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Revista de Ciencias Sociales

versión impresa ISSN 0797-5538versión On-line ISSN 1688-4981

Rev. Cienc. Soc. vol.29 no.38 Montevideo jul. 2016

 

La juventud como objeto de temor y estigmatización

Sentimientos desde y hacia los jóvenes
de los países del Cono Sur

The youth as fear and stigmatization objet: feelings from and to young from countries of Cono Sur

 

 

Pablo di Napoli

 

Resumen

Este artículo se propone reflexionar sobre la construcción simbólica de los jóvenes como objeto de temor, en relación con la sensibilidad que se tiene sobre el delito y la violencia en los países del Cono Sur. Se utilizan datos secundarios provenientes de organismos multilaterales, gubernamentales y de una ong. En primer lugar, se analiza la construcción emotiva del sentimiento de inseguridad y violencia. En segundo lugar, se indaga sobre los discursos hegemónicos que edifican una imagen de los jóvenes como delincuentes y violentos. Hacia el final se realiza una breve reflexión sobre la problemática de la violencia en la escuela. Se considera necesario dar cuenta de las estructuras emotivas que pesan sobre los jóvenes a fin de contrarrestar la imagen estigmatizante que gira en torno de ellos.

Palabras clave: Jóvenes / miedo / estigmatización / violencia.

 

Abstract

In this article we propose to reflect on the symbolic construction of young people as an object of fear, in relation to the sensitivity of the crime and violence that have segments of society in the countries of the Cono Sur. In this article we use secondary data from multilateral agencies, government and ngos. First, we analyze the emotional construction of the sense of insecurity and violence. Secondly, we inquire about the hegemonic discourses that build an image of young people as criminals and violent. Towards the end a brief reflection on the problem of school violence takes place. We believe it is necessary to account for the emotional structures weighing on youth in order to counter the stigmatizing image that revolves around them.

Keywords: Young / fear / stigmatization / violence.

 

Pablo di Napoli: Licenciado en Sociología y doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires (uba), Argentina. Becario del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (conicet). Miembro del Programa de Investigación Transformaciones Sociales, Subjetividad y Procesos Educativos, dirigido por la Dra. Carina V. Kaplan en el Instituto de Investigaciones de Ciencias de la Educación (iice-uba). Docente de la asignatura Teorías Sociológicas del departamento de Ciencias de la Educación de la Facultad de Filosofía y Letras (ffyl-uba). E-mail: pablodinapoli@filo.uba.ar

 

Recibido: 18 de marzo de 2015.
Aprobado: 5 de diciembre de 2015.

 

Introducción[1]

La dimensión emocional ha estado presente a lo largo de la historia de las ciencias sociales. Sin embargo, su tratamiento ha ocupado un lugar marginal dentro de la teoría social (Bericat Alastuey, 2000). Actualmente, existe un debate en el interior del campo de estudio de las emociones respecto del rol que juega el entramado sociocultural en la configuración de los sentimientos, tradicionalmente considerados de carácter individual y asociados a procesos fisiológicos (Le Breton, 2012; Luna Zamora, 2010).

Coincidimos con Le Breton (2012) en que las emociones no constituyen una sustancia en estado fijo e inmutable, que sea posible hallar de la misma forma y bajo las mismas circunstancias en todos los individuos, sino que, más bien, son producto de relaciones enmarcadas dentro de un simbolismo social. Como sostiene el autor:

“… un conocimiento afectivo difuso circula dentro de las relaciones sociales y enseña a los actores, según su sensibilidad personal, las impresiones y las actitudes que se imponen a través de las diferentes circunstancias de su existencia particular. Las emociones son modos de afiliación a una comunidad social, una forma de reconocerse y de poder comunicar juntos, bajo un fondo emocional próximo”. (Le Breton, 2012, p. 71)

Dado que las emociones están cargadas de significados y sentidos anclados en contextos socioculturales e históricos específicos, la sociología encuentra en la esfera de “lo emocional” un objeto y una dimensión de análisis para comprender la dinámica de las relaciones entre individuos y grupos sociales diversos (Bericat Alastuey, 2000; Luna Zamora, 2010).

En este trabajo nos proponemos reflexionar sobre la construcción simbólica de los jóvenes como objeto de temor en relación con la sensibilidad que se tiene sobre el delito y, especialmente, la violencia interpersonal en los países del Cono Sur. Desde hace más de una década, la preocupación por la problemática asociada a la violencia ha ido en aumento en la región, siendo los jóvenes el grupo al cual se le imputa la responsabilidad de gran parte de los hechos que acontecen. En este marco, la escuela aparece mediáticamente visibilizada como uno de los espacios públicos más amenazados por este tipo de situaciones.

En nuestro análisis, hemos utilizado datos secundarios sobre jóvenes, violencia y seguridad, producidos por organismos multilaterales (Comisión Económica para América Latina y el Caribe, 2008; Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, 2013, 2009), organismos gubernamentales (Ministerio del Interior y Seguridad Pública, 2011; Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo, 2014; Observatorio Argentino de Violencia en las Escuelas, 2013) y la ong Latinobarómetro. A partir de dichos datos, hemos elaborado cuadros y gráficas con el objetivo de facilitar su lectura y comparación.

En el primer apartado, nos proponemos analizar la construcción emotiva de la sensibilidad en torno a la violencia en el espacio público, la cual se encuentra fuertemente asociada a la cuestión del delito y el sentimiento de inseguridad. En el segundo apartado, indagamos sobre el prejuicio social discursivo a través del cual se edifica una imagen de los jóvenes como “delincuentes” y “violentos”. Por último, reflexionamos en torno a la problemática de la violencia en la escuela, la cual ha tenido cada vez más presencia en la agenda mediática de los últimos años. Consideramos necesario dar cuenta de las estructuras emotivas que pesan sobre los jóvenes, a fin de contrarrestar los discursos y la imagen estigmatizante que pesa sobre ellos.

Violencia y sentimiento de inseguridad

La violencia constituye un fenómeno social que moviliza distintas emociones. Hernández (2001) sostiene que “… la violencia es y se realiza tanto como un proceso social subjetivo (representaciones, significaciones sociales) y objetivo (comportamientos, acciones), manifiesto (“hechos”) y latente (cultura y estructura), donde la valoración emocional de sus efectos (visibles/invisibles) pasa a formar parte del mismo proceso” (p. 62).

En América Latina, la sensibilidad por la violencia interpersonal adquiere características peculiares dado que es considerada, según los informes de los organismos multilaterales, como la región más desigual y violenta del planeta (Lagos y Dammert, 2012; Waiselfisz, 2008). Si bien en la última década los países de la región han experimentado un notable crecimiento económico, reduciendo los niveles de desigualdad, pobreza y desempleo, aquello no se tradujo en una disminución de los índices de delito y violencia, sino que estos continuaron aumentando en la mayoría de los países[2] (Lagos y Dammert, 2012; pnud, 2013). A nuestro entender, este desempeño de los datos no anula la hipótesis respecto de que la mejora en los indicadores socioeconómicos traería aparejada una reducción en los índices de delito. Más bien expresa la dificultad que existe en la región para reconstruir la trama social luego de décadas de transformaciones regresivas, producto de las reformas neoliberales, siendo la violencia interpersonal uno de sus mayores desafíos. Estos procesos han fracturado valores, normas y creencias colectivas que estructuraban los lazos sociales y las relaciones de confianza. Míguez e Isla (2010), en su análisis del caso argentino, sostienen que la falta de garantías de regulación institucional constituye una de las principales condiciones asociadas a la victimización y el temor.

La situación no es homogénea en toda la región, y existen diferencias y disparidades entre los Estados. En el presente trabajo quisiéramos centrarnos en el análisis de los países del Cono Sur[3]. Sin proponernos esbozar explicaciones causales sobre los grados de violencia, buscamos abrir ejes de reflexión sobre la sensibilidad que se tiene sobre ella y la imputación que se hace a los jóvenes como sujetos peligrosos y amenazantes.

Lagos y Dammert (2012) afirman que la violencia en América Latina como problema público a escala nacional empieza a manifestarse a través del fenómeno de la “delincuencia”. Aquí subyace una primera dificultad para su abordaje, dado que la delincuencia no plantea “… la problemática de los distintos tipos de violencia que se manifiestan, y sobre los cuales la población tiene una opinión formada, sino que se restringe principalmente a los ocurridos en el espacio público” (Lagos y Dammert, 2012, p. 13). De esta forma, se produce un doble sesgo: por un lado, pasan a un plano secundario otras formas de violencia como pueden ser el maltrato intrafamiliar, los abusos, la discriminación o la desigualdad social y, por otro lado, se invisibilizan delitos en los cuales no interviene la violencia, como pueden ser los delitos económicos o delitos comunes sin agresión física.

Los informes periódicos de Latinobarómetro nos permiten observar cómo, en los últimos diez años, la preocupación por la delincuencia ha ido en aumento llegando a ser considerado, desde 2010, el problema más importante de la región, incluso por encima del desempleo, que históricamente ocupó el primer puesto (Corporación Latinobarómetro, 2013)[4]. En la actualidad, solo en dos países los ciudadanos manifestaron estar más preocupados por el desempleo que por la seguridad: Colombia y Paraguay.

 


 

En consonancia con la tendencia general de la región, en el Cuadro 1 podemos observar cómo en los países del Cono Sur la preocupación por la delincuencia va en aumento, superando al desempleo, en franco retroceso. Paraguay es el único caso en el cual dicho aumento no logra superar el malestar por el desempleo, aunque este haya disminuido.

Cabe destacar que el aumento de la preocupación por el delito no debe interpretarse por sí solo como un tema monolítico, sino en relación con el desarrollo de otras problemáticas que atraviesan a esos países (Lagos y Dammert, 2012). Kessler (2009) afirma que el sentimiento de inseguridad se conforma por juicios morales, normas culturales y huellas de temores pasados, que hacen que algunos sucesos resulten más insoportables que otros, lo que contribuye a que algunos problemas públicos cobren más notoriedad, mientras otras cuestiones, quizá más perjudiciales, ni siquiera se plantean. Esto podría ayudar a comprender por qué en países con elevados índices de delincuencia o de violencia, sus ciudadanos expresan menores grados de preocupación y temor que en aquellos donde dichos índices son más bajos. Por otro parte, el crecimiento económico experimentado en la región durante la última década puede ser otro de los factores por los cuales haya bajado la inquietud por la desocupación, aumentando la sensibilidad sobre temas referidos a la violencia y la delincuencia.

Es necesario ser cautos a la hora de realizar comparaciones entre distintos países, dada la heterogénea fiabilidad de la información disponible. Lagos y Dammert (2012) sostienen que existen tres dilemas respecto de los datos sobre esta temática: “… el de la incongruencia aparente entre lo objetivo y subjetivo, el de la incongruencia aparente entre la victimización y el temor, y el de la demanda y expectativa sobre el aparato del Estado” (p. 18).

Medir y comparar los niveles de violencia, sumado a la diversidad semántica que puede adquirir el término en sí, resulta sumamente complejo por la escasez de estadísticas y la poca estandarización de los indicadores objetivos existentes. El indicador más utilizado para medir comparativamente la violencia es la tasa de homicidios (Muchembled, 2010). Sin embargo, “… la cantidad de homicidios no incide mayormente en la cantidad de víctimas de delitos en un país determinado, porque implica formas de violencia y de delincuencia diferentes. […] Así, las tasas de homicidios y la victimización son datos independientes” (Lagos y Dammert, 2012, p. 25). Por ejemplo, Brasil presenta una de las tasas de homicidio más altas de Latinoamérica y un bajo nivel de victimización por robo (con o sin violencia). Por el contrario, Argentina y Uruguay presentan tasas bajas de homicidio (similares a la de los países europeos), pero altos niveles de victimización por robo[5] (pnud, 2013). Si volvemos al Cuadro 1, veremos que justamente los países que manifiestan una mayor preocupación por la seguridad son Argentina y Uruguay, en tanto Brasil presenta el nivel más bajo.

El Informe Regional de Desarrollo Humano 2013-2014 del pnud afirma que “… el robo es el delito que afecta de manera más frecuente a los latinoamericanos y que existe un marcado crecimiento en el número de robos que se cometen con violencia” (p. 41). Estos hechos muchas veces no son denunciados, pero si experimentados por los individuos que los sufren. Por eso, las encuestas de victimización constituyen una herramienta complementaria para registrar los hechos, desde una perspectiva subjetiva, más allá de si son o no reportados. Estas encuestas recogen percepciones, actitudes, opiniones y valores subjetivos de los individuos, que nos permiten rastrear sensaciones y sensibilidades sobre determinados temas.

Como sostienen varios autores (Kessler, 2009; Lagos y Dammert, 2012; Míguez e Isla, 2010), tampoco puede evidenciarse una correspondencia entre las tasas de victimización y el temor que tienen los ciudadanos de ser víctimas, por ejemplo, de un delito con violencia. Míguez e Isla (2010) argumentan que no sólo el aumento de la frecuencia de los delitos es lo que hace que se propague el sentimiento de inseguridad, sino que también existen otros factores como pueden ser “… la acción de los medios de comunicación o los niveles de confianza que generan las agencias del Estado…” (p. 14). Incluso, cuando los índices de criminalidad retroceden, existe una inercia del temor, una especie de “letargo”, que hace que la percepción de ese temor demore más tiempo en descender (Kessler, 2009; Lagos y Dammert, 2012). Justamente, son los delitos cometidos con violencia los que tienen un mayor impacto emocional sobre el clima de opinión, ya que implican una vulneración del cuerpo individual y social (Lagos y Dammert, 2012). En este sentido, consideramos que las emociones, en nuestro caso el miedo, no pueden tener un valor explicativo autónomo, ya sea fisiológico o psíquico-cognitivo, sino que deben enmarcarse dentro un contexto sociocultural que les otorga sentido (Le Breton, 2012).

El miedo constituye la expresión de una emoción frente a algo que no puede ser controlado por el individuo y que se torna amenazante. El sujeto emocionado y el objeto emocionante se hallan unidos en una síntesis indisoluble (Sartre, 1939). Según Scribano (2007a), “… el miedo opera como suplemento de la expropiación de la vitalidad a través del juego entre la intimidación e incertidumbre” (p. 32). La incertidumbre de no saber cuándo uno puede ser víctima de un delito inhibe la acción del sujeto, lo paraliza. Ese estado de minusvalía genera un sentimiento de impotencia respecto de lo que sucede a su alrededor.

El discurso hegemónico de la inseguridad opera como un mecanismo ideológico dentro del cual se entrelazan y tensionan lo que Scribano (2009) denomina dispositivos de regulación de las sensaciones[6] y mecanismos de soportabilidad social[7]. Millones de personas se sienten inseguras con respecto a poder comer, a su futuro, a perder el trabajo; sin embargo, semánticamente el sentimiento de inseguridad no se refiere a ninguna de aquellas inseguridades. Ese sentimiento tiene un objeto preciso e identificable: el delito y la violencia. Justamente, “… es sobre la evaluación compartida, analíticamente previa a la emoción, que se funda el consenso de una realidad en común y la diferencia entre miedos justificados e injustificados…” (Kessler, 2009, p. 40).

Los mecanismos de soportabilidad social operan, en parte, para darle ese sentido al término “inseguridad”[8]. Se podría interpretar que, a lo largo de los últimos diez años, los umbrales de tolerancia sobre el delito disminuyeron en comparación con otros temas como la desocupación o la pobreza. Para estas dos últimas cuestiones se activan mecanismos de soportabilidad social como la paciencia para conseguir trabajo o la espera(nza) de que la distribución del ingreso mejore.

De esta forma, se configura una sensibilidad social particular sobre la inseguridad que aumenta la espiral de violencia. El fantasma de la inseguridad se nutre de un conjunto diverso y difuso de impresiones, que impactan en las formas de percibir de los sujetos, promoviendo la fantasía de que le puede tocar a cualquiera: no importa la clase, no importa el barrio, no importa el trabajo. Conjuntamente con la disminución de los niveles de soportabilidad social respecto del delito y la violencia, aparece el aparato represivo del Estado sobre el cual los ciudadanos depositan sus expectativas (Scribano, 2010).

Los mecanismos de soportabilidad social y los dispositivos de regulación de las sensaciones, junto con el aparato represivo del Estado, operan para hacer del miedo al delito un temor oficial, recuperando la categoría de Bauman (2008), que es funcional a la reproducción del orden social. La “… vulnerabilidad e incertidumbre son las dos cualidades de la condición humana a partir de las cuales se moldea el ‘temor oficial’: miedo del poder humano, del poder creado y mantenido por la mano del hombre” (p. 66).

Hoy, el sistema capitalista encuentra fuentes de vulnerabilidad e incertidumbre en la cuestión de la seguridad personal. Siguiendo el razonamiento de Bauman (2008), podríamos decir que a través de los mecanismos de soportabilidad social y los dispositivos de regulación de las sensaciones de miedo, se busca “… inspirar un volumen de ‘temor oficial’ lo bastante grande como para eclipsar y relegar a una posición secundaria las preocupaciones relativas a la inseguridad generada por la economía, sobre la cual nada puede ni desea hacer la administración estatal” (p. 72).

 

El miedo a los jóvenes

Como dijimos más arriba, la emoción se nutre de algo, de un objeto. Ese “algo” también puede ser “alguien”. Se trata muchas veces de un cuerpo hecho objeto. Para ello, se necesita configurar una sensibilidad que encuentre en un determinado tipo de rostro la fuente de sentimientos de amenaza y desconfianza que despierten la emoción de miedo. Como sostiene Kaplan (2011b), en dicha emoción “… se entremezcla la sensación de desprotección y peligro con cierta construcción de sujetos que se activan como agentes de dicha peligrosidad” (p. 47). En este trabajo, sostenemos que los jóvenes, en parte, portan los rostros que operan como “causa” y como “efecto” de la incorporación de esos temores. Esto significa “… una rostricidad de la negación y posibilidad de la identidad desde el par exclusión-inclusión” (Scribano, 2007b, p. 10).

Los jóvenes han sido uno de los grupos más perjudicados por las transformaciones estructurales y el debilitamiento de los mecanismos de protección social, quedando expuestos a múltiples situaciones de violencia. El informe de la cepal (2008), Juventud y cohesión social en Iberoamérica, muestra cómo dentro de la población joven aumentó la tasa de homicidios y lesiones intencionalmente infringidas desde la década de los ochenta hasta los primeros años del nuevo siglo[9]. Los países del Cono Sur, nuevamente a excepción de Brasil, no sólo son los que presentan la menor tasa de homicidios en la población joven (siendo Chile y Uruguay los de menor cantidad), sino que a partir de los primeros años del nuevo siglo se observa un estancamiento o, en algunos casos, un leve retroceso de estos índices (pnud, 2013).

La violencia asociada a los jóvenes debe ser entendida en un contexto de desigualdad y fragmentación social, que genera tensiones y contradicciones en los procesos de búsqueda de sentido a su existencia social. Ellos son víctimas y victimarios de una violencia que expresa una falta de cohesión social. Esto no sólo hace referencia a la violencia “material”, sino también a la violencia “simbólica” que se observa a través de diversas formas de discriminación hacia los jóvenes y de estigmatización del “ser joven”.

Si bien existen diversas formas de vivir la juventud, los jóvenes son interpelados desde dos discursos hegemónicos: como “problema social” o como “futuro de la sociedad”. Mientras las conductas, manifestaciones y expresiones de los jóvenes se ajusten al orden establecido y al modelo de juventud que el capitalismo, en su versión latinoamericana, les tiene preparado, ellos representan “el futuro” de una sociedad que está por venir. En cambio, si sus conductas entran en conflicto con dicho orden y modelo ya no encarnan el futuro, sino que devienen en un problema. Esta diferenciación que aparentemente responde a los distintos comportamientos de los jóvenes lleva implícito un juicio de clase.

Reguillo (2003) sostiene que en Latinoamérica, hacia fines de la década de los ochenta, los jóvenes empezaron a ser pensados como los “responsables” de la violencia de sus ciudades. Se trató de una operación semántica a partir de la cual se extendió una imagen de ellos como “delincuentes” o “violentos”. La desconfianza y el temor que hoy se expresa hacia los jóvenes podría ser uno de los efectos simbólicos de esas adjetivaciones como sujetos peligrosos (Kaplan, 2011a).

Esta caracterización de los jóvenes la podemos observar a través de dos preguntas realizadas por Latinobarómetro en el año 2008. La primera de ellas gira en torno al “grado de acuerdo/desacuerdo respecto a la afirmación de que la policía es más propensa a detener a un joven que a un adulto”. En Latinoamérica, el 67% de los encuestados expresó estar de acuerdo o muy de acuerdo con aquella afirmación (Gráfica 1).

 

 



El mayor grado de acuerdo se encuentra en Argentina, donde el 74,3% de los encuestados dijo estar “de acuerdo o muy de acuerdo” en que la policía es más propensa a detener a personas jóvenes que a adultos. Luego le sigue Uruguay con el 74%, Chile con el 70,3%, Brasil con el 69, 6% y, por último, Paraguay con el 68,1%. En todos los países se manifiesta un alto grado de acuerdo, superando el promedio latinoamericano.

Estos resultados pueden ser relacionados con los de otra encuesta realizada en el marco del Informe sobre desarrollo humano para Mercosur 2009‑2010 a jóvenes de entre 15 y 29 años, en las cuatro capitales de los países miembro. Allí, el 73% de los encuestados afirmó que percibe como injusto el trato que la policía da a los jóvenes. La ciudad de Río de Janeiro muestra el porcentaje más alto de acuerdo con 80,4% de respuestas, seguido por Buenos Aires con el 75,4% y, más atrás, Montevideo con el 68,8% y Asunción con el 67,3% (pnud, 2009).

Podríamos interpretar que los datos presentados expresan una determinada sensibilidad social “de” y “hacia” los jóvenes. Dicha sensibilidad va en línea con las constantes demandas para bajar la edad de imputabilidad (Rojido y Trajtenberg, 2014) y el proceso de “juvenilización” de la población carcelaria que se viene produciendo en estos países (pnud, 2013, 2009). Parecería que los jóvenes son los sospechados de ser partícipes o culpables de los disturbios, actividades ilegales o hechos de violencia que perturban el orden social.

La segunda pregunta de Latinobarómetro a la que queremos hacer mención es aquella referida a la evaluación de los jóvenes a través del par de adjetivos pacíficos/violentos. En este caso, el 50% de los encuestados latinoamericanos los consideran “violentos” o “muy violentos”, mientras que solo el 18,2% los vislumbra como “pacíficos” o “muy pacíficos” (Gráfica 2). Siguiendo a Kaplan (2011b), sostenemos que “… la atribución y auto-atribución de “violento” fabrica un muro social, en tanto que límite simbólico producto del proceso de estigmatización de los jóvenes, que opera como mecanismo regulador del umbral de la tolerancia tácitamente admitida por y para el orden social…” (pp. 47-48).

 

 



 

Como podemos observar en la Gráfica 2, Argentina es el país con el mayor porcentaje de encuestados que considera a los jóvenes como violentos (64,5%), seguido por Chile con el 60,4%. Brasil se encuentra en una situación intermedia en la cual el 55,2% de los encuestados ve a los jóvenes como violentos. Paraguay y Uruguay son los países que presentan una visión más positiva al respecto. No sólo tienen un menor porcentaje de entrevistados que consideran a los jóvenes como violentos (37,2% y 42,5% respectivamente), sino porque también tienen el mayor porcentaje de quienes dicen que son pacíficos (23,2% y 22,5% respectivamente).

Siguiendo las premisas expuestas en el apartado anterior, podemos comprender que estas percepciones sobre los jóvenes no se corresponden necesariamente con indicadores objetivos utilizados para medir la violencia, como son los homicidios y las muertes por armas de fuego de personas de entre 15 y 24 años (Waiselfisz, 2008). Mientras Brasil presenta tasas de homicidios y muertes por arma de fuego visiblemente más altas que el resto de los países, no posee el mayor porcentaje de consideración de los jóvenes como violentos. En cambio, países como Argentina y Chile, que tienen la proporción más alta de respuestas que tipifican a los jóvenes como violentos, presentan bajos índices de muerte joven. El caso de Paraguay y Uruguay en más mixturado.

Sin intención de descuidar las particularidades con las que se compone esta imagen de los jóvenes en cada uno de los países, con los datos recién mencionados buscamos remarcar que dicha imagen, en primer lugar, no se correlaciona directamente con los índices objetivos de violencia y, en segundo lugar, que en ella subyace una suerte de prejuicio social o discriminación en torno al “ser joven”. No resulta casual que en Argentina, país con el porcentaje más alto de personas que consideran a los jóvenes como violentos, el último informe del mapa de la discriminación elaborado por el inadi (2014) muestra que el 76,3% de los encuestados acuerda total o parcialmente con la frase “la juventud de hoy es más violenta e irresponsable que en el pasado”.

La imagen estigmatizada de los jóvenes se condensa en figuras estéticas como la de los “pibes chorros” en Argentina (Kessler, 2004; Míguez, 2004), los “favelados” en Brasil (Esteves y Abramovay, 2008) o los “planchas” en Montevideo. A través de dichas figuras se asocia semánticamente pobreza, delito y violencia. Este vínculo forma parte de una mirada social de desconfianza hacia los jóvenes que los vuelve de antemano amenazantes. Sin embargo, este etiquetamiento no se asigna por igual a todos los jóvenes, sino fundamentalmente a aquellos que forman parte de los sectores subalternos cuyas conductas y expresiones entran en conflicto con el orden establecido, desbordando los modelos de juventud legitimados por este. Se trata de “… un mecanismo de dominación que establece una doxa penalizante […] que tiene una de sus expresiones más brutales en el par taxonómico violento-pobre” (Kaplan, 2011a, p. 97). A partir de la figura del joven violento se condensa los atributos de lo peligroso, patológico y perverso, licuándose en sus cuerpos la conflictividad social. Así, estas “… adjetivaciones no son más que las operaciones ideológicas por medio de las cuales se congela al sujeto a portar ese signo como síntoma de su existencia” (Scribano y Espoz, 2011, p. 106).

En este contexto, la juventud aparece como un problema social o, mejor dicho, ciertos jóvenes, fundamentalmente varones y de bajos recursos económicos, son presentados como problemáticos. Como sostiene Martín-Criado (2005), dicha problematización no emerge espontáneamente en la opinión pública. Por el contrario, supone:

“… todo un trabajo político de construcción y selección de un ámbito de la realidad —entre los muchos posibles— como problema social […]. Esta construcción no la realiza la sociedad: siempre tiene, como actores privilegiados, determinados grupos sociales u organizaciones que se esfuerzan por imponer la percepción de una determinada situación como problema social”. (p. 87)

Cabe destacar que la enunciación mediática constituye uno de los pilares fundamentales en los procesos de construcción de sentidos y sensibilidades en nuestras sociedades. Como afirma Bourdieu (1997), los medios de comunicación detentan un gran poder simbólico gracias a su monopolio sobre los instrumentos de producción y de difusión en gran escala de la información. Devenidos en un espacio de poder, sus discursos promueven imágenes que moldean, en parte, el modo de sentir “de” y “hacia” los jóvenes. Así, la representación de los jóvenes como sujetos peligrosos, y la construcción social de un temor ligado a ellos, es retroalimentada por los medios de comunicación que operan como portavoces a través de la espectacularización de episodios de alto impacto emotivo (Barata, 2003).

En este marco, la escuela aparece representada en los medios de comunicación como un espacio público atravesado por la violencia provocada por los jóvenes. Saez (2015), a partir de una revisión de investigaciones realizadas en América Latina sobre el tratamiento que los medios de comunicación hacen del fenómeno de la violencia asociado a los jóvenes y la escuela, observa que los discursos mediáticos “… presentan una figura estigmatizada de juventud, negando la complejidad de la condición juvenil e invisibilizando el ejercicio de la ciudadanía por parte de estos actores” (p. 147).

La violencia en la escuela

Desde hace casi dos décadas, en varios países de Latinoamérica, se ha instalado en la agenda pública y mediática, pero también en aquella de carácter científico-académica, el tema de la violencia en el ámbito escolar. Periódicamente aparecen noticias en los medios de comunicación sobre hechos que tienen a la escuela como escenario. Allí, la institución aparece representada como un espacio inseguro, producto de la llegada de jóvenes negativizados discursivamente (Chaves, 2005) cuyos comportamientos son adjetivados como “vandálicos” o “salvajes” (Saez, Adduci y Urquiza, 2013).

No queremos decir que los episodios de violencia en el ámbito escolar no tengan asidero, de hecho lo tienen y es un eje de preocupación pública, sino que la forma en la que son abordados mediáticamente muchas veces obtura su análisis, generando temores criminalizantes hacia los jóvenes y una visión de la escuela como imposibilitada de hacer algo con ellos.

Una investigación realizada en Argentina por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (flacso) y unicef da cuenta de las huellas de este tipo de discurso mediático al remarcar la contraposición que existe entre la percepción que expresan los estudiantes secundarios sobre la problemática de la violencia en la escuela en general y aquella que tienen respecto de su propia escuela. El 52% de los alumnos consideró el problema como muy grave o grave. Sin embargo, al consultarlos por la propia escuela, sólo el 19,2% opinó que la situación es grave o muy grave (D’Angelo y Fernández, 2011).

Podemos decir que existe un aura de percepción general y preocupación por la violencia en la escuela, desde ya basada en situaciones acontecidas, que aparece fuertemente en el nivel discursivo de representación, pero que se reduce cuando se pasa al nivel de la experiencia propia de haber sufrido o sido testigo de alguna situación específica. Cabe destacar que, a pesar de los hechos de violencia que se producen en el ámbito escolar, investigaciones realizadas en Argentina y Brasil muestran que los jóvenes continúan teniendo una imagen positiva de la escuela como espacio de aprendizaje y de posibilidad para su futuro (Abramovay, 2006; Kaplan, 2009).

Siguiendo esta línea de análisis, quisiéramos retomar algunos datos sobre la percepción de violencia en la escuela secundaria por parte de estudiantes argentinos y chilenos. En cuatro de los cinco países aquí analizados se han realizado relevamientos de carácter cuantitativo con representatividad a escala nacional. Sin embargo, sólo en Argentina (Observatorio Argentino de Violencia en las Escuelas, 2013) y Chile (Ministerio del Interior y Seguridad Pública, 2011), estos relevamientos se han replicado con la misma metodología al menos más de una vez. En el caso de Brasil (Abramovay, 2006) y Uruguay (Viscardi, 2003), existen amplias investigaciones de carácter cuantitativo desde fines de la década de los noventa, pero no han tenido continuidad entre sí como para poder comparar sus resultados. Respecto de Paraguay no hemos encontrado un relevamiento de tal envergadura.

Más allá de las diferencias en la composición muestral y de decisiones teórico-metodológicas para la recolección de datos —lo que dificulta la comparación entre Argentina y Chile—, queremos esbozar una reflexión respecto a la evolución de ciertos indicadores de los respectivos países en torno a la percepción de violencia por parte de los estudiantes.

A lo largo de un mismo período de cinco años, se observa una disminución en la percepción de violencia en el caso de los estudiantes secundarios argentinos[11] y una menor frecuencia de agresiones[12] para los estudiantes chilenos. Para estos últimos, también se observa un aumento respecto de la percepción de seguridad en su escuela desde 2007 a 2009.

 



 

 

 

 



 

Frente a los discursos de los medios de comunicación que, mediante la construcción de “series” de hechos de violencia o la espectacularización de episodios de alto impacto emotivo, promueven una imagen de las instituciones educativas atravesadas por la violencia y profetizan sobre su aumento, los datos de las Gráficas 3, 4 y 5 nos muestran que la percepción de violencia en la escuela, por parte de los jóvenes, viene disminuyendo.

Esto nos posibilita pensar que la escuela, y su comunidad educativa, no es una institución sin herramientas pedagógicas y extraescolares para trabajar sobre las situaciones de violencia que acontecen. Por el contrario, constituye un espacio de encuentro y diálogo, no exento de conflictos, con experiencias positivas, muchas veces no visibilizadas por los medios de comunicación, que podrían ser una de las llaves interpretativas de los datos recién mencionados.

En línea con lo analizado a lo largo de este artículo, consideramos importante trabajar en la escuela no sólo sobre las situaciones de violencia en que están inmersos los jóvenes como sujetos, sino también sobre las sensibilidades que se tiene sobre ellos. En un contexto en el cual la educación secundaria se está haciendo cada vez más inclusiva en la región, con un horizonte a mediano plazo de universalización, se torna necesario romper con discursos, prácticas y miradas estigmatizantes y de desconfianza hacia los jóvenes. Especialmente sobre aquellos que son la primera generación de estudiantes que asisten a la escuela secundaria.

Reflexiones finales

En este trabajo recurrimos a la dimensión emocional a los fines de reflexionar sobre la imagen estigmatizada que recae sobre los jóvenes como sujetos violentos y objetos de temor. Teniendo en cuenta que los individuos son seres conscientes y sintientes, las emociones constituyen una dimensión de análisis fértil para comprender los modos de interacción, el peso emotivo de los discursos sociales y las culturas afectivas de cada sociedad.

En los países del Cono Sur la preocupación por la violencia está íntimamente asociada a la cuestión de la delincuencia, la cual se presenta como uno de los problemas públicos más importante para los ciudadanos (Lagos y Dammert, 2012). En ese marco, subyace un sentimiento de inseguridad que pondera el temor al delito sobre otro tipo de temores y de violencias. Este sentimiento encuentra en la figura de los jóvenes, especialmente de aquellos que pertenecen a los sectores subalternos, su objeto de temor, al mismo tiempo que los responsabiliza por los hechos de inseguridad que acontecen en el espacio público.

El vínculo entre juventud, delito y violencia que se construye simbólicamente en la opinión pública de los países del Cono Sur expresa una determinada sensibilidad social que se refuerza en los discursos hegemónicos. Los medios de comunicación no son ajenos a esta sensibilidad a la cual retroalimentan mediante la selección noticiosa, la construcción de series de noticias y la publicación de hechos de inseguridad y violencia de alto impacto emotivo en los que los jóvenes aparecen como protagonistas. En este marco, la escuela aparece discursivamente como uno de los espacios públicos “acechados” por la violencia. Sin embargo, cuando indagamos en investigaciones especializadas sobre la temática, se observa que los estudiantes se sienten más seguros en sus escuelas que en otros espacios y que el grado de preocupación que expresan por la violencia no se corresponde necesariamente con los hechos que declaran que suceden en sus propias instituciones. Frente al discurso dóxico que da por sentado el aumento de los hechos de violencia en el ámbito escolar, los propios estudiantes argentinos y chilenos expresan que ese tipo de acontecimientos viene disminuyendo en sus escuelas.

La mirada estigmatizada sobre los jóvenes no sólo despierta sensaciones y emociones en quienes interactúan con ellos (incluso entre sus pares), sino también tiene un impacto en la propia subjetividad. Ellos sienten la imposibilidad de transformar ese estereotipo, por ejemplo, cuando se quejan del trato injusto que les dispensa la policía.

Creemos necesario romper con esta imagen de desconfianza que se viene construyendo hace años —y podríamos decir históricamente— sobre los jóvenes. No sólo debemos refutar los estigmas que recaen sobre sus cuerpos, sino también desentrañar la trama emocional sobre la cual se sustentan los discursos que los acusan y descalifican. Resulta importante generar espacios de posibilidad y diálogo para que ellos encuentren un sentido social a sus vidas y se sientan incluidos en una sociedad que no les tema o los vea como una amenaza. Pensamos que la escuela es uno de los espacios en los cuales se puede promover el diálogo y la revalorización de los jóvenes. Para ello, debemos confiar en los estudiantes, trabajar sobre los problemas y desafíos a los que se enfrenta la escuela, pero nunca denostarla como una institución obsoleta.

 

 

 

 

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[1]       Una versión preliminar de este artículo fue presentado en el Coloquio Internacional Violencia en América Latina: discursos, prácticas y actores, realizado en Buenos Aires los días 16 al 18 de septiembre de 2014. Agradezco los comentarios y sugerencias a este artículo realizados por los evaluadores anónimos, los cuales me han permitido mejorarlo.

 

[2]       En los últimos cinco años, la tendencia al alza se ha estabilizado e incluso revertido en algunos países. América Latina fue la única región del mundo donde los homicidios se incrementaron entre 2000 y 2010 (pnud, 2013).

 

[3]       Definimos a la región del Cono Sur en su concepto más amplio, incluyendo a Brasil. Si bien este país posee algunas características sociodemográficas y culturales diferentes al resto, decidimos incluirlo en cuanto forma parte del Mercosur y sostiene un amplio intercambio político, económico y cultural con el resto de los países.

 

[4]       Los estudios de opinión publica realizados anualmente por la corporación Latinobarómetro están compuestos por una muestra de alrededor de 20.000 entrevistas llevadas a cabo en 18 países de América Latina, representando a más de 600 millones de habitantes.

 

[5]       A su vez, en estos países los homicidios están más vinculados a hechos de violencia doméstica que a hechos que se originan en delitos comunes o hechos vinculados al crimen organizado. Nuevamente Brasil es el único país en el cual los homicidios se relacionan con delitos comunes y el crimen organizado.

 

[6]       Los dispositivos de regulación de las sensaciones consisten en procesos de selección, clasificación y elaboración de las percepciones socialmente determinadas y distribuidas. La regulación implica la tensión entre sentidos, percepción y sentimientos, que organizan las particulares maneras de “apreciarse-en-el-mundo” que las grupos y los sujetos poseen. Dichos mecanismos y dispositivos operan en la conciencia espontánea irreflexiva propia del sentido común (Scribano, 2009).

 

[7]       Los mecanismos de soportabilidad social se estructuran alrededor de un conjunto de prácticas hechas cuerpo, que se orienta a la evitación sistemática del conflicto social (Scribano, 2009).

 

[8]       En una encuesta de opinión pública, como la realizada por Latinobarómetro, se puede evidenciar cómo operan los dispositivos de regulación de las sensaciones al ver la gran cantidad de preguntas que se refieren al tema de la delincuencia en comparación con otros temas como la pobreza, la educación o la salud.

 

[9]       “Según datos de OMS, la probabilidad de que un joven de América Latina muera víctima de un homicidio es 30 veces mayor a la de un joven de Europa” (pnud, 2009, pp. 27-28).

 

[10]      Como se señala en la gráfica, la pregunta original se basó en una escala valorativa sumatoria. Nosotros hemos reagrupado las respuestas en una escala tipo Likert, en la cual 1 y 2 son “muy pacíficos”, 3 y 4 son “pacíficos”, 5 y 6 son “ni violentos ni pacíficos”, 7 y 8 son “violentos” y 9 y 10 son “muy violentos”.

 

[11]      En Argentina, en el año 2006, se sancionó una nueva Ley de Educación Nacional (Ley. N° 26.206) que reestructuró el nivel secundario y lo estableció como obligatorio. Dado que el primer informe se realizó antes de la sanción de dicha ley, en la gráfica se mencionan el egb 3 y el Polimodal como los antiguos ciclos equivalentes a los actuales.

 

[12]      Cabe aclarar que conceptualmente no tomamos los términos violencia y agresión como sinónimos. Sin embargo, observamos que en cada uno de los informes se utiliza uno de estos términos para analizar el mismo fenómeno.

 

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