Introducción
El envejecimiento poblacional es un fenómeno, sin precedentes en la historia, que preocupa cada vez más a gobiernos y organizaciones, y está siendo ampliamente estudiado en sus implicaciones económicas y sociales.
Mucho menos tematizada es la imbricación de la longevidad masiva con las esferas de la cultura, los valores y el sentido común cotidiano. Es en esta poco explorada área que las presentes páginas procuran realizar su contribución.
Tecnología y longevidad, la progresión inexorable
Gracias al vertiginoso progreso científico y tecnológico del siglo XX y lo que va del XXI, nos hemos acostumbrado a vivir en un hoy de futuro y una realidad de ciencia ficción. No solo el cambio es cada vez más veloz, sino que sabemos que indefinidamente lo será. La curva de innovación se “verticaliza” y sentimos que lo único que nos queda es abrocharnos los cinturones y prepararnos para un viaje autoacelerado hacia lo inverosímil, sin freno ni marcha atrás.
Al mismo tiempo, y gracias a esa misma revolución tecnológica, vivimos una transformación más silenciosa y prosaica, una tendencia demográfica a la que hasta hace poco no se había dado atención: cada vez más gente está viviendo más tiempo. Esta tendencia -en combinación con tasas de natalidad en constante caída- deriva en el envejecimiento poblacional. Y dado que, tanto el avance de la expectativa de vida como el descenso de las tasas de natalidad no tienen otra perspectiva que la de continuar, el mundo solo puede hacerse más viejo.
Ya hoy, más de la mitad de las personas que alcanzaron los 65 años de edad en toda la historia de la humanidad aún están vivas. Para 2050, en una generación más, la mayor parte de las sociedades desarrolladas contarán con más personas por encima que por debajo de los cincuenta años. Espérese otra generación, y esas sociedades contarán con más personas por encima que por debajo de los sesenta (Roszak, 2001). De no mediar algún tipo de catástrofe, el futuro ha de pertenecer a la edad mayor.
La Gran Opulencia y el reino de la juventud
Este vuelco histórico en la estructura demográfica del mundo ha sido predecible por lo menos desde inicios del siglo XX. Vidas cada vez más largas, familias cada vez menos numerosas; bastaba reparar en las tendencias. Sin embargo, la cultura moderna ha vivido, y en general aún vive, en una especie de estado de trance, una verdadera alucinación colectiva sin ningún basamento en la realidad, según la cual la sociedad pertenece, y por siempre ha de pertenecer, a la juventud.
Para echar luz sobre este vital aspecto de la dinámica cultural contemporánea, es ineludible reparar en la cultura norteamericana, que pasó a prevalecer en el mundo occidental. En los Estados Unidos de posguerra se dio una coincidencia de poderosos factores históricos y psicosociales que, subrepticiamente, “hipnotizaron” a la cultura en un trance que duraría décadas.
Luego de las penurias de la Gran Depresión y del horror de la Segunda Guerra Mundial, se vivía en la nación triunfante una eclosión de vigor, optimismo y esperanza que no podía ser más contrastante con el estado de ánimo de lustros anteriores. Los adultos de la posguerra pertenecían a la llamada “generación silenciosa”, criada bajo la austera atmósfera de los años treinta y la primera mitad de los cuarenta. Una vez fuera de ese largo y oscuro período, fue como si la nueva generación parental hubiera apostado en sus numerosos hijos como una forma de realizar sus propios anhelos postergados. La euforia y la prosperidad de posguerra propiciaron el baby boom, la gran explosión reproductiva ocurrida durante los años cincuenta, la cual eclipsó la tendencia de largo plazo hacia la reducción de la natalidad y el envejecimiento poblacional. Era tal el deseo de renovación y vitalidad, que la gente fue arrastrada hacia la noción de que el mundo se estaba haciendo más joven -precisamente lo opuesto de lo que ocurría-.
El mercado, por su lado, se apresuró a reforzar ese estado de creencia. En la nueva “economía de la abundancia”, necesitada de circular mercaderías cada vez más aceleradamente, los jóvenes pasaron a ser vistos como los principales consumidores. La manera de convertir los productos en atractivos era asociarlos a lo joven, a lo “cool”, como explica Thomas Frank, en Theconquest of cool sobre el surgimiento del “consumismo hip” (Frank, 1997). De más está aclarar que lo que era la próspera y victoriosa America, otras sociedades se disponían a imitar.
Por décadas, el gran tópico comercial pasó a ser el de averiguar sobre los intereses de los jóvenes y cómo influenciar su consumo. ¿Cuáles eran sus gustos? ¿Qué estaban leyendo, escuchando, usando, comprando? Es, por supuesto, la época del nacimiento del rock’n’roll y la música pop. Toda una nueva industria cultural se abocó a satisfacer los gustos y hábitos de los jóvenes.
La posguerra trajo también renovadas expectativas en la innovación tecnológica. Es la época de los inicios de la era de la información y sus maravillas, de la aceleración de las telecomunicaciones, de gadgets (dispositivos) electrónicos cada vez más ingeniosos, de una nueva generación de electrodomésticos, de la exploración del espacio. Y porque estas hazañas pertenecían al futuro, pertenecían, por tanto, a los jóvenes.
La cultura predominante, patriótica, tecnocrática y consumista, la sociedad del sueño americano de los cincuenta, vivía en un universo de absolutización de la juventud. Pero, también, la crítica y la rebelión contra esos valores, en los sesenta, fue una historia escrita y protagonizada por los jóvenes y para los jóvenes.
La contracultura sesentista combatió las estructuras y valores establecidos, y abrazó las causas de casi todos los grupos oprimidos, desde los derechos civiles al feminismo y a la antipsiquiatría. Pero hay una fuente de sufrimiento y una forma de injusticia que ni siquiera se llegó a plantear: la del olvido y la postergación de los más viejos. Por el contrario, los mayores no tenían para el movimiento contracultural otra connotación que la de los villanos a derrotar: la generación de sus mayores, con sus odiosas y conservadoras ideas.
Hoy resulta paradójico que uno de los pensadores más activos en la desmitificación del culto a la juventud y el vaticinio de un futuro dominado por los mayores sea uno de los principales íconos de la cultura juvenil de los sesenta, y nada menos que el acuñador de la palabra “contracultura”, el historiador Theodore Roszak.
A la distancia, Roszak recuerda con ironía su ingenuidad de la época:
“Cuando escribí El nacimiento de una contracultura, reflexiones sobre la sociedad tecnocrática y su oposición juvenil, no podía imaginar a nadie cambiando el curso de la historia que no fueran los jóvenes, a no ser los más jóvenes aún. Por ‘conflicto generacional’ yo entendía la lucha de los, por entonces, jóvenes contra los, por entonces, viejos, en nombre de un sociedad más humana, más tolerante y más intelectualmente osada. Pero en los años desde entonces, he venido a darme cuenta de que la noción misma de ‘cambio’ que permeaba el libro era la forma de un joven de ver la vida. Creer que el cambio viene del fervor ideológico, que la historia se hace a través de imponer brillantes ideas no probadas, es un triste, aunque muy común malentendido […]. Es necesario algo de crecimiento y algo de maduración para aprender que los cambios duraderos provienen no de teorías o principios, sino de una sabiduría del corazón -con lo cual quiero decir verdades que uno aprende de una vida completa y bien examinada-” .(Roszak, 1998, p. 12)
Como prácticamente toda la sociedad de su época, Roszak reconoce haber sido víctima de la racionalmente absurda absolutización de la juventud, sueño del cual habría de despertar recién a fines de los ochenta, cuando la edad golpeó a su propia puerta.
Luego de sobrevivir, gracias a la tecnología, una seria crisis de salud que seguramente habría sido letal muy poco tiempo antes, Roszak dice haberse percatado de que tanto él como, pronto, muchos de la contracultura juvenil a la que una vez había retratado y dado nombre, probablemente, habrían de llegar a avanzada edad; una perspectiva para la que ni él ni sus exestudiantes estaban preparados.
“La longevidad no tenía ningún interés para mí hasta que me di cuenta de que tenía razonables chances de llegar a la vejez. Al igual que muchos otros de mi generación, habiendo vivido una era dominada por una exuberante cultura juvenil, era proclive a esperar el mayor tiempo posible antes de pasar a los capítulos que aguardan al final de la vida. No tenía razones para pensar que encontraría allí algo de interesante. Afligido durante muchos años por una grave enfermedad, no estaba seguro siquiera de que viviría lo suficiente para alcanzar esa parte de la historia”.
Desde entonces, el autor conocido por su retrato de la contracultura juvenil de los sesenta, publicaría Longevityrevolution (2001), Americathewise (1998) y Themaking of anelder culture (2009), para indagar una mucho más silenciosa, pero -al menos así él lo espera- más enraizada y duradera “revolución de la longevidad”, que, gracias a una progresión tecnológico-demográfica largamente soslayada, estaba renovando utopías que se creían abandonadas.
A partir de algunas pinceladas introductorias al ensayismo último de Roszak, estas páginas procuran incitar a la reflexión sobre la transición cultural que ha de acompañar a la inexorable tendencia demográfica al envejecimiento poblacional.
El fin de la abundancia sin finy el desvelamiento de la longevidad
La longevidad masiva comenzó a adquirir notoriedad recién a inicios de los setenta, cuando el ciclo de bonanza económica iniciado en la posguerra llegó a su fin. Tras años de optimismo, en los que se pensaba que nunca se repetiría el crac de 1929, la crisis del petróleo, el estancamiento, la inflación, el desempleo y -por supuesto- el déficit fiscal, trajeron aparejado el retorno del pesimismo. Fue una época en la que la abundancia dejó de parecer ilimitada, al tiempo que comenzó a hacerse obvio lo que la euforia de la prosperidad sin fin había conseguido eclipsar: el mundo solo puede hacerse más viejo. Muchos demógrafos, economistas, políticos y ambientalistas comenzaron a ver este hecho con creciente preocupación, cuando no alarma. El libro Thepopulationbomb (Ehrlich, 1968), con su alarmista diagnóstico neomalthusiano, habría de tener fuerte impacto en la sensibilidad colectiva. Es, también, por entonces que el Club de Roma publica el informe Los límites del crecimiento, sobre los peligros de la superpoblación y la escasez de recursos. Y es, además, la época en que el pensamiento neoliberal comenzó a acceder al poder y a encaramarse en los departamentos universitarios.
El efecto de la longevidad masiva se convirtió en uno de los tópicos predilectos de los economistas neoliberales que comenzaron a ocupar puestos en las universidades. El aumento de la longevidad y el envejecimiento poblacional eran vistos como perversiones del Estado de bienestar keynesiano que no podían más que implicar una inminente calamidad fiscal.
Gracias a los entitlements (derechos garantizados por los monumentales programas de seguridad social iniciados por el New Deal y ampliados por las leyes de Medicare y el Medicaid, en 1967), los países industrializados se estarían llenando del tipo equivocado de gente. Gente vieja, por definición más preocupada por inversiones seguras y el costo de las prescripciones médicas que por la innovación y el desarrollo.
Llegados los ochenta, era la época del “Reaganomics” y el gobierno se proponía desmantelar los entitlements, en relación con lo cual prosperó una campaña de deslegitimación y hasta demonización de la gente de edad. La figura del greedygeezer, el vejestorio codicioso, es un estereotipo que Reagan se dedicó a alimentar: la imagen de los detestables padres de otros jugando golf en la Florida o a bordo de algún crucero en el Caribe, pasándola bien a nuestras expensas.
Esta propaganda encontró poca oposición en el sentido común. Los neoconservadores difícilmente eran los únicos disgustados por el avance de la longevidad: ecologistas y ambientalistas la ligaban a la superpoblación del planeta y, de hecho, la sociedad en general era casi completamente cándida respecto al asunto. El sentido común y la opinión pública eran “vírgenes” en relación con la idea de un mundo dominado por los más longevos. Ello, simplemente, no figuraba en el universo de posibilidades, porque no era parte de la experiencia cotidiana. Nunca había existido una sociedad con predominancia numérica de personas de edad en ningún lugar ni época de la historia. Por eso, mientras las estadísticas apuntaban al hecho de modo inequívoco, nuestra “estructura emocional” no incluía su posibilidad.
Es natural, por tanto, que los primeros en notarlo y señalarlo fueran aquellos centrados en la dimensión cuantitativa, matemática, de la sociedad, y en la escasez como factor en los problemas sociales. Es natural que fueran los econometristas neoliberales, que por esa época pasaban a dominar los departamentos de economía de las más prestigiosas universidades.
La cruzada neoliberal contra la seguridadsocial y la campaña antiedad
En las universidades y thinktanks neo-liberales, la oposición a los entitlements tomó el nombre de Contabilidad Generacional, escuela económica ocupada del supuesto peso financiero de la población jubilada sobre el resto de la nación. La cuestión no podría parecer más evidente, un simple asunto de números y tendencias. Háganse los cálculos, dice esta escuela, y los resultados son horrendos, una escandalosa injusticia intergeneracional. La economía keynesiana, con sus políticas de subsidios a los menos “aptos”, habría propiciado una expansión antinatural de la longevidad.
Con generoso financiamiento de la comunidad de Wall Street, la campaña ideológica contra la seguridad social avanzó prácticamente incontestada. Liderados por el multimillonario banquero y exsecretario de comercio de Nixon, Peter Peterson, paladín del movimiento hasta hoy en día, los grandes brókeres tuvieron poca dificultad para persuadir a los líderes de opinión.
Dice Roszak que “la más cruel” de las tácticas de dicha campaña fue la de azuzar a los jóvenes contra los viejos en un manufacturado conflicto generacional. Las páginas editoriales se plagaron no solo de inquietantes argumentos financieros y mares de estadísticas “probatorias”, sino de una vitriólica retórica moral contra la “nueva clase de parásitos” y su “disfuncional modo de vida”.
Asociando implícitamente una cuestión financiera al crimen más despreciable, los contadores generacionales acuñaron la expresión “abuso infantil fiscal”, que pasó a ser moneda corriente hasta el día de hoy en editoriales de prensa y en boca de políticos de las más variadas orientaciones. Solo como ejemplo, ese era el título de un editorial de 1994 en TheJournal Record, que así comenzaba:
“La batalla contra el generalizado abuso infantil no podría merecer una mayor prioridad nacional. Pero, a medida que nuestra asombrosa deuda nacional […] aumenta año a año, una abusiva dimensión económica se agrega también para nuestros hijos no nacidos. Qué desagradable forma de abuso infantil fiscal, en verdad. Y ejercerá un impacto debilitante sobre cada aspecto de sus vidas por incontables generaciones por venir”. (Journal Record, 1994)
A fines de los ochenta, la cuestión era ya un “punto pacífico” -tal vez el único- en el que concordaban los neoliberales con sus rivales en la academia y la gran prensa. En 1995, el keynesiano y futuro Premio Nobel de Economía Paul Krugman escribía que “los Estados Unidos y otros gobiernos occidentales se han convertido en máquinas de transferir ingreso de los trabajadores a los retirados” (citado en Roszak, 2001, p. 45). En un sonado artículo en la revista del New York Times, el economista del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) Lester Thurow, preeminente exponente de la por entonces en boga “tercera vía”, llegó a predecir -en 1996- que “… en los próximos años, la lucha de clases deberá ser redefinida como los jóvenes contra los viejos”. Thurow iba al punto de sugerir que el problema ponía en riesgo incluso a la propia democracia. “Si los gobiernos democráticos no encuentran una manera de cortar los beneficios a la mayoría de sus propios votantes, entonces no tienen futuro a largo plazo” (Thurow, 1996).
Hacia las últimas décadas del pasado siglo, y reforzado por la opinión autorizada de los académicos. se generalizó el supuesto de que la longevidad masiva y el envejecimiento creciente de la población significan un lastre al progreso y una verdadera expoliación de generaciones venideras.
Así, a medida que la ciencia médica conquistaba nuevas fronteras, haciendo posible disfrutar vidas cada vez más prolongadas, se fomentaba en el sentido común una mezcla de celebración y culpa. Cuando se piensa en el aumento de la expectativa de vida, la imagen que surge es la de decrépitos ancianos vegetando por cada vez más tiempo gracias a sofisticados y costosos aparatos, medicinas y tratamientos, mientras hay niños que mueren de hambre y jóvenes que no tienen para estudiar. Si bien todos desearíamos vidas más largas para nosotros y nuestros seres queridos, ¿cómo podemos concordar con semejante inversión de valores?
Existe en el sentir colectivo la impresión de que el anhelo de vivir más allá de los límites acostumbrados es un exceso mórbido, una perversa forma de egoísmo hacia los propios hijos y las próximas generaciones. La imagen predominante de los viejos es la de holgazanes hoscos y conservadores, que malgastan su tiempo jugando canasta.
Ante la inocencia del sentido común, se logró consolidar con gran éxito la imagen de la población mayor retirada como un grupo de interés; un gigantesco lobby enfrentado al resto de la sociedad en su interés por maximizar sus años de ocio subvencionado y en su misión de defender y ampliar la enorme parcela de riqueza irresponsablemente otorgada por el Estado keynesiano de bienestar.
La contracultura senil de los setenta, ochentay más allá
Paralelamente a ese discurso economicista, se fue fraguando una interpretación alternativa, positiva, del significado y la funcionalidad de la inevitable transición histórica hacia la gerontocracia. En dicho tipo de visión, el acelerado proceso de expansión de la expectativa de vida y de envejecimiento poblacional es evaluado como el umbral de una nueva fase superadora de la sociedad consumista, darwinista y utilitarista moderna, en favor de principios más racionales y significativos de organización social, derivados de la sabiduría de los “ancianos de la tribu”.
A diferencia de los análisis provenientes de departamentos universitarios de economía, esta filosofía proedad emergió del seno mismo de lo social, de los propios activistas y protagonistas que encarnaban el nuevo peso numérico y político del sector más longevo de la sociedad. Emergió del propio mundo de los adultos mayores, respaldados ahora por un sólido sistema de seguridad social -y, por eso, más independientes de sus familias y de la caridad: por primera vez, suficientemente fuertes y libres para opinar, organizarse y exigir-.
Emergió de pioneros en las áreas profesionales dedicadas a la atención y el cuidado de la población de edad, como el médico e investigador Robert Butler, padre de la gerontología moderna -el estudio integrado de los aspectos sociales, psicológicos, cognitivos y biológicos del envejecimiento-. Otro ejemplo es la activista Maggie Kuhn, y el grupo de mayores que, junto a ella, fundó, en 1972, el movimiento intergeneracional antidiscriminación por edad, conocido como Gray Panthers (Panteras de Cabello Gris), mote atribuido originalmente por la prensa para referirse a la semejanza de su estilo confrontacional de protesta con el de los Black Panthers, la organización negra de autodefensa de los sesenta.
Desde sus respectivos ángulos de actividad, y mientras la cultura juvenil acaparaba todas las atenciones, Butler y Kuhn habían convivido de primera mano con la ignorada realidad de los adultos mayores en la era de la abundancia y la juventud y, desde sus respectivos ángulos, llegaron a similares conclusiones generales. La tecnología estaba expandiendo tan rápidamente la expectativa de vida y, por lo tanto, el número de adultos mayores, que la sociedad no había tenido tiempo de adaptarse. “No hemos absorbido emocionalmente el hecho de que los avances en medicina y salud pública hacen posible a millones de personas llegar a la ancianidad con razonable salud” (Butler, 1975).
Entre 1955 y 1966, Butler había sido investigador principal del primer gran estudio longitudinal interdisciplinario de personas ancianas sanas, realizada por el NationalInstitute of Mental Health, que resultaría en el referencial libro Human aging, cuya conclusión más general fue que la senilidad no es inherente al envejecimiento, sino una profecía autocumplida por las expectativas del estereotipo. En 1968, Butler creó el neologismo “ageism” para denominar la discriminación por edad. En 1976 ganaría el premio Pulitzer, por su libro Whysurvive?: beingold in America (Butler, 1975), y sería nombrado como primer director del nuevo NationalInstituteonAging,
Kuhn, a su vez, en el contexto de su trabajo para la Iglesia Presbiteriana, había pasado los años sesenta visitando hogares para la tercera edad a cargo de dicha denominación. Su conclusión general la resumió en un comentario de uno de los ancianos por ella entrevistados: los hogares de retiro son “glorificados corralitos para bebés”, donde los mayores son depositados en el presupuesto de que la vida es un arco que retorna naturalmente a la incapacidad y dependencia de la primera infancia.
Kuhn fundó los Gray Panthers cuando fue dispensada del empleo que amaba en la Iglesia Presbiteriana, debido a una ley de jubilación compulsiva a los 65 años, vigente en la época. Junto a otros damnificados por la misma ley, creó la organización para protestar contra esa situación puntual, pero viendo todas las formas de injusticia como inevitablemente ligadas. Los Gray Panthers se constituyeron desde un principio en un movimiento por justicia social y derechos humanos en general, que tomaría partido en los principales temas nacionales, con la defensa de la seguridad social y la oposición a la Guerra de Vietnam como puntos fuertes de sus reivindicaciones.
Bajo el liderazgo de Kuhn, los Gray Panthers llegaron a los cien mil miembros e inclusive se extendieron a otros países. Justamente, al tiempo que la generación juvenil de los sesenta entraba en un largo período de descreimiento y encogimiento de hombros (el “Big Chill” que puso abrupto fin a la contracultura), los adultos mayores recogían sus banderas e iban más allá. Era la primera vez en la historia que se planteaba un punto de vista mayor sobre las sociedad y los grandes problemas. “Como ancianos de la tribu tenemos que asegurarnos de no ser apenas un poderoso lobby,” decía Kuhn, sino asumir la responsabilidad de “ancianos tribales preocupados por la supervivencia de la tribu”.
La nueva filosofía proedad
Desde este punto de vista, el fenómeno de la longevidad, lejos de ser un asunto puramente económico, se inscribe en una densa espiral de aspectos históricos, culturales, sociológicos, psicocognitivos y éticos, que, en conjunto, “invierten el signo” del diagnóstico. Para esta línea de interpretación, el análisis demográfico-económico-matemático del alarmista diagnóstico neomalthusiano resulta casi cómicamente simplista y divorciado de la realidad.
Contra la manufacturada guerra de generaciones,por el fortalecimiento del “compacto intergeneracional”
Para comenzar, la categorización misma de la población retirada como un grupo con intereses propios y enfrentado al resto de la población no pasa el escrutinio del más básico sentido común. Como dice Roszak, los viejos no son algún tipo de antagónico “grupo de interés”, son personas que responden a los nombres de “mamá”, “papá”, “abuela” y “abuelo”. Los jóvenes son hijos de los viejos, están en el mismo barco y tienen todas las razones para hacer causa común con ellos. El discurso neoliberal sobre el envejecimiento poblacional se basa en la negación de aquellos mismos valores que los conservadores dicen defender en el plano moral: los lazos familiares que unen a las generaciones.
Desde sus comienzos, el nuevo movimiento proedad se había propuesto contrarrestar toda idea de conflicto entre generaciones. En todo momento, el mensaje es de integración entre las distintas edades dentro de la sociedad. Tanto Kuhn como Butler denuncian el discurso economicista de una guerra entre generaciones, por los fondos públicos, como una cortina de humo para desviar la atención pública de los verdaderos problemas: el desmedido presupuesto militar y las extravagantes reducciones impositivas a los más ricos.
Revisando la historia
Una simple revisión de la historia, a su vez, disuelve la falacia de sentido común según la cual la expansión de la longevidad es resultado de políticas e inversiones dirigidas a privilegiar a la población de más edad. Los avances científicos y las políticas sociales y sanitarias que aumentaron la expectativa general de vida, y que generarían una población mayor sostenidamente creciente, poco o nada tuvieron que ver con medidas destinadas a los mayores.
El discurso neoliberal contra la seguridad social retrata a los mayores retirados como un poderoso grupo de interés privilegiado por la políticas sociales. Pero la historia muestra que los mayores han sido las peores víctimas del industrialismo, dice Roszak. En la época de la revolución industrial, pertenecían a los “pobres impotentes”, la indeseable clase de dependientes incapaces de trabajar y que no valía la pena salvar.
Las primeras medidas humanitarias y sanitarias, que a la larga desembocarían en una creciente población de adultos mayores, estaban, en realidad, destinadas a niños y bebés. Más bebés sobrevivían y, aunque nadie lo predijo en su momento, ese era el primer paso en la dirección de la longevidad masiva. Los bebés eran el blanco, pero el resultado no previsto era un creciente número de personas mayores.
Por su lado, los avances en seguridad social que otorgan una más justa retribución a aquellos que han trabajado toda su vida y ya no pueden valerse por sí mismos no estaban originalmente dirigidos a ellos. Hasta los años setenta, a diferencia de los sindicatos obreros, o de los varios lobbies opuestos a cualquier tipo de plan público de pensiones, los adultos mayores no tenían voz en la vida política de ninguna nación.
Antes de la gran depresión y el surgimiento del Estado benefactor a fines de los años treinta, no existía ningún sistema público de retiro o pensiones a la vejez, y el cuidado de los ancianos se suponía responsabilidad voluntaria de sus familias o instituciones caritativas.
En la perspectiva voluntarista-caritativa, se asumía que los años finales del grueso de la población trabajadora serían mustios e intrascendentes. Las compañías para las que habían trabajado no les debían nada una vez fuera de sus planillas de pago. Los veteranos que no habían acumulado lo suficiente durante sus años activos eran vistos como simples perdedores en la gran carrera por el éxito. En un mundo competitivo, ¿qué más podían esperar? Cualquier cosa más allá de su escuálida dependencia sería tan solo un desincentivo a la iniciativa y el ahorro.
Inclusive en el plan de seguridad social de Roosevelt de 1937, la motivación principal no era la compasión por los más viejos. Las pensiones eran otorgadas a cambio de un retiro temprano de los trabajadores mayores para abrir puestos de trabajo a jóvenes desocupados.
A pesar de esos indirectos progresos, y de la gran prosperidad de que disfrutó la sociedad durante las décadas de postguerra, la situación de la rápidamente creciente población retirada fue la de un simple subproducto de la sociedad de la abundancia, al que, sin embargo, se le negaban sus frutos. Según Michael Harrington, en TheotherAmerica, su clásico estudio sobre la pobreza en Estados Unidos, aún a principios de los sesenta la mayor parte de la población retirada se ubicaba en lo más bajo del orden socioeconómico (Harrington, 1962).
Y para la porción que efectivamente vio mejorar su situación, las transformaciones en su vida social se basaron en el tradicional estereotipo negativo sobre la edad. A medida que los mayores fueron adquiriendo alguna disponibilidad económica, pareció natural, incluso para ellos mismos, que la utilizaran para esfumarse de la escena, como si el mundo debiera ser dejado a los jóvenes.
Es así que, en los años sesenta, surge con enorme éxito un nuevo modelo para la vida en jubilación: la comunidad de retiro, un nuevo tipo de ciudad cercada, específicamente diseñado para mayores retirados. Típicamente dotadas de amenidades, como centros de recreación, shopping centers y -claro está- abundantes campos de golf, la comunidades de retiro se multiplicaron como hongos en el “cinturón del sol”, la cálida franja austral de Estados Unidos. Cuando en 1960 se fundó la primera y más icónica de ellas, Sun City, en pleno desierto de Arizona, se presentaron cien mil aspirantes a compradores, cinco veces más que los esperados, lo que motivó su rápida ampliación y la fundación de otras similares.
Aún las colosales leyes de seguridad social promulgadas por Johnson, en 1967, pueden -según Roszak- ser interpretadas no tanto como un gesto de compasión hacia los viejos, sino como una apuesta en el promisor descubrimiento de la posguerra: esa inagotable fuente de energía e innovación, de rebelión y progreso, llamada “juventud.” Más que a los adultos mayores, dichas leyes habrían sido una concesión a sus hijos, los babyboomers , que los libraba de la perspectiva de encargarse de sus padres en sus años de ocaso.
En pleno auge del ethos de la juventud y aún bajo la creencia en la abundancia ilimitada, la sociedad estuvo complacida en votar para empacar a los mayores en casas rodantes y comunidades de retiro. Según Roszak, la masiva huida de mayores a guetos recreacionales “… es un sello de la identidad juvenil de la época tanto como la insurgencia en los campus universitarios” (Roszak, 2001, p. 101).
La revolución de la longevidad
De acuerdo con lo que acabamos de ver, inclusive hasta los años sesenta, los adultos mayores no constituían un grupo suficientemente numeroso u organizado como para poseer una identidad etaria y una función social propias. Pasada la edad jubilatoria, en general, la persona no tenía otra dedicación que el ocio a la espera del deceso. No existía una “índole psicológica” o un estilo ético específicos de la tercera edad, ni existían capacidades distintivas desde la cuales la cohorte mayor pudiera contribuir a la vida social.
Es recién en los setenta que la balanza del número y el poder comienzan a inclinarse hacia la edad. Una conjunción de procesos concomitantes marca un punto de inflexión en el que, por primera vez en la historia, los más longevos se convierten en una cohorte con poder e identidad propios.
Como vimos, es en esta época que los adultos mayores forman organizaciones y un movimiento social orientados no solo a la promoción de sus derechos, sino de la justicia social y los derechos humanos básicos.
Una vez que la balanza comienza a inclinarse hacia el predominio de la edad, lo hace cada vez más aceleradamente, en un proceso en que tecnología, demografía, economía y cultura se retroalimentan. El gerontólogo Kenneth Dychtwald desarrolló el concepto de la “ola de la edad”, para referirse a la transición sociocultural masiva hacia el predominio de la edad, provocada por el entrecruce de fuerzas demográficas, económicas y culturales (Dychtwald y Flower, 1990).
Roszak, un autor más político, habla de “revolución de la longevidad”, en el sentido de una verdadera transformación social y política que tiende a disolver la legitimidad del modelo tecnocrático y militarista imperante. Pero, a diferencia de la noción habitual, aclara Roszak, esta no es una de esas revoluciones que se pelean en las barricadas y que raramente acaban en el resultado planeado. La de la longevidad es una revolución sin líderes ni plan, tan silenciosa como inevitable. Y no puede ser derrotada, no puede fracasar, ya que es una faceta inherente al desarrollo de la moderna sociedad industrial. Prácticamente, toda medida destinada a resolver algún problema, o a mejorar el confort y la calidad de vida de alguien, contribuye, directa o indirectamente, a expandir la longevidad. Campañas por el uso del preservativo, leyes contra el alcohol al volante, mecanismos de seguridad en los automóviles, prohibición de fumar en locales cerrados, control de toxinas en los alimentos, alimentación saludable en las cafeterías de las escuelas, son todas acciones del día a día que confluyen como afluentes en el gran río de la longevidad.
En contraste con el sombrío diagnóstico neoliberal, se va formando una visión de la longevidad como un derivado natural y deseable del progreso y la civilización; como un movimiento a favor de la vida, invencible por ser expresión del más simple y elemental anhelo del corazón humano: el de vivir un día más. Tan espontáneamente como la gente quiere respirar, quiere vidas más largas y saludables, dice Roszak.
Esta tendencia histórica general es reforzada y profundizada -sugieren tanto Butler como Dychtwald, y también Roszak- por un hecho histórico contingente: la maduración de la voluminosa generación de los babyboomers. Ellos son la “protuberancia” en la curva de natalidad de posguerra, los protagonistas de la contracultura juvenil de los sesenta. Aunque más no sea por su volumen numérico, esta abultada generación ha visto amplificadas e intensificadas sus ideas y sus experiencias en cada etapa de sus vidas, señala Dychtwald. Cada vez que alcanzaban una nueva etapa, las cuestiones que les concernían se tornaban el tema dominante de su época. Ahora, a medida que arriban a la “cohorte mayor”, los babyboomers prometen hacerla no solo más numerosa, y por lo tanto políticamente más poderosa, sino, también, transformarla con sus prioridades y sus valores.
Capitalismo, envejecimiento poblacionaly el peso de la necesidad
Como mínimo, dice Roszak, es esperable que los adultos mayores incidan con sus prioridades en las agendas políticas. De acuerdo con el estereotipo, a medida que envejecen, los ciudadanos se vuelven más rígidos y precavidos, y son, por lo tanto, aliados naturales de la derecha conservadora. Sin embargo, no hay grupo que sea más dependiente que el de los adultos mayores de los grandes programas federales, que los conservadores se proponen desmantelar. Aunque no sea con base en razones ideológicas, es esperable que la cohorte más longeva tienda a promover una especie de “populismo de la edad mayor,” consistente en políticas compasivas y programas públicos de gran escala. Es difícil imaginar cómo se podría evitar que la longevidad y la expansión del gasto social continúen reforzándose mutuamente, sugiere Roszak. “Es como si la vida misma estuviera reclutando decenas de millones para una orientación política que socava la oposición conservadora al biggovernment” (Roszak, 1998, p. 21).
Y es esperable, también, que los adultos mayores aumenten la demanda de productos y servicios relativos a la salud y los cuidados, generando incentivos a la inversión en investigación médica -lo que redundará en un mayor avance de la expectativa de vida y, a su vez, un cada vez mayor peso político y mercadológico de los más longevos-, propiciando así la expansión y la creciente profesionalización del llamado “tercer sector” o “sector compasivo” de la economía.
Los críticos de la seguridad social y los contadores generacionales ven los gastos en salud como pérdidas más que como inversión. Los conservadores alertan que el capital que se precisa para lanzar nuevas industrias está siendo usado para mantener a los ancianos en el ambulatorio. Entre los prejuicios ocultos de la economía de mercado, dice Roszak, está la asunción de que una economía productiva está formada por gente joven y saludable; y refleja sus necesidades, no la de aquellos que son dependientes y ya nada tienen que aportar.
La economía de consumo es adicta a la movilización cada vez más rápida de mercaderías, sin importar si son bienes esenciales o frivolidades, remedios para el cáncer o cigarrillos, alimentos o armas. En la economía de consumo, el éxito económico se mide a través de indicadores ciegos, que solo miden cantidades económicas, nunca significado o valor moral. Siguiendo al sociólogo Paul Goodman y al economista John Kenneth Galbraith (1958), Roszak señala que, de la manera en que la economía está organizada, si el mercado de estéreos y autos se agota, toda la economía se estanca. Dice Goodman: “A no ser que las máquinas estén funcionando casi a su máxima capacidad, toda la riqueza y la subsistencia estarán en peligro. A no ser que todo tipo de producto sea producido y vendido, no es posible producir pan” (Goodman y Goodman, 1947, p. 189).
Sería por eso que, en la cultura de negocios, los jóvenes continúan siendo vistos como el principal nicho de mercado y el motor de la economía. El joven demanda novedades digitales y jeans de diseñador; la de los jóvenes es una demanda flexible, influenciable a través del marketing y la publicidad. El adulto mayor demanda implantes de cadera y operaciones de cataratas. Es una demanda rígida, que se desplaza lentamente y poco puede hacerse para acelerarla. Por eso, el lanzamiento del último iPad es primicia mundial de primera plana, mientras el de un aparato de tomografías es mencionado, apenas, en revistas técnicas especializadas.
Parece razonable suponer que la creciente predominancia social de los más longevos ha de tener el efecto de invertir gradualmente esas prioridades. Roszak ve en la expansión de la longevidad un proceso que tiende a disolver silenciosa y pacíficamente el círculo de dependencia de la política respecto a la economía de mercado y el consumo superfluo. De una economía de la escasez que todo lo mide en dinero, a una economía de la abundancia, que prioriza cantidad y calidad de vida.
Roszak explica que, a pesar de los prejuicios de la cultura empresarial, ella está atrapada en una lógica paradójica, por la cual sus propios valores han de convertirse en la fuerza impulsora de una nueva fase del industrialismo, en la que el principal motor del desarrollo no serán ya los autos, las computadoras o los transportadores espaciales, sino los servicios de salud, los cuidados y la biotecnología. Los empresarios, tarde o temprano, dejarán de resistir lo inevitable y abrazarán el proceso por el cual las necesidades de los abuelos, alguna vez el sector menos importante de la sociedad, pasarán a determinar las prioridades económicas.
Pero, más allá de este resultado causado por la inexorable presión de las necesidades materiales, la revolución de la longevidad se abre a posibilidades más amplias y difíciles de predecir, si se toman en cuenta factores psicológicos y culturales que entran en juego en la evolución espiral de la transición histórica.
Por un lado, se encuentran los trazos psicocomportamentales naturales de la etapa más avanzada de la vida, los valores y motivaciones correspondientes al estadio psicológico evolutivo superior.
Por otro lado, están los valores históricoculturales de la generación específica que ha de arribar a ese estadio de la vida en las próximas décadas.
El envejecimiento poblacionaly “la ecología de la sabiduría”
El pensamiento económico tradicional se basa en la suposición de un homo economicus fijo y abstracto, un agente utilitario movido por la acumulación de riqueza y la búsqueda de gratificación. Este concepto puede haber sido útil en tiempos en que la vasta mayoría de la población estaba compuesta de gente en la flor de la edad y la actividad económica era prácticamente dominada por varones rebosantes en testosterona.
Con el advenimiento de la dominancia masiva de la edad mayor, clichés como “no puedes llevártela contigo” o “los ancianos tienen sabiduría” comienzan a adquirir relevancia como factores en los planos sociológico y económico. Como dice Roszak, “… en los últimos años de vida, la filosofía se vuelve tan preciosa como el pan y más significativa que el dinero” (Roszak, 2009, p. 134).
El fatalismo neomalthusiano proviene de la demografía entendida como simple conteo de cabezas, dice Roszak. “Los números crudos cuentan, pero una evaluación refinada de los gustos, valores, ideales y sensibilidades es aún más importante”. Lo que muchos políticos y economistas aún no saben evaluar es algo que “marketineros” y publicitarios han aprendido hace mucho tiempo. La madurez altera los hábitos de consumo. Los números y los dólares pueden estar, pero la población mayor demuestra lo que ellos llaman una salesresistance (resistencia a las ventas) que se les presenta como formidable. Es necesario un nuevo tipo de cálculo demográfico, concluye Roszak, una “ecología de la sabiduría” (Roszak, 2001, pp. 224 ss.).
Así como el niño no puede evitar aprender a cada paso y a cada momento, los adultos, a medida que envejecemos, no podemos sino volvernos más sabios, dice Roszak. La sabiduría es experiencia examinada; emerge de cualquier vida ordinaria, siempre y cuando esa vida sea tomada en serio y sometida a reflexión.
Cuanto más avanzada su edad, mayores son las probabilidades de que una persona haya pasado por cierto tipo de experiencias que obligan a confrontar cuestiones últimas y reflexionar sobre el sentido de la vida, como emergencias médicas y crisis mayores de salud. Hablando por experiencia propia, Roszak asegura que, así como “no hay ateos en las trincheras”, no los hay en las salas de cuidados intensivos. La emergencia médica es el “rito de pasaje” de una sociedad tecnológica cada vez más longeva. La sabiduría es el resultado, duramente ganado, de la reflexión sobre experiencias que solo la edad puede aparejar: las grandes decepciones, los encuentros cercanos con la muerte, la pérdida de seres queridos.
Hay en esto una profunda contradicción: las personas de más de cincuenta están entre nosotros gracias al progreso industrial; son los mayores beneficiarios de la moderna tecnología y la ciencia médica, dice Roszak. Sin embargo, los valores que surgen naturalmente con la longevidad no son los que una vez hicieron posible dicho progreso, sino que pueden conducirlos a una penetrante crítica de la modernidad a medida que envejecen más allá de la enloquecida carrera por las recompensas del mercado. La élite empresarial, fervientemente empecinada en transformar el planeta en una despiadada economía global, lo último que desea es una inquisitiva discusión sobre el significado de la vida, los valores superiores y las responsabilidades éticas.
Los ancianos tienen el potencial de cualidades de reflexión y observación que solo pueden provenir de haber vivido una vida entera, dice Butler. Para Roszak, únicamente la larga experiencia de vida sería capaz de propiciar el desapego que “contrarreste el principio de realidad que rige las almas”, la “teología” de la economía de mercado y su tenaz compromiso con el individualismo competitivo y el lucro.
El factor boomer
Otro tema común y central entre los autores de la “ola de la edad” o “revolución de la longevidad” es el del papel de los particulares valores y motivaciones que han de predominar en la próxima generación mayor, la abultada y experimentada generación de los babyboomers.
La generación boomer posee un conjunto singular de experiencias. Como ninguna otra, tiene experiencia en haber triunfado en desafiar normas y tabúes. Más allá de innegables excesos de ingenuidad y de la resignación de sus utopías durante los setenta y ochenta, la generación boomer puede arrogarse el haber marcado un antes y un después en la historia, y el haber producido avances innegables y tangibles hacia los ideales que se proponía. Inició el movimiento feminista y el movimiento gay, plantó firmemente el ideal de multiculturalismo en el mainstream de Occidente, revolucionó la moral sexual y fundó el movimiento ambientalista.
Roszak confía en que aquellos que, como jóvenes, enarbolaron iniciativas de justicia e igualdad, que triunfaron en derrocar a un presidente deshonesto e inescrupuloso y en detener una desastrosa guerra, no se van a conformar con desperdiciar su experiencia y el enorme poder que les confiere su número y su control de una vasta parcela de la riqueza nacional tomando sol en algún crucero o alimentando tragamonedas en el casino más cercano.
En los sesenta, aquellos jóvenes no tenían el poder del voto (en aquella época en Estados Unidos solo se podía votar a partir de los 21 años) ni controlaban la masa financiera que hoy controlan en la forma de entitlements, como para desafiar las estructuras establecidas. Ahora tienen el poder del número y el poder económico para culminar su obra inconclusa. Pero, sobre todo, tienen la madurez y la profundidad que solo la edad y la experiencia de una vida vivida pueden proporcionar.
Los entitlements y los beneficios y garantías concedidos a la población jubilada, si bien pueden no haber sido concebidos con la finalidad de emanciparla, una vez otorgados, tienen el efecto de empoderarla cada vez más. Y nada puede ser más incompatible con la ética de negocios predominante que una generación de mayores sabios y empoderados, afirma Roszak.
Roszak dice no ser ingenuo respecto a que la generalidad de la población mayor está lejos de ajustarse a ese deseable ideal. Pero, de la misma manera, los que, en su momento, dieron identidad a la contracultura representaban una pequeña minoría de su cohorte generacional. Después de todo, la mayoría de los bebés de los años cincuenta siguieron los pasos de sus padres, y serían tan píos y patrióticos, tan respetuosos de la ley y tan complacientes con los ideales heredados como sus padres y abuelos. Pero los cambios en el gusto cultural y la conciencia moral de la sociedad, dice Roszak, “siempre comienzan en una minoría y esa minoría se puede tornar el alma de una generación”.
Reflexiones finales
En este ensayo, se ha procurado plantear la importancia del fenómeno del envejecimiento poblacional tanto en su calidad de objeto como en su calidad de fuente de no solo nuevas narrativas sobre el propio fenómeno de la edad, sino también de nuevos “grandes relatos” o “metanarrativas” -en el sentido general usado en la teoría crítica y el posestructuralismo-.
Aspectos más conocidos o estudiados del envejecimiento poblacional, como su propia descripción como fenómeno demográfico o su relación histórica con la dinámica del cambio tecnológico, han sido planteados solo de forma exterior y general como parte del contexto de la temática principal mencionada en el párrafo anterior. Es decir, la existencia del envejecimiento poblacional o predicciones como la de un futuro con predominancia numérica de los más viejos son en este artículo axiomas o asunciones de partida que se ha considerado innecesario o distractivo respaldar con detalles históricos o empíricos.
De la misma forma, la también muy estudiada y politizada problemática del envejecimiento poblacional, en relación con las dificultades de financiamiento de los sistemas de seguridad social, ha sido considerada como conocimiento recibido y solo referida en la medida necesaria a la argumentación.
El aporte pretendidamente original del artículo se haya, entonces, en la presentación de una tradición o narrativa que valoriza positivamente el fenómeno de envejecimiento poblacional y la predominancia futura de la población mayor, en oposición a la percepción predominante de este fenómeno como un problema o una mera cuestión de compasión social.
La estrategia analítica ha sido la de explicar la visión en cuestión en base a su planteamiento en el ensayismo último de Roszak, un autor conocido en el ámbito de las ciencias sociales académicas por su vinculación con la cultura juvenil. Este hecho paradójico ha sido utilizado como recurso expositivo, pero no significa que Roszak sea uno de los que dieron origen a la narrativa en cuestión. Como se ha explicado, la tradición presentada se originó dos o tres décadas antes de que Roszak la descubriera y contribuyera a divulgarla y desarrollarla desde fines de los años noventa.
Pero Roszak seguramente sí es el primer cientista social académico en captar y describir la problemática de la edad y las nuevas narrativas sobre ella. Roszak es un pensador que, como pocos, habitó el exiguo y riesgoso terreno que superpone la legitimidad académica y el activismo intelectual. Si su postura sobre juventud y vejez cambió, de alguna manera, diametralmente, su postura epistemológica y política sobre el papel del discurso intelectual se mantuvo incambiada desde su tiempo de líder y analista de la rebelión juvenil de los sesenta, siguiendo en esto el utopismo de Paul Goodman, otro pensador icónico para la contracultura sesentista. No es posible abundar aquí sobre la teoría del conocimiento de Goodman -que es, a la vez, una teoría moral-, pero basta decir que consiste, muy básicamente, en la idea de que la mejor manera en que un intelectual puede contribuir a la realización de una cierta utopía es intentar pensar y conducirse como si esta ya se hubiera realizado. El estilo ético real del pensador se convierte en prueba de la posibilidad de su utopía. El simple comportamiento real y cotidiano del estudioso o académico -no lo que abstractamente declara que se debe o debería hacer-, si es natural y examinadamente conducido de acuerdo con los ideales de la utopía que se propone realizar, se convierte en una prueba de que ella es posible, al menos para una persona. Si hay dos autores en que parece haber una sincera, permanente y significativamente exitosa búsqueda de la consonancia entre obra y vida, a lo largo de sus recorridos existenciales, esos son Goodman y Roszak.
Así, el estilo apasionado y -al menos para cierto gusto académico- un tanto politizado y hasta algo panfletario de Roszak es consciente y deliberado. Probablemente, ese estilo ensayístico ha trasuntado en la exposición de la tradición sobre la edad presentada en este ensayo.