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Revista de Ciencias Sociales

Print version ISSN 0797-5538On-line version ISSN 1688-4981

Rev. Cienc. Soc. vol.29 no.39 Montevideo July 2016

 

Asalariadas en el sector agroindustrial

Pensar el lugar de responsabilidad colectiva en el trabajo de cuidado

Women’s work in the agroindustrial sector: 

think the place of collective responsibility in care work

Elena Mingo



Resumen

Con la participación de las mujeres a tiempo completo en el empleo asalariado, el trabajo reproductivo y, especialmente, las tareas vinculadas con el cuidado tomaron relevancia en los estudios sobre trabajo y género de los últimos años. Se sumaron a estos temas las estrategias gubernamentales sobre el control y la erradicación del trabajo infantil. Esta configuración adquiere una particular relevancia en el análisis de la participación femenina en el trabajo agroindustrial. En este artículo se analizan las inserciones laborales de las mujeres en el sector, con especial atención a su relación con el entramado de políticas públicas de cuidado y transferencias de ingresos, con las que se ha intentado aplacar los efectos de la precariedad en el empleo y en las condiciones de vida de las familias.

Palabras clave: Agroindustria / empleo femenino / trabajo de cuidado / políticas públicas.


Abstract


With the participation of women in full-time wage employment reproductive work and care work, they took relevance in labor and gender studies in recent years. They joined these issues government strategies on the control and eradication of child labor. This configuration if complex takes particular relevance in the analysis of women’s participation agroindustrial work. This article describes the job placements of women in the sector are analyzed with special attention to its relationship with the network of public policies for care and income transfers with which they have tried to assuage the effects of job insecurity and the living conditions of families

Keywords: Agroindustry / female employment / care work / public policies.



Elena Mingo: Doctora en Ciencias Sociales. Investigadora del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de Argentina (conicet) con sede en el Centro de               Estudios e Investigaciones Laborales (ceil), Argentina. Profesora de la Universidad Nacional Arturo Jauretche (unaj), Argentina. E-mail: elenamingo19@gmail.com



Recibido: 19 de abril de 2016.
     Aprobado: 28 de junio de 2016.

Introducción

El trabajo de reproducción cumple un rol central para el sostenimiento de las condiciones de vida de las/os trabajadores, haciendo posible el acceso a una serie de servicios y recursos que son indispensables para el sostenimiento de la vida humana en las sociedades capitalistas. Dentro del universo de tareas que componen el trabajo reproductivo, el “trabajo de cuidado”, orientado hacia las necesidades de niños/as, adultos mayores y personas enfermas o con discapacidad, ha tomado relevancia en los estudios sociales de las últimas décadas. En esta línea, por un lado, se ha trabajado en la delimitación tanto conceptual como práctica de la actividad de cuidado y, por otro, en el impacto que la gestión de dicha actividad tiene en relación con el trabajo doméstico que realizan las mujeres en la vida cotidiana.

Conceptualizar el cuidado y analizar sus dimensiones forma parte de la ampliación que la teoría feminista y los enfoques de género aportaron al análisis del concepto de trabajo. En estos debates, el trabajo reproductivo fue incluido en la esfera económica. Así, se profundizó el estudio de las contradicciones que existen entre los procesos de reproducción y los de acumulación de capital. A su vez, se incluyeron las desigualdades expresadas en el espacio laboral a partir del análisis de la división sexual del trabajo.

El presente artículo se nutre de una serie de investigaciones realizadas en la zona del Valle de Uco, provincia de Mendoza, Argentina, desde el año 2005, cuyo objeto de estudio se centró en: las inserciones laborales femeninas en el sector primario (Mingo, 2010); la relación entre el trabajo asalariado de las mujeres y los hogares de las trabajadoras (Mingo, 2011); la desvalorización social de los oficios de las trabajadoras agrícolas (Berger y Mingo, 2012; Mingo, 2014); y los aportes del estudio de la dimensión de género para comprender la conformación de las relaciones laborares en la agroindustria, entre otros temas (Mingo, 2015). La experiencia de investigación en la zona se ocupó de indagar en aquellos aspectos que relacionan el trabajo femenino y sus dimensiones, con las características específicas que presentan el trabajo y el empleo en el sector agroindustrial. Los avances producidos en estos estudios permitieron comprobar la importancia de la fuerza de trabajo femenina, y sus especificidades, en entornos de alta exigencia de calidad en el proceso de trabajo. A la vez, en el contexto político de América Latina durante la última década y media, se produjeron avances a través de una diversidad de políticas públicas que, aun con temáticas pendientes, buscaron mejorar las opciones de empleo de los sectores populares. En esta línea, la política pública orientada al empleo avanzó en la visibilización de la problemática del cuidado en relación con el empleo femenino, pero también con la protección de los menores. En este contexto de avances y nuevos interrogantes se sitúa el presente artículo, cuyo objetivo es analizar las inserciones laborarles femeninas en el sector agroindustrial del Valle de Uco. Estas inserciones se enmarcan en el espectro amplio que abarcan los cambios sociodemográficos y la conformación de las familias, junto con los avances en los estudios sociológicos sobre el trabajo de cuidado y el impacto de políticas públicas específicas vinculadas a proveer servicios de cuidado y mejoras en el acceso a ingresos de la población.

El Valle de Uco se ubica en el centro  -  oeste de la provincia de Mendoza, en la cuenca del río Tunuyán, al pie de la Cordillera de los Andes, conformando uno de los tres valles irrigados de esa provincia. Es una zona agrícola de producción intensiva altamente diversificada en cuyo territorio se producen uvas para vinificar, frutales y hortalizas. Estos productos se reparten prácticamente un tercio de la superficie cultivada para cada uno. La gran diversificación productiva de la zona explica la fuerte presencia de establecimientos agroindustriales, entre ellos bodegas, empaques y plantas de procesamiento. En las últimas décadas del siglo xx, esta zona ha captado un importante flujo de inversiones locales y extranjeras que impulsaron la reconversión productiva orientada hacia la exportación (Berger y Mingo, 2009). Si bien este fenómeno tuvo mayor visibilidad en la producción vitivinícola, la implementación de modelos de producción de calidad también impactó en la producción de frutales y hortalizas, tanto en el sector primario como en el industrial.

La variedad productiva de estos sectores provee las principales fuentes de ocupación. La actividad primaria concentra sus mayores períodos de ocupación entre los meses de octubre y abril, mientras que entre los meses de diciembre y febrero se superpone a la oferta de empleo de los empaques de fruta. Asimismo, los meses de mayor desocupación en el sector primario, el período que va de mayo a septiembre, coincide con el empleo tanto en las bodegas como en las plantas de procesamiento de frutas y hortalizas. Es importante señalar que, en el sector industrial, los puestos de trabajo se reducen sensiblemente respecto de los aportados por el sector primario. Además, aunque se trata de contrataciones estacionales, el acceso a los empleos en la industria, fundamentalmente en las empresas de mayor tamaño, se rige por la figura del “contrato de trabajo para trabajadores permanentes de prestaciones discontinuas”1 según lo estipula la ley sancionada en 2011, conocida como nuevo régimen de trabajo agrario. El acceso a estas empresas se ve restringido a las/os trabajadoras/es con menor nivel educativo y con altas exigencias respecto de las demandas de tareas de cuidado, ya que los horarios son rotativos y dificultan la organización doméstica.

En estos contextos, las inserciones laborales femeninas dentro del sector agroindustrial se complementan con el ejercicio de las tareas de cuidado y el trabajo doméstico. En ese sentido, a partir del caso de estudio, proponemos una reflexión sobre el entramado de dimensiones que explican la persistencia de la doble subordinación del empleo femenino en el sector. Por un lado, por la desvalorización de la capacitación de las trabajadoras y, por el otro, por su responsabilidad por el trabajo reproductivo y de cuidado. Observaremos, por una parte, la forma en la cual las trabajadoras realizan diversas combinaciones entre la duración y el grado de formalidad de las contrataciones disponibles, las formas de remuneración y de pago, el tipo de tarea de la que se trata, la distancia al lugar de trabajo, el momento del año en el que está disponible el empleo, la presencia de otros ingresos en el hogar y el acceso a beneficios de políticas públicas, como dimensiones que explican la participación laboral de las mujeres en el sector. Por otro lado, analizaremos cómo a través de estos mecanismos, la demanda de mano de obra capta un tipo especial de fuerza de trabajo que, por su experiencia en tareas críticas para el sector y su necesidad de complementar su tiempo con el trabajo de cuidado, conforma un colectivo particular más flexible respecto a las contrataciones temporarias y a los bajos salarios. Siguiendo los objetivos del artículo, analizamos en primer lugar los cambios principales en la composición de las familias, para comprender el rol de las mujeres en el mercado de trabajo y las asimetrías respecto de la organización del trabajo de cuidado. En segundo lugar, presentamos los principales aportes que los estudios del cuidado han realizado recientemente, destacando los avances logrados en la consideración del cuidado como una responsabilidad pública. En el tercer apartado, nos ocupamos de las caracterización de la articulación entre las estrategias de empleo y reproducción para las/os trabajadoras/es del sector, y, por último, describimos las políticas públicas que han sido implementadas para la atención de demandas de cuidado de las familias de trabajadoras/es agrícolas.

 

Cambios en la composición de las familias a fines del siglo xx:
el lugar de las mujeres en los mercados de trabajo

 

El clásico trabajo de Laura Balbo, sobre la doble presencia, planteaba en ese momento que la trayectoria de las mujeres en el mercado de trabajo, al menos en el mundo occidental, cumplía con un recorrido por la etapa previa al matrimonio y la maternidad, en la cual las mujeres comenzaban con sus trayectorias laborales; luego, dichas trayectorias se interrumpían con la maternidad, para estar presentes a tiempo completo en la organización del hogar. En tanto, al alcanzar los/as hijos/as la edad escolar, las mujeres se reincorporaban al mercado de trabajo, pero sin abandonar la modalidad de la “doble presencia”, que la autora identificó como “la experiencia más prolongada en la vida de las mujeres adultas”.

Ciertamente, durante los casi cuarenta años transcurridos entre la publicación del texto y la actualidad, esta modalidad de inserción laboral femenina ha ido modificándose en varios aspectos. Los cambios en la composición de las familias que han mantenido la tendencia hacia la disminución del número de hijos/as y el aumento de la edad al nacimiento del primer hijo/a y de los hogares con jefatura femenina, han ido consolidando una mayor permanencia de las mujeres en el mercado de trabajo. Las tendencias generales indican que ellas se ausentan de sus empleos durante las licencias por nacimiento, sin interrumpir sus trayectorias laborales. En este sentido, las trayectorias femeninas van dejando de lado las fases de presencia  /  ausencia para caracterizarse por la “doble presencia” (Balbo, 1994).

A las trayectorias de la “doble presencia” les corresponde un mercado de trabajo que se ajusta a esta condición, y que cuenta con una buena porción de los puestos de trabajo descalificados y a tiempo parcial. Estos puestos fueron los de masiva inserción de las mujeres en la segunda mitad del siglo xx, y continúan hoy con altísimos porcentajes de mano de obra femenina. En la actualidad, se observa un mayor porcentaje de mujeres en puestos de trabajo a tiempo completo, sin haber mejorado sustancialmente la característica brecha salarial y de género. En relación con la organización familiar, se pueden observar cambios en el tipo de servicios provistos que acompañan la inserción a tiempo completo, entre ellos la extensión de la jornada escolar, la escolarización temprana y una gama de actividades de diversa índole, orientadas al aprendizaje y desarrollo de los niños/as, ofrecidas en mayor medida en el ámbito privado. El acceso a estos servicios en muchos casos depende de la capacidad económica, pero también del capital cultural de las familias. Igualmente, muchas de estas prestaciones se encuentran entre los servicios provistos por el Estado, evidenciando una relación con la tendencia de ocupación a tiempo completo de las jefas/es de hogar.

En cuanto a las familias, Wainerman (2005) identifica cambios demográficos que han dado lugar a rupturas matrimoniales, hogares ensamblados y a convivencias sin matrimonio. Al mismo tiempo, se registra un aumento de los hogares monoparentales encabezados por mujeres y por varones, y una mayor presencia de hogares con jefatura femenina, en los que ha crecido la figura de las mujeres como proveedoras principales. A escala sociodemográfica, se registra un aumento de la esperanza de vida y el nivel de educación formal de las mujeres. A estos fenómenos se suman el aumento de las edades para formar pareja o contraer matrimonio, y la disminución del tamaño de las familias.

La hipótesis de esta autora es que tales cambios se dan en el marco de una mayor valoración del individuo por sobre la comunidad, en el cual gana importancia la “realización personal” por sobre las obligaciones sociales, comunitarias o familiares. Pese a estos fenómenos que han modificado la estructura familiar, no se observa que la familia esté en “crisis” como modelo primario de organización social. De hecho, los estudios encuentran que las familias nucleares continúan siendo las formas más frecuentes.

En relación con las inserciones laborales, la crisis económica de fines de los años ochenta consolida las inserciones femeninas ininterrumpidas. En diferentes sectores sociales, las mujeres se incorporan al mercado de trabajo recorriendo trayectorias que ya no se interrumpen por las circunstancias familiares. Estas trayectorias trastocan claramente los modelos de género, pasando del varón proveedor a una “pareja de proveedores/as” (Wainerman, 2005). En estos contextos, las circunstancias familiares no estarían explicando las trayectorias de las mujeres. Entre estas transformaciones, emerge el “problema de la equidad”, justo cuando se evidencia la igualdad de atributos y capacidades para mujeres y varones.

Los avances alcanzados, en materia de igualdad de género, no son homogéneos en todos los sectores sociales, manteniéndose más arraigados los roles tradicionales de género en la organización del hogar en los sectores populares. Además, los estudios cualitativos muestran que, a pesar de los avances en la legislación y prácticas en el ámbito público, que apuntan a alcanzar parámetros de igualdad de género, la inequidad se mantiene en las prácticas privadas más allá de lo que se ha logrado en la esfera pública (Wainerman, 2005).

Siguiendo el análisis del problema de la equidad, señalado arriba, los datos sobre empleo femenino, publicados en marzo de 2016 por la Organización Internacional del Trabajo (oit), afirman que la desigualdad entre varones y mujeres persiste en el mundo del trabajo. En esta línea, tales datos componen un registro que muestra que, como tendencia general, se repite el patrón histórico de una mayor desocupación femenina, que se agrava en el caso de las mujeres más jóvenes. Paralelamente, cuando ellas acceden al empleo lo hacen en puestos de trabajo de menor calidad que sus pares varones.

Como explicación de la disparidad de situación de las mujeres en el mercado de trabajo, se asocia el acceso a empleos de inferior calidad con la desigualdad en la distribución de las tareas de cuidado y en las tareas domésticas no remuneradas, siendo “… un determinante importante de las desigualdades de género en el trabajo” (Organización Internacional del Trabajo, 2016, p. 7).

Según la oit, entre la Conferencia de Beijing de 1995 y el año 2015, los avances en materia de igualdad de género en el mercado de trabajo son limitados y se circunscriben a algunas regiones del mundo. Por ejemplo, durante 2015 la diferencia entre la tasa de empleo femenino y masculino fue del 25,5% a favor del masculino. Solamente se registró un descenso del 0,6% de la tasa registrada para las mujeres en 1995 (oit, 2016). Aunque en los países desarrollados de Europa y América del Norte las brechas de empleo tienen mejores indicadores, estos no se explican por avances originados en la estructura del empleo femenino sino por la pérdida de los empleos masculinos. Ello es consecuencia de la recesión económica que afecta a los países centrales. Lo cual no significa que las mujeres hayan ocupado los puestos de los varones en esos países, sino que ellas están presentes en empleos de baja calidad y se han perdido puestos de trabajo masculinos, aumentado la desocupación en esta porción de la población.

Durante décadas, el acceso al empleo asalariado se interpretó como uno de los puentes de acceso a los beneficios sociales que el salario trae aparejado. En el caso de las mujeres, el acceso al empleo ha sumado la esperanza de alcanzar la independencia económica y, a través de ella, la mejora en los parámetros de igualdad anunciados para el siglo xxi.

Uno de los aspectos más visibles de las múltiples desigualdades de género es la brecha entre mujeres y varones en cuanto al acceso al empleo, en el marco de una relación salarial. Además, los datos presentados revelan que dentro del universo de mujeres asalariadas, el 40% tiene empleos que no aportan a la seguridad social, siendo aún más alto el porcentaje según las características regionales.

El análisis de los sectores de la economía donde se ocupan las mujeres permite observar otras dimensiones de la desigualdad, vinculadas con el salario y el acceso a beneficios sociales debido a contratos laborales registrados. Según la oit, a escala mundial el 61,5% de las mujeres que trabajan está empleado en el sector servicios. En la distribución regional, en los países de ingresos altos el 33% de las mujeres se emplea en el sector de salud y educación, mientras que un 12% trabaja en manufacturas. En los países de ingresos medio  -  altos, un 34% de las mujeres se emplean en el sector de servicios y comercio, mientras que para los países de ingresos medio  -  bajos (Asia y África), el 60% de las mujeres se emplean en el sector agrícola. Los datos provistos muestran una altísima concentración de mujeres en aquellos sectores donde existe un mayor porcentaje de contrataciones flexibles y no registradas. Tal como se observa, esa proporción es mayor en aquellos países con ingresos más bajos (oit, 2016).

La desigualdad en la calidad del empleo sigue presentándose como un problema para las mujeres, a pesar de haber obtenido mayores credenciales educativas. Se destaca, además, como uno de los principales causantes de la desigualdad, el carácter de la distribución sexual de las tareas reproductivas y de cuidado. En relación con esto último, se advierte que la desigualdad en la distribución del trabajo de cuidado impacta, por una parte, en la subocupación de las mujeres en el empleo asalariado y, por otra, en la extensión de sus jornadas de trabajo en comparación con los varones.

 

Definiendo el cuidado como una actividad colectiva

 

El trabajo de cuidado provee las herramientas fundamentales para el desarrollo físico, intelectual y emocional de los sujetos. Las actividades relacionadas con él proveen las herramientas físicas y simbólicas que permiten la vida en sociedad. Entre las tareas involucradas, se encuentran las que se vinculan directamente con la relación interpersonal que implica el cuidado, pero también aquellas actividades relacionadas con el trabajo doméstico que permite proveer el ámbito y las herramientas necesarias para que este sea posible. A esto se suma el trabajo de “gestión”, que acompaña a la organización y ejecución de las tareas de cuidado (Gherardi, Pautassi y Zibecchi, 2013). El trabajo de cuidado no refiere solamente a niños/a sino que incluye a las personas mayores, enfermas y también a aquellas que tiene alguna discapacidad.

La producción sistemática de conocimiento sobre el tema ha logrado mostrar la complejidad vinculada con la organización social de cuidado, así como también demostrar el rol fundamental que tiene en el sostenimiento de la vida humana. El cuidado es central para el desarrollo emocional, físico e intelectual, sobre todo durante la infancia, ya que la ausencia o las deficiencias durante esta etapa dejan secuelas que no se resuelven en la edad adulta. Navarro y Rico (2013) señalan que el trabajo que implica proveer servicios de cuidado ha sido históricamente delegado a las familias, por lo que una gran proporción de él se produce en forma privada. Al quedar supeditado al nivel de ingresos y al acceso a recursos de los hogares, la protección que el cuidado provee a los individuos está fuertemente estratificada y segmentada.

Por ello, analizar la producción del sistema de cuidados es de suma importancia para comprender cómo se reproducen las desigualdades en los aspectos básicos de la organización social. En esta línea, los estudios han mostrado cómo la oferta de servicios de cuidados también es un espacio de reproducción de las desigualdades de clase, que muchas veces se suman a las producidas por el lugar de residencia y las posibilidades de acceso.

La producción de conocimiento en diversas áreas mostró amplia evidencia sobre la importancia del cuidado para el bienestar, tanto individual como colectivo. Pero a la vez, se ha demostrado la desigualdad que persiste en relación con la producción del trabajo de cuidado. “La actual manera de organizar el cuidado en la sociedades latinoamericanas es una fuente de desigualdad social y de género, incluso, de reproducción de la pobreza” (Navarro y Rico, 2013, p. 28).

Los diferentes procesos sociodemográficos, cambios en la jefatura y composición de los hogares, modificaciones en el patrón del empleo femenino, el aumento del empleo informal y las restricciones en el acceso a servicios de bienestar social, han mostrado la necesidad de debatir las condiciones de producción del cuidado y también han puesto de manifiesto la necesidad de respuestas desde la política pública. Según estas autoras, el estado y las políticas públicas tienen un rol importante en la forma en la cual las sociedades organizan el cuidado y el funcionamiento de su sistema económico. En este sentido, señalan que, a escala macrosocial, el sistema de cuidado se relaciona con la calidad de la fuerza de trabajo y con el patrón de desarrollo.

Desde esta perspectiva, las políticas de educación, salud y seguridad social, sean o no de carácter contributivo, deben orientarse también por la provisión de servicios de cuidado para aquellas personas con algún grado de dependencia. En este sentido, la problemática del cuidado se entiende como parte de “un pacto social más amplio”, que persigue la conformación de una sociedad igualitaria e incluyente en la cual deben intervenir múltiples actores, y los sindicatos son un actor esencial.

Sobre la misma problemática, Esquivel, Faur y Jelin (2012) señalan que la forma en que están organizadas la salud, la educación y la previsión social están íntimamente relacionadas con el sistema de cuidados. A la vez, ello se conecta con los programas de transferencias de ingresos para los sectores vulnerables, que buscan disminuir las desigualdades producidas en el mercado de trabajo. Las autoras señalan que estas políticas “… activan supuestos acerca de los roles de género dentro de las familias”, pero, además, inciden en la organización y la configuración de la provisión del cuidado. En esta línea, se advierte que las políticas de provisión de servicios de cuidado están fuertemente relacionadas con las del empleo, regulando así la disponibilidad y el acceso a estos servicios. Bajo la categoría de políticas de “conciliación” entre el trabajo productivo y familiar, se oculta que el sujeto de estas políticas es un sujeto femenino (Esquivel, Faur y Jelin, p. 31).

En esta línea, observamos que al centrar las responsabilidades del cuidado en las mujeres, el mercado de trabajo retroalimenta las condiciones de doble desigualdad que ellas atraviesan, sobre todo cuando se trata de inserciones laborales marcadas por la inestabilidad y la precariedad de las contrataciones. Como analizaremos a continuación, en el empleo agroindustrial la asociación entre la desvalorización del trabajo femenino y la asignación de las mujeres al trabajo de cuidado conforma un marco que permite justificar inserciones laborales más precarias, temporarias e inestables, favoreciendo la disponibilidad de una mano de obra especializada en tareas críticas para el proceso de producción.

 

La desvalorización del trabajo femenino
en la sector agrario del Valle de Uco

 

La agroindustria repite el patrón de desvalorización del trabajo femenino, tanto como otros mercados de trabajo, atribuyendo el conocimiento de las mujeres a habilidades naturales. Esto no significa que el hecho de dar menos estatus a la mano de obra femenina implique lo mismo en todos los mercados de trabajo. En primer lugar, porque clase y género se entrelazan de forma diferente y resultan de ello experiencias diferentes. En segundo lugar, porque cada mercado de trabajo se organiza a partir de la lógica impuesta por sus condicionamientos productivos, la institucionalidad que permite su organización y funcionamiento, y, obviamente, por la agencia, experiencia, las demandas y aspiraciones de las/os trabajadoras/es que lo integran.

Incluso, si atendemos a la estructura que imponen los ciclos biológicos, encontramos una diversidad de repertorios que las/os trabajadoras/es ponen en juego. Es importante no ceñirse a explicar las estrategias de “supervivencia” desde aquellos repertorios. Estudiar los comportamientos laborales exclusivamente como respuestas a la temporalidad, escasez de ingresos e informalidad, antepone un prejuicio construido desde el ideal de la sociedad salarial, el empleo y el acceso a los beneficios sociales que derivan de él. Desde estos abordajes, se deja de lado que las trayectorias de estos trabajadores y sus hogares han estado excluidas de los beneficios y la protección provista por aquella organización social. Por lo tanto, sus estrategias de acceso a ingresos y de reproducción de estos hogares no deben ser comprendidas como excepcionales, sino dentro de sus propios contextos de producción. En este sentido, es posible dar cuenta de la complejidad que implica el diseño y la implementación de intervenciones estatales para regular estos mercados de trabajo, pero también para organizar programas de asignaciones monetarias en momentos de desempleo.

Al estudiar el empleo femenino agrícola  -  agroindustrial, es importante detenerse a observar cómo su temporalidad tiene un impacto diferenciado que va mucho más allá de los condicionantes que imponen los ciclos productivos. Así, dentro de los mercados de trabajo agrícolas y agroindustriales, encontramos una marcada tendencia hacia la desvalorización del trabajo femenino, que tiene lugar a partir de dos factores.

El primero de ellos es la asociación de la capacitación de las mujeres con los saberes vinculados al lugar tradicional que ocupan en la sociedad. El conocimiento que se les reconoce es aquel vinculado con su función en las tareas doméstico  -  reproductivas que históricamente ha tenido menor valor y estatus. Los saberes de las mujeres han sido asociados con el sentido común y la escasez de reflexión crítica, reduciéndolos al campo del conocimiento subyugado (Nari, 1995). En este sentido, observamos que las competencias vinculadas a los puestos de trabajo que ocupan no les otorga el estatus del ejercicio del “oficio”, correspondiente a un proceso de aprendizaje, ya sea formal o en razón de la experiencia en el empleo que legitime esos saberes.

El segundo factor de desvalorización tiene que ver con la feminización del trabajo reproductivo y su relación con la contradicción, aún no resuelta, entre los procesos de reproducción y los de acumulación de capital (Picchio, 1994).

Los mercados de trabajo agrícolas y agroindustriales, dentro de sus lógicas productivas regidas por ciclos biológicos, tienden a profundizar la temporalidad del empleo entre la fuerza de trabajo femenina. No estamos soslayando el hecho de que en estos sectores productivos la porción mayoritaria de los trabajadores dependa de la temporalidad de los ciclos para obtener empleo. Lo que queremos destacar es que, en el caso de la fuerza de trabajo femenina, la temporalidad es vista no solamente como la determinación biológica de la producción, sino que es tomada como una característica que convierte a la mano de obra femenina en fuerza de trabajo ideal para determinado tipo de tareas en etapas específicas del ciclo productivo.

Dentro de la agroindustria, los puestos de trabajo ocupados por mujeres se vinculan con etapas del proceso productivo que requieren precisión y atención por parte de las trabajadoras. Se trata de tareas que, independientemente de la etapa del proceso de producción, van a estar vinculadas con parámetros de calidad que son críticos para el acceso a los ámbitos del mercado donde se consiguen los mejores precios (Mingo, 2014). Al ser tareas en apariencia mecánicas y reiterativas, se ocultan los saberes necesarios para realizarlas y el conocimiento sobre el proceso productivo adquirido con la experiencia. Esto tiene un doble beneficio para los empleadores, ya que, por una parte, al desvalorizar el aprendizaje de las mujeres los salarios pagados tienden a ser menores por considerarlos puestos de “inicio” o descalificados. Pero, en segundo lugar y atendiendo a su rol de encargadas de la reproducción, la contratación en tareas de ciclos más cortos es justificada y, además, presentada como un beneficio que les da la posibilidad de sostener el trabajo productivo y el trabajo doméstico. Esto también tiene un efecto en el salario que, como se señaló, es bajo, debido a la desvalorización (Berger y Mingo, 2012), pero también porque se lo considera complementario a otros ingresos del hogar.

Frente a una lectura economicista del funcionamiento del mercado de trabajo, Brunet Icart y Morell Blanch (1998) plantean, por un lado, el análisis de la producción social de la mano de obra como producción material referida a las necesidades económicas y a las calificaciones técnicas. Y, por otro lado, moral, en el sentido en el cual las disposiciones, el panorama de posibilidades sociales y las expectativas también están explicando las condiciones de la participación de los/as trabajadoras/es en el mercado de trabajo.

De este modo, señalan que la constricción material es, al mismo tiempo, una constricción social. Esto se observa en el tipo de puestos de trabajo que se está dispuesto a aceptar, en qué circunstancias, en qué condiciones laborales, y, además, en qué momento se está dispuesto/a a cuestionar el marco laboral. Este análisis supone superar la idea de dominación que pesa sobre los trabajadores, para poder pensar en la mano de obra como sujetos con prácticas y estrategias propias, “… con una racionalidad práctica propia de las situaciones” (Brunet Icart y Morell Blanch, 1998).

Para explicar la forma en que se reproducen ciertas condiciones de desigualdad, que exceden las impuestas por la relación asimétrica entre capital y trabajo, estos autores retoman a Althusser y señalan que la reproducción de la fuerza de trabajo exige, por una parte, la reproducción de su cualificación, pero, por otra parte y simultáneamente, la reproducción de la sumisión de la fuerza de trabajo a la ideología dominante. En esta línea, completan retomando el concepto de hegemonía de Gramsci, y su idea de que la hegemonía se sostiene con la difusión intelectual y moral de los valores burgueses en toda la sociedad. Es en este sentido en el que insisten en que la “… combinación de coerción y consentimiento aseguran la existencia de la plusvalía” (Brunet Icart y Morell Blanch, 1998).

En el caso del empleo agrícola, la desigualdad relacionada con el género se presenta tanto en la división sexual de las tareas (o sea en la feminización de los puestos de trabajo), como también en la ocupación de mano de obra femenina en tareas en las cuales es menor el tiempo de contratación. Al mismo tiempo, los puestos de trabajo permanentes implican tareas masculinizadas donde no se considera a las mujeres como candidatas para esos puestos. Lo que subyace a la división sexual del trabajo agrícola y agroindustrial es un proceso de desvalorización (Berger y Mingo, 2012).

 

Equilibro débil: estrategias de empleo y reproducción

 

La presencia del trabajo femenino en las actividades agrícolas existe desde siempre, especialmente en los sectores de la denominada “agricultura familiar”. Sin embargo, distintos estudios afirman que en las últimas décadas se ha producido una mayor incorporación de las mujeres al trabajo asalariado en la agricultura. González y Escobar (2006) señalan, como tendencia general, que en estos contextos “… la importancia de las mujeres como generadoras de ingresos monetarios aumenta, mientras que las contribuciones de los hombres jefes de hogar hacia la economía doméstica disminuye en muchos casos” (González y Escobar, 2006, p. 168).

Como señalamos más arriba, las mujeres se insertan en el mercado de trabajo agrícola con relativa independencia de la etapa del ciclo familiar en el cual se encuentran. Esto significa que aun teniendo hijos/as pequeños a cargo, ellas deben buscar una inserción laboral asalariada para sostener económicamente a sus familias. Estas inserciones laborales no contemplan, mayoritariamente, cobertura social, ni permiten, por los bajos ingresos percibidos, la delegación remunerada de las tareas reproductivas y de cuidado, obligando a las familias al desarrollo de distintas estrategias para articular el trabajo asalariado con las tareas de cuidado de los miembros dependientes del hogar.

Otra dimensión que marca el carácter precario de las inserciones laborales femeninas es el hecho de que, aunque los ingresos que puedan obtener las mujeres son fundamentales para la sobrevivencia del hogar, prima la mirada sobre estas inserciones laborales como “ayudas familiares” y no como salarios principales. Esto se convierte en uno de los principales fundamentos ideológicos que justifican la inserción temporal de las mujeres en el trabajo agrícola (Mingo, 2009). Las prácticas fundadas en la idea de ellas como “mano de obra temporal” tienen consecuencias de mayor alcance que la disparidad salarial.

En este sentido, se ha venido retrasando la implementación de servicios públicos que puedan suplir a las mujeres en las tareas de cuidado durante las temporadas de empleo. El medio rural no es ajeno a las tendencias del aumento de hogares monoparentales y tampoco a la persistente desigualdad en el reparto de tareas reproductivas. Por eso, durante las temporadas de mayor empleo agroindustrial femenino, las incompatibilidades con el trabajo de cuidado se profundizan. Además, las temporadas de mayor demanda de empleo suelen coincidir, en muchas regiones del país, con el receso estival educativo, esto agrega una dificultad mayor para organizar el cuidado de los miembros del hogar que son totalmente dependientes.

La Ley N.º 26.390, sancionada en el año 2008, eleva la edad mínima de admisión al empleo de los 14 a los 16 años, y rige el empleo de los menores de 18 años. En consonancia con estos cambios, se prohíbe el ingreso de menores en los establecimientos productivos. Estas medidas, tendientes a proteger a los/as niños/as de la explotación laboral, dejaron en evidencia la problemática de las falencias en la provisión de servicios de cuidado. Durante los primeros años de implementación de estas medidas, fue frecuente encontrar, en los testimonios de las trabajadoras, casos de intervención judicial en estos hogares, incluso de situaciones en las cuales las madres o padres habían perdido la tenencia de hijos/as a causa de accidentes domésticos, que ocurrieron en el hogar mientras menores quedaban a cargo de sus hermanas/os más pequeños (Mingo, 2012).

 

Políticas públicas: entre los avances logrados y los temas pendientes

 

La transitoriedad del empleo asalariado en la agricultura suele sustentar las explicaciones acerca de la precariedad característica de estas inserciones. En el caso del trabajo agrícola femenino, la transitoriedad ocupa un lugar central para comprender, no sólo las características contractuales sino el modo en el cual las mujeres acceden al mercado de trabajo y el tipo condición obrera que deriva de ello. En este sentido, la transitoriedad se utiliza como una justificación del empleo femenino.

Generalmente, las mujeres que cubren estos puestos de trabajo provienen de hogares de bajos ingresos, en los cuales es imprescindible la ocupación de la totalidad de los miembros con posibilidades de trabajar para poder cubrir las necesidades vinculadas a la reproducción del hogar. El salario femenino es identificado como un complemento del salario del varón jefe de hogar, aunque son numerosos los casos en los cuales el ingreso logrado por las mujeres cubre necesidades básicas del hogar. Sumado a esto, se verifica la tendencia al aumento de hogares con jefatura femenina, donde el ingreso de las mujeres es el sostén principal y muchas veces único. Aun ante estas evidencias, llama la atención la persistencia del discurso del “salario complementario”, al que se suma, desde los empleadores, el de la “presencia eventual”.

La participación en mercados de trabajo no agrícolas es un recurso utilizado por los trabajadores rurales para lograr ocuparse laboralmente durante los meses durante los cuales quedan desempleados de la actividad agrícola. En este sentido, las inserciones extragrarias aseguran la reproducción familiar, especialmente durante los períodos en los cuales disminuye drásticamente la demanda de trabajo agrario. Sin embargo,

“… aun cuando estos comportamientos logran integrar los distintos momentos del año con ocupaciones en variados sectores y, de esta manera, asegurarse una mayor continuidad y estabilidad, dichas inserciones mantienen rasgos de marcada precariedad, debido a que las ocupaciones a las que acceden no logran mejorar de manera sustancial los principales rasgos vinculados a la precariedad laboral en la actividad agrícola (transitoriedad, formas limitadas de registro, malas condiciones de trabajo, bajos salarios)”. (Fabio y Neiman, 2010)

La construcción y el servicio doméstico suelen ser las actividades extragrarias donde se insertan varones y mujeres, respectivamente. El comercio informal es otra alternativa para los que combinan en proporciones variables trabajo estacional en la agricultura y en otras ramas económicas. De esta forma, la inserción en ocupaciones extragrarias es un recurso que utilizan los distintos miembros de la familia para completar el ciclo de trabajo, aunque sigan persistiendo rasgos de precariedad en el empleo.

Fundamentalmente, las relaciones laborales precarias bajo condiciones contractuales no del todo legales y elusivas de la relación salarial conforman una doble condición de precariedad, por los bajos salarios pero también porque históricamente se ha negado a estos/as trabajadores/as los beneficios de la seguridad social. Esto provoca un estado de indefensión en las familias frente al surgimiento de cualquier tipo de eventualidad.

Acompañando el proceso de avance en el reconocimiento de derechos a los sectores más vulnerados de América Latina, sumado a políticas de ampliación de la capacidad de consumo interno, en Argentina, en particular, fueron desarrollándose una diversidad de políticas públicas que han suplido algunos de los beneficios sociales reconocidos en la relaciones laborales y que, debido a la informalidad en las contrataciones, no llegaban a beneficiar a los/as trabajadores/as y sus familias.

En relación con las políticas de ingresos, representa un avance el pago de la denominada Asignación Universal por Hijo para Protección Social (auh), implementada en el año 2009. Esta medida implicó un cambio en el reconocimiento a los trabajadores informales y temporarios. Ya que, el sistema de seguridad social argentino ha identificado, históricamente, como sujeto de derecho de los beneficios sociales a los trabajadores asalariados formales y sus familias. Esto se sostuvo en una caracterización de la población cuya inserción social estaba ligada al trabajo asalariado, registrado y regulado por la legislación que lo protege.

La llamada Asignación Universal por Hijo para Protección Social2 significó la extensión de beneficios sociales a los sectores que no los tenían hasta entonces, ello implica la inclusión en el Sistema de Seguridad Social a los hijos de aquellos trabajadores que se desempeñan en la economía informal, que no tienen una relación salarial registrada y estable, o que no llegan a percibir el salario mínimo vital y móvil3. Hintze y Costa (2011) destacan que la inclusión de la auh, en el régimen de asignaciones familiares ya existente, implica un doble avance: por un lado, al no crear un nuevo sistema evita estigmatizar a sus destinatarios y, por otro, refuerza el reconocimiento de derechos que implica esta política. El aspecto más relevante de esta medida es, a la vez, su aspecto más novedoso, se trata no sólo del reconocimiento de la necesidad de ampliar los mecanismos estatales de inclusión social, sino más bien, como señala Lo Vuolo (2010), de comprender al trabajador informal o no registrado como sujeto de derecho. Además, el autor destaca que al reconocer a los trabajadores informales como “sujetos de derecho” de un beneficio estatal, se está reconociendo la informalidad del empleo en todos los sectores de la economía, sin asumirlo como problemática restringida sólo a determinadas actividades.

Los/as trabajadores/as agrícolas, especialmente aquellos que son asalariados/as temporarios no registrados, son ejemplo de lo señalado ya que, aun participando como asalariados/as en un sector consolidado en la estructura productiva, las propias condiciones de contratación y de inserción laboral, naturalizadas en este sector, son las que propician la “informalización” de los trabajadores. En el caso de los trabajadores agrícolas, la auh implica una “doble visibilización” de la situación de informalidad e inestabilidad de ingresos que atraviesa este grupo. Por una parte, se los reconoce como sujetos de derecho, en tanto son trabajadores/as y, por la otra, se expone una situación largamente invisibilizada como la informalidad del empleo, característica en el sector, pero generalizada en toda la economía durante las últimas décadas.

La auh mejoró sustancialmente las estrategias de ingresos de las familias de los/as trabajadores/as agrícolas con hijos/as menores de 18 años, sobre todo por la posibilidad de contar con una suma de dinero mensual asegurada que permite planificar gastos; por ejemplo, alguna pequeña reforma en la vivienda o la compra de bienes que requieren una inversión mayor. En el plano de las estrategias alimentarias, la asignación posibilitó aumentar el consumo de frutas y lácteos para la alimentación de los menores. Otro aspecto interesante ha sido el comportamiento de los pequeños comercios “poli-rubro”, muy típicos de las pequeñas ciudades, en los cuales los comerciantes otorgan “créditos” a las familias que perciben la auh. Con la posibilidad de compra en cuotas, las familias pueden planificar algunos gastos de mayor envergadura, o bien enfrentar el aumento estacional de los requerimientos de los menores como, por ejemplo, el comienzo de clases o las fiestas de fin de año. La posibilidad de contar con un ingreso fijo y continuo fue el aspecto más destacado por las familias. A través de este cambio podemos acercarnos a comprender la envergadura de las dificultades que el empleo inestable genera en las estrategias de reproducción.

En esta misma línea de avances en el acceso a servicios y políticas públicas de protección de la infancia y las familias (Alegre, Hernández y Mingo, 2013), en América Latina se diseñaron políticas públicas orientadas desde el Estado y con participación de los sectores productivos que atendieron la problemática del trabajo infantil. En este sentido, y buscando específicamente erradicar el trabajo infantil, se diseñaron intervenciones que operaron sobre las falencias de servicios de cuidado para los hijos/as de los/as trabajadores/as agrícolas.

En la provincia de Mendoza, se tomaron medidas tendientes a proveer servicios de cuidado a los hijos/as de trabajadores/as agrarios/as; para ello, en 2010 se implementó a escala nacional el programa Buena Cosecha, que consiste en la creación de centros de atención y cuidado a los que asisten niños/as de hasta 15 años, mientras sus padres o madres se encuentran realizando tareas agrícolas. El programa es llevado adelante por el Ministerio de Trabajo de la Nación, a través de su Coordinación de Empleo Rural de la Secretaría de Empleo, junto a la Comisión Nacional para la Erradicación del Trabajo Infantil (conaeti), en colaboración con el gobierno de la provincia de Mendoza y los municipios de General Alvear, Guaymallén, Lavalle, Maipú, San Carlos, San Martín, San Rafael, Santa Rosa, Tupungato y Tunuyán. En 2014, existían 88 centros a los que asistieron 4.500 niños y niñas menores de quince años.

En el año 2014, el Registro Nacional de Trabajadores y Empleadores Agrarios (renatea)4 creó el programa Cuidar, que, en la misma línea que el programa Buena Cosecha, busca cubrir las necesidades de cuidado de los hijos/as de los trabajadores/as, con el objetivo de promover instalaciones o mejoras de espacios de cuidado y contención. Este programa está orientado a una franja etaria más restringida que Buena Cosecha, ya que provee cuidados a niños/as que estén a cargo del/la trabajador/a agrario/a y que no hayan cumplido la edad escolar, aunque a contraturno ofrece sus servicios a quienes asisten a la escuela. La política se aplica a través de la organización de jardines maternales que cubren el horario de la jornada laboral. Por medio de una estrategia integral de cuidado y promoción de derechos, se busca contribuir a la prevención y la erradicación progresiva del trabajo infantil, así como brindar asistencia, formación y espacios de recreación a los niños, niñas y adolescentes. Con el aporte del renatea, se crearon nuevos jardines para prestar estos servicios, y, a la vez, se ha podido ampliar el cupo de admisión y prolongar la carga horaria en los jardines existentes, acorde a la jornada laboral. El programa Cuidar se enmarca en el Nuevo Régimen de Trabajo Agrario, aprobado en 2011 por el Congreso argentino (Ley N.º 26.727), que en su artículo 64 establece la creación de los espacios de cuidado.

En el sentido de la protección contra el trabajo infantil, sería necesario ampliar la edad de los niños/as del programa Cuidar, a fin de cubrir las necesidades de aquellos que superan la edad escolar primaria, ya sea cuando están de vacaciones o bien si sus jornadas escolares no cubren la jornada laboral de sus padres o madres.

Los programas Cuidar y Buena Cosecha tienen la impronta de la legislación sobre erradicación del trabajo infantil y ese es su principal fundamento conceptual como política pública. Ahora bien, solucionar la problemática del trabajo infantil en el medio rural requiere un abordaje multidimensional que trabaje sobre la regulación del mercado de trabajo, la participación de los sindicados en relación con las condiciones de trabajo y la disputa salarial frente a las empresas. Asimismo, este abordaje debe reconocer el carácter temporario del empleo, porque no solamente impacta en el volumen y la continuidad de los ingresos percibidos, sino también porque las políticas públicas deben considerar que las familias de trabajadores/as rurales lo son durante todo el año y no solamente cuando la inserción laboral es efectiva.

 

Reflexiones finales

 

Las inserciones laborales en el sector agrícola suelen ser las de mayor precariedad e inestabilidad, si se las compara con otros sectores económicos. Además, exponen a situaciones de vulnerabilidad a los/as trabajadores/es y sus familias. Es importante tener en cuenta que la vulnerabilidad en estos sectores no solamente está vinculada a la precarización de sus condiciones de empleo, sino que trasciende el ámbito laboral para trasladarse a todos los órdenes y etapas del ciclo vital de las familias. Ahora bien, esta flexibilidad en las formas de contratación es funcional a los requerimientos de mano de obra en el sector, que oscilan dependiendo de los ciclos productivos, pero también de otras incidencias que puedan influir en el volumen y los ritmos de producción. Sabemos que la informalidad y la inestabilidad laboral son problemáticas endémicas en el sector agroindustrial, que las sucesivas crisis económicas de finales del siglo xx han expandido a otros sectores productivos.

A lo largo del artículo, hemos analizado los cambios en la estructura de las familias que van haciendo obsoletas las políticas públicas vinculadas con los beneficios sociales, el sistema educativo, y obligan a estos sectores a articular modificaciones que apunten a acompañar estos cambios.

En este sentido, durante las últimas décadas, los cambios han afectado en mayor medida a las mujeres porque, como señala Wainerman (2005), los cambios demográficos, en los requerimientos de los mercados de trabajo y en las demandas de cuidado de miembros dependientes no han sido acompañados por modificaciones en las relaciones de género. Estos cambios no han sido suficientes para desnaturalizar el rol de las mujeres como cuidadoras y responsables de las tareas reproductivas, que permite el desarrollo de las familias.

Por este motivo existe aún un desfasaje entre la “doble presencia” de las mujeres en el mercado de trabajo (Balbo, 1994) y la forma en la cual las sociedad organiza y distribuye el trabajo de cuidado.

Los cambios en las relaciones de género y los avances en la distribución del trabajo de cuidado son mayores en los sectores altos y medios, mientras que las mujeres de los sectores populares siguen sufriendo las características más extremas de la inequidad, a la vez que se les requiere una mayor presencia en el mercado de trabajo para cubrir las necesidades económicas de sus familias. Como resume esta autora, tal vez las mujeres han alcanzado la igualdad en cuanto a la presencia en el empleo, pero esto no se ha visto acompañado por la equidad en la distribución del trabajo reproductivo.

En el trabajo agrícola, las mujeres forman parte de la porción más vulnerable de la mano de obra, ya que sus inserciones se limitan, aún más, que las de los varones. Como señalamos, la mayor temporalidad de la fuerza de trabajo femenina se sustenta, en primer lugar, en la desvalorización de sus competencias y, en segundo lugar, en la responsabilidad que se les atribuye por las tareas de reproducción y cuidado. Ambas cuestiones justifican una inserción más específica vinculada con tareas puntuales, acordes con las habilidades típicamente femeninas. A la vez, este discurso choca con una realidad en la cual las mujeres buscan dentro del sector agroindustrial emplearse por temporadas más extensas o lograr aprovechar al máximo la temporada, extendiendo lo más posible las jornadas de trabajo. Esto evidencia la necesidad de intervenciones que apunten a sostener la actividad productiva de las mujeres, aportando estrategias para ampliar los recursos vinculados con el trabajo de cuidado.

Los programas analizados buscan establecer mejores condiciones en el acceso a recursos económicos, como el caso de la Asignación Universal por Hijo, y proveer herramientas que mejoren las estrategias de cuidado de los/as niños/as durante las jornadas de trabajo de sus padres, como los programas Buena Cosecha y Cuidar.

En el caso de la Asignación Universal por Hijo, se agrega la condición de presentar certificados de escolaridad y salud, que buscan ampliar el alcance de la política y superar la protección exclusivamente económica. Si bien estos tres programas representan un avance en cuanto a la protección de los sectores más vulnerables, siguen siendo políticas incompletas en relación con la necesidad de comprometerse con una estrategia integral de cuidados que libere, sobre todo, a las mujeres de esa responsabilidad exclusiva. Y que, a la vez, aporte recursos no solamente para proteger a los niños/as del trabajo infantil, sino también que provea mejores posibilidades educativas y de desarrollo. A la vez, es importante considerar la inclusión de otras medidas que abarquen ayudas para el cuidado de personas enfermas o mayores, que también recae en las mujeres y sus familias.

Por último, se requieren medidas urgentes que amplíen el enfoque de las políticas y no restrinjan el empleo informal a una problemática social. Es necesario desarrollar intervenciones públicas que actúen sobre la regulación de estos mercados de trabajo en relación con el salario y las condiciones de trabajo. En definitiva, el sector más beneficiado con estas políticas sigue siendo el capital, ya que actúan sobre la atención de problemáticas de las familias, que tienen origen en las inequidades producidas por las irregularidades en las contrataciones y los bajos salarios que perciben los/as trabajadores/as.

 

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1 La Ley N.º 26.727 estipula que el contrato para trabajadores permanentes de prestaciones discontinuas es aquel en el cual un trabajador temporario es contratado por un mismo empleador en más de una ocasión de manera consecutiva, para la realización de tareas de carácter cíclico o estacional, o por procesos temporales propios de la actividad agrícola, pecuaria, forestal o de las restantes actividades comprendidas, y las que se realicen en ferias y remates de hacienda, en cuyo caso será considerado a todos sus efectos como un trabajador permanente discontinuo.


2 Se trata de un seguro social que se otorga a personas desocupadas, que trabajan en el mercado informal o que ganan menos del salario mínimo, vital y móvil, un beneficio por cada hijo menor de 18 años o con discapacidad sin límite de edad. A partir de mayo de 2011, las prestaciones se complementaron con la Asignación Universal por Embarazo para protección social (aue), que se otorga a las futuras madres que se encuentren en las doce o más semanas de gestación.


3 En Argentina, de acuerdo con la Ley de Contrato de Trabajo, el salario mínimo vital y móvil (smvm) se define como “… la menor remuneración que debe percibir en efectivo el trabajador sin cargas de familia, en su jornada legal de trabajo, de modo que le asegure alimentación adecuada, vivienda digna, educación, vestuario, asistencia sanitaria, transporte y esparcimiento, vacaciones y previsión”. El valor del smvm se determina de manera tripartita (entre sindicalistas, empresarios y funcionarios del Gobierno), en el marco del Consejo Nacional del Empleo, la Productividad y el Salario Mínimo Vital y Móvil, el cual es fijado por el Poder Ejecutivo, y se aplica obligatoria y proporcionalmente también a menores de edad. El monto es de pago mensual y correspondiente a la jornada legal máxima permitida de 48 horas semanales. La última actualización ubica el salario mínimo en $5.588, el equivalente a unos 360 dólares al cambio actual.


4 El renatea es un ente autárquico en jurisdicción del Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social (mteyss), creado por el Nuevo Régimen de Trabajo Agrario, Ley N.° 26.727, modificatoria de la Ley N.° 25.191. En noviembre de 2015, un fallo de la Corte Suprema de Justicia de la Nación declaró la inconstitucionalidad de los artículos de la Ley N.° 26.727 que crean el renatea, a partir de lo cual el organismo fue reestructurado, comprometiendo así el desarrollo de los programas de cuidado señalados.


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