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Revista de Ciencias Sociales

versión impresa ISSN 0797-5538versión On-line ISSN 1688-4981

Rev. Cien. Soc. vol.31 no.42 Montevideo jun. 2018

https://doi.org/10.26489/rvs.v31i42.3 

Artículo original

"La culpa es tuya": el individuo como centro en programas públicos dirigidos a jóvenes en Uruguay

“It is your fault”: the individual as the center of public programs aimed at young people in Uruguay

Verónica Filardo1 

1 Departamento de Sociología, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de la República (udelar), Uruguay. E-mail: veronica.filardo@cienciassociales.edu.uy


Resumen

A la luz del análisis sobre diferentes programas sociales dirigidos a adolescentes y jóvenes en Uruguay, se detecta que la etiqueta “situación de vulnerabilidad” opacas condiciones de existencia muy distintas. Se propone un nuevo criterio de clasificación de los programas, considerando el perfil de los adolescentes y jóvenes que atienden y, en consecuencia, cómo trabajan en relación con los mecanismos de integración social. Se interpreta y se reflexiona sobre una suerte de limitación en las intervenciones que se centran en el adolescente o en el joven, sin tener capacidad de modificar el entorno en el que estos viven, su “mundo de vida”. Se discuten las limitaciones del enfoque y se propone un cambio de paradigma orientado al trabajo con las comunidades y no centrado en el “sujeto”.

Palabras clave: Políticas públicas; adolescentes; jóvenes; integración social; fragmentación social

Abstract

In the light of the analysis of different social programs aimed at adolescents and young people in Uruguay, it is detected that the label “situation of vulnerability” obscures very dissimilar conditions of existence. A new criterion for classifying the programs is proposed, considering the profile of the adolescents and young people they serve and, consequently, how they work in relation to social integration mechanisms. It is interpreted and reflected on a kind of limitation in interventions that focus on the adolescent or the young, without being able to modify the environment in which they live, their “world of life”. The limitations of the approach are discussed and a change of paradigm is proposed, oriented to work with the communities and not centered on the “subject”.

Keywords: Public politics; adolescents; youth; social integration; social fragmentation

Introducción

El Frente Amplio (fa), partido de izquierda, ganó las elecciones en Uruguay en 2005 y, tras haber ganado las sucesivas (en 2009 y 2014), continúa en el gobierno. Una de las marcas del gobierno progresista fue el giro que condujo en las políticas sociales: enfoque en los sectores sociales con derechos vulnerados e incremento del gasto social (Colacce, et al., 2016) y cambio en la distribución de dicho gasto por tramos de edad (Colombo, et al., 2014).

El notorio avance en políticas y programas sociales, además de otras reformas sectoriales que constituyeron ejes centrales de la acción de gobierno (como las reformas de salud, tributaria, etcétera), y un ciclo económico favorable para Uruguay conducen a una relevante reducción de la pobreza y la indigencia, medidas por el método de ingresos (ine, 2017).

Con la creación del Ministerio de Desarrollo Social (mides) en 2005 se redefinen roles, dotando al organismo de la función de establecer las directrices en torno a las políticas sociales. El Instituto Nacional de la Juventud (inju) pasa a formar parte del mides, al igual que otros organismos dedicados a la promoción y el trabajo con diversos sectores sociales.

Más allá del cambio “organigramático”, en el interior del inju se revela también la nueva impronta. Como características salientes se puede mencionar la definición de planes estratégicos de acción para cada quinquenio; la realización de las Encuestas Nacionales de la Adolescencia y Juventud (enaj) en 2008 y 2013; la orientación a la coordinación interinstitucional en clave de transversalización1 de las problemáticas específicas de los y las jóvenes en los organismos sectoriales. Ha sido constante la producción de información y las alianzas con la academia, incluyendo la consolidación de una secretaría técnica dentro del inju con esta función.

La reflexión sobre el alcance de los indudables avances que se han logrado en la política y los programas sociales orientados a los adolescentes y jóvenes en Uruguay, en el período 2005-2017, se realiza aquí desde una perspectiva que trasciende la implementación (tanto en lo que refiere a la forma de ejecución y coordinación como a las metodologías empleadas y a la definición de la población objetivo). También trasciende los resultados obtenidos e incluso los impactos (mucho menos estudiados, por otra parte) y no enfoca en los costos (los recursos utilizados). El objeto de la reflexión es de otro orden, quizá más ontológico, sobre la representación del nivel de realidad en que se pretende intervenir con los programas sociales orientados a adolescentes y jóvenes2.

Se discutirán tres ejes sobre los cuales se apoya la estructura del trabajo:

  • 1. Fragmentación de los programas. La diversidad de programas entendidos habitualmente como “políticas de juventud” opaca las diferencias que se presentan entre ellos. Los programas no solo actúan sobre diferentes áreas y sectores, sino que son de diferente naturaleza, debido al perfil de los jóvenes que atienden.

  • 2. El lugar del sujeto -protagonista o beneficiario- en estos programas. A pesar de las diferencias radicales entre los programas estudiados (con objetivos y metodologías diversos), todos centran su atención y la intervención en el individuo.

  • 3. Consecuencias y límites del enfoque de intervención sobre el sujeto

1. La fragmentación de los programas orientados a los adolescentes y jóvenes

En 2001, la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (cepal) publicó un artículo de Rubén Katzman en el que se expresa la creciente preocupación política y académica por el fenómeno que denomina “el aislamiento de los pobres urbanos”. De esta forma, se complejiza la noción de integración social, en la que sobresalen como determinantes los procesos de segmentación residencial, educativa y laboral. Se destaca la mención explícita a la creciente proporción de personas que se “desafilian de las instituciones” y de los valores y normas que rigen en las corrientes predominantes de la sociedad. Desde esta perspectiva, se atiende tanto a las carencias materiales de los sujetos como a los aspectos culturales y simbólicos, que son los que dotan de significado a los vínculos que se mantienen con las instituciones y con los otros.

“La mayoría de las políticas públicas que se llevan a cabo en los países de la región para elevar el bienestar de los pobres urbanos han descuidado los problemas de su integración en la sociedad, operando como si el solo mejoramiento de sus condiciones de vida los habilitara para establecer (o restablecer) vínculos significativos con el resto de su comunidad. Solo en los últimos años, y a medida que se comprobaba la agudización de los problemas de segmentación social que acompañan el despliegue de los nuevos modelos de crecimiento, el discurso de académicos y de encargados de políticas sociales comenzó a reflejar una preocupación por los problemas de aislamiento social de los pobres urbanos y por los mecanismos que nutren y sostienen esas situaciones, más allá de la consideración de sus apremios económicos y de sus carencias específicas. En efecto, la incorporación en el léxico especializado de las nociones de exclusión, desafiliación, fragmentación y otras semejantes revela la inquietud por la creciente proporción de población que, además de estar precaria e inestablemente ligada al mercado de trabajo, se ve progresivamente aislada de las corrientes predominantes (mainstream)3 en la sociedad. Este fenómeno, cualquiera sea el término que se le aplique, implica vínculos frágiles -y en último extremo inexistentes- entre los pobres urbanos y las personas e instituciones que orientan su desempeño por las normas y valores dominantes en la sociedad en un determinado momento histórico” (Katzman, 2001, p. 172).

El artículo advierte sobre la desvinculación de un creciente número de personas de las instituciones portadoras y reproductoras de la cultura hegemónica4. Así, “la sociedad” es presentada de forma naturalizada, como la totalidad, y está representada por esas instituciones que, además, tienen carácter instituyente. Se señala la relativa ausencia de consideración de los mecanismos que producen este aislamiento en el diseño de programas y políticas sociales.

La fragmentación social de Uruguay ha aumentado a pesar de la disminución de la pobreza, si se considera el período 2005-2015 (Instituto Nacional de Estadística, 2017). Si se ajusta la mirada en los jóvenes de entre 15 y 29 años, las distancias intracohorte5 aumentan de forma sustantiva en los últimos veinte años, como ha sido documentado insistentemente (Filardo, 2010, 2011, 2015). Concomitantemente, la protección social de la población por parte del Estado uruguayo también se ha extendido y diversificado. Los programas sociales dirigidos a jóvenes amplían su cobertura a distintos perfiles y atienden riesgos diferentes.

Entre 2005 y 2015, funcionó un conjunto variado de programas públicos cuya población objetivo se define como adolescentes y jóvenes de Uruguay “en situación de vulnerabilidad”. Estos programas se clasifican utilizando diferentes criterios. En general, se utilizan las áreas de trabajo definidas como prioritarias para cada uno de ellos como primer criterio de clasificación. Se ordenan, así, bajo las categorías: “inclusión educativa”, “formación y capacitación para el trabajo”, “atención a situaciones de riesgo”, etcétera. Según la metodología utilizada en su diseño, se clasifican como “de proximidad”, por ejemplo; también se agrupan en focalizados o universales. Sin embargo, se advierte la necesidad de un nuevo criterio: el tipo de intervención en relación con los mecanismos de integración social, determinado por el perfil de los jóvenes con los que se trabaja, que configura la naturaleza del programa y el alcance de los objetivos planteados. Aplicando este criterio, es posible clasificar a los programas en aquellos que se orientan a:

  • 1)proveer las condiciones previas requeridas para la integración social (tipo i),

  • 2) fortalecer los mecanismos de integración (tipo ii),

  • 3) dar continuidad o sustentabilidad de condiciones de integración o evitar la pérdida de bienestar (tipo iii).

Los programas de tipo i intervienen en las condiciones de posibilidad de integración a la cultura hegemónica de adolescentes y jóvenes que no pertenecen a ella. Se requiere, así, una modificación de la subjetividad, puesto que los beneficiarios son aquellos que muestran síntomas de pobres aislados, para utilizar los términos de Katzman: se encuentran al borde de “la sociedad” -pensada esta como totalidad-. Están desafiliados de las instituciones paradigmáticas de integración social según la edad de los sujetos atendidos (sistema educativo y mercado de trabajo) y no comparten necesariamente los valores y normas de las corrientes predominantes. Estos programas buscan producir las condiciones y las capacidades, los requisitos básicos para (re)constituir el vínculo entre estos jóvenes y las instituciones, es decir, con “la” sociedad. La mayoría de los programas estudiados se ubican en este tipo. Así, entre los que tienen como área de actuación prioritaria la inclusión educativa, se encuentran Aulas Comunitarias y Áreas Pedagógicas; entre los que se focalizan en formación para el empleo, se ubican los Centros de capacitación de producción (cecap) y algunas modalidades de projoven, y, entre los que atienden situaciones de riesgo, se destacan Uruguay Crece Contigo, Jóvenes en Red, varios programas que ejecuta la organización no gubernamental El Abrojo, el Programa Calle, del inau, los Centros Juveniles y el Programa de Autonomía Anticipada (La Barca- inau)6.

Los programas de tipo ii trabajan con jóvenes que, si bien están en riesgo de desvincularse de los circuitos institucionales, tienen mínimas competencias sociales, en razón de su socialización en normas y valores de la cultura hegemónica. Estos programas buscan fortalecer el acceso y la permanencia de los jóvenes en las instituciones. Dentro de ellos se ubican el programa de Formación Profesional Básica (fpb) de utu y alguna de las modalidades de projoven.

En cambio, los programas de tipo iii son los que brindan estímulos para que el proceso de integración social se asegure, se presente sin obstáculos. Enfoca y distribuye beneficios para la continuidad del funcionamiento de los mecanismos básicos, que, por otra parte, hasta el momento han funcionado bien. El programa Yo Estudio y Trabajo, dirigido a jóvenes para que permanezcan en el sistema educativo en el nivel medio, superior o terciario, muestra claramente que estos jóvenes han superado el aislamiento social y han logrado trayectos exitosos por el sistema educativo hasta el momento de la inscripción en el programa. Lo mismo ocurre con las becas de Bienestar Universitario de la Universidad de la República o del Fondo de Solidaridad, o incluso de Compromiso Educativo para aquellos que están cursando el bachillerato en la educación media. Quienes han logrado permanecer en el sistema educativo alcanzando estos niveles cuentan con competencias sociales legitimadas, ha internalizado pautas culturales, aceptan y se adecuan a las normativas institucionales, etcétera. No se requiere, en consecuencia, de una “resocialización”, de un modelado de subjetividades y del “ser” como condición previa. En los primeros (tipo i) esto sí es necesario7.

En el Cuadro 1, de doble entrada, algunos de los programas orientados a adolescentes y jóvenes en el período 2010-2015 se clasifican en función de dos criterios: área principal de actuación y tipo de intervención en relación con los mecanismos de integración social8, que se corresponde con el perfil de los beneficiarios.

Cuadro 1. Clasificación de programas orientados a adolescentes y jóvenes de Uruguay (2010-2015). 

Fuente: Filardo (2014).

Los tipos de programas remiten a la fragmentación social como contexto a considerar. La intensidad y la magnitud que adquieren en el país las distancias sociales y culturales muestran la obsolescencia de la noción de “sociedad hiperintegrada” que distinguía al Uruguay del siglo pasado (Rama, 1987). Esta idea, arraigada en el imaginario nacional, si bien pudo haber descrito bien el Uruguay de otro tiempo, parece desconectada de la situación o estado actual del país.

Aunque la mera existencia de programas de tipo i muestra evidencia de la fractura en la sociedad actual, el diseño de las políticas no lo hace explícito. Por el contrario, parece, en principio, afiliarse con la noción de la hiperintegración: supone una adscripción a las pautas normativas de la cultura hegemónica, exigida en todas las instituciones en las que los individuos han de insertarse como resultado de las intervenciones (mercado laboral y sistema educativo principalmente), y que, sin embargo, en los hechos deja fuera a sectores cada vez más amplios.

La clasificación de los programas según tipo i, ii y iii tiene también correlatos en la forma de captar su población objetivo. Los programas de cercanía de tipo i (Uruguay Crece Contigo y Jóvenes en Red) “van a buscar” a los beneficiarios, a partir de la identificación individualizada. Esto satisface el criterio de minimizar los costos personales para los adolescentes y asegurar la máxima cobertura de la población a la que se dirigen. Otros programas, en los que los ejecutores son organizaciones no gubernamentales (centros juveniles, aulas comunitarias, áreas pedagógicas), con frecuencia despliegan un haz de estrategias. Las características de la organización, su arraigo en el barrio, el tiempo de funcionamiento y el reconocimiento que tenga en el territorio contribuyen en gran medida al acercamiento de los adolescentes a los programas que ejecutan. También se verifican estrategias específicas en la comunidad para la inscripción de los jóvenes en los centros juveniles (actividades en espacios públicos). Las derivaciones desde otros dispositivos institucionales son otro mecanismo frecuentemente mencionado, proviniendo de diversas instituciones y, eventualmente, de otros programas de protección social. Por último, el acercamiento de los jóvenes por recomendación o sugerencia de conocidos, amigos o familiares que les hablan del programa es otro de los mecanismos de ingreso.

En los programas de tipo ii predomina el mecanismo de la información de la oferta por amigos o conocidos y son frecuentes las derivaciones desde otros espacios de intervención. Los relatos de entrevistados de este tipo de programas también mencionan a algunos pares que funcionan como “transmisores de la información sobre el programa”.

En los programas de tipo iii los mecanismos de cercanía no operan y predominan las estrategias de difusión abierta, como carteles y propagandas. El ingreso se produce por iniciativa del propio adolescente, que es quien se acerca a la oferta del programa, e incluso a sorteos9. También es frecuente que se enteren por conocidos y amigos que ya participan y que funcionan como transmisores de información e incluso facilitan la llegada y acompañan el ingreso. En esto también se advierten los perfiles diferenciados, que se traducen, en primer lugar, en el acceso a la información sobre los servicios y los programas, y, en segundo lugar, en la capacidad de vincularse con la oferta existente en caso de cumplir los requisitos para ello. En estos programas, por tanto, los costos de ingreso los asume el individuo beneficiario, que puede acceder a la estructura de oportunidades a partir de sus propios activos.

Los programas analizados tienen en común que son focalizados10 y dirigen su atención a adolescentes y jóvenes en “situación de vulnerabilidad”. El punto es que las situaciones de vulnerabilidad de los jóvenes que atienden son efectivamente muy distintas. Aplicar el criterio de tipos de intervención en relación con los mecanismos de integración social permite visualizar la diferente naturaleza de los desafíos que se presentan en cada tipo de programa, la variación que existe en las condiciones de vida de los jóvenes que participan y en la lógica de las intervenciones. Esta constatación es relevante para señalar que cuando se habla de programas de protección social para los adolescentes y jóvenes es imprescindible tener en cuenta la fragmentación juvenil. Así, se advierte la pertinencia de la pregunta “¿qué programas para qué jóvenes?”, en la medida en que no se puede someter al mismo análisis situaciones y condiciones tan diferentes como las que se manifiestan en las intervenciones estudiadas aquí.

La oferta de los programas de tipo i está concentrada en algunas zonas geográficas de la ciudad, donde se concentran mayores valores en los marcadores de criticidad11. Esto se vincula notoriamente con la fragmentación socioespacial que se verifica en las ciudades, fenómeno creciente en al menos las últimas tres décadas en Montevideo y presente en varias capitales del interior; de difícil reversión, además. Sin embargo, pese a lo innegable de acercar la oferta a los potenciales beneficiarios, se abre un debate sobre la conveniencia de la localización de los programas privilegiadamente en las zonas de vulnerabilidad social, dado que ello refuerza el proceso de segmentación y reproduce la homogeneidad social de los beneficiarios. En este sentido, vale la pena recordar que a inicios del siglo xxi Rubén Katzman y Fernando Filgueira, en el Panorama de la Infancia y Familia del Uruguay (2001, reflexionaban:

“Dada la fuerte asociación entre el barrio donde residen los niños y el centro educativo al que asisten, la mayor concentración de niños y adolescentes en los barrios más pobres de la ciudad también se traduce en una creciente segmentación educativa. A esta segmentación del sistema público se suma la creciente deserción de los sectores medios y altos de la educación estatal. Los estudios de mecaep y mesyfod han documentado en forma absolutamente convincente el efecto positivo de los contextos socio-educativos con presencia de clases medias sobre las expectativas y los resultados académicos de los menores de bajos ingresos. […] la creciente segregación residencial entre los niños permite concluir que el valor agregado que ofrecía la heterogeneidad de la composición social de las escuelas y colegios se hace cada vez más rara en Montevideo”

(Katzman y Filgueira, 2001, p. 68).

En la afirmación anterior, los autores se apoyan, además, en los escritos de Coleman, et al. (1966), quien, basado en amplia investigación empírica, sostiene que “… los estudiantes provenientes de hogares humildes tenían mayores probabilidades de acceder a una trayectoria escolar exitosa cuando se desempeñaban en contextos sociales heterogéneos que cuando estudiaban en contextos educativos homogéneos de estratos bajos” (Kaztman y Filgueira, 2001, p. 68). Para ilustrar: en la medida en que Aulas Comunitarias trabaja con una población homogénea no solo en términos socioeconómicos de los niños y adolescentes que asisten al programa, sino además en situaciones de vulnerabilidad de sus hogares en entornos que pertenecen a los contextos urbanos más desfavorecidos (la ubicación de las Aulas está determinada por las características de los barrios), estas condiciones mencionadas se agudizan12. Por otra parte, el propio diseño del programa genera que esa profundización de la homogeneidad se acentúe en adelante, dado que los liceos en los que los adolescentes egresados de Aulas podrían reinsertarse conforman un conjunto acotado: los que están más cerca geográficamente de donde se ubica el aula (lo mismo sucede con los centros del cetp - utu), salvo muy contadas excepciones. La lógica tiene sentido, la probabilidad de sostener la asistencia se incrementa en la medida en que no suponga costos adicionales para el sujeto (boletos, tiempo o dificultad de transporte, lejanía de su entorno, etcétera). Sin embargo, esa condición tiene como consecuencia la relativa escasez de oferta de los centros que reciben a los egresados de Aulas Comunitarias, que, por lo tanto, homogeneizan a su población con consecuencias directas sobre la probabilidad de interacción social con “otros” de diferente posición social, reproduciendo de este modo la estigmatización de la población de Aulas, en primer lugar, y, en segundo término, de los centros educativos que son el destino más frecuente de estos adolescentes. Es probable que este mecanismo pervierta los efectos buscados con los esfuerzos realizados durante el paso por el programa.

Cada uno de los programas, por las especificidades ya señaladas (focalización de las dimensiones que atiende y de la población con la que trabaja) requiere una alta interrelación y cooperación de la oferta de servicios públicos y proyectos sociales existentes, para estos beneficiarios. En gran medida, la “integralidad” se asegura a partir de la red institucional que sirve de base. Esto es particularmente relevante en los programas de tipo i. Las derivaciones de los casos entre diversas instituciones son altamente frecuentes. Para ello, es necesario que los operadores tengan conocimiento amplio de la oferta con que se cuenta territorialmente, en principio (aunque no exclusivamente13). Muy a menudo, los referentes cuentan además con relaciones personales en las instituciones con las que interactúan, lo que facilita el flujo interinstitucional. La tarea principal de los operadores de varios de los programas estudiados coloca en esto un énfasis (“conectar a los adolescentes” con el sistema educativo, con el sistema de salud, con los servicios para el primer empleo, con políticas especiales para vivienda, etcétera). Desde la teoría de activos y estructura de oportunidades, de Katzman y Filgueira, se puede ver cómo se opera en las competencias necesarias para utilizar los activos disponibles, así como para conectar con la estructura de oportunidades que brindan tanto el Estado como el mercado y la sociedad civil, la comunidad. En este sentido, podemos decir que no alcanza con que exista un conjunto amplio y diversificado de “oportunidades”, los programas de tipo i trabajan para que los individuos sean capaces de conectarse con ellas.

En los programas de tipo ii, la finalidad es “fortalecer los mecanismos tradicionales de integración social (principalmente educación y trabajo) para jóvenes que si bien tienen dificultades de acceso o riesgo de discontinuidad en la institucionalización, tienen competencias sociales mínimas para transitar por ellos. Estos programas facilitan las condiciones de permanencia en las instituciones, o brindan alternativas focalizadas” (Filardo, 2014, p. 6). De las entrevistas realizadas a jóvenes de estos programas, se desprende que la educación es valorada como mecanismo de integración, tanto para ellos como para sus familias, lo mismo que el trabajo. Forma parte de su “proyecto de vida” y hay una idea del futuro encadenada a su esfuerzo en el trayecto que recorren en estos circuitos.

En los programas de tipo iii los beneficiarios ya tienen asegurada la “socialización mínima requerida para considerarse integrados” por el mero hecho de haber alcanzado los niveles educativos que definen el perfil de quienes pueden participar. Se enfocan principalmente en evitar que pierdan bienestar (Katzman, 2000) y logren mantener sus trayectorias14, dando diferentes estímulos y apoyaturas para que “no se aparten del camino”. Sin embargo, es notoria y evidente entre los adolescentes y jóvenes beneficiarios de programas de tipo i y iii la distancia en las cosmovisiones, habitus (Bourdieu, 2000), en las perspectivas temporales, la capacidad de proyectarse hacia el futuro, (Bourdieu, 1984), la dotación de agencia y capacidades (Sen, 1995), o en los activos (Katzman, 2000; Filgueira, 2001). La diferente naturaleza de los programas es radical; para ilustrarlo con una metáfora: mientras los programas de tipo i enseñan a caminar, en los de tipo iii se baliza el camino, para evitar perderse.

Las intervenciones que se plantean en cada tipo de programa enfrentan dificultades de diferente orden. Los resultados que se proponen también son sustantivamente distintos; mientras en los de tipo i se atiende al “proceso” que realiza el sujeto, a su ductilidad para manejarse en mundos diferentes, en los programas de tipo iii es de “producto” (terminó o no un nivel educativo, se insertó en el mercado de trabajo, etcétera). Probablemente, entonces, se requiera un sistema de evaluación de los programas que también sea diferenciado en el tipo de indicadores que utilice para medir resultados.

Asimismo, la duración de la intervención con los sujetos de los programas siempre es finita (y por lo general muy acotada15). Los resultados se ven al egreso del programa; solo algunos de ellos tienen previsto un período de seguimiento restringido y no se implementan estudios de impacto. Esto significa que no es posible saber los efectos de los programas sobre la vida de los sujetos beneficiarios. ¿Cuántos o qué porcentaje de los que se inscribieron en Aulas Comunitarias en 2011 culminaron el Ciclo Básico? ¿Cuántos de los que egresaron del programa de fpb en 2012 se han insertado en el mercado de trabajo en 2014? Este tipo de estudios de cohorte permite medir los impactos, aunque no es de fácil implementación y tiene dificultades adicionales por el tipo de población con la que trabajan los programas de tipo i en particular. Sin embargo, es extremadamente relevante para poder estudiar las trayectorias y no solo los trayectos.

En este marco, también merecen ser considerados la noción de integración social y los mecanismos fundamentales para efectivarla (educación, trabajo y uso de espacios públicos) (Katzman, 2001). El argumento que sostiene que estos adolescentes y jóvenes (población potencial de los programas de tipo i) están desintegrados o tienen alto riesgo de estarlo permite preguntarse: ¿integrados a qué? A las instituciones (mercado de trabajo, sistema educativo, etcétera) que responden a la cultura hegemónica y se toman como los representantes de “la sociedad”. Dichas instituciones no solo han marcado y señalado a estos adolescentes y jóvenes desde temprano, produciendo su paulatina expulsión, desafiliación y alejamiento, sino que requieren que sean “resocializados” para su reinserción. Ahora bien, esto no implica necesariamente que estos jóvenes no estén integrados a “algo”. La mera idea de “resocialización”, expresada en las entrevistas a operadores, supone una socialización anterior a la participación de estos jóvenes en los programas, lo que da cuenta de la internalización de normas, pautas, disposiciones y comportamientos que remiten a “otra” cultura que los “integra”. En estos sectores que quedan al margen de la matriz cultural hegemónica operan también mecanismos de integración social, solo que “por fuera” de lo que se considera “la sociedad”. En tales circuitos también existen pautas de comportamiento, códigos y universos simbólicos compartidos. Pero esta cosmovisión no solo no es aceptada (considerada aceptable) sino que ni siquiera es reconocida por la cultura hegemónica. Quizá sea posible utilizar la metáfora del “punto ciego”: no estamos siendo capaces de ver lo que de alguna forma los educadores, los referentes de los programas, aquellos que están en la primera línea de contacto con los jóvenes de mayor grado de vulnerabilidad social nos relatan a partir de sus experiencias cotidianas, develando la necesidad de una reflexión que cambie el paradigma de intervención social.

Siguiendo esta línea, la integración social no es un camino único, no opera solo por ciertos mecanismos y, sobre todo, no puede ser pensada en términos binarios “integrado” versus “no integrado”. ¿Será que estamos en presencia de mundos sociales distintos, cada uno con sus propios mecanismos de integración, pero que se excluyen mutuamente?

2. El sujeto

El tipo de intervención que caracteriza a los programas estudiados es trabajar fundamentalmente con los individuos beneficiarios. Si para los operadores la acción se focaliza en cada sujeto, requiere un formato flexible y “nuevas vueltas de tuerca” para cada quien, lo que se adecua al diseño de los programas. En el relato de los jóvenes también aparece resaltado el nivel individual como el central. De sus discursos se desprende que la actitud de cada quien, el “encarar” o el “gilear”, para usar sus propios términos, hace a las diferentes trayectorias. Han internalizado, como una marca a fuego, lo que se reproduce en las diversas instituciones en las que han estado: que la trayectoria “depende de cada uno”.

La internalización de la perspectiva individual por parte de los jóvenes es una constante. Consideran que les va bien por su actitud, que son responsables exclusivos de sus trayectos. Esta visión de los procesos con anclaje en el individuo los pone a prueba permanentemente y ha sido la perspectiva que ha predominado también en su experiencia escolar, que en general se ha truncado muy temprano. La experiencia escolar (Dubet, 2006) ha estado marcada por las clasificaciones de las que han sido objeto, por el discurso permanente del logro y el mérito individual, desde el supuesto de igualdad de oportunidades, por el mero hecho del acceso al sistema educativo. Tal es el poder y la hermeticidad de ese discurso, que los jóvenes lo internalizan y reproducen. Ellos también identifican en “el encarar” la actitud proactiva de salida, que atribuyen a los que en principio, siendo como ellos, “les va bien”.

Si bien la pretensión de los programas alude al trabajo con las familias, se encuentran serias dificultades para alcanzar esta unidad de intervención. Ello ocurre por una variedad de factores: las familias no existen, la fragilidad que estas tienen, eventualmente las características de la propia familia son en gran medida motivo de la socialización que hay que rehacer, las carencias de los adultos responsables, el diseño de los programas (no hay tiempo para vincularse con la familia). La reproducción social es un elemento crucial, más aún cuando se registra un patrón de reproducción biológica disímil según estratos socioeconómicos (Varela, et al., 2014). Se torna central el debate y la reflexión sobre este punto, en el que desbordan lugares comunes, aunque la evidencia empírica parece ir en sentido contrario. En el discurso, la unidad familia está presente, pero en la implementación de los programas existen dificultades notorias para llegar a conectarlas y trabajar con ellas, y, finalmente, el centro de la intervención está puesto en el o la adolescente.

No solo el centro es el adolescente, sino que opera una perspectiva individual. En los programas de tipo i, se atiende a su “resocialización” o a su “educabilidad” (López, 2004; López y Tedesco, 2002), al intentar imbuirles de pautas de comportamiento aceptables para las instituciones con las que hay que (re)vincularlos. Se busca darles las herramientas necesarias, además, para discernir en qué espacios comportarse cómo. En tal sentido, la resocialización que se pretende es una nueva competencia para ellos, pero no sustituye a la anterior. Su entorno, su vida cotidiana, responden a los códigos y pautas que ellos traen consigo y que desde los programas se pretende cambiar. Por eso, se aprecia que los adolescentes y jóvenes que participan en muchos de estos programas transitan en dos mundos: el de su entorno y el de la intervención. La expectativa que los programas depositan en ellos es que puedan egresar con “competencias” en los códigos de la cultura hegemónica. Sin embargo, debe tenerse en cuenta que su vida cotidiana, sus interacciones, requieren competencias en los códigos de su entorno. Una trayectoria exitosa es aquella en la que demuestran ser competentes en ambos mundos.

Una de las cuestiones que surge de ello es que los adolescentes viven en “el doble código”. Su entorno les provee de un sistema de disposiciones, representaciones, comportamientos y prácticas (que tienen una expresión en el “cuerpo”, además) que está disociado de “la sociedad” a la que se pretende integrarlos. Puede verse como límite o, en su reverso, como factor que favorece el proceso en el programa (la adquisición de normas, la pertenencia a la cultura hegemónica), la actitud individual, la disposición (o, a la inversa, la resistencia) que estos jóvenes presenten en este sentido. La disposición individual a la aceptación de códigos y pautas predominantes, a la adquisición de estas “competencias sociales”, es señalada como un factor que determina el “éxito” -o “no éxito”- de las trayectorias de los beneficiarios. Ello implica entender claramente que deben tomarse determinadas opciones, responder de cierta forma, seguir por “un camino” (y no otro), que eventualmente son ajenos al mundo en que han vivido y en el que están insertos.

Varios de los operadores de programa entrevistados mencionan que operan sobre el mundo de la subjetividad, sobre el plano de las capacidades, proveyendo a los jóvenes de herramientas para tomar decisiones -relativamente pautadas- y diseñar estrategias alternativas a las que conocen y despliegan en la interacción cotidiana en su entorno.

Los adolescentes y jóvenes beneficiarios de los programas son vistos, además, de forma diferente según el tipo de intervención (i, ii, iii). Los operadores de programas de tipo i destacan la soledad en la que viven, aludiendo a la falta de referentes, de contención afectiva, de sostén. También son elocuentes al describir la fragilidad y la inestabilidad en las que transcurren sus vidas. Los relatos aluden a que la incertidumbre atraviesa todos los planos de su vida, no existe una naturalización de lo que permanece frente a eventos que conmocionan. El impacto de cualquier circunstancia es casi siempre total, no hay control de ningún plano. Por eso, “cualquier cosa que pase los descentra” y el riesgo de que les pase “algo” es muy alto. La imprevisibilidad de su mañana literal es otra cara de la vulnerabilidad en la que se encuentran.

Los operadores de estos programas conforman un número muy importante. Entre Jóvenes en Red y Uruguay Crece Contigo, se estiman 350 personas (para el año 2014), técnicos con formación y experiencia en este tipo de trabajo. Por lo general son jóvenes. Sin duda, debe destacarse su compromiso con la tarea que desempeñan y su vocación social. De sus discursos se desprende un capital relevante de la sociedad uruguaya para trabajar con estos jóvenes en situación de vulnerabilidad social. Existe experiencia acumulada, inversión social y capacitación específica para la implementación de los programas. Esto es una fortaleza relevante. Sin embargo, el centro en los individuos y no en las comunidades o los barrios es el paradigma de acción que tiene debilidades y que se ha naturalizado como el único posible. El volumen de dinero invertido en el trabajo con un número de adolescentes y jóvenes que están en el perfil de los programas de tipo i crece en el país, producto de la fractura social, que hace aumentar la distancia entre estos jóvenes y la matriz hegemónica. Si no se ataca el proceso de socialización de estos jóvenes en la infancia, pretendiendo “resocializarlos” en la adolescencia, se hace un trabajo doble y probablemente con menor éxito: “prevenir mejor que curar”. Claramente para ello no alcanza con un trabajo uno a uno. Hace falta intervenir más fuertemente, sobre todo en la cultura institucional instalada férreamente en el sistema educativo, autor de una de las marcas indelebles que presentan estos adolescentes sin excepción. El sistema educativo ha permanecido hasta ahora inmune al problema de la exclusión social de estos jóvenes, a la que en gran medida contribuye. Además, se mantiene impermeable al aprendizaje del trabajo de todos estos recursos humanos en el mano a mano con estos jóvenes, en su “poner el cuerpo” en la primer línea de contacto. No hay intercambio establecido ni permea este conocimiento al sistema, que se mantiene incambiado y sostiene, en gran medida, la producción de estas condiciones. Uruguay ha avanzado sustantivamente en colocar en agenda las condiciones de vida de estos adolescentes e invertir de forma sustantiva (sobre todo en términos evolutivos) en mejorarlas. Ha crecido enormemente en el capital humano que trabaja en ello. Sin embargo, los resultados no parecen dar el “salto” requerido. Se advierte que quizá el principal problema radica en la concepción de las políticas: está en la “reparación” del daño, no en evitarlo atacando el mecanismo de reproducción, la socialización primaria que se da en estos entornos. Por eso, se propone un cambio de eje en la atención: del sujeto a la comunidad, con proyectos productivos colectivos, que involucren a su vez los vínculos intergeneracionales que estos adolescentes establecen, que provean elementos para la conformación de nuevas identidades y vehiculicen las posibilidades de una integración social desde otra posición que su propia marginación.

Por otra parte, el barrio es el espacio significado como el “entorno” del sujeto intervenido (donde, además, se sitúan los otros significativos: pares, familia, el propio programa, generalmente). La fuerza del barrio en los mecanismos de socialización de los adolescentes y jóvenes es contundentemente señalada en las entrevistas en todos los ámbitos. Sin embargo, las intervenciones no tienen dispositivos que operen en este espacio, sino que, generalmente, se ubican en dotar de capacidades a los adolescentes y jóvenes. Esto conduce al desarrollo de competencias en clave de doble código y de habilidades para discernir las situaciones y evaluar la pertinencia entre ellos.

Adquiere aún más sentido el cuestionamiento del paradigma de la intervención centrada en el “sujeto individual”, sin capacidad de operar en el entorno. La “resocialización” es válida solo para algunos espacios en los que el sujeto se mueve y transcurre (los programas), mientras que no lo es en otros (que son a los que pertenece: familia, barrio, pares)16. No hay un planteamiento de trabajo con la comunidad de modo de afectar la “socialización”, se enfoca en la “resocialización” uno a uno. En tal sentido, el resultado de las intervenciones y las trayectorias de los jóvenes es vistos como un producto del propio sujeto: sus disposiciones, sus “capacidades”, su esfuerzo, sus circunstancias, su “adherencia al proyecto”17.

3. El enfoque y los límites

El trabajo en la promoción de capacidades de los adolescentes choca con un límite: no es posible modificar las condiciones materiales de vida, las de ellos o las de las familias. Son varios los operadores entrevistados que sugieren que esta incapacidad de las intervenciones no solo constituye un límite sino que es vivida como factor de frustración: “… nuestra intervención tiene un techo”, “no forma parte de nuestro trabajo”, “nosotros no podemos… (darles una casa, etcétera)”, “no somos el Estado”. También se identifican otras fronteras infranqueables que no son solo materiales: “preguntás por qué faltó y te das cuenta de que la familia tiene problemas muy graves, pero nosotros no somos psicólogos, no podemos hacer terapia ni nada de eso, no nos corresponde”. En algunas entrevistas estos límites que se plantean al impacto que puedan tener las intervenciones producen frustraciones o resignifican lo que se puede hacer: “… entonces te das cuenta de que no podés hacer más que acompañarlo, como ser humano”.

Los programas de cercanía se distinguen por la forma en que captan e intervienen, por la proximidad que construyen con el beneficiario, su acompañamiento, el vínculo que establecen con él los operadores, su inmersión en su entorno, simplemente para constatar los límites, no para modificarlos, en lo que tienen de condiciones estructurales y materiales. El entorno, como unidad, no es objeto de trabajo de estos programas. El beneficiario (y el sujeto a intervenir) es el o la adolescente o joven, cada uno de ellos.

La integración social vía el trabajo es poder insertar en el mercado laboral a cada uno de los jóvenes que integran el programa. Ninguna iniciativa se orienta a desarrollar proyectos productivos en el barrio, en los que la responsabilidad no sea individual sino colectiva, propiamente comunitaria, en los que el trabajo de intervención sea en la comunidad a la que pertenece el adolescente beneficiario o en los que se busque el acercamiento a la construcción de los vínculos con las instituciones que proveen integración social. Un modelo de ese tipo operaría además en la línea de evitar la soledad en la que viven los adolescentes o jóvenes beneficiarios, constantemente repetida por los operadores, reforzando a su vez los vínculos comunitarios, construyendo capital social (como recursos de integración social y no de aislamiento) en esos barrios.

El Estado trabaja con el adolescente y el joven vulnerado para el desarrollo de capacidades (“habilidades blandas”, en la terminología de los organismos internacionales) a escala individual y, sin quererlo, dándole a través de esas intervenciones la responsabilidad absoluta de su destino a posteriori. Los resultados que se miden de los programas son del tipo: ¿cuántos jóvenes han logrado empleo?, ¿cuántos de los jóvenes intervenidos por el programa se han inscripto en el sistema educativo nuevamente?, ¿cuántos jóvenes participantes en el programa han logrado…? Ahora bien, ¿el Estado interviene en el mercado laboral para asegurar la inserción de esos jóvenes? Probablemente poco. Existen algunas iniciativas en ese sentido: la ley de empleo juvenil, algunos programas, como projoven, prevén que las entidades de capacitación (eca) consigan empresas que aseguren la empleabilidad de los egresados del programa, por ejemplo. Sin embargo, debe evaluarse si es suficiente con esto. No se han difundido (si los hay) estudios de seguimiento del impacto de la ley de empleo juvenil.

Asimismo, se pretende que el adolescente o joven que ha desertado de un sistema educativo expulsivo se reintegre, reingrese, retorne a un sistema que le dio mil señales, desde muy temprano, de que ese no es el lugar para que esté. ¿Cómo trabaja el Estado con el sistema educativo? El montaje de programas paralelos (como Aulas Comunitarias, por ejemplo) supone, de hecho, dejar intacto al sistema educativo como institución de carácter universal. No se ha podido hacer variar algunas de sus modalidades que, con independencia de los esfuerzos que cada uno de los docentes pueda hacer en el aula, son determinantes de la incapacidad de retener a los estudiantes hasta el egreso. ¿Es posible pensar en el retorno solo por el trabajo con el sujeto si no se trabaja simultáneamente con el sistema educativo?

Los programas se encargan de fortalecer las capacidades individuales y de facilitar la conexión con la red de protección y servicios públicos para los sectores sociales más carenciados. Pero el devenir de ello, el resultado a largo plazo, es responsabilidad de cada quien. El mercado será quien se encargue de distribuir los éxitos y fracasos, según lo que cada uno ponga de esfuerzo y de “actitud”. Los programas operan, intervienen en los sujetos, y luego se retiran, esperando que en el futuro rindan frutos, que el mercado los valore; que el aprendizaje y el desarrollo de capacidades (si se logra) sea capaz de germinar. Son las leyes del mercado (cual mano invisible) las que se encargarán, con el tiempo, de la valorización del esfuerzo (del individuo y de la inversión realizada por el Estado en ese individuo).

Esto conduce a sugerir un cambio de eje en el debate, un giro en el enfoque, no dirigido a evitar las consecuencias, mitigar los efectos del trayecto recorrido por el sujeto, atender lo desviado, sino a atacar las bases de la reproducción de una socialización que hay que desarmar para armar otra alternativa (y en la mayoría de las veces paralela). Trabajar desde lo colectivo ha estado ausente en los programas estudiados. La comunidad, el barrio, no son el centro de la acción, aunque lo han sido en otros momentos en los diseños de intervención de organizaciones no gubernamentales. Sin embargo, no se aprecia -al menos en los discursos relevados en la investigación- una reflexión, una argumentación o un dar sentido a esta ausencia. El trabajo sobre el individuo, casi en exclusividad, emerge como naturalizado.

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1Se distingue transversalización (a través de la que un clivaje, en este caso tramo de edad, se entiende como específico y se pretende su incorporación en diferentes políticas y programas sectoriales) e integralidad, que supone conceptualizar al sujeto como una unidad atravesada por la sectorialidad. Por lo tanto, cualquier programa (aunque se defina sectorial) no puede considerar al beneficiario solo en un plano, sino tomando en cuenta también los otros planos o dimensiones (siendo que todos se determinan mutuamente). Esta distinción está desarrollada en extenso en Filardo (2016).

2Esta reflexión deriva del material generado en el estudio sobre trayectorias juveniles realizado para la Red de Conocimiento Local en Juventud del Banco Interamericano de Desarrollo, en 2014. En este trabajo se analizaron doce programas de intervención sobre la población adolescente y joven “en situación de vulnerabilidad”. Se realizaron entrevistas a operadores y referentes institucionales de los programas, así como a adolescentes y jóvenes beneficiarios. También se realizaron grupos de discusión con adolescentes y jóvenes que participan en los programas. En total, participaron en grupos y entrevistas más de 120 personas.

3La expresión “corriente predominante” (mainstream) se refiere al sector de la sociedad cuyas aspiraciones de integración y movilidad social se canalizan a través de vías institucionales y cuyos comportamientos y expectativas se ajustan a las normas y valores predominantes. La palabra “predominante” suele denotar no solo el poder y el prestigio de este sector y, por ende, su capacidad de difundir normas, valores y modelos de comportamiento, sino también su peso numérico dentro de la sociedad.

4Denominada corriente predominante o mainstream por Katzman (2001).

5Entre los jóvenes de 15 a 29 años de 1990 son notorias las diferencias de calendarios en la maternidad, entrada al mercado de trabajo y salida del sistema educativo, si se considera el nivel educativo alcanzado. Estas distancias se incrementan sustantivamente en 2008 y aún más en 2013 (Filardo, 2015). Dentro del grupo de jóvenes de 15 a 29 años, se aprecian trayectos vitales y condiciones materiales de existencia que traducen universos simbólicos, posibilidades de futuro y proyectos muy distintos, lo que permite hablar de fragmentación entre los jóvenes.

6El listado no comprende todos los programas que eventualmente podrían ser clasificados aquí, se mencionan los seleccionados para el estudio referenciado.

7El término “resocialización” proviene como código in vivo de las entrevistas realizadas a operadores de los programas.

8El perfil de los beneficiarios indica el “grado de vulnerabilidad social”. Se establece entonces un gradiente en torno a la vulnerabilidad social a la que están expuestos los beneficiarios, determinada por sus condiciones de vida. Obviamente, este noción de vulnerabilidad social toma en cuenta otros elementos además de los indicadores “duros” habitualmente considerados (nivel educativo alcanzado, ingreso mensual de los hogares, tenencia de hijos, tipo de cobertura de salud, condición de actividad y ocupación, etcétera).

9Vale la pena mencionar que en la primera edición del programa Yo Estudio y Trabajo se postularon para el ingreso más de 40.000 jóvenes, cuando el cupo máximo era de menos de 1.000.

10La focalización implica la definición de una red de criterios que deben cumplir los beneficiarios para poder serlo, en general determinados por el riesgo de desafiliación de instituciones universales. En Montevideo, como ha sido ampliamente documentado, se verifica el incremento en las últimas décadas de la segmentación educativa en el ciclo medio de educación, en la medida en que el sistema público es gradualmente abandonado por las clases medias que, en proporción creciente, deciden mandar a sus hijos a centros privados. Uno de los argumentos relevados en algunos colectivos docentes es que los programas de tipo i, de inclusión educativa, eventualmente producen una segmentación en el interior del sistema público, no solo en términos de homogeneidad de la población que reciben, sino incluso de la “calidad” de la educación que se deriva de estos programas (se argumentan que lo principal es la acreditación y no los conocimientos adquiridos). Uno de los efectos que tienen estos programas con población muy homogénea (con carencias múltiples) y objetivos muy claros a cumplir (la acreditación del ciclo básico de los adolescentes que ingresan) es que las exigencias para lograr la acreditación del ciclo básico se distancian respecto a las del sistema educativo formal. No existen pruebas de evaluación de aprendizajes para estos estudiantes que permitan la comparación con las competencias adquiridas por los estudiantes del sistema educativo formal. En este sentido la flexibilidad con la que funcionan los docentes es mucho mayor en diversos aspectos vinculados al conocimiento y los contenidos curriculares, no obstante tienen mucho trabajo en torno a la educabilidad (López y Tedesco, 2002; López, 2004) de los sujetos que ingresan al programa, del que están exonerados relativamente quienes trabajan en el sistema formal. Dicho de otra forma, la “calidad educativa” —que es la que se pone en tela de juicio en todas estas iniciativas— tiene, al menos, definiciones diferenciales y no permite ser comparable en resultados predefinidos de “aprendizaje”.

11El Plan Siete Zonas “… se trata de una iniciativa de trabajo que atienda a siete zonas de alta vulnerabilidad social y económica, con problemas de seguridad, de convivencia y donde se concentra la pobreza más dura. El proyecto se realiza para reforzar el trabajo gubernamental que logró reducir la pobreza del 40 % al 12,4 %, y la indigencia a 0,5. Según el ministro de Desarrollo Social ‘Se trata de sostener este proceso de reducción de la pobreza y erradicación de la indigencia, con acciones en el territorio y la comunidad’. El ministro destacó que de las 407 mil personas que hoy quedan en situación de pobreza 220 mil viven en Montevideo y la zona metropolitana de Canelones. Se plantea construir una modalidad de intervención urbana integral, con la profundización necesaria de los programas prioritarios (Uruguay Crece Contigo, Cercanías y Jóvenes en Red), fortaleciendo las prestaciones sectoriales en intensidad y accesibilidad, con mejoras en infraestructura para la convivencia y despliegue de seguridad local, estructurada en torno al urbanismo social y llegada de más policía comunitaria” (http://www.ose.com.uy/descargas/rrpp/plan_siete_zonas.pdf). “La inversión destinada es de unos 34 millones de dólares y beneficiará a 32 mil personas. El ministro de Desarrollo Social, Daniel Olesker, explicó que el Plan Siete Zonas consta de tres ejes principales: la mejora de la infraestructura urbana en cinco barrios de Montevideo (Marconi, Cantera del Zorro, Chacarita de los Padres, Santa Teresa y Barrio Ituzaingó) y tres de Canelones (Vista Linda y Obelisco, de Las Piedras, y Villa Manuela en Barros Blancos), además de una intensificación de los planes sociales en esas ubicaciones y también una intervención en la seguridad”. Ver: <http://www.mides.gub.uy/innovaportal/v/23894/3/innova.front/lanzamiento_del_plan_siete_zonas. 03/09/2013-presidencia>.

“Otro obstáculo es todo el tema de la política de territorio, que hay mucha cosa concentrada pero muy fragmentada, distintas cosas, mucha saturación de servicios, un poco desordenado y la gente no avanza mucho. Vos ves que la calidad de vida de la gente y las situaciones, algunas cosas sí se destacan, pero el esfuerzo de las políticas públicas no hace un impacto en el cambio de la vida de la gente”

(entrevista a educadora de organización no gubernamental).

13Ejemplos claros son los programas de viviendas del Ministerio Vivienda, Ordenamiento Territorial y Medio Ambiente, los hospitales, la Administración de Servicios de Salud del Estado (asse), el Banco de Previsión Social (bps), etcétera.

14Lo que se espera para el futuro en función del trayecto recorrido hasta el momento.

15Es particularmente gráfico el “asunto” que constituye la duración de la intervención en el Programa Uruguay Crece Contigo, por el tipo de objetivos que se plantea y el perfil de los beneficiarios con los que trabaja.

16Vale aquí recordar la siguiente cita: “Es una violencia que se produce, es un trabajo que es una batalla constante nuestra, es generar un trabajo con una alternativa de vivir, un espacio donde vincularse de otra manera… No solamente es simbólico, sino que además es de palabra. Yo me acuerdo, los chiquilines decían: ‘ta todo bien, yo acá me siento así, le doy la mano a mi amiga, todo, pero cuando me vaya de acá no lo voy a hacer’, te lo dicen así y vos decís ‘está bien, mientras vos sepas que mi consigna es, al menos, mientras vos seas capaz de hacerlo acá, está todo bien, sos capaz de saber que hay espacios distintos en el que vos creás estrategias distintas para sobrevivir’. Y eso es lo que se trabaja. El trabajo nuestro es eso. Mismo. Porque lo discutimos, nosotros no somos tampoco… ¿Estamos creando una burbuja que después, en el liceo, se van a dar contra todo? Pero en realidad no, nuestro trabajo no tiene que ser para moldear al chiquilín para que entre mejor en el liceo, sino trabajar con él para que elabore estrategias que le permitan en diferentes situaciones desenvolverse mejor. Entonces, por ejemplo, a muchos chiquilines los sacan de las clases porque le respondieron al docente con… me miraste mal y te largan una serie de disparates. Todas las ordinarieces que se te pueden ocurrir les dicen a los profesores, o al compañero, da lo mismo. Porque es la única forma que conocen. Entonces, claro, eso es al principio de año. Al final del año te das cuenta de que me tengo que tragar la bronca, quedar como un cagón, frente a los demás, pero me quedé en la clase. Y ta, esa es una estrategia que parece muy simple pero que no todos la tienen elaborada. En un lugar me manejo de una forma y en otro lugar lo manejan de otra” (educadora de Aulas Comunitarias).

17No se alude en este caso a su posición social, condiciones materiales, que son relativamente similares para todos los que pueden participar en estos programas, dado que estos son “focalizados”. Es por eso que la pregunta que guió esta investigación es: ¿cuáles son los factores que determinan las trayectorias exitosas (o no exitosas) de los jóvenes beneficiarios de los programas, siendo que todos parten de posiciones similares en la estructura social?

Recibido: 15 de Agosto de 2017; Aprobado: 12 de Noviembre de 2017

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