
Estos datos ayudan a pensar varios aspectos. El primero y más notorio es que entre las regiones de Colombia con más altos índices de suicidio están la Orinoquía y la Amazonía, territorios rurales, selváticos, de difícil acceso, alejados de centros urbanos, con poca densidad poblacional, precaria prestación de servicios sociales y alta presencia de grupos indígenas. Esto puede ser interpretado como un llamado silencioso de poblaciones que históricamente han vivido relaciones de subalternidad, ya sea en el marco de la colonización española o del colonialismo interno de la sociedad colombiana. Pero también, para este estudio, fue un llamado a revisar con más detalle las otras regiones con altos índices de suicidio (centro-andina y noroccidente), donde se identificó que se reiteraba la afirmación sobre la mayor incidencia del suicidio en las zonas rurales: “En la zona rural la proporción relativa de suicidio respecto a muertes no violentas fue, en promedio, dos a tres veces la encontrada en las áreas urbanas. Asimismo, se observa un incremento en las proporciones del área rural para los periodos referidos” (Rodríguez et al., 2002, p. 101) o, como dicen Cardona et al., “en el área urbana se registraron 4,7/100.000 habitantes y en la rural, 6,2/100.000 habitantes, es decir, el riesgo de cometer suicidio en el campo es un 32% más alto que en la ciudad” (2015, p. 174). En efecto, cuando se analizan las tasas de suicidio en el interior de los departamentos, se detecta que las tasas más altas no están en los centros urbanos sino en los territorios rurales de baja densidad demográfica.
Estos elementos constatan la relación entre suicidio y ruralidad, pero también el notorio crecimiento de la curva del suicidio desde finales de los años noventa. Varios investigadores colombianos señalan las consecuencias nefastas de las políticas neoliberales en las zonas rurales: “la pobreza rural se ha extendido hasta niveles inimaginables (…) la modernización técnica y productiva acrecentó la expulsión de los campesinos de sus parcelas y concentró la producción agrícola” (Vega, 2010, p. 436). Véase el testimonio de un campesino de La Unión (Antioquia):
(Pérez, 2013, p. 46-47).“Cuando la gente volvió a sembrar, en el 2003, la papa ha estado muy barata, desde ese tiempo ha generado pérdida; los que tenían tierra se fueron a la quiebra y lo que están haciendo es dependiendo de este señor Bretaña (…) Él es quien está sembrando todas las tierras. La gente pone la tierra y él los químicos, las semillas y todo lo que sea en calidad de gastos. Luego, sale la cosecha y parten gastos y sacan de lo que les queda, si es que les queda.”
Caso 3. Brasil10
Brasil ha tenido tasas de suicidio medio-bajas en el contexto de Suramérica. Durante el lapso 1980-1994 tuvo tasas estables, con un promedio de 4,5 por cada 100.000 habitantes, mientras que entre 1994-1997 se incrementaron a 5,4 por cada 100.000, tasa que permaneció estable hasta 2004 (Lovisi et al., 2009). Para el período 2004-2014, también hubo un aumento leve, hasta 5,7 por cada 100.000 habitantes (Marín-León, Oliveira y Botega, 2012). Nótese que, como en los casos anteriores, se aprecia una tendencia al aumento de los casos de suicidio durante las últimas décadas.
Con respecto a la información disponible, cabe señalar que es relativamente abundante y sobresale el enfoque en salud, aunque comienza a evidenciarse una línea de investigación multidisciplinar para los casos de suicidio en población rural, especialmente, en Río Grande del Sur (Falk et al. 1996; Heck, 2004; Werlang, 2013; Pérez, 2015; Meneghel y Moura, 2018) y en población indígena (Dal Poz, 1999; Erthal, 2001; Pimentel, 2017).
Las unidades territoriales regionales surgieron como iniciativa del Instituto Brasilero de Geografía y Estadística (IBGE) en 1969, con el fin de ayudar a los análisis estadísticos, especialmente en lo concerniente a la gestión de políticas públicas del orden federal y estatal, sin poseer ningún tipo de autonomía económica, administrativa o política. Los criterios en los que se fundamenta este modelo son geográficos, por eso estas son también reconocidas como regiones naturales: norte, nordeste, centro-oeste, sudeste y sur. Estas territorialidades cargan con desigualdades derivadas del proceso de colonización y la posterior construcción del Estado nación brasilero, que, como en el resto de los países de América del Sur, privilegiaron la concentración de capital económico, político y social en determinados polos de desarrollo:
“(el) proceso de acumulación del capital en la región Sureste y la política de industrialización implementada por el gobierno brasilero de la década de 1930 hasta la década de 1970, que privilegió el Estado de San Paulo, contribuyeron decisivamente a ampliar aún más las desigualdades regionales existentes en el país.” (Alcoforado, 2003, pp. 173-174).
El mapa de desigualdades que ha permanecido en Brasil muestra el siguiente orden regional (de menor a mayor): sudeste, sur, centro-oeste, norte y nordeste, con algunas variaciones a lo largo del tiempo en las dos últimas regiones, pero con la conservación férrea del eje de desarrollo en el sudeste y el sur, como puede observarse en relación con la participación en el PIB: en 1939 concentraban el 78,6%, en 1998, el 75,6% (Alcoforado, 2003) y en 2014, el 72%.
A partir de la información estadística consultada en el Departamento de Informática del Sistema Único del Salud (DATASUS), se construyó el Mapa 3, de incidencia del suicidio en Brasil durante el período 1990-2011.
Durante el período considerado se observa cierta continuidad espacial en las frecuencias de las tasas de suicidio: las más bajas corresponden a estados localizados, principalmente ubicados en el Nordeste y, en menor escala, en el norte; las tasas medias, a Estados situados en las regiones centro-oeste y sudeste; y las más altas, en los estados de la región sur, con dos notables excepciones por su ubicación y composición poblacional: el estado de Roraima, situado en la parte más septentrional de la región norte (cuya tendencia es de tasas medias-bajas), con una tasa de 6,8 por cada 100.000 habitantes, y el estado de Mato Grosso del Sur con una tasa de 7,3, la más alta de la región de la cual es parte, centro-oriente, que presenta tasas medias.
Los dos últimos estados mencionados se caracterizan por tener una alta densidad de población indígena, localizada en áreas rurales o de escasa urbanización. Entre esta población se encuentra uno de los grupos indígenas más afectados, los guaraní-kaiowá, de cuyas altas tasas de suicidio se tiene noticia desde los años ochenta, situación que se agudizó en las últimas décadas con el proceso de colonización interna y avanzada del capitalismo (Pimentel, 2017).
Por su parte, los altos índices de suicidio en la región sur y particularmente en el estado de Río Grande del Sur corresponden a la población rural ubicada en pequeños municipios, como lo constata Werlang (2013) para el período 2000-2010: “Las tasas medias de mortalidad por suicidio crecen en la misma medida en que la población general se reduce y, dentro de esta, crece el tamaño de la población rural en detrimento de la población urbana” (p. 177).
Otra característica relevante de las poblaciones rurales del sur del país con alta incidencia del suicidio es que son comunidades de ascendencia alemana que conservan tradiciones germánicas (lengua, religión, alimentación, festividades etcétera) y que han sido afectadas por la arremetida de las políticas neoliberales: “la reestructuración productiva en la agricultura, que ocurrió en Brasil a raíz de la globalización incidió pesadamente sobre la pequeña propiedad rural (…) implantándose un modelo que promovió, como ningún otro, pobreza, desigualdad, sufrimiento y muerte” (Meneghel y Moura, 2018, p. 1142). Obsérvese un relato de una colona alemana del municipio de Sinimbú (Río Grande del Sur):
“A mi hijo, el más pequeño, le dimos todo, 20 hectáreas, y él las dejó, está trabajando como peón de construcción, porque le da más. Mi nuera trabaja en la finca, aunque ella prefería estar empleada. Mi marido trabaja en la finca con 63 años, con la nuera, pero él ya no aguanta más, no sé lo que va a pasar… Nuestro problema va a ser en el futuro, no va a haber más jóvenes en el campo, todos se están yendo. Mi hija tiene un niño de 15 años, él no quiere hacer nada, solo ver televisión y el computador.” (Comunicación personal, junio de 2013, Sinimbú).
Caso 4. Guyana11
Este país, incrustado en la zona selvática nororiental de América del Sur, ha sido históricamente invisibilizado en la memoria de este subcontinente, sentimiento que es compartido, pues los guyaneses tampoco expresan un sentido de pertenencia a América Latina. En cambio, se sienten más próximos a sus vecinos del Caribe y a los anglohablantes, especialmente, a Estados Unidos.
Guyana se asocia con el suicidio por dos hechos trascendentales: por un lado, debido al suicidio colectivo de 918 personas el 18 de noviembre de 1978 en Jonestown, al noroeste del país, ciudad creada por Jim Jones, líder religioso de la secta Templo del Pueblo que en 1975 emigró de la ciudad de California (Estados Unidos), junto con sus seguidores, para establecerse en Guyana con el propósito de vivir un proyecto de comunidad sociorreligiosa (González, 2017). Y, por otro, por el lugar preponderante (el primero) que ocupa en los índices de suicidio en América del Sur, ya que, según las estadísticas de la Organización Mundial de la Salud y Our World, Guyana ha tenido desde 1990 tasas de suicidio superiores a 20 por cada 100.000 habitantes.
Como lo expresa la socióloga Paulette Henry: “El suicidio de Jonestown no tiene nada que ver con la sociedad guyanesa (…) la secta de Jones simplemente estaba ocupando un territorio dentro del país, todos eran extranjeros y estaban aislados” (Henry, 2018). Pero, aunque ambos hechos no están directamente relacionados, lo cierto es que el tema del suicidio está presente en la realidad guyanesa.
Guyana está dividida en diez regiones, creadas por la Constitución de 1980, que cuentan con gobiernos locales: Barima-Waini (región 1), Pomeroon-Supenaam (región 2), Essequibo Islands (región 3), Demerara-Mahaica (región 4), Mahaica-Berbice (región 5), East Berbice (región 6), Cuyuni-Mazaruni (región 7), Potaro-Siparuni (región 8), Upper Takutu (región 9) y Upper Demerara (región 10). Como en los casos anteriores, la configuración territorial de este país muestra desigualdades, pero en este caso resultan abismales.
Uno de los problemas más críticos es la falta de conexión vial interna que comunique las distintas regiones del país. En realidad, solo existe un tramo de carretera pavimentada (590 kilómetros de 7.900 kilómetros existentes), que comunica la capital, Georgetown, con las ciudades del litoral en dirección nordeste (frontera con Surinam) y hacia el centro-norte con la ciudad de Linden, en la región 10 (exportadora de bauxita). Si a esto se suma que Guyana tiene un clima ecuatorial húmedo (alta pluviosidad), cabe subrayar que las vías son, en general, de difícil acceso y tránsito. El comercio es, fundamentalmente, externo, desde los polos urbanos del litoral (la capital) hacia el Caribe, entre otros destinos.
Con certeza, las regiones se podrían agrupar en dos grandes territorios según criterios sociohistóricos y poblacionales. Por un lado, la franja centro-occidental, que se extiende desde el norte hasta el sur del país, abarca las regiones 1, 7, 8, 9 y 10 y representa el 75% del área total del país, con baja densidad poblacional (16%), predominio de zonas selváticas y rurales y precario desarrollo de infraestructura, habitada mayoritariamente por grupos amerindios y cuya principal actividad económica es la minería (bauxita, oro, diamante). Por otro lado, la franja estrecha localizada en la zona del litoral y el margen oriental que limita con Surinam, que incluye las regiones 2, 3, 4, 5 y 6, con una extensión territorial reducida (24,5%), alta densidad poblacional (83,8%) y concentración de centros urbanos, servicios, recursos y poder. Este territorio cuenta con el principal polo de desarrollo del país, la capital, donde vive el 31,4% de la población. Las actividades económicas dominantes son la agricultura (arroz, caña de azúcar), la ganadería y el comercio. En esta macrorregión también hay extensas zonas rurales, pobladas, en su mayoría, por indoguyaneses, mientras que en los centros urbanos prevalecen los afroguyaneses.
A partir de los datos estadísticos consultados en fuentes académicas (Odie-Ali, 1994; Beckles y Danns, 2001; Duane, 2016) y en bases de datos del Ministerio de Salud Pública y la Oficina de Estadísticas de Guyana, se elaboró el Mapa 4, de incidencia del suicidio en Guyana.
La cartografía del suicidio en Guyana muestra una clara tendencia socioespacial: la concentración de tasas elevadas en el litoral y en la zona limítrofe con Surinam (regiones 2, 3, 4, 5 y 6), que coinciden con la segunda macrorregión descrita antes. Un aspecto a tener en cuenta con respecto a este punto es la composición étnica, variable fundamental en el análisis poblacional de este país, porque existen marcadas diferencias entre grupos mayoritarios (indoguyaneses y afroguyaneses) y minoritarios (amerindios, chinos y europeos). Aunque las mezclas interétnicas, llamadas douglas, comienzan a evidenciarse, persisten las tensiones socioculturales y políticas, principalmente, entre los dos grupos mayoritarios. Se hace énfasis en esta dimensión porque involucra pautas de poblamiento, actividades económicas, estructuras familiares, prácticas religiosas, costumbres, relaciones de poder, formas de comunicación e interacción social que tienen importancia crucial en el comportamiento suicida del país.
En este sentido, los estudios consultados señalan la tendencia al suicidio en los indoguyaneses, incluso en el trabajo más antiguo encontrado sobre el tema (McCandless, 1968), que se refiere a una investigación realizada en el año 1965 con personas con intentos suicidas, en la que “hubo un sorprendente hallazgo sobre la distribución étnica de las tentativas de suicidio: 24 de los 36 pacientes, 67% de los sujetos, eran indianos (representan el 48,9% de la población), 2 pacientes, el 5,5% eran africanos (31,5 % de la población) y 2 pacientes eran de otros grupos étnicos” (McCandless, 1968, p.7). Por su parte, el trabajo de Odie-Ali (1994) indica que en el lapso 1986-1988 el 84% de los suicidios ocurridos anualmente (en promedio) correspondía a indoguyaneses. Las fuentes más recientes, como Edwards (2016), señala que para el período 2003-2007 los suicidios también se concentran en la población indoguyanesa (83%). Algo similar muestra un informe de la policía correspondiente a 2013-2018 muestra una media anual de 73% de suicidas pertenecientes a este grupo étnico.
Al cruzar las variables de origen étnico y de localización, se identifica un patrón: la concentración del suicidio en la población indoguyanesa que vive en las regiones rurales del litoral y el límite con Surinam y cuyas actividades económicas predominantes son la agricultura y la ganadería. Igualmente, si se analizan desde una perspectiva histórica los datos estadísticos sobre suicidio en el país (período 1988-2012), se puede apreciar que desde 1988 las tasas de suicidio han tenido una fuerte curva de ascenso, pasando de tasas promedio de 10 por cada 100.000 habitantes entre 1988 y 1998 a tasas que oscilan entre 23 y 31 por cada 100.000 habitantes en el período 1999-2012. Esto significa que el suicidio en la población rural de origen indoguyanés es un problema crítico en el contexto de Guyana. Véase el siguiente testimonio de un campesino indoguyanés:
(Campesino guyanés entrevistado en 2018).“No hay control del precio de la producción, así, en un tiempo normal, tendrá un cierto dinero por lo que produce, pero como no hay control de las tarifas, en diferentes temporadas no recibirá el mismo dinero por la misma producción. Y él tiene toda una familia que mantener a lo largo del año (…). Los jóvenes de esta área, cuando acaban la secundaria no tienen en qué trabajar y esto genera mucha frustración en la familia, buscan en todas partes, pero no consiguen, no pueden colaborar con la familia.”
Notas finales
La configuración territorial, dimensión poco explorada en los estudios sobre el suicidio, mostró ser de especial potencia, porque, además de ayudar a visibilizar tendencias del comportamiento suicida en términos espaciales (lugares, focos, contigüidades), también se convirtió en un recurso analítico para pensar la configuración del territorio. En este caso, la incidencia del suicidio en determinados territorios habla de la localización del malestar. Las perspectivas constructivistas señalan que los territorios son producidos en procesos dialécticos en los que interactúan agentes ambientales, socioeconómicos, políticos y subjetivos (Beuf, 2017). O sea, pensar el suicidio en términos territoriales significa, al mismo tiempo, entrar en la reflexión sobre la forma de producción del espacio.
En este sentido, los casos contemplados mostraron que los procesos históricos de construcción socioespacial han generado profundas desigualdades territoriales que se mantienen hasta hoy y reproducen la lógica centro-periferia que privilegia a los centros urbanos en detrimento de las zonas rurales y periféricas. No se trata de establecer relaciones simples entre estructura territorial y suicidio, pero sí de destacar que las carencias socioespaciales causan sufrimiento social y subjetivo y que, seguramente, no es suficiente con gestionar políticas de prevención y atención a la población “vulnerable”, sino que también se requiere revisar las formas en las que se siguen reproduciendo las relaciones de desigualdad territorial.
Otra noción de especial importancia es la de contexto cultural, porque alerta sobre la importancia de la comprensión de los procesos singulares de construcción social y cuestiona las visiones universalistas que explican el suicidio con categorías genéricas que tienden a volverse totalizantes. Esto incluye a la expresión “suicidio rural”, que puede llevar a la idea de que la ruralidad, por sí misma, puede dotar de sentido al acto, cuando, en realidad, lo rural es una condición sociohistórica que diferencia formas de poblamiento e interacción con el entorno y las formas particulares de ser y estar en el mundo son construcciones culturales que se producen bajo determinados contextos. El análisis socioespacial identificó que las zonas rurales o indígenas resultan ser más vulnerables al suicidio, pero se debe tener cuidado con extender esta afirmación a todas las poblaciones rurales o indígenas.
De hecho, los datos estadísticos ayudaron a identificar territorios en los que se mantienen tasas elevadas de suicidio, pero ¿por qué otras territorialidades también rurales o con población indígena no muestran ese comportamiento? Si se concibe la existencia de singularidades culturales y se asume que tienen peso en la construcción de la vida social, la mirada etnográfica gana importancia para comprender los sentidos locales del suicidio y ponerlos en diálogo dentro de marcos de reflexión más generales. Estas experiencias etnográficas no descifraron esencias culturales que explicaran la incidencia del suicidio, pero contribuyeron a entender las condiciones de vida de estas poblaciones y sus interpretaciones ante este evento limítrofe.
Otro aspecto que está en cuestión en este debate es la agencia del suicidio, sea por parte del suicida o por las fuerzas (naturales o sociales) que lo provocan. El suicidio es objeto de múltiples construcciones interpretativas que se debruzan sobre las causas y que, en el fondo, se relacionan con la pregunta por la fuente (agencia) que induce a este acto. Para los casos aquí analizados, se sostiene que es una tensión dialéctica en varios niveles de agencia: por un lado, la imposición de las políticas neoliberales en la década del noventa, que resquebrajaron los modos de producción y de vida de las poblaciones rurales (alejadas, menos pobladas). Pero, por otro lado, también aparece en escena otro tipo de agencia, que son los contextos culturales en los que se concentran los más altos índices de suicidio, que habla de ciertas dinámicas sociohistóricas y culturales que generan mayor vulnerabilidad, como el caso de algunos grupos indígenas o migrantes, cuyas lógicas socioculturales aumentan la vulnerabilidad al suicidio. Finalmente, está el nivel de la agencia subjetiva, en el que entran en juego las singularidades personales que cobran fuerza en este acto de muerte autoinfligida. Este conjunto de agencias que se activan denuncia profundas preocupaciones existenciales: desesperanza, embates económicos, frustraciones, etcétera, que generan sufrimiento (y muerte) a los pobladores de las zonas rurales de América del Sur.