Introducción1
Proponemos abordar un problema que está instalado en el sentido común respecto de las cuestiones educativas, pero que pocas veces es puesto en palabras a la hora de pensar las políticas educativas. Es aquel que refiere a la “pérdida de valores” y su consecuencia más clara a los ojos de nuestros ciudadanos: el problema de la violencia en los vínculos. ¿Tan debilitados están, en las instituciones educativas, los lazos entre docentes, estudiantes y padres que la única forma de hablar de lo que pasa en una escuela, en un liceo, es apelar a la violencia? Un primer impulso lleva a muchos a decir que sí. Y la respuesta se escuda en el hecho de que existe violencia en la sociedad. Pero, más grave aún, existe violencia en los centros educativos. Y cada vez que se produce un conflicto en uno de ellos, o que ocurre un hecho de violencia y toma difusión, reeditamos la sensación de que los valores se han perdido.
En este artículo sugerimos que no se han perdido los valores, que la vida cotidiana de un centro educativo no se reduce a los hechos de violencia que puntual y circunstancialmente ocurren, y que no todo lo que se denomina “violencia en la educación” lo es. Planteamos que parte de nuestros conflictos, incluso aquellos que devienen en violencias, surgen de la sensación de falta de respeto que se siente cuando un alumno, un trabajador, un padre entiende que no son respetados sus derechos. Y estos derechos ciudadanos tienen que ver con la posibilidad de ser tratado como igual, de expresar sus demandas, de participar y de estar.
El contexto es conocido: la entrada al siglo XXI nos encontró luchando contra los efectos devastadores del neoliberalismo. La pobreza; la carencia de trabajo; el aumento de la violencia delictiva; la difusión incontrolada de mensajes violentos en algunos medios masivos de comunicación; la vulnerabilidad de los niños, adolescentes y jóvenes; la desigualdad, entre otros, son procesos que las políticas del país intentaron abordar en los últimos quince años, desde una plataforma muchas veces invisibilizada en su matriz política por el impacto que las consecuencias de la desestructuración neoliberal impusieron. No obstante, si estas realidades nos han quitado ilusión, pensemos en el modo en que los triunfos de los nuevos gobiernos conservadores de la región han agravado estos procesos.
Sin embargo, el sistema educativo uruguayo impulsó una plataforma expansiva en diferentes ámbitos. Se continuó con el trabajo de integración de alumnos, con la construcción de escuelas, liceos y centros educativos terciarios; se generaron leyes que buscan plasmar derechos basados en aquellos valores incuestionables de Varela. Estos derechos se enmarcaron en las nuevas luchas y conquistas, fundamentalmente la inclusión, la no discriminación, los derechos de las mujeres, el combate a la violencia doméstica, los nuevos derechos sexuales y reproductivos, la protección en materia de salud por vía de la lucha contra el tabaco y la regulación de la producción de cannabis. Dificultosamente, se ha puesto en práctica un programa que amplía los derechos, integra la voz de los que menos poder tienen en la educación y defiende nuevas formas de convivencia y participación. Este trabajo se hace no sin contradicciones y en un contexto adverso que es preciso continuar transformando. Pero es claro que los gobiernos que sostuvieron esta plataforma en Uruguay fueron aquellos que más aumentaron la inversión en educación: creció el porcentaje del Producto Bruto Interno destinado a ella, mejoraron las condiciones salariales de los docentes y se realizaron varias inversiones, más allá de que estemos en un punto muy lejano al necesario. Para mostrar el contexto, señalamos algunos factores tales como la cantidad de centros educativos por subsistema, la permanencia del personal docente o la matrícula que, a nuestro juicio, es imprescindible tomar en cuenta para recordar que, junto a las concepciones políticas y filosóficas, los problemas estructurales y de diseño organizativo aún juegan un rol importante en la explicación del conflicto escolar.
Este es el concierto en el cual el problema de la pérdida de valores y del aumento de la violencia se hace presente. En este panorama, lo que pretendemos mostrar es que, más allá de las dificultades que todo marco institucional supone, la forma de abordar los conflictos depende también de la filosofía política que está por detrás, incidiendo en la interpretación de los problemas vividos en el contexto educativo. Si se parte de presuponer que las violencias expresan conflictos sociales y que la forma de trabajarlas deber pasar por el camino de la integración y de la defensa de los derechos, la perspectiva no puede suscribir que la violencia en la educación, cuando ocurre, sea objeto de una política criminal -como sucede con el bullying- o de seguridad. Debe ser objeto de una acción educativa. Es en los centros educativos donde se debe dar una respuesta a las conductas violentas de niños, adolescentes y padres, y esta respuesta puede tener dos sentidos. El primero: incriminar a los más vulnerables -pues la violencia de niños y adolescentes es la violencia de los vulnerables- y, el segundo, reforzar la exclusión. Ni qué hablar de los efectos que estas prácticas tienen cuando estas respuestas se producen en niños y adolescentes de los sectores vulnerables de nuestra sociedad, que suman a la debilidad que la niñez y la adolescencia conllevan, la que la falta de los soportes del trabajo y la protección social aún generan.
Para potenciar los derechos políticos de los niños y adolescentes, en Uruguay se ha impulsado el concepto de trabajo en convivencia. Este concepto se opone a las tendencias que reclaman rejas, alarmas, funcionarios policiales, asistencialismo y derivación psicológica. Si bien estos recursos han brindado cierta tranquilidad a los actores de la educación, claramente, la prevención del malestar se juega en la capacidad que un director tiene de impulsar un modelo de resolución del conflicto que ponga en palabras el desencuentro antes de que este llegue a manifestarse en la violencia contra el cuerpo. Y esa es la esencia de la democracia: la constitución de ciudadanía.
La falta de respeto y la “cultura de los jóvenes”
Émile Durkheim, uno los padres fundadores de la sociología y de la sociología de la educación, denunciaba como problema la creciente complejidad de las sociedades. Su preocupación se originaba en lo que denominaba como el problema de la anomia: la falta de normas que permiten la cohesión social. Así, la cuestión de los valores y de las normas quedó instalada en los fundamentos del debate contemporáneo como uno de los desafíos de la cuestión social. Se les asignó, en esa escuela de pensamiento, una función central: la de unificar aquello que el mercado de trabajo y sus dinámicas en el capitalismo naciente generaban.
Hoy, el debate sobre la cuestión social y la educación continúa teniendo centralidad (Tenti Fanfani, 2015) y permanece en el horizonte de expectativas la idea de que el dispositivo escolar asegurará la función de la integración social -la paz, el trabajo, la convivencia- por vía de los conocimientos y valores, aquello que Durkheim denominaba la moral laica (Durkheim, 1997). La pedagogía, la rutina escolar, la organización institucional del sistema educativo y los resultados de la práctica de enseñanza serán valorados a partir de la capacidad de los sistemas nacionales de educación de generar condiciones propicias en sus ciudadanos para fortalecer la integración de los sujetos en una sociedad compleja. Tal línea de pensamiento y construcción estuvo presente en Uruguay en el pensamiento de José Pedro Varela. Hoy, reactualizando su vigencia, la educación pública y nacional también procesa con tensión los cambios de época. Toda comparación indica que los nuevos públicos escolares, las transformaciones generacionales, los cambios socioculturales y los fenómenos de desintegración social y desafiliación, propios de fines del siglo XX, interpelan aquel imaginario unificado que el colectivo trae. La vida cotidiana de cada escuela, de cada liceo, acontece en un horizonte cultural marcado por la segmentación que rompe el ideal de universalidad bajo el cual nació la institución. Los valores instaurados por la matriz vareliana y que conforman la esencia de este imaginario, símbolos de ciudadanía para nuestro Estado-nación en ciernes y para la institucionalidad escolar emergente, se ven desafiados en la actualidad (Viscardi y Alonso, 2015).
Ello se observa concretamente en la matriz disciplinaria del sistema. Por disciplina, entiende Foucault el conjunto de prácticas que regulan los cuerpos, y es claro que las sociedades modernas forjaron sus instituciones sociales sobre la base de la regulación disciplinaria de los cuerpos. A ello, los sistemas educativos le sumaron un conjunto de saberes que permiten una ciencia social de la educación y se concretan en la pedagogía y sus prácticas. Es esta pedagogía la que se pone en juego en cada acto educativo. Devino luego una creciente pérdida de eficacia simbólica y material del conjunto de mandatos morales, normativos y disciplinarios que el sistema intenta refrendar, alimentando la frustración cotidiana de docentes y estudiantes, y estimulando el crecimiento de respuestas de defensa social, de culpabilización y estigmatización del otro y de patologización del conflicto escolar (Barreira, 2013). Simultáneamente, se consolidó una paulatina fragmentación cultural del sistema, impensada por aquellos que veían en la educación el mecanismo universal de combate a la desigualdad social y económica que el sistema capitalista generaba crecientemente (Tiramonti y Montes, 2009). Pero es verdad también que aquella voluntad política permanece anclada en las bases fundantes del sistema, originando la búsqueda de salidas a estos dilemas de la relación pedagógica. Esta búsqueda dispara acciones individuales, colectivas, programas, proyectos y dinámicas de anclaje de los nuevos principios, que pueden fundamentar una relación alternativa con el saber y asentarse en un conjunto renovado de dispositivos escolares. Por ello, hablamos de dinámicas de resistencia y dinámicas excluyentes.
En estas pugnas por reconfigurar el sentido de la educación, la cuestión de la cultura y de los jóvenes es clave en relación con el debate sobre normas y valores. A grandes rasgos, podemos situar la emergencia de la categoría jóvenes como sector social en el siglo XVIII (Galland, 1996), en un proceso concomitante con el desarrollo de la modernidad y de sus instituciones particulares. Específicamente, la expansión del sistema educativo a amplios conjuntos de la población, que se inició a mediados del siglo XIX y se consolidó en el XX, explica el nacimiento de la categoría “jóvenes” al mantener unidos, durante gran parte del día, a grupos de niños y adolescentes divididos en función de criterios etarios (Camilleri, 1985). Esto generó las bases para la formación de elementos culturales de identificación entre integrantes de las generaciones de jóvenes, que se produjeron y reprodujeron básicamente a través de la unificación que la institución educativa generó.
Pero, una vez generadas las bases, los elementos culturales para la identificación entre integrantes de las nuevas generaciones, los jóvenes pasan a ser una cuestión de la sociedad, un cuerpo sobre el que hay que producir efectos: aparece la necesidad de producir jóvenes capacitados, que termina en la expansión y la larga duración de una formación prolongada. Ello deriva, podríamos decir, en un “estiramiento” de la adolescencia y de la juventud, que es propia, muy especialmente, de la modernidad posterior a los años sesenta. Así, el baby - boom2 no genera la juventud como ideal, que estuvo presente en el imaginario de los años sesenta, sino la juventud como un ideal de masas (Bell, 1977; Marcuse, 1985). Esta masificación de la juventud, como toda masificación, supone la subjetivación como individuación, en relación con un nuevo campo generado por una sociedad tecnológica y de comunicación (Foucault, 2008; Bourdieu y Wacquant, 1995). De ahí que la juventud sea manipulable como imagen, esto es, como mediación, por la propia tecnología, muy especialmente después de la Segunda Guerra Mundial.
Asimismo, junto a este proceso de diferenciación social establecido en función de criterios etarios y funcionales, también fueron adscriptos a los jóvenes un conjunto de valores que, se entendía, poseían en función de esta pertenencia generacional, tales como la autenticidad y la tendencia al cambio o al cuestionamiento del orden social. Allí se inscribió también la fuente del riesgo: si falla el proceso socializador, falla la reproducción social, la estabilidad del sistema. A ello deben sumarse, a fines del siglo XX, procesos culturales vinculados a la difusión de los medios de comunicación que no solamente han generado un código y una estética juvenil propia, sino que además han definido lo juvenil y sus símbolos como referentes estéticos y valorativos de las sociedades contemporáneas.
La Sociología de la Juventud ha ido rompiendo la idea de que esta constituye una categoría social universal y adscripta a criterios fisiológicos o demográficos, señalando asimismo que existen distintos jóvenes, diferenciados por su desigual inserción en el tejido social (clase, familia, educación, vivienda, trabajo). Estas diferencias en las trayectorias se explican a su vez por procesos sociales -muchas veces de exclusión- que operan en cada sociedad y que, en general, conducen a señalar a los jóvenes como un grupo socialmente más vulnerable y desprotegido (dos Santos, 2002). De hecho, es como fruto de procesos socialmente construidos que, en algunos países, se es joven por más tiempo y que, en cada sociedad o sector social, algunos grupos que son considerados jóvenes no lo son en otros (Margulis, 2008).
A la luz de la noción de falta de respeto (Sennet, 2009), en tanto categoría analítica, podemos reflexionar sobre cuestiones relativas a la experiencia de la educación pública, los valores, las normas y la convivencia en los centros educativos. Esto es, al avance del derecho a la educación y a las concepciones de niñez y adolescencia impulsadas por la Convención de los Derechos del Niño. Veamos qué dicen los docentes sobre el respeto (o su falta):
“
”. (Entrevista 28, docente de Educación Secundaria, Montevideo)3El respeto debe venir de la casa, no todos, pero la gran mayoría como que ellos te tratan de igual a igual, y creen que pueden hablarte de igual a igual, yo siempre les digo, ni más ni menos: diferentes, es decir, con roles diferentes, y con derechos y obligaciones diferentes. Ha habido padres que vienen a decirte que no, que si vos exigís que te hable de determinada manera […] eso es ser autoritaria, o que hay cosas que no se las vas a permitir, entonces, ahí vos ves que hay un poco de confusión en las familia, se confunde autoritarismo con tener autoridad […] el chiquilín frente al mundo adulto tiene que saber que hay personas que tienen derecho a decidir determinadas cosas por ellos, porque ellos son todavía jóvenes e inmaduros, y que hay reglas que cumplir, eso es lo mínimo
“El respeto se ha perdido. Por eso a veces yo no sé qué decirles, cómo hacer. Ellos vienen acá y no sé a qué vienen, porque no te escuchan, te hablan mal. Entre ellos también, lo mismo. Como que vos esperas algo… que es imposible. Que entiendan que hay que estar, atender, escuchar, hablar bien al profesor. No sé qué hago acá”. (Entrevista colectiva, docente de Educación Secundaria, Canelones)
En el hogar radica la falla: no transmite los valores y eso se observa en el desconocimiento de las jerarquías y de las obligaciones. A ello se suman las diferencias generacionales. Ahora, ¿en qué consiste ese respeto? Parece vincularse al acatamiento de las normas establecidas en la institución.
“
”. (Entrevista 43, docente de Educación Secundaria, Canelones)Respetar tiene que ver con acuerdos que se tratan de la institución, por ejemplo, no usar gorro dentro del liceo, que nos había dado ciertos conflictos y peleas, y los robos de gorros: pueden usar gorros de lana, pero no esos gorros de visera que nos daban conflictos casi todos los días. Se implementó y lo tomaron, algunos no estaban de acuerdo, pero la gran mayoría lo acató y se responsabilizaron
La falta de respeto es también enunciada desde la ajenidad entre códigos que parecen establecer un “ellos” y un “nosotros”.
“
”. (Entrevista 44, docente de Educación Secundaria, Montevideo)Ellos manejan códigos que […] suponemos que son códigos adolescentes que ellos están marcando, pero cuando el otro se siente ofendido, o mal, bueno, intervenimos, tratamos de que el vocabulario sea el correcto porque más allá de que haya un vocabulario para la clase, es decir, no traer vocabulario de la calle en la clase, así tratamos un tema de respeto. Acá entran a tallar mucho los temas de valores […] evidentemente tratamos de mostrarles otra realidad
Pero también el respeto es entendido con un proceso de construcción entre los adultos y los jóvenes.
“
”. (Entrevista 25, educador de Educación Secundaria, Montevideo)Considero que hay una base de respeto importante que, ya te digo, los chiquilines la tienen incorporada y, bueno, algunos se zafan, son adolescentes y yo a veces cuando algún profe me trae a alguno, bueno, pero nosotros somos adultos y somos docentes, tenemos doble responsabilidad. El chiquilín está creciendo y es un proceso natural, no es justificar, pero si es entender, marcarle y todo lo demás, pero es natural, son adolescentes, pero, si ya acá hay por ejemplo profesores que vienen de otros lados te dicen: ‘hay como una…, algo que se huele, que se percibe’ y no se sabe bien cómo se formó, pero ahí está ese trabajo previo, eso está, está, ahora no nos sentamos a poner normas
¿Qué dicen los estudiantes sobre el respeto?
“
”. (Entrevista 16, estudiante de Educación Secundaria, Canelones)Es la forma en que nos relacionamos con los profesores, porque de mañana es como que el profesor es el profesor y ahí está y se respeta. Es superior a nosotros, y de tarde en los talleres es como que es uno más de nosotros […] todos hacemos algo juntos y nadie es diferente al otro, nadie es superior al otro. Con algunos profesores no tenés trato, es solo profesor - alumno, o sea, uno no pide más que eso. Pero ya al pasar a los talleres es diferente, es otro tipo de estudio porque no es lo mismo tener a un profesor que esté frente tuyo con un pizarrón y tener un profesor que te enseñe con la práctica […] De mañana en las materias se tiene buen trato, todo con respeto, pero no se tiene tanta comunicación uno con otro, el alumno y el profesor no tienen comunicación
En este contexto, aún se reclama el respeto a la autoridad docente fundada en el lugar del cargo y la importancia del “saber”, y el silencio como símbolo de orden y escucha que conlleva al “elogio de la invisibilidad”, la condena del conflicto y su mirada desde un enfoque de seguridad, y la relación comunidad / Estado, en términos de exclusión de la primera en aras de la primacía de una “razón universal” que el segundo representaría. La idea del respeto, aquello que es reclamado sistemáticamente por parte de docentes, padres y alumnos, se instala como expresión polifacética que adquiere un valor sustantivo para comprender estos procesos (Viscardi, 2016).
En tanto término polisémico, su importancia radica en el potencial que tiene como puente simbólico (Isla, 2006) entre aquello que el Estado hace y lo que los actores experimentan. Asimismo, los contextos educativos tienen complejas formas de intercambio que se expresan en los gestos, los conceptos, los premios, las notas, las festividades y la corporalidad, que dan cuenta de una agonística del vínculo (Mauss, 2009). En este sentido, se establecen ciertas ligazones entre respeto y autoridad:
“
”. (Entrevista 24, docente de Educación Secundaria, Montevideo)No solo lo académico sino las actitudes de los alumnos, como que pueden hacer cualquier cosa y está todo bien. Hoy ya vienen a discutir con el profesor. Porque ya saben que la madre va a venir, y va a discutir y va a apoyar al hijo, obviamente, que no va a apoyar al docente. Porque yo siempre les digo a principio de año: ‘yo no mando a nadie a examen’, ustedes van porque lo eligen. Si ustedes siguen los lineamientos, las propuestas, las pautas para poder avanzar, ustedes van a pasar. Ustedes van a trabajar, van a escuchar, van a participar, van a cumplir con las tareas, van a poder hacer escritos, van a poder ir hacia adelante y van a tener notas de promoción. Pero si ustedes deciden charlar, molestar todo el tiempo, no escuchar, no saber qué hacer, ustedes están eligiendo ir a examen
La autoridad y el reconocimiento también son puestas en cuestión por las familias de los alumnos.
“
…”. (Entrevista 26, docente de Educación Secundaria, Montevideo)Se ve cada vez más la ausencia de las familias, también hay más padres que vienen a interpelarte en vez de venir a tratar de ver cómo juntos podemos ayudar a su hijo. No. Ellos vienen a atacarte, a interpelarte, a desaprobarte muchas veces delante del chiquilín, y eso es lo peor que podés hacer. Ha cambiado totalmente el perfil de los chiquilines […] principalmente en el tema del vocabulario, ellos te contestan como si fueras un igual
El sentimiento de pertenencia y la experiencia educativa
La idea de que la educación es un derecho tampoco parece calar en el sentido común por momentos: “Ellos, con sus actitudes, van perdiendo el derecho a la educación” (Entrevista 33, docente de Educación Secundaria, Montevideo).
Al centrarnos en estos procesos, encontramos algunas explicaciones que muestran las dificultades existentes a la hora de ampliar el concepto de sujetos de derecho que aún hoy choca con las rutinarias prácticas de ejercicio de la disciplina entendida como seguimiento de la norma institucional, control del cuerpo y aceptación de los mandatos curriculares y normativos propuestos por la institución. Es así que se obtiene, para muchos actores, el deseado “orden escolar”, confundiendo orden con norma y norma con prohibición. El sistema de enseñanza se transforma en una “jaula de hierro” en la cual la búsqueda del orden entendido como disciplina y restricción sustituye el vacío de sentido del intercambio educativo. Conocimiento y vínculo se sustituyen por burocracia y control. La respuesta a este dilema suele buscarse en la “falta de valores” de los adolescentes o de sus familias.
Esos valores que el estudiante tendría que “traer” de la casa y su enunciación desde la “falta” dejan al descubierto la percepción de una fractura entre la “cultura institucional” y la “cultura familiar”. Tal como lo expresaba Ariès (1975), podríamos establecer que lo que se objetiva es la dificultad de reeditar las condiciones que habilitan a la complicidad sentimental entre la familia y la escuela.
“
”. (Entrevista 22, docente de Educación Secundaria, Montevideo)Seguimos chocando con la cultura familiar […] En la forma de vincularse, ellos tienen muy arraigado que el jugar de manos es jugar, no entienden, y eso viene desde chicos y de las familias también, el tema del cómo se vinculan, de los insultos. Creo que eso responde un poco, más allá del accionar que podamos tener dentro de las instituciones educativas, a la realidad de lo que estamos recibiendo hoy en día de alumnos, que vienen cada vez más con ese primer proceso de socialización o proceso de socialización primaria desde la casa, eso no está
La falta de respeto, no obstante, abre una brecha para comprender este proceso, dando a luz dimensiones fundamentales a través de las cuales el Estado “llega” por vía de la educación, conformando la experiencia escolar de docentes y alumnos de sectores populares. En los estudios sobre convivencia escolar, sustentados en diagnósticos relativos al origen de la “problemática de la violencia en la educación”, se ha aceptado que esta no se reduce a la reproducción del conflicto social en el sistema de enseñanza, sino que es posible visibilizar la existencia de una violencia sistemática generada desde la institución, que promueve la exclusión de los estudiantes que se encuentran en conflicto con las normas del centro educativo. Al mismo tiempo, lo dicho resulta esencial debido a que los diversos significados que se le atribuyen al fenómeno de la inseguridad y la violencia, sumados a una concepción del entorno de los liceos como espacio público inseguro, parecen estar promoviendo determinados procesos de exclusión y aislamiento entre “el barrio” y sus actores privilegiados (Viscardi y Rivero, 2016). Así, se construye un “afuera” amenazante que se refleja en la institución, que ancla en la debilidad del sentimiento de pertenencia.
“
”. (Entrevista 22, docente de Educación Secundaria, Montevideo)Lamentablemente tenemos fuera del liceo barritas que son alumnos, algunos que oscilan entre los 15 años y los 18 o 21 también, que van rotando en la zona porque es como que se adueñan de ciertos lugares y con ellos también el relacionamiento es muy cuidadoso, porque, así como muchas veces pueden ser un factor de riesgo para los alumnos que están acá adentro, muchas veces ellos también acercan información y, bueno, ‘en aquella esquina se van a pelear y algunos fueron alumnos de acá
La inseguridad y la violencia sentidas, fruto de la ruptura de la complicidad sentimental entre maestros y padres, entre profesores y alumnos, genera esta situación de extrañamiento y falta de confianza en la que diversas actitudes son leídas como expresión de violencia. Ello explica la falta de sentimiento de pertenencia que deriva en que las situaciones de “violencia” dentro de la institución sean emparentadas a ese “afuera violento”.
“
. (Entrevista 10, docente de Educación Secundaria, Montevideo)Los problemas de los chiquilines que se pelean, en realidad, los problemas vienen del barrio. Hay un correlato de la situación que se vive en el barrio. Muchas veces es la traducción de un problema adulto, de malos relacionamientos entre las familias. Lo que se vive en el barrio, los vínculos pasan por otro lado, son más violentos y eso se traslada”
Las normas y valores que se acordarán para convivir en un centro educativo son parte de un proceso de construcción institucional. Contrariamente a lo que el sentido común de las instituciones piensa, no operan en un mundo en el que los alumnos incorporan mecánicamente estas reglas (de la familia, de la escuela). Ya no es posible pensar que -para saber lo que la escuela produce- basta con definir sus modelos culturales y establecer la distancia de los alumnos con estas normas, distancia ligada a sus orígenes sociales (Dubet y Martuccelli, 1996). Las reglas y las normas son reapropiadas y generadas por los actores del centro educativo: por los docentes, por los directores, por los funcionarios, pero también por los alumnos.
Si de “valores a promover” habláramos -tal como se reclama con frecuencia- podríamos postular que para que los valores de la igualdad, el cuidado, la escucha, la comprensión se concreten, y es fundamental reforzar el sentimiento de pertenencia que constituye una dimensión clave para el trabajo de los vínculos. Hace efectiva y habilita a que los sujetos continúen asistiendo, participen y lo hagan desde un plano proactivo. Este sentimiento se manifestará diferencialmente en función del lugar que se ocupa en el conjunto de las relaciones escolares -de estudiante, alumno, docente, funcionario, padre o director- de acuerdo con el modo en que este vínculo se entabla con los demás en la experiencia que hace cada uno de la vida escolar. La exclusión por raza, sexualidad, origen social, religioso, étnico, resultado escolar, esto es, todo aquello que le hace sentir al otro que existe una distancia biológica, cultural, económica, social o intelectual, es una práctica a desestimar. Como “valor” en un horizonte de sentido común, puede promoverse desestimando las verbalizaciones que establecen juicios humillantes, descalificantes o insultantes. El primero de los valores, por tanto, es el uso de la palabra; el segundo, el diálogo y la argumentación; el tercero, la escucha y puesta en práctica del reconocimiento de los argumentos del otro.
Por ejemplo, en el caso de los alumnos, se observan diferentes formas y modos de construcción de la experiencia escolar que dan cuenta de las modalidades alternativas por las cuales estos se integran a la cultura escolar. Tradicionalmente retratada en el trabajo de Willis (1988), la cultura escolar puede ir desde la resistencia a la colaboración, y tiene relación con el problema del reconocimiento y la legitimidad que los estudiantes confieren al orden escolar y sus reglas. El vínculo con la institución va conformando trayectorias y experiencias escolares diferenciadas (Viscardi, 1999). A su vez, estas últimas pueden pensarse en un gradiente que va de la aceptación del orden escolar, incluso la sobremotivación (Charlot, 1999), a la resistencia a dicho orden.
En lo que refiere a las trayectorias de resistencia, suponen grados diferentes de manejo del conflicto escolar. Los sentimientos de oposición al otro, al compañero de clase, la construcción de espacios aislados del grupo de pares, el sentimiento de enemistad tanto hacia colegas como hacia docentes, se vinculan a la presencia de una fuerte oposición a la cultura institucional que, en algunos estudiantes, se ve unida a la manifestación de conductas violentas (Viscardi, 1999). De no ser trabajada por la institución, esta construcción de la experiencia escolar suele reforzar la exclusión educativa, en cuanto termina por cortar el lazo -muchas veces débil- de pertenencia con la institución. No obstante, en el seno de muchas instituciones educativas existen propuestas tendientes a generar un sentido de pertenencia al centro educativo. Veamos qué plantean los docentes:
“
”. (Entrevista 10, docente de Educación Secundaria, Canelones)Lo principal es que lo chiquilines se sientan parte del liceo. El objetivo que me planteo es que los chiquilines estén a gusto en el aula. Es lo que más me importa, pienso que si no están a gusto no funciona. Muchas veces si uno ve un docente que no le gusta, ya tiene recelo con la materia. Pienso que a quienes enseñamos Matemática nos gusta que los chiquilines aprecien algo positivo de la matemática. Por eso pienso que tienen que estar a gusto. No hay que generar tironeos, o situaciones en que “yo soy el profesor” y tengo la fuerza, tengo la libreta. Todo surge naturalmente
Asimismo, se intenta construir otras estrategias para habitar el espacio escolar.
“
”. (Entrevista 26, docente de Educación Secundaria. Tacuarembó)Con los chiquilines hay estrategias más planificadas, incluso los que ingresaron este año, antes de que empezaran, los convocamos, […] Ese trabajo de este año estuvo muy bueno, vimos los resultados de hablarles, de mostrarles qué era el liceo, cómo funcionaba, y el hablar, todos los días decirles qué se puede hacer, qué no se puede hacer, esto está bien, esto no… Ese tipo de trabajo da resultado, vos ves el cambio en los chiquilines, desde que entraron a ahora son otros, ellos se adaptan y se adaptan a las normas. Acá no se les grita, no se les impone nada, todo se conversa. Esa es la forma de trabajar. Estoy convencida de que eso es bueno, porque de otra forma no se tienen esos logros de que el chiquilín esté contenido, de que le guste venir, que sienta que esto es un centro de enseñanza donde le brindamos un apoyo total, que él se sienta contenido acá adentro. Yo estoy convencida de que esa es la forma de trabajar
Es por ello que, a pesar de las tendencias que acentúan los procesos propios de la educación excluyente (Gentili, 2011), también encontramos iniciativas institucionales que apuntan a un trabajo sostenido en el diálogo, la participación y el rendimiento académico de los estudiantes.
“
”. (Entrevista 10, docente de Educación Secundaria, Tacuarembó)Desde la institución, nosotros si bien tratamos de que ellos se sientan bien, nunca dejamos de decirles que este es un centro de enseñanza y que el proyecto de este año se enfoca en fortalecer el aprendizaje y el rendimiento académico
Trabajar estas oposiciones, reconociendo a los estudiantes como sujetos cuya identidad en construcción supone la interpelación de la experiencia escolar o el lugar de origen, permite establecer un principio de vínculo entre adultos y generaciones más jóvenes que no niegue la circunstancia adolescente, sino que aproveche esta distancia para procesarla con las herramientas que la cultura brinda. La filosofía, la literatura, la biología, las ciencias sociales, el debate de género, el debate sobre la exclusión, son las herramientas que el pedagogo tiene para simbolizar el conflicto y habilitar la cultura de la paz.
Pensar en el sentimiento de pertenencia no se circunscribe a pensar en los alumnos. También los representantes de la institución pueden sentirse más o menos cercanos a sus estudiantes, lo cual afectará su misión y se expresará en las buenas notas y la inclusión en diversas actividades, o en las malas calificaciones, la invisibilidad, la sanción y la exclusión de la vida escolar. Podemos hablar de diversas formas de percepción del vínculo con el alumno, ya que este no es vehiculizado únicamente en función del “rendimiento” del estudiante. Incluye la perspectiva por la cual el docente, portador de un conjunto de valores, puede sentirse más o menos distante del mundo social del alumno, distancia que el lugar cargado de “universalismo” que ocupa en el campo educativo le permite objetivar en juicios escolares que no explicitan la naturaleza de esta distancia (Bourdieu y Passeron, 1981). Los valores a promover pasan por las dinámicas de silenciamiento frente a los reclamos de los alumnos o la naturalización de la exclusión (no rescatar al que deja de asistir o establecer discursos de fracaso o de éxito).
Lo que refuerza esta brecha entre el alumnado y los docentes se origina, precisamente, en el conjunto de valores que la escuela sostiene y que se excusa de rever, amparada en la idea de que existe una distancia cultural con el alumnado que lo transforma en un “otro” ineducable. Se debilita “lo común” y se sustituye el vínculo por el control. Lo que se produce son fuertes contradicciones entre los viejos mecanismos pedagógicos y disciplinarios, las expectativas de docentes y alumnos, y las nuevas disposiciones legales y normativas (Tenti Fanfani, 2009). El quiebre, la “falta de respeto”, por tanto, la ruptura de las reglas de intercambio que docentes y estudiantes reclaman en el conflicto, puede ser explicada por la defensa de un conjunto de valores -muchas veces conservadores y autoritarios- que ya no dan cuenta del mundo social de los jóvenes. Pensado como desencuentro, como pérdida de poder simbólico, es trabajando en el contenido de estos valores que puede abrirse una brecha en las prácticas de resistencia: en las de los alumnos y en las de los docentes también.
Efectivamente, parte de la resistencia del orden institucional a los estudiantes se plasma en multiplicidad de categorías que naturalizan la exclusión. Entre ellas, la invisibilidad, el silenciamiento y la falta de reconocimiento (Honneth, 2007) que originan prácticas tales como la derivación, la repetición y la desafiliación, que van de la mano y que resultan funcionales a un orden en el que el exceso de plazas es un problema. Se espera la llegada de los primeros recesos para que, por ejemplo, se ausenten del liceo “los que no trabajan”, permitiendo así que liberen plazas, descongestionen el tránsito, faciliten el trabajo. Nadie los reclama, nadie los busca. Tuvieron la oportunidad de entrar y no permanecieron. A ello se une el discurso de la anormalidad. Los comportamientos disruptivos de los estudiantes son analizados y pensados desde un conjunto de operadores técnicos del sistema (Viscardi y Alonso, 2015). Los docentes observan el proceso de aprendizaje y derivan a los asistentes sociales y psicólogos en los casos en que la conducta parece asociarse a padecimientos psicológicos, problemáticas sociales o familiares, o porque entienden que los técnicos de la institución tienen mayores competencias para resolver cierto tipo de conflictos. En esta configuración, se monta un discurso que toma sus fuentes de la psicología y de la asistencia social, propias de los saberes en los que se fundó “el ascenso de lo social” (Deleuze, 2008).
¿Qué asegura, entonces, la permanencia en el sistema educativo? Si la estadística nos habla de un gran conjunto de adolescentes que no logra permanecer en el sistema, también da cuenta de un contingente importante de estudiantes que continúa asistiendo a pesar de experimentar problemas de aprendizaje. Evidentemente, no es la calidad de la enseñanza o la promesa de un trabajo futuro lo que asegura el vínculo, sino el potencial integrador de la escuela. Es que, muros adentro, lo que determina la permanencia de aquellos que más necesitan integrarse a la escuela es el bienestar que posibilita la experimentación de relaciones más democráticas y justas, menos verticales y discriminatorias, más dialógicas y participativas.
Acerca de la “falta de importancia” de la educación para los jóvenes y sus familias
Se continúa argumentando que la “cultura actual de los jóvenes” -tal como tantas veces lo escuchamos- explica el problema vincular de la educación. “Necesitamos ayuda. Trabajamos con ellos, pero no hay forma. No es un problema que se pueda abordar desde el aula. Ellos tienen otra cultura, otros valores” (Entrevista A, adscripta del Consejo de Educación Secundaria, Montevideo). El principio de vulnerabilidad y el proceso de constitución paulatina de ciudadanía no logran calar en el sentido común de muchos adultos. La intolerancia ante un conjunto de conductas, alimentada por el exceso de horas de trabajo, redunda en la impaciencia, la condena y la exclusión de los adolescentes. Los encuentros y desencuentros entre una cultura escolar forjada por tradiciones, que cuentan con décadas de implementación, los jóvenes que a ella asisten y los cambios de época han derivado en un conflicto que sitúa en los jóvenes y sus familias la raíz del problema. Y la antigua noción de autoridad se reactualiza, aún en un contexto de carencia de sus fuentes de legitimidad, para pasar a jugar un rol sancionador y excluyente. El rol político de la escuela retrocede: la posibilidad de trabajar en valores, en cultura, en normas de convivencia es suplantada por la recuperación de una autoridad excluyente y punitiva.
Revisemos, no obstante, el contexto en el que esta “carencia de valores” denunciada por docentes y directores acontece. Hoy, la cuestión de la educación media está siendo examinada en profundidad. Dentro de las problemáticas existentes, pueden identificarse dos de gran relevancia. En primer lugar, la gran desigualdad en sus logros, que supone la pérdida de estudiantes a lo largo de todo el sistema de enseñanza (Filardo y Mancebo, 2013), con una incidencia importante del clima educativo del hogar de origen (Ministerio de Educación y Cultura, 2015). En segundo lugar, puede establecerse una problemática de orden vincular, referida a la convivencia de los diferentes actores del centro educativo -docentes, directores y estudiantes-, así como entre estos y la comunidad barrial (Viscardi y Alonso, 2013), lo cual tiene consecuencias importantes en la vivencia dentro de la institución y, fundamentalmente, en la construcción de los adolescentes como sujetos políticos.
Es posible establecer que las experiencias negativas vividas en el seno de la institución educativa constituyen una condicionante que los jóvenes de hogares excluidos identifican en sus procesos de desvinculación con el liceo (Rivero, 2015). De allí que diversos programas educativos tengan el objetivo indirecto de incidir en estos procesos, apostando fundamentalmente a la mejora de la convivencia y la promoción de la participación. La inserción del arte en algunos de estos programas surge de la constatación de que los formatos de mejora de la convivencia y de promoción de la participación, puestos en práctica, se alejan de las sensibilidades juveniles y refuerzan los códigos del mundo adulto en la institución, reproduciendo tradiciones escolares en formación de ciudadanía, ancladas en antiguas formas jurídicas y del hacer político, que poco tienen que ver con las actuales dinámicas vinculares de los adolescentes (Kaplan, 2009).
En el particular lazo de intercambio social que funda la escuela, debemos comprender qué le devuelve al que da su tiempo, su niñez, su adolescencia y su juventud. Por lo pronto, la necesidad de respeto habla de la importancia de trabajar las sensibilidades heridas por la experimentación de la desigualdad constitutiva de nuestras sociedades y de la urgencia de generar realidades cotidianas que permitan recrear la cohesión social. No se trata de defender los rituales que las reglas normativas instauran, al modo conservador de un uso que se ratifica en tanto se acepta la constitución e imposición de lo que es por naturaleza social desigual, y que se instituye bajo el mandato moral del principio de autoridad, reclamando la ofensa del orden social cuando es transgredido. El disciplinamiento, contracara pedagógica de esta modalidad, solo trasunta exclusión.
Hay que recordar que la sociedad uruguaya ha desarrollado tempranamente el acceso a la educación. Por tanto, este derecho ya no es percibido como un beneficio o privilegio, tal como fuera a inicios de la modernidad. Esta concepción es propia de quienes no tenían acceso a la educación. Ello no significa que la educación no sea valorada por familias y estudiantes, pero se ha perdido la idea del privilegio que supone acceder a ella. En este contexto, los vínculos de la escuela con la familia tienen un sentido que varía en los diversos espacios de lo social. De visitante indeseado a cliente, nuestro sistema educativo tiene diversos registros de lo que significa la relación con la familia y la comunidad, que provienen de una matriz en la cual el vínculo con los padres debía sustituirse en la escuela por el vínculo con el Estado. Familia y comunidad no fueron integradas a la escuela. Fueron, más bien, alejadas con el fin de imponer a ellas las percepciones, sentidos y valores de la institución escolar.
Focalizando la mirada en la perspectiva de los referentes de centros educativos (Viscardi y Alonso, 2015), si observamos lo que los responsables de instituciones públicas de educación plantean, la valoración del vínculo con las familias aparece como muy positiva a primera vista. A esta valoración positiva se suma la afirmación de que existe una alta respuesta de las familias de los alumnos ante las convocatorias, de diversos tipos, realizadas por las instituciones educativas. No obstante, cuando profundizamos, la participación de las familias en los centros educativos difícilmente llega al ámbito de la toma de decisiones. Tanto en los centros educativos del Consejo de Educación Inicial y Primaria (CEIP), como en los del Consejo de Educación Secundaria (CES) y del Consejo de Educación Técnico Profesional (CETP), los actores protagónicos en la construcción de la agenda son los directores. Les siguen los miembros de las comisiones o de las asociaciones de padres de alumnos. En menor medida, integrantes de la comunidad, alumnos y personal docente o no docente.
Los representantes de la comunidad y los padres, en general, tienen escaso protagonismo en las instituciones educativas. Es llamativa, de hecho, cierta tendencia a la restricción de la presencia de los padres, si interpretamos como tal el amplio conjunto de normas que procuran regular los horarios y modalidades de presentación de los responsables y padres de alumnos en escuelas, liceos o escuelas técnicas. La hospitalidad (Derrida, 2004) no parece ser el lema preponderante de nuestros centros de estudio. Probablemente, una resignificación del sentido del trabajo y del lazo con el entorno y la comunidad, en los dispositivos de atención a los padres y responsables de los niños, permita canalizar formas menos autoritarias de intercambio con la comunidad y los padres de los alumnos.
Emergencia del concepto de “inclusión” en educación
La defensa de la inclusión en educación denuncia, a todas luces, el reconocimiento de que existe una educación excluyente. Tal como es propio de toda la expansión educativa de la enseñanza media en América Latina, el debate no se centra ya en la inexistencia de ofertas o la imposibilidad del acceso, sino en el hecho de que existen dinámicas de exclusión en la inclusión (Gentili, 2011). Parte de ellas, específicamente aquellas generadas en los años noventa, tuvieron impacto en la construcción de respuestas de defensa social y en la consolidación de un discurso conservador sobre la naturaleza de los jóvenes y de la cuestión social. El crecimiento y la hegemonía de diagnósticos sociales incidieron paulatinamente en los imaginarios sobre las posibilidades integradoras de la educación, a medida que daban cuenta del impacto que los déficits sociales en aumento tenían sobre ella. Ello consolidó un sentimiento de imposibilidad o desistimiento respecto de lo que la institución podría hacer en un contexto de crecimiento y reproducción de la pobreza. Los reclamos por la integración se instalan en momentos en que el sistema menos cree en las posibilidades de integración social de los más pobres. Porque, aunque los años noventa fueron el escenario privilegiado de políticas que centraban sus expectativas en la educación (Birgin, et al., 1998) -y más allá de la escasez de los recursos destinados a ella-, también lo fueron de la consolidación de un discurso conservador que determinó el descreimiento en la posibilidad de la reinserción social y el progreso de los sectores vulnerables (Morás, 1994).
Es real que la coyuntura vivida en el país desde el período anterior a la dictadura explica la transformación del tejido social, el estancamiento de sus procesos de desarrollo social y económico, y el aumento de fenómenos de vulnerabilidad (Kaztman, 1997). Las respuestas instaladas en la recomposición democrática y que legitimaron salidas neoliberales también incidieron en los altos grados de precarización de la cuestión social. En este marco, la recuperación del pensamiento social propio de la producción europea de los años setenta en nuestro país y la incorporación de varias de las tendencias apuntadas por estas orientaciones en la producción de sus investigaciones explican la emergencia de una línea de análisis que focalizó la reproducción de la desigualdad social en la escuela.
Ello no corresponde a una sociedad que tiene históricos mecanismos de reproducción de una estructura social estable -contexto propio de los países europeos en los que estos trabajos se realizan- y en la que se busca mostrar su inamovilidad, sino a la necesidad de mostrar cómo la escuela dejó de ser aquel mecanismo de ascenso social tan caro al país (Bayce, 1985). Históricamente, la función integradora de la educación, en tanto canal de movilidad social, contribuyó a consolidar a las clases medias. Pero la ausencia de correlato en la expansión económica terminó con esta tendencia. La importancia de la expansión educativa, la creciente cobertura de la matrícula secundaria y universitaria, la reducción del analfabetismo y la posterior masificación de la educación se combinaron con la rigidez de las dimensiones económicas, generando tensiones crecientes del sistema (Lémez, 1989). Ello sin contar el proceso que desarticuló la tradición pedagógica que alcanzara su mayor relevancia en los años sesenta, por vía de destituciones masivas, sanciones a docentes y censuras de textos. El autoritarismo, en este sentido, introdujo un fuerte retroceso en los modos de entender la educación (Romano, 2010).
Progresivamente, la dinámica de la reproducción y sus lógicas en las instituciones educativas, pensadas como sistema que genera trayectorias diferenciadas por sectores sociales -filières (escalafones)-, constituyó la matriz de los estudios que procuraban buscar nuevos diseños escolares para la Reforma de la Educación (Rama, 1991). Fue con escasos recursos destinados a la educación -los cuales a duras penas saldaban los déficits arrojados por el período dictatorial y la histórica desinversión en infancia y educación- que los objetivos de expansión de la enseñanza media se reforzaron.
Con fuertes desigualdades en el destino escolar de la población, a través de la constitución de trayectorias desiguales (Administración Nacional de Educación Pública, 2003) y del bloqueo de las posibilidades estructurales de ascenso social, Uruguay comenzó a experimentar los procesos vividos ya en varios países de América Latina (Pontes Sposito, 2001), revirtiendo lo que fuera su historia hasta mediados de siglo. Es importante mostrar cómo dicho proceso de igualación entre los diferentes sectores sociales de la educación fue también un proceso en construcción que se detuvo, más que una realidad consolidada.
Pero la educación no resume ya la cuestión de los jóvenes. Entrados los noventa, múltiples investigaciones analizan los procesos vividos por la niñez y la adolescencia desde variadas perspectivas, en un contexto que ya asume el estancamiento social como dato. La marginalidad y la vulnerabilidad, el desempleo juvenil y la precariedad del trabajo, la violencia doméstica, la violencia social y escolar, las trayectorias desiguales en la educación, los cambios en la composición familiar de los hogares y las jefaturas femeninas de mujeres pobres, la maternidad adolescente y la migración de los jóvenes configuran los nuevos problemas que se instalan en la agenda social y originarán gran parte de las políticas de fines de los años noventa en adelante (Lovesio y Viscardi, 2003).
La lectura que primó en este panorama combinaba dos explicaciones. La primera, vinculada a las dificultades de concretar el objetivo de la universalización de la enseñanza media, objetivo cumplido ya para la enseñanza primaria. La segunda, vinculada a las características de momento de la realidad educativa y social. Se naturalizó la idea de que había que atender el problema de la pobreza, y de los jóvenes pobres, como si el trabajo en ese sector pudiera revertir las dinámicas estructurales que originaron y explican la vulnerabilidad social.
El asistencialismo precario que se desarrolló intentó paliar los efectos de la pobreza en la escuela, a través de algunos dispositivos que se insertaban en los intersticios posibles del sistema educativo. A ello se sumaron nuevos diseños que pretendían modificar puntualmente determinadas características del modelo educativo, que era universal en nuestra matriz social, para adaptarlo a las necesidades de determinados sectores de población. Los mayores problemas de este modelo residen en la imposibilidad de incidir en las causas estructurales de la reproducción social de trayectorias escolares diferenciadas por sectores sociales, y en la consolidación de la fragmentación del sistema educativo que genera circuitos desiguales para aquellos que provienen de distintos sectores sociales (Martinis, 2011).
En este contexto, crece el discurso relativo a la violencia social y la emergencia de la violencia escolar como nuevo dato de la realidad educativa. La perspectiva en la cual se comenzaron a identificar los problemas vividos en los centros educativos, en tanto problemas de convivencia o civilidad, supuso rever la concepción bajo la cual se incorporó este problema. Esta concepción naturalizó como “violencia escolar” aquello que en el discurso cotidiano de los centros asimilaba todo problema de convivencia escolar.
Cobra centralidad el problema de las normas y los valores, pero en clave de violencia y crítica a los procesos de intercambio y socialización en el interior de los centros educativos: respeto de normas, desacuerdos entre docentes y estudiantes, transgresión de normas escolares y sociales. En este proceso, el discurso trastoca la naturaleza y la magnitud del fenómeno instalado como violencia en los vínculos en la escuela. De hecho, ya la investigación instauraba que, en general, el conjunto del malestar vivido en los centros tenía mucho más que ver con el conflicto ocasionado por las incivilidades, las pequeñas humillaciones, las “faltas de respeto” o el desorden, que estrictamente por las violencias (Viscardi, 1999).
El discurso de la violencia escolar es potenciado por el de la violencia social, que coloca a los jóvenes pobres en el centro de la conflictividad, transfiriendo a ella la culpa de varios males. En este discurso, los jóvenes que protagonizan delitos y violencias son olvidados en lo que refiere a los orígenes sociales de su condición y a la vulneración de un amplio conjunto de sus derechos, y son recordados únicamente por cometer actos de violencia. Ello explica, por ejemplo, la asociación creciente entre peligrosidad, violencia y juventud, que se observa en los medios (Sánchez Vilela, 2007). En el discurso de la inseguridad -que comienza a volverse hegemónico-, las causas estructurales de la violencia social son negadas y las violencias institucionales son usualmente invisibilizadas.
En el sistema educativo, esto se traduce con particularidades. Nos encontramos, a mediados de los noventa, con un escenario marcado por el intento de llevar a cabo la reforma educativa promulgada por Germán Rama. Esta explicitó un conflicto que expresaba las diferencias frente a un proyecto concreto y a la política que, se entendía, traducía este proyecto. Los gremios docentes se opusieron fuertemente a esta reforma, haciendo llegar sus críticas, y también los estudiantes se organizaron y movilizaron fuertemente en su contra (Graña, 1996). En ese momento, la violencia estructural de la escuela fue interpretada como continuidad de políticas que no resolvían el problema del salario docente y la inversión edilicia, a la vez que pretendían paliar los efectos del modelo social en curso, por vía de algunos ajustes necesarios para promover la adaptación al mercado y al mundo del trabajo.
Es en estos años que se consolidaron medidas que caracterizan, en el sistema educativo, respuestas cercanas a un modelo de control social más orientado a la defensa de la institución, acentuando tendencias disciplinarias presentes en sus bases fundacionales y reforzadas en el período autoritario. Los equipos multidisciplinarios se incorporaron a variedad de centros y la vigilancia policial se instaló, los enrejados y las alarmas proliferaron, y se crearon unidades especializadas de atención al problema de la violencia escolar. Los gremios docentes también hicieron suya la problemática que se expandió a la sociedad (Fernández Bentancor, 1999).
Siguen sin enunciarse, no obstante, varias de las prácticas que generan la desafiliación escolar, cuyo fundamento también es relativo a cuestiones normativas y vinculares, pero del mundo adulto: el ausentismo docente, la desatención al que no puede seguir el curso, la expulsión como medida de disciplina escolar, entre otros. Se perpetúan de este modo un conjunto de prácticas que muestran una violencia institucional real, pero nunca objetivada ni enunciada como tal por la institución. El discurso que se expande es el de la violencia social que los alumnos traen y que impide realizar la tarea escolar, violencia que se observa como resultado del deterioro del tejido social en el que debe operar la escuela.
De hecho, la violencia doméstica se instaura como paradigma legítimo desde el cual hablar de la violencia social. Es la violencia sufrida por los niños en su hogar y es del orden de lo privado, no de lo público, lo cual explica que, por definición, poco pueda actuar la escuela sobre ella. En el plano discursivo, se suma el problema que la pobreza “potencia” en los jóvenes y que es el de la delincuencia. Al igual que en los medios, ambas dimensiones son absorbidas por la institución como dimensiones explicativas y antecedentes del conflicto escolar, del cual se siente ajena al no visualizar la violencia que ella misma produce o reproduce, pero que no explicita ni atiende. Las incivilidades e inconductas de los niños, niñas y adolescentes, por ejemplo, nunca fueron conceptualizadas como resistencia al orden escolar (Giroux, 1992).
Tendencias y factores de cambioGráfica 2 Gráfica 3 Diagrama 4
¿Cómo interpretar el panorama actual? La educación está viviendo una vertiginosa necesidad de redefinición de sus objetivos y prácticas. Como señala Tedesco (2012), el vínculo entre educación y sociedad varía según cada momento en el tiempo. Si en la fundación del Estado uruguayo tuvo un rol eminentemente político, relativo a la consolidación del ciudadano, y posteriormente estuvo vinculado a la economía, orientado a la preparación para el mercado laboral, actualmente, la educación se tensiona hacia una reconfiguración que permita unir funcionalidad, subjetividad, participación e inclusión, en un marco de fuerte fragmentación social (Instituto Nacional de Evaluación Educativa, 2014).
Uno de los principales pilares de la mejora educativa se centra en las políticas de subjetividad (Tedesco, 2000; Viscardi, 2011): se señala la necesidad de cambiar las lógicas institucionales, generando un entorno en el cual las experiencias y prácticas docentes puedan ser formuladas y evaluadas en el marco de un proyecto colectivo de centro. Sin embargo, todo indica la existencia de un escenario agonístico a la hora de desandar las dinámicas que sustentan las bases subjetivas e institucionales de las prácticas excluyentes de educación. Si la arquitectura política del sistema de enseñanza media y las dinámicas que sustentan el intercambio cotidiano no se cuestionan, sus efectos se reproducen para bien y para mal.
En este sentido, pensar las tradiciones educativas que han estructurado al sistema es clave para desandar aquellas que hoy contribuyen a la exclusión, tales como el rechazo a la comunidad, las dinámicas disciplinarias y controladoras del vínculo con los adolescentes o la perpetuación de una cultura autoritaria carente de reconocimiento del otro. Si ellas no son sujetas a la necesaria revisión, decantan en didácticas, normas y modalidades de sanción que se reproducen sistémicamente sin la necesaria comprensión de que ellas mismas erosionan las relaciones de convivencia, el vínculo con el saber y, por tanto, impiden que el derecho a la educación devenga en la transformación de las prácticas, perpetrándose en la asistencia rutinaria, fuente de la exclusión, el desprecio, las humillaciones y el conflicto, que surcan las relaciones interpersonales de varios centros educativos. En este panorama, permanece la idea de que estos elementos nada tienen que ver con el malestar docente o los resultados educativos, y se perpetúa la imagen de que el conflicto “viene de afuera” y que la institución no genera conflicto o violencia (Viscardi y Rivero, 2016). Sin embargo, también “viene de adentro”. Pensemos cómo y, para ello, demos cuenta de la más básica de las dimensiones: la cantidad de estudiantes de cada centro.
La Administración Nacional de Educación Pública (ANEP) es, sin dudas, el organismo del estado uruguayo más amplio y extendido. Se han matriculado en ella unos 560.000 alumnos: algo más de 260.000 en enseñanza primaria, cerca de 154.000 en media básica y de 143.000 en media superior (MEC, 2015). La ANEP cuenta con una red de más de 2.900 centros educativos, dispersos en todo el país, y se desempeñan en ella unos 42.000 docentes (Administración Nacional de Educación Pública, 2008). Atiende cuatro niveles de enseñanza -inicial, primaria, media y terciaria-, a través de cuatro consejos de educación, y despliega multiplicidad de acciones y programas que impactan en los niños, adolescentes y jóvenes.
A partir de los datos relevados en el Censo de Convivencia y Participación de la ANEP (Viscardi y Alonso, 2015), del análisis de la matrícula que se encuentra en cada centro educativo de nuestro país, surgen situaciones diferenciales en cada consejo de educación. De la masificación (centros con más de 1.500 alumnos) a la escasez de alumnos (escuelas rurales con menos de 10 niños), encontramos en Uruguay todo tipo de situaciones, tal como se observa en la Gráfica 1.
Si pensamos en la menos frecuente de las situaciones, el vacío de gente, es real que la escasez de alumnos puede atentar contra la posibilidad de construir bases plurales para la educación en ciudadanía. Pero ello se compensa, muchas veces, por el hecho de que la presencia de un centro educativo en espacios rurales que cuentan con pocas chances de desarrollo social constituye, en sí, un acto político de soporte a la construcción de ciudadanía y a la defensa del derecho a la educación. Ahora, claramente, tal como es real en muchas ciudades del país y especialmente en la capital, la existencia de centros educativos masificados constituye un dato estructural desestimulante para la conformación de un proyecto educativo colectivamente compartido. Usualmente, el anonimato que prima en los centros masivos atenta contra la posibilidad de generar espacios de diálogo, dinámicas de reconocimiento y prácticas eficaces de intercambio entre todos los actores del centro.
Cada centro en funcionamiento es un espacio de formación en ciudadanía. Depende, por tanto, del impulso de sus colectivos docentes el sentido otorgado a esta formación. La presencia de centros que atienden una matrícula superior a los 800 estudiantes tiene su correlato en la existencia de colectivos docentes que superan las 200 personas en muchos centros. Es difícil pensar, sobre todo en la enseñanza media, en la sustentabilidad de un proyecto pedagógico, sea cual sea su naturaleza, con un cuerpo de profesores y docentes tan extendido. Se hace difícil encontrar los tiempos, los espacios de diálogo y el trabajo común en una línea consensuada por los representantes de la institución.
Pensando en el cuerpo docente y el equipo directivo que habrán de dar cabida a las dinámicas, prácticas y proyectos de un centro educativo, además de la cantidad de alumnos atendidos por un profesorado o cuerpo de maestros, más o menos extenso, hay que tomar también en consideración las posibilidades de concretar un proyecto institucional de cada centro. En este sentido, el desarrollo de todo proyecto depende del tiempo y de la acumulación, que son imprescindibles para que un proyecto se transforme en una experiencia pedagógica sustentable. Correlativamente, observamos que la escasa permanencia de los directores de los centros en sus cargos debilita la consolidación de dinámicas sostenibles para la inclusión educativa.
Si bien hay varios indicios de movilidad de la carrera docente que indican la presencia de un estímulo positivo y se perciben a través del acceso a edades tempranas a los cargos de dirección, también es verdad que la brevedad de la permanencia de muchos directores en sus puestos de trabajo atenta contra las posibilidades de sostener en el tiempo un programa o proyecto inclusivo, que atienda a los procesos que generan desistimiento y que se sostenga en el tiempo, acumulando sus prácticas y generando tradiciones.
Gran parte de los proyectos educativos que promueven la inclusión y la convivencia se juegan en la naturaleza de las normas que cada centro educativo se da para regular las rutinas, las prácticas y la orientación vincular con el otro. Se observa la emergencia de un importante conjunto de reglas capaces de fortalecer valores vinculares asociados al rechazo a la violencia, al diálogo, al reconocimiento del otro, al respeto por la diferencia, a la solidaridad, al respeto por la diversidad. Esto es un indicador auspicioso a la hora de imaginar una comunidad educativa democrática, plural e inclusiva. No obstante, también aparece de forma sistemática la reiteración de mandatos disciplinares relativos a la rutina escolar, el uso de sus espacios, de la higiene, de la presentación de la persona y del respeto a la autoridad que representan el cargo o el referente adulto.
Se consolida así un conjunto de mandatos que no promueven valores vinculares significativos para la inclusión y la diversidad. En los contextos en que se construyen los sentidos actuales de la adolescencia, estos mandatos pueden ser obsoletos y vividos como ilegítimamente autoritarios si no se complementan con proyectos participativos. La disciplina es imprescindible en contextos y colectivos de compleja articulación. La noción de respeto a la Ley también es clave. Pero un centro educativo requiere valores alternativos para canalizar el vínculo con el otro, esencia del trabajo docente.
En momentos en que el saber pierde eficacia simbólica como dimensión del vínculo con el adulto y la permanencia en el liceo se ve interpelada por la falta de legitimidad de los roles tradicionales, se produce un proceso por el cual, paradójicamente, la violencia y la transgresión toman otro cariz en tanto son del orden de la visibilidad. Sumados a ello, la invisibilidad, el silencio, la quietud, el ocultamiento, la sobriedad, la búsqueda de la aceptación, el temor al ridículo, la ausencia de estilo propio son los atributos de una enorme cantidad de jóvenes que se sitúan en el espacio social del liceo de un modo que no les imposibilita su continuidad, ni los torna actores o protagonistas de la situación.
La permanencia de estas prácticas permite comprender las dinámicas que, a nuestro juicio, se instalan como expresión de una educación excluyente: la fragmentación estructural y cultural del sistema educativo, la reproducción e invisibilidad de prácticas de violencia institucional y la continuidad de la desafiliación educativa, a pesar de la mejora de la inversión en el sector (Viscardi y Alonso, 2013). El aumento de la fragmentación del sistema se observa en la consolidación de los circuitos, tanto públicos como privados, que diferencian ofertas y modelos para los distintos sectores sociales, además de destinar los mejores recursos y condiciones estructurales a la educación de los más fortalecidos. Se establecen así circuitos y canales que consolidan culturas institucionales diferenciadas y cuyo conocimiento e indagación es imprescindible fortalecer. Los resultados arrojados por las pruebas del Programa Internacional para la Evaluación de Estudiantes (PISA) muestran parte de este proceso, del cual no da cuenta únicamente el problema del “origen social del alumnado”, la matriz social, sino que también se explica por dinámicas institucionales y prácticas pedagógicas (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, 2010).
Por lo pronto, el panorama educativo actual continúa teniendo a la educación media como principal desafío, en tanto no se ha logrado el objetivo de la universalización más allá del acceso, y esto sin hablar de las diferencias en los aprendizajes logrados. Los datos muestran una disminución en el grado de desvinculación del sistema educativo, pero el proceso continúa existiendo (Cardozo Politi, 2016; MEC, 2015). En este contexto, la reproducción de pautas excluyentes en la educación toca diversos derechos consagrados en la nueva Ley General de Educación. En este sentido, las diversas formas de exclusión que los circuitos culturales fragmentados de un sistema tan complejo generan no se reducen a la discriminación de los carentes. Abarcan el cuerpo, el género, las generaciones, las características culturales, religiosas, familiares y económicas del alumnado, entre otras. La inclusión educativa es necesaria para los excluidos y los más pobres, pero también para una sociedad desigual en la cual la educación de los sectores acomodados -bajo su aparente “funcionalidad”- alimenta representaciones y prácticas que también consolidan valores que atentan contra los derechos de niños y adolescentes.
A modo de cierre
Hemos abordado un problema instalado en el sentido común respecto de las cuestiones educativas, pero que pocas veces es puesto en palabras a la hora de pensar las políticas educativas: el de la “pérdida de valores”, que suele devenir en el de “la violencia en la educación”. En este artículo sugerimos que no se han perdido los valores, ni la vida cotidiana de un centro educativo se resume a los hechos de violencia. Más bien, diríamos que parte de nuestros conflictos, incluso aquellos que devienen en violencias, surgen de la sensación de falta de respeto que se siente cuando un alumno, un trabajador, un padre, percibe que no son respetados sus derechos. Y estos derechos ciudadanos tienen que ver con la posibilidad de ser tratado como igual, de expresar su voz y sus demandas, de participar y de estar.
Los elementos aportados sugieren que es imprescindible rever el modo en el que se trabaja el conflicto en los centros educativos, a la luz de las nuevas directivas que rigen la Ley General de Educación. Impulsar una visión que dé cuenta de la sustitución de una matriz disciplinaria y punitiva -casi custodial por momentos- por una que abra paso a las nuevas culturas juveniles, que permita dar voz a los niños y adolescentes, y que dé lugar a la participación. Asimismo, una matriz que modifique la cultura institucional en la que la violencia de la institución -el poder de la autoridad- abra paso a nuevas modalidades de vínculo, en un mundo en el que gestionar el conflicto sea reconocido como parte de la tarea docente. Finalmente, también, es necesario contemplar las necesidades de la institución educativa, que aún no han sido tenidas en cuenta en este panorama: un modelo educativo de centro, más horas libres, más centros educativos, más espacios de diálogo y la ruptura de la idea de que la tarea docente equivale al hecho de dar clase. La tarea docente y la experiencia pedagógica suponen el trabajo de los vínculos y la convivencia en los centros educativos.