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Revista de Ciencias Sociales

versión impresa ISSN 0797-5538versión On-line ISSN 1688-4981

Rev. Cienc. Soc. vol.29 no.39 Montevideo jul. 2016

 

Las mujeres rurales durante el período progresista en Uruguay

Avances y tropiezos

Rural women during the progressive period in Uruguay: progress and setbacks

Rossana Vitelli y Víctor Borrás


Resumen

En el año 2005, el país cambió su orientación política cuando asumió el poder el gobierno del Frente Amplio. Fue el comienzo de un “período progresista”, en el cual se instauró una conducción ubicada más a la izquierda que las administraciones anteriores. Sin embargo, aun con una mejora en las condiciones de vida de la población en general y de la población rural en particular, las brechas de género parecen continuar en ese medio. En este trabajo se pretende mostrar algunos cambios en la situación socioeconómica de las mujeres rurales con datos disponibles del período 2000-2014. Para el análisis se parte de una concepción teórica con perspectiva de género. Fueron utilizados datos provenientes de las Encuestas Continuas de Hogares, los Censos de Población y Vivienda, y la encuesta realizada por el Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca a través de su Oficina de Programación y Política Agropecuaria (OPYPA), en el año 2000.

Palabras clave: Género / mujeres rurales / desarrollo rural.


Abstract


In 2005 the country changed its political orientation when the government was assumed by the Frente Amplio. It was the beginning of a “período progresista” where —like several countries in the region and Latin America— policies located further to the left than previous administrations. However, even with an improvement on the living conditions of the population in general and the rural population in particular, gender gaps seem to continue. This paper intends to show some changes in the socio-economic situation of rural women with data available for the period 2000-2014. For the analysis it is used the theory conception of gender perspective. It was used data from the Continuous Household Survey, the Census of Population, and the survey made by the Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca through its Oficina de Programación y Política Agropecuaria (opypa), in 2000.

Keywords: Gender / rural women / rural development.


Rossana Vitelli: Profesora e investigadora del Departamento de Sociología, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de la República, Uruguay. Doctora en Sociología por la Universidade Federal do Rio Grande do Sul, Brasil. Magíster en Estudios Sociales Agrarios por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (flacso), Argentina. E-mail: vitellirossana@gmail.com

Víctor Borrás: Profesor e investigador del Departamento de Sociología, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de la República, Uruguay. Magíster en Sociología por la misma universidad. E-mail: victorborrasramos@gmail.com

Recibido: 19 de abril de 2016.
     Aprobado: 29 de junio de 2016.

Introducción

La preocupación y sensibilidad de la sociedad acerca de la realidad de las mujeres, en el medio rural en nuestro país, sólo comenzó a generarse y percibirse en forma muy lenta a mediados de la década de los ochenta. Esto ocurrió cuando, con mucho empeño, algunos grupos conformados por las propias mujeres rurales y con el apoyo de algunas organizaciones no gubernamentales (ong) comenzaron a organizarse, formular demandas y trabajar en conjunto para hacer conocer la situación en la que vivían, y a buscar mecanismos para superar enormes dificultades y pobreza extrema.

La realidad ha cambiado mucho desde entonces: el país logró vencer la situación de estancamiento y crisis en el sector del agro; las formas de producción, comercialización y de consumo de alimentos sufrieron grandes transformaciones en este período. Por otra parte, la profundización de las relaciones capitalistas en el medio rural y el importante poder que ha adquirido la agroindustria ubicaron a las mujeres rurales en una situación de subordinación, diferente a la que vivían hace un cuarto de siglo atrás.

En el año 2005 el país cambió su orientación política, cuando el gobierno fue asumido por primera vez por el Frente Amplio, representando a la izquierda uruguaya. Fue el comienzo de un “período progresista”, cuando —al igual que varios países de la región y América Latina— se instaló una conducción más cercana a los sectores populares y a los reclamos de los trabajadores. Este cambio repercutió en términos generales en mejoras de vida para la población en general y en la situación del país. Sin embargo, en el medio rural, aun con estos avances en las condiciones de vida de la población, las inequidades de género parecen mantenerse.

En este trabajo se presentan evidencias sobre algunos cambios en la situación socioeconómica de las mujeres rurales en el período 2000-2014, desde una perspectiva de género. Asimismo, se propone una reflexión sobre la dificultad en la aplicación de políticas de género en el medio rural. Los datos utilizados provienen de las Encuestas Continuas de Hogares, el Censo de Población y Vivienda del año 2011, y la Encuesta sobre el empleo, los ingresos y las condiciones de vida de los hogares rurales realizada por el Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca (mgap), a través de su Oficina de Programación y Política Agropecuaria (opypa) en el año 2000. También fue utilizada información de registros procesados por el Ministerio de Desarrollo Social (mides).

Algunas precisiones metodológicas

La dificultad presentada por no contar con información obtenida por instrumentos idénticos para el período de referencia, nos obligó a tomar algunas decisiones metodológicas. En el año 2000 se realizó, por parte de la opypa, una encuesta en zonas rurales, utilizada en las investigaciones del año 2004, ya que en ese momento las Encuestas Continuas de Hogares (ech) no abarcaban a la población rural. Este organismo no realizó nuevos relevamientos y a partir del año 2006 las ech comenzaron a registrar a la población de zonas rurales dispersas y de hasta 5.000 habitantes. En este sentido, sabiendo que las muestras utilizadas por la opypa, en el año 2000, y por la ech, en el año 2013, pueden ser diferentes, por lo que no son estrictamente comparables, se considera que igual pueden mostrar ciertas pistas y tendencias para ser utilizadas como indicadores para su posterior análisis.

Por este motivo —y en virtud de que eran las fuentes disponibles— se optó por agregar a este esquema un segundo análisis, para poder evaluar si las tendencias se mantenían. Se volvieron a utilizar los datos de la encuesta opypa, pero esta vez para examinarlos a la luz de la información proveniente del censo de viviendas, hogares y personas, realizado en el año 2011. Como se verá después, si bien con pequeñas diferencias esperables, las tendencias se confirman en ambos casos.

Esta información fue complementada con algunas entrevistas realizadas a funcionarios y jerarcas de organismos relacionados con la materia, pertenecientes al mgap y el mides.

El nuevo contexto rural desde una perspectiva de género

Se pretende examinar —desde una perspectiva de género— de qué manera la evolución y cambios en el agro durante el período estudiado afectaron en forma diferente a hombres y mujeres. Aunque no se pretende desarrollar la teoría de género, por no ser el foco, es necesario destacar su punto de partida. Siguiendo a Aguirre (1998) se considera que:

El concepto de género desarrollado por los análisis feministas y recientemente introducido en las Ciencias Sociales refiere a una teorización de las relaciones sociales hombre-mujer mediante la cual se enfatizan las construcciones culturales e históricas de esas relaciones, sustituyendo la connotación biologicista contenida en el concepto de sexo”.

El enfoque de género reconoce las diferencias biológicas entre los sexos, y enfatiza el estudio de la construcción social de las diferencias, a través de su naturalización por los agentes socializadores y la cultura.

En un intento de superar los devastadores resultados heredados de un prolongado período, que comenzó poco antes de los años sesenta —cuando se agotó el modelo productivo anterior basado fundamentalmente en la exportación ganadera—, se comenzaron a ensayar una serie de diferentes políticas económicas restrictivas y de cuño neoliberal. Si bien con distintos énfasis y con variantes, estas fueron aplicadas tanto por la dictadura militar como por los gobiernos civiles que administraron el país hasta el año 2004. Como señala Chiappe (2002), “A partir de 1988, se instrumentaron medidas que tendieron a balancear las cuentas fiscales. Estas medidas fueron endurecidas aún más por el gobierno que asumió en 1990”.

Durante todo ese largo período comenzado en los años sesenta y setenta, el agro transitó por momentos diferentes, y el comportamiento de los diversos rubros fue disímil, situación recogida por varios investigadores bajo el concepto de “estancamiento dinámico” para referirse al dinamismo de algunos rubros en la agricultura, mientras que la ganadería permanecía en una situación de “declive”. Las mejoras producidas en el agro en la década de los noventa se registraron en medio de una serie de fuertes medidas de liberalización económica, junto a un proceso de intensa concentración de la tierra, expulsión de un importante número de productores familiares y un aumento dramático de los grados de pobreza de la población rural (Piñeiro, 1985; Chiappe, 2002; Vitelli, 2005).

Luego de la enorme crisis ocurrida en Uruguay en el año 2002, comenzó en el país y en el medio rural una gradual recuperación, acompañada de un proceso de importantes transformaciones sociales, económicas y productivas. Se destaca un significativo crecimiento de la economía, evidenciado en un aumento continuo del pbi, que creció en promedio un 3,5% anual en forma sostenida durante estos últimos diez años. En cuanto al sector agropecuario, tanto el valor de los commodities (productos primarios sin transformar) como el volumen exportado registraron en la última década un aumento constante en algunos rubros importantes, como la carne, lácteos, granos y especialmente la soja1. Esta realidad contrasta con la situación de estancamiento que en algunos rubros se vivió entre los años sesenta y noventa. En una suerte de “revolución productiva”, el pbi agropecuario creció más que el pbi global nacional.

Es posible observar que en este nuevo escenario positivo, no todos se vieron beneficiados en igual medida: hombres y mujeres tuvieron un acceso desigual a los bienes generados. Las transformaciones antes mencionadas impactaron a las mujeres del medio rural de varias formas: a) En primer lugar el crecimiento de la agroindustria y la creación de nuevas actividades en el sector servicios captaron mucha mano de obra femenina. Esta es preferida por diferentes motivos, pero principalmente porque se le paga salarios inferiores que al trabajo masculino, además de presentarse —en el caso de las mujeres— formas más flexibles de contratación. b) Lo anterior determinó un aumento significativo de la población económicamente activa (pea) femenina rural de acuerdo a estudios preliminares (Vitelli y Borrás, 2014). Esta situación generó nuevas dinámicas en la vida y el trabajo de las mujeres, modificando el relacionamiento en el interior de las familias, que han debido reacomodarse ante esta nueva realidad. Muchas mujeres se vieron obligadas a sumar a las tareas productivas y domésticas un trabajo extrasalariado fuera del hogar.

Este proceso de intenso dinamismo en el sector agropecuario, ocurrido en la última década en el país, lógicamente no fue un hecho aislado y —aunque localmente se manifestó algo después— estuvo enmarcado en los procesos de globalización económica mundial y de cambios significativos en la región. Es de interés examinar cómo fueron afectadas las mujeres en el período, ya que ningún fenómeno económico o productivo es “neutro” en cuanto al género, produciendo impactos diferentes en hombres y mujeres. Como señala Lara para la década de los noventa: “El campo latinoamericano está involucrado actualmente en un proceso de reconversión productiva que afecta a todos los sectores de la economía configurando nuevas relaciones de producción que amplían la participación femenina, sobre todo en el trabajo asalariado” (Lara Flores, 1995).

Uruguay no fue ajeno a esa realidad, siendo que además se dieron condiciones favorables en lo económico y cambios en la orientación política. Según los estudios de la opypa, el crecimiento del sector agropecuario en 2013 fue de un 5,7% respecto al año anterior, mientras que el pbi global aumentó un 4,4%. Si bien es cierto que ahora comienzan a registrarse ciertas retracciones en algunos de nuestros mercados compradores, aún así los economistas del mgap anunciaban que el crecimiento del sector para el año 2014 iba a ser de un 5,2% (Paolino, et al., 2013). Efectivamente, el valor agregado de la actividad agropecuaria alcanzó ese aumento en el cuarto trimestre de 2014 con respecto a igual período del año anterior. Esto se debió a los incrementos en la actividades pecuaria y silvícola que compensaron una disminución de la actividad en la agricultura (Banco Central del Uruguay, 2015).

En resumen, estos cambios económicos y productivos ocurridos en el medio rural se produjeron en un marco de significativa “capitalización” del agro, en el cual —en muchos casos— las relaciones sociales de producción anteriores se transformaron, evidenciándose un aumento del trabajo asalariado en desmedro de la producción familiar, un mayor peso y poder de la agroindustria, así como nuevas formas de contratación, movilidad, servicios y traslados de los trabajadores en el territorio. Lo anterior también impactó en las mujeres. Como lo señala Martínez (2014): “Las transformaciones ocurridas en las últimas dos décadas […] indican que en correlación a los procesos de desestructuración rural, también se ha modificado radicalmente el rol de la mujer rural”.

El enfoque específico de género en este contexto tiene su fundamentación: los fenómenos señalados, que comenzaron en otros países antes que en Uruguay, dejaron al descubierto que la integración femenina a los nuevos procesos productivos dista mucho de ser equitativa. La preferencia por el trabajo femenino por parte de las empresas del sector no presupone intenciones de igualdad sino que es “…una nueva forma de inserción del trabajo femenino que ofrece una gran disponibilidad y capacidad para adaptarse rápidamente a las distintas formas de producir, comercializar y procesar los productos”, (Salamea, citado en Lara Flores, 1995). La profundización del capitalismo en el agro resultó en un impacto importante en la población femenina vinculada al medio y “… las mujeres rurales se mueven como el pez en las aguas turbulentas del capitalismo rural o urbano” (Martínez, 2014).

En este sentido, se considera relevante examinar algunas de las consecuencias de lo ocurrido en la última década sobre la población femenina rural, para poder analizarlas de acuerdo a dos ejes: 1) los cambios y mejoras en sus condiciones de vida con respecto al período anterior; 2) los cambios que se produjeron en las relaciones de género durante ese lapso en aspectos vitales como son el trabajo, los ingresos y la situación de pobreza. Se mantendrán estas dos dimensiones de análisis en el trabajo, procurando examinar si las relaciones de género en estas áreas han acompañado en forma positiva los cambios de la última década.

La condición de actividad y el trabajo

Dos aspectos significativos para revelar la situación de las personas son su condición de actividad y los ingresos. Por un lado, la actividad y el trabajo que realizan hombres y mujeres no son aleatorios. Además de responder a las necesidades de la estructura económico-productiva de cada región, están fuertemente enraizados y asociados a un conjunto de tradiciones, normas y valores que son producto de una construcción social. El trabajo remunerado, que para los hombres es un derecho y una obligación, y que también representa un derecho reconocido en el ámbito público, para las mujeres es un derecho social débil que debe ser constantemente reclamado (Aguirre, 2009). Por otra parte, la división sexual del trabajo ha sido históricamente el principal eje articulador a través del cual se han enclavado las inequidades de género y la subordinación femenina.

Por tanto, se presentan las diferencias en la condición de actividad y las brechas en los ingresos para examinar su evolución en el período.


Las principales tendencias generales parecen mantenerse durante el período, marcando que en situación de “ocupados” se constata un mayor porcentaje de hombres, mientras que la responsabilidad de los quehaceres del hogar la mantienen por abrumadora mayoría las mujeres.

La distancia entre hombres y mujeres ocupados disminuyó en algo más del 4% para el período. En el año 2000, esta diferencia era de 38,4 puntos porcentuales, mientras que en el 2011 se situó en 34 puntos. También se puede apreciar una disminución general de población ocupada de ambos sexos. Si se observa que esta disminución es similar al aumento en la categoría de personas jubiladas y pensionistas, se podría concluir que seguramente el fenómeno sería reflejo del proceso de envejecimiento poblacional del medio. También se podría inferir que las nuevas políticas sociales aplicadas en el período han permitido mayores posibilidades de jubilarse o recibir una pensión, principalmente a las mujeres, que son la mayoría en esta categoría.

Una mención especial merece el análisis de quienes son responsables de los quehaceres del hogar. Una constante es que quienes continúan dedicándose a las tareas domésticas siguen siendo las mujeres, no registrándose cambios sustantivos de género en esta actividad. El censo registra algo más del 30% de mujeres responsables de esa tarea, mientras que sólo se ubica el 3,3% de los hombres en dicha categoría. Parece que, si bien las mujeres mejoran su situación en otros aspectos, la división sexual del trabajo las sigue ubicando rigurosamente en esta posición. Como plantea Mackintosh (citado en Wilson, 1986), esta división sexual de las tareas “… parecería expresar, encarnar y aún más perpetuar la subordinación femenina”. En las distintas regiones y en los distintos estudios se ve una división sexual del trabajo que es altamente heterogéneo en lo productivo, pero “… la distribución de las tareas reproductivas es homogénea y universal: está a cargo de las mujeres independientemente del nivel económico, estructura interna de la unidad de producción, etcétera”.

Para poder chequear estas tendencias, se analizan ahora las mismas variables con los datos de la Encuesta opypa del año 2000 y la Encuesta Continua de Hogares del año 2013.


En este caso, el análisis no registra variaciones de importancia con respecto al Cuadro 1, confirmando que para el año 2013 las tendencias se mantienen en términos generales. Si se observa lo que fue la evolución de la participación femenina rural en el mundo del trabajo durante el período, se puede ver un leve crecimiento de las mujeres ocupadas, aunque la pea femenina se mantiene estable debido a la disminución de las desocupadas y quienes buscan trabajo por primera vez. En cuanto a las mujeres que estudian, resulta ser un 3% mayor que en el caso de los hombres, factor que ya se evidenciaba en estudios anteriores, siendo que además se registró un crecimiento en el período. En definitiva, significa que hay menos mujeres desocupadas que en la etapa anterior y menos mujeres que buscan empleo por primera vez, porque ya lo tienen o porque están estudiando. Esto en principio es positivo, y también es auspicioso que el porcentaje de mujeres que están jubiladas o reciben pensiones sea superior al registrado para el año 2000, señal de que ahora tienen posibilidades de usufructuar esos derechos.

No obstante, llama la atención que, observando la evolución de los ocupados, la brecha entre hombres y mujeres —tanto respecto al censo de 2011 como a la ech de 2013— se constata una distancia de unos 34 y 31 puntos porcentuales respectivamente, favorable a la población masculina. De lo anterior podría suponerse que aún persiste un subregistro importante en los datos de las encuestas que ubican a las mujeres como las que realizan los “quehaceres del hogar”, y que no consideran el trabajo realizado en el predio2. Asimismo, puede indicar que el proceso de inserción de las mujeres rurales en el mercado de trabajo, importante durante el período, se procesa con muchas dificultades y trabas que les dificultan un acceso equitativo al mercado de trabajo.

Cambios en las condiciones de vida de la población rural: los componentes y las políticas para las mujeres rurales

Durante varias décadas, la población trabajadora del medio rural debió enfrentar las consecuencias de las sucesivas crisis generadas desde 1960, que como consecuencia produjeron un importante proceso de concentración de la tierra, una disminución drástica del número de explotaciones de carácter familiar, y el aumento de las condiciones de pobreza de la población del medio. Sólo entre los años 1970 y 1980 “… el número de explotaciones agropecuarias disminuyó en 8.800, siendo la mayor parte de menos de 50 hectáreas” (Chiappe, 2002).

Con el retorno al régimen democrático a partir del año 1985 —y a pesar de las diferentes etapas acaecidas en la economía y el comercio internacional— la población trabajadora rural no experimentó mejoras sustanciales en sus condiciones de vida. Las políticas de liberalización ya mencionadas continuaron acentuando los procesos de exclusión y pobreza en el campo, siendo las mujeres (junto a los menores) la parte de la población más afectada por estas políticas. En ese sentido Chiappe destaca que:

Las mujeres rurales se han visto especialmente perjudicadas porque el recorte presupuestal aplicado a programas de tipo social (salud, vivienda, educación) para reducir el déficit gubernamental y/o pagar la deuda externa, presupuso que estas asumieran tareas que insumen muchas horas de trabajo dentro del hogar, tales como el cuidado de jóvenes y enfermos. Estos recortes exigieron más horas de trabajo a las mujeres dentro y fuera del hogar, quienes —para paliar la disminución de ingresos y el énfasis puesto en la producción de bienes de exportación a expensas de productos básicos para el consumo de la población— se vieron obligadas a desarrollar formas creativas de mantenimiento de la familia”. (Chiappe, 2002)

Para el año 2002, los datos indicaban que las mujeres del medio rural disperso que se encontraban por debajo de la línea de pobreza representaban el 21% y los hombres el 18% del total. En tanto, el ingreso promedio de las mujeres apenas representaba el 47% del ingreso masculino (Vitelli, 2004). En ese entonces, los hombres desocupados y que buscaban trabajo por primera vez eran el 1,4%, mientras que las mujeres en la misma situación representaban el 5,6%, reflejando claramente la necesidad de la población femenina de volcarse al mercado de trabajo para sumar ingresos a la familia. En la ruralidad nucleada, las mujeres desocupadas y que buscaban trabajo por primera vez casi duplicaban a los hombres —11% y 6% respectivamente— (Vitelli, 2004). Así es posible afirmar que en ese período ellas se encontraban en una situación de mayor vulnerabilidad y pobreza que sus pares masculinos, marcando una importante inequidad.

Sin embargo, en aquel entonces el enfoque predominante para la atención de la problemática de la población femenina del medio distaba mucho de enmarcarse dentro de un perspectiva de género: “… las mujeres no se consideran como grupo objeto de desarrollo, bajo el falso supuesto que estas se beneficiarán del efecto de “goteo’ una vez que los resultados de las políticas alcancen a los hogares, y en ellos a los jefes de hogar, culturalmente definidos como los hombres” (Chiappe, 2002).

En el año 2005, asumió el gobierno nacional el Frente Amplio por primera vez, en el marco de un serie de cambios políticos en varios países latinoamericanos, iniciándose así una “era progresista” en la región. En relación con el agro, para Uruguay esta administración propuso entre sus primeras medidas “… igualar los derechos a la negociación colectiva entre los trabajadores urbanos y rurales […] que habían sido históricamente postergados en el avance de la legislación laboral durante todo el siglo xx” (Riella y Mascheroni, 2012).

Si bien la mayoría de estas políticas estuvieron centradas en mejorar las condiciones de trabajo y del empleo en sí, también existieron un conjunto de políticas sociales de cobertura nacional como el Plan Nacional de Atención a la Emergencia Social, el nuevo sistema de Asignaciones Familiares, el Sistema Nacional Integrado de Salud, y la reforma tributaria que eliminó el impuesto a los sueldos más bajos, entre otras (Riella y Mascheroni, 2012).

Como resultado de lo anterior, se destaca como un hecho que se produjeron mejoras en las condiciones de vida de la población trabajadora del medio rural que, después de mucho tiempo —y en muchos casos por primera vez—, contó con nuevos derechos y pudo acceder a medidas de protección social, nuevos bienes y servicios antes sólo disponibles para la población de mayores recursos o en centros urbanos. Como afirman los autores citados “… estas medidas, como otras adoptadas para el sector, implicaron no solamente mecanismos que se tradujeron en una mejora de sus condiciones de vida, sino un reconocimiento ‘simbólico’ que restituyera sus legítimos derechos” (Riella y Mascheroni, 2012).

Dentro de este contexto, y con las nuevas políticas aplicadas a escala nacional y a los trabajadores rurales en particular, las mujeres del medio se vieron beneficiadas, tal como surge de los datos de ingresos que se presentan en el Cuadro 3.

Como se puede observar, entre el año 2006 y el 2013, el ingreso promedio de las mujeres se multiplicó por 2,5 en las localidades de hasta 5.000 personas, y por 3 en la ruralidad dispersa. Si se considera que la inflación acumulada durante esos años fue del 69,7%, se evidencia en forma contundente un avance en la posibilidad efectiva de las mujeres de contar con ingresos propios dignos, teniendo así mayor autonomía con respecto a sus compañeros hombres. Por tanto, la mejora real de los ingresos para la población rural en general, y para las mujeres en particular, fue importante.

No obstante lo anterior, en referencia a las brechas de género en los ingresos, se puede constatar que si bien se observa cierto progreso traducido en su disminución, la distancia aún sigue siendo significativa, sobre todo en la ruralidad dispersa. En el año 2006, el ingreso promedio femenino en la ruralidad dispersa representaba el 34% del ingreso promedio masculino, mientras que para el 2013, lo percibido por las mujeres significó el 45% del ingreso promedio de los hombres. Por tanto, si bien se evidencia un avance y una mejora en lo relativo a la igualdad entre hombres y mujeres, que se traduce en una disminución de la brecha de ingresos, esta evolución es muy insuficiente si se considera que, en la ruralidad dispersa, el ingreso femenino no alcanza a representar la mitad del masculino, mientras que apenas alcanza el 50,6% en los poblados.

A continuación se presentan algunos indicadores respecto a problemas vinculados al empleo y a la calidad del trabajo. Se seleccionaron aspectos referidos a la cobertura social, la zafralidad y el subempleo.


Una forma de aproximarse a la precariedad del trabajo y a la zafralidad —que no se recoge en las ech— es el análisis de los desocupados durante el año anterior, que muestra una idea de la inestabilidad del empleo. El porcentaje de mujeres en esta condición resultó ser superior al de los hombres en cuatro puntos porcentuales. Esa brecha es aún mayor en el grupo de quienes están “subempleados”, resultando en este ítem que las mujeres están cinco puntos porcentuales sobre los hombres. Esto evidencia que la población femenina rural que se vuelca al mercado de empleo se encuentra con mayores dificultades, y lo hace en condiciones más precarias.

Se observa una paridad en la categoría “cotizantes a la seguridad social”, en razón de los avances en la legislación laboral ya mencionados.

El Estado y las políticas para las mujeres rurales: ¿regreso al med o inicio tardío de otra propuesta?

La discusión acerca de cómo incluir a las mujeres en los procesos de desarrollo, tiene ya varias décadas. En los años setenta, las políticas dirigidas a la temática estaban inspiradas en un conjunto de orientaciones conocidas como Mujer en Desarrollo (med), que postulaba los beneficios de integrar a las mujeres en los procesos productivos y económicos. Posteriormente, en la década de los ochenta, las Naciones Unidas, en sus estrategias para el desarrollo, declaraba a las mujeres “agentes y beneficiarias en todos los sectores y a todos los niveles del proceso de desarrollo”. Ya en los años noventa, se percibe una mayor maduración y comprensión de los problemas sociales que están en la raíz y se vinculan a las relaciones de género. Los documentos aluden a que:

“… la tarea consiste en traducir una mayor comprensión de los problemas de las mujeres en un cambio de prioridades […] Dar poder a las mujeres en el desarrollo tendría altos rendimientos en términos de un incremento de la producción total y una equidad y un progreso social mayores”. (Organización de las Naciones Unidas, citado en Kabeer, 1998)

En referencia a lo anterior, cabe plantearse cuáles fueron los fundamentos que inspiraron las políticas dirigidas a las mujeres del medio rural en el país en este último período. Si se considera el Estado como aparato burocrático, administrador y gobernante —en sentido weberiano—, hay que reconocer que este no se puede concebir como un ente totalmente monolítico, siempre coherente y consistente. En los sistemas democráticos, los distintos organismos, agencias y particiones del Estado suelen convivir con lógicas no siempre idénticas. Incluso, algunas veces pueden competir, tener divergencias, inconsistencias y hasta cierto grado de “conflictos internos manejables”.

Lo anterior tiene como consecuencia que las interpretaciones sobre los principales ejes rectores que se pretenden implementar puedan sufrir distorsiones y enlentecimientos en el momento de su aplicación. Por más que exista una expresión clara de las políticas a seguir, no siempre todos los mecanismos funcionan en forma aceitada para instrumentarlas. Así es que muchas veces las orientaciones generales, cuando se las intenta aplicar a un sector en particular, pueden resultar afectadas.

Con relación a las medidas adoptadas por la administración del Frente Amplio para superar la emergencia social en que se encontraba el país y el campo, los datos indican que se lograron los principales objetivos planteados, alcanzando una recuperación de las condiciones de vida de la población rural en general y de los trabajadores del agro en particular.

Las políticas sociales nacionales estuvieron diseñadas en el marco del “Gabinete Social”, una coordinación de varios ministerios que tuvo a su cargo discutir y plantear los principales lineamientos generales de estas medidas, que luego se instrumentalizarían a través de los organismos competentes. El referente ejecutor y administrador de las principales políticas sociales a escala nacional fue el mides, sin perjuicio de que desde otros ámbitos se tomaran medidas que tendían a los mismos logros, como ser el Banco de Previsión Social (bps), el Ministerio de Trabajo, y otros.

Por otro lado, las medidas específicas destinadas al agro fueron desarrolladas desde el mgap, que contó con una reestructura tendiente a la descentralización y a la atención de los pequeños y medianos productores. En este ministerio se creó la Dirección General de Desarrollo Rural y se adoptaron formas innovadoras de participación de los actores del medio, a través de las Mesas de Desarrollo Rural departamentales.

A su vez, las políticas rectoras en materia de igualdad de género a escala nacional se establecieron en la órbita del Instituto Nacional de las Mujeres (Inmujeres), dependencia del mides.

Los beneficiados por las políticas del mides en el medio rural

Los programas de asistencia y atención a la población en situación de vulnerabilidad social se fueron adaptando con el transcurso del tiempo, a medida que la situación de los beneficiarios y del país fue evolucionando. En el último período, la modalidad más extendida de protección se dio fundamentalmente a través de dos mecanismos: la Tarjeta Uruguay Social (tus) y las Asignaciones Familiares (afam). La primera consiste en una tarjeta de compras que se entrega a los beneficiarios, a través de la cual se transfiere un monto mensual para ser destinado a la compra de alimentos en comercios adheridos al sistema. La tus funciona desde mayo del año 2006 y los criterios de selección de la población objetivo se establecieron sobre la base de un índice de carencias críticas, elaborado por la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de la República.

Las afam son una transferencia monetaria que se otorga a las familias por cada hijo menor de edad, exigiendo como contrapartida la asistencia al sistema educativo. En esta prestación hay dos categorías: 1) la que ya existía con anterioridad y continúa vigente3, para hijos de trabajadores formales cuyos ingresos no superen un tope máximo de ingresos. 2) la nueva prestación que son las afam - pe (Plan de Equidad)4 para las familias en condición de mayor vulnerabilidad social, que no está asociada al empleo y cuyo monto por hijo es casi cinco veces mayor que la anterior.

Se presentan a continuación datos sobre la población del medio rural beneficiaria de las prestaciones mencionadas.


Tanto en zonas de ruralidad dispersa como en poblaciones de hasta 5.000 habitantes, el porcentaje de mujeres titulares de tus representa el 94% del total de beneficiarios, reflejando así que son las principales favorecidas. Esto indicaría dos cosas: En primer lugar, que efectivamente en el momento en el que la nueva administración comenzó a instrumentar estas políticas la situación de pobreza y vulnerabilidad de las mujeres era superior a la de los hombres. En segundo lugar, que esta política que benefició a la población femenina rural fue de carácter nacional y no de tipo sectorial o territorial. Se agrega, además, que de acuerdo al mismo informe el 67% de la población beneficiaria de la tus, en este grupo de población rural, tiene entre dos y cuatro hijos, siendo por tanto una medida que también benefició a los niños y a las familias en su conjunto.

Los otros mecanismos de protección a las familias son las afam, cuando hay niños, y las jubilaciones y pensiones para las personas que no pueden trabajar, por invalidez o por su edad.


El porcentaje de mujeres que reciben asignaciones familiares por sus hijos, tanto en la ruralidad dispersa como en poblados pequeños, casi se duplicó en el período de referencia. El registro de hombres que cobraban las asignaciones familiares en el año 2006 era superior al de las mujeres, reflejando así el carácter de prestación “vinculada al empleo” que tenían en aquel momento, considerado este beneficio como una asignación de tipo universal independiente de la condición de actividad de los padres. Dado que las mujeres rurales tienen más problemas con el trabajo formal y estaban en condición de mayor pobreza, muchas de ellas se vieron respaldadas con esta prestación.

Por otra parte, las pensiones que se otorgan por varios motivos (viudez, vejez, incapacidad, etcétera), en el caso de poblados el porcentaje para las mujeres subió a más del doble, mientras que en las zonas dispersas las pensiones otorgadas a ellas se triplicaron, pasando de 4 a 12,2%. La brecha de género en este caso muestra que se registró una tendencia favorable para las mujeres, tanto en los pueblos como en la ruralidad dispersa, en la que presenta una distancia de casi diez puntos porcentuales entre las mujeres que cobran pensiones y los hombres.

En síntesis, las políticas sociales que se implementaron para mejorar las condiciones de vida de la población en situación de riesgo, parecen haber tenido gran impacto en la población rural y en las mujeres de ese medio en particular. No queda tan claro —sin embargo— que las políticas globales de combate contra la pobreza tengan un efecto en lo que refiere a una equidad de género, ya que las brechas entre hombres y mujeres permanecen, tanto en los ingresos como en los problemas de empleo.

Síntesis y reflexiones finales

Una pregunta que surge a partir de los hallazgos y dificultades encontradas es ¿qué instancia institucional dentro del Estado deberían hacerse cargo de formular las políticas de género en el medio rural? Por un lado, aparece como lógico que el ámbito nacional de cobertura para la atención de las mujeres es el Inmujeres, pero —por otra parte— el órgano especializado en el agro y que tiene su base territorial en lo rural es el mgap.

El tema no parece de fácil resolución. Existe una intersección entre lo “territorial”, lo “sectorial” y lo “social” que necesariamente implica un enfoque y una coordinación multilateral. Si a esto se le suma lo dicho en cuanto a la dificultad natural e intrínseca del Estado para mantener una homogeneidad absoluta, por tratarse de un gigante con muchos brazos y piernas, se puede inferir que existió poco avance en el tema. Como afirma Martínez (2014), “Las políticas públicas todavía no logran incorporar, más allá del discurso bastante “abstracto” de género, estas transformaciones de las familias rurales basadas en una nueva división social del trabajo, producto tanto de dinámicas internas y especialmente de procesos que obedecen al mercado global”.

Según los funcionarios entrevistados, probablemente existió dificultad para lograr consensos sobre las principales orientaciones en las cuales deberían fundarse las medidas a aplicarse sobre en materia de género en el medio rural. Esta falta de un enfoque acordado, terminó por enlentecer y dificultar la atención de las inequidades de género existentes: ¿las preocupaciones esenciales fueron las inherentes a lo productivo y a la mujer productora?, fueron los problemas sociales de la mujer y la familia? ¿Cómo articular lo anterior con las inequidades de género?

En este punto del debate es cuando surge la pregunta, ¿se trata de un regreso a los viejos postulados del med de incluir a las mujeres sólo como agentes productivos y económicos o es que en forma tardía se comenzó a transitar un camino sobre esta problemática, y aún es preciso dedicarle mucha reflexión y maduración?

De acuerdo a los datos presentados, parece claro que las mejoras en las condiciones de vida y la situación de la población femenina rural son el resultado y producto del crecimiento del agro, de las políticas sociales generales instrumentadas desde el mides, y de algunas nuevas medidas provenientes del mgap destinadas a la población rural, pero que no contemplan las relaciones de género. Las mujeres se vieron beneficiadas porque eran parte de la población más pobre y vulnerable, en la cual estaban focalizados los programas.

No parece claro que se hayan aplicado políticas específicas destinadas a equilibrar las inequidades propias de género en el medio, dado que cuando se analiza la situación de hombres y mujeres, siguen observándose desigualdades. Esto queda claramente en evidencia cuando, al observar el mercado de trabajo, notoriamente se revela que las mujeres siguen teniendo problemas de subempleo y precariedad en sus trabajos. Se confirma así que la estructura productiva actual del agro no genera trabajos estables y de buena calidad para la población femenina. También queda en evidencia que el mercado de trabajo discrimina por sexo, al no permitir que, por motivos puramente de tradición y cultura, las mujeres accedan a empleos para los cuales están capacitadas.

En síntesis, si bien las condiciones de vida de las mujeres rurales mejoraron en forma considerable en relación con el período anterior, esto parece haber sucedido en virtud de las políticas sociales generales y como resultado del crecimiento económico del sector; pero no como resultado de políticas específicas de género aplicadas en el medio, siendo que las brechas e inequidades entre hombres y mujeres aún persisten, constituyendo una problemática que hay que seguir estudiando y trabajando.

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1 Esto ocurrió en casi la totalidad del período, aunque la soja registró en el último año una leve retracción.


2 Numerosos estudios evidencian que las mujeres realizan ambas tareas en la producción familiar. Ver Chiappe, 2002; Vitelli, 2004.


3 Ley N.º 15.084.


4 Ley N.º 18.227.


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