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Revista de Ciencias Sociales

Print version ISSN 0797-5538On-line version ISSN 1688-4981

Rev. Cienc. Soc. vol.27 no.35 Montevideo Dec. 2014

 

Itinerarios en torno al reconocimiento social Una categoría de análisis

 

María Andrea Voria

 

 

Resumen

Proponemos recuperar la categoría de “reconocimiento social”, dada su relevancia en torno a las luchas por alcanzar una vida habitable. Para ello planteamos la tensión inmanente entre reconocimiento y supervivencia; si bien no hay reconocimiento sin supervivencia, la supervivencia no es suficiente. Abordamos el reconocimiento en tanto itinerario que discurre en relación con un otro, de forma tanto positiva como negativa. Si bien asumimos el reconocimiento social como sede y mecanismo de poder, planteamos la vulnerabilidad humana como el único camino para llegar al reconocimiento mutuo, donde las desigualdades sociales se desvanecen ante la precariedad humana compartida, y el reconocimiento tiene el poder de replantear la propia vulnerabilidad.

Palabras clave: Reconocimiento social / género / vulnerabilidad / poder / discurso.

 

Abstract

Itineraries around the category of social recognition: an analysis category

We propose to recover the “social recognition” category due to its relevance around the fight of achieving a livable life. For that purpose we pose the immanent tension between recognition and survival; while there is no recognition without survival, survival is not enough. We approach recognition as an itinerary that occurs in relation to another one, both in positive and negative way. Even though we assume the social recognition as a mechanism of power, we approach the human vulnerability as the only way to reach mutual recognition, where social inequalities dispel in face of the shared human precariousness, and where recognition has the power of rethinking the own vulnerability.

Keywords: Social recognition / gender / vulnerability / power / discourse.

 

 

María Andrea Voria: Doctora en Sociología por la Universidad Autónoma de Barcelona. Docente titular de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad del Salvador, Argentina. Investigadora de la Universidad de Buenos Aires, Secretaría de Ciencia y Técnica (ubacyt) - Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe (IEALC). E-mail: andreavoria@gmail.com

 

Recibido: 14 de noviembre de 2014.
Aprobado: 15 de diciembre de 2014.

 

 

Introducción

En este artículo proponemos recuperar la categoría de “reconocimiento social”, dada su relevancia tanto teórica como empírica en el terreno de las ciencias sociales, en torno a las luchas de los sujetos, tanto en términos individuales como colectivos, por alcanzar una vida habitable. Para ello consideramos fundamental plantear la tensión inmanente entre reconocimiento y supervivencia, en tanto que si bien no hay reconocimiento sin supervivencia, la supervivencia no es suficiente.

Nos resulta sugerente hablar de reconocimiento social en términos de itinerarios, dado que el reconocimiento discurre (o se repliega) en el camino hacia el otro, e incluso hacia uno mismo, donde la alteridad opera como sostén (o como abandono) de la existencia social del sujeto a través del discurso, ya sea con su presencia o su ausencia, ya sea de manera real o imaginada. Por tanto, al tratarse de una acción discursiva, puede expresarse tanto en su voz activa —re(des)conocer al otro— como en su voz pasiva —ser re(des)conocido por el otro—, dada la reversibilidad de las posiciones discursivas en el marco de la interacción social. De modo, que el reconocimiento social circula entre dos caras, un anverso y un reverso, que contrapone (o tal vez conjuga) manifestaciones positivas de reconocimiento expresadas discursiva y corporalmente, a través de emociones como el amor, la compasión, la solidaridad, etcétera, así como manifestaciones negativas, expresadas a través del desprecio, la humillación e, incluso, la violencia.

La relevancia para las ciencias sociales de recuperar la noción de reconocimiento social —desarrollado tradicionalmente por la filosofía— se vincula, entre otras razones, a su potencial para analizar el impacto de escenarios de crisis social sobre las relaciones sociales y la propia subjetividad. Con la ruptura de los anclajes más evidentes con el mundo productivo y social, no sólo se atenta contra el reconocimiento hacia el otro, a través del ejercicio del desprecio o de la indiferencia, sino que las personas se desconocen a sí mismas en tanto sujetos sociales y genéricos. En términos empíricos, la utilización de esta categoría supone atender a las dimensiones tanto discursiva, corporal como emocional, para componer multidimensionalmente los caminos hacia el otro y hacia uno mismo, en el marco de las interacciones sociales.

Por último, planteamos la vinculación necesaria entre género y reconocimiento, la cual radica justamente en que si parte de lo que busca el deseo es ser reconocido, entonces el género, en tanto es movido por el deseo, busca también reconocimiento. La cuestión primordial aquí es entender al reconocimiento como sede y dispositivo de poder dado que, mediante un mecanismo de producción diferencial de lo humano, se distingue aquello que se reconoce como humano de lo que no, y en el cual el género opera como una dimensión de diferenciación (y desigualdad) clave en términos sociales.

Crisis, reconocimiento y vida

De acuerdo con los presupuestos hegelianos, cualquier sujeto se constituye como ser social viable únicamente a través de la experiencia del reconocimiento, la cual está necesariamente sostenida en el vínculo fundamental con la alteridad, que apuntala la propia identidad. El reconocimiento, según Hegel, supone como condición una reciprocidad implícita, según la cual nunca puedo ofrecer el reconocimiento como puro ofrecimiento, dado que lo recibo, al menos potencial y estructuralmente, en el momento y el acto de darlo. A su vez, el encuentro con el otro genera una transformación del yo de la cual no hay retorno; uno deviene distinto de lo que era y, por ende, es incapaz de volver al punto anterior. Así, el “yo” se transforma merced al acto de reconocimiento (Hegel, 2003).

El abordaje del reconocimiento social en el marco de las ciencias sociales supone necesariamente plantear la tensión entre supervivencia y reconocimiento, en especial si se trata de escenarios sociales de riesgo y crisis social, y delimitar el lugar que ocupa la norma en ese entramado conceptual. En este sentido, no cabe duda que en contextos de crisis sociales lo que se pone en juego es la supervivencia misma de los sujetos. De modo que, asumimos y diferenciamos que la supervivencia material que garantiza la continuidad de la vida no es lo mismo que el reconocimiento social, en tanto no hay reconocimiento sin supervivencia. Sin embargo, la supervivencia no es suficiente, aunque no le puede acontecer nada más a un sujeto si no hay supervivencia (Butler, 2006). En este sentido, en el marco de las luchas por la existencia física y social de los sujetos, Butler plantea la relevancia que adquiere la norma, no sólo como garante de la supervivencia, sino también de cómo alcanzar una vida habitable.

Así, por ejemplo, la categoría de “trabajo”, como categoría central puesta en jaque en contextos sociales de crisis, nos permite pensar esta tríada que opera entre supervivencia-reconocimiento-norma:

“Trabajo que definía quiénes eran los pares de cada uno, con quiénes cada uno podía compararse y a quiénes se podía dirigir; definía también a sus superiores, a los que debía respeto; y a los que estaban por debajo de él, de quiénes podía esperar o tenía derecho a exigir un trato deferente […] La carrera laboral marcaba el itinerario de la vida y, retrospectivamente, ofrecía el testimonio más importante del éxito o el fracaso de una persona. Esa carrera era la principal fuente de confianza o inseguridad, de satisfacción personal o autorreproche, de orgullo o de vergüenza”. (Bauman, 2008, p. 34)

En el marco de las sociedades salariales, el trabajo es considerado no sólo como un medio para garantizar la supervivencia de los sujetos, sino también como expresión de la propia subjetividad. De este modo, los esfuerzos del trabajador logran adquirir un sentido, sopesando sus angustias, sus decepciones y sus desalientos, al momento en que logra ser reconocido por el otro. Según Dejours:

“Cuando se reconoce la calidad de mi trabajo, lo que adquiere sentido son mis esfuerzos, mis angustias, mis dudas, mis decepciones y mis desalientos. Todo ese sufrimiento no fue en vano y no sólo ha contribuido a la organización del trabajo, sino que, a cambio, ha hecho de mí un sujeto diferente del que era antes del reconocimiento. El sujeto puede transferir ese reconocimiento del trabajo al registro de la construcción de su identidad”. (Dejours, 2006, p. 30)

Como contrapartida, los procesos sociales de devastación del mundo del trabajo confirman, a partir de su falta, tanto el rol determinante del trabajo —por el hecho mismo de su escasez y disminución— (Fitoussi y Rosanvallon, 2006), como su relevancia en términos identitarios y de reconocimiento, que enfrenta en especial a los hombres a un tipo de sufrimiento desestructurante y desestabilizador de su propia identidad (Dejours, 2006).

Desobedecer los dictámenes de la ética del trabajo implica una amenaza a la figura del hombre-proveedor dentro de la matriz relacional que asegura el sostenimiento de la vida en nuestras sociedades patriarcales capitalistas. En consecuencia, definir una norma supone establecer y sancionar cuánto queda fuera de ella; de modo que la figura del pleno empleo, como máxima aspiración de la ética del trabajo, no sólo es entendida como derecho sino como obligación, cuya desobediencia pone en riesgo el reconocimiento del hombre, no sólo en calidad de trabajador, sino como sujeto. La cuestión radica en pensar qué sucede cuando aquellas categorías sociales fundantes de nuestro ser social pierden sustento y significancia en la estructura social y dejan al sujeto a la deriva en términos tanto de existencia material como de reconocimiento social. Si hasta ahora dichas categorías sociales circunscribían el ámbito de lo habitable para el sujeto, ¿ese espectro se acota o se amplía a raíz de la crisis y sus consecuencias sobre la vida social?

De este modo, los procesos históricos de “crisis sociales”, en torno a la figura del pleno empleo, dejan al descubierto la vulnerabilidad y la precariedad humana que el capitalismo se ha empeñado en negar, y en el cual los dictámenes de la división sexual del trabajo hacen agua a la hora de sostener la producción y el sostenimiento de la vida. La crisis social devela, entonces, la vulnerabilidad y dependencia mutua como constitutiva del lazo social, ante la precariedad que nos constituye y el peso de las circunstancias vitales e históricas que nos atraviesan. Sin embargo, paradójicamente, pueden resultar escenarios propicios para el surgimiento de discontinuidades y fisuras, en relación con las normas sociales y de género hasta el momento imperantes.

Normas y deseo de reconocimiento

Aclaremos que desde una perspectiva feminista posestructural, las normas de género no son lo mismo que una regla o que una ley, en términos de exterioridad al sujeto, sino que más bien se trata de una normatividad que opera en el marco de las prácticas sociales como principio normalizador. Como sabemos, Foucault fue principalmente el autor que dio el salto entre las concepciones del poder ajenas y exteriores al sujeto —en las que el poder le es impuesto desde afuera, subordinándolo, y al cual este se enfrenta— y una idea productiva del poder que sostiene nuestra constitución social, fundando una dependencia fundamental entre el poder y el sujeto, tanto en términos de sujeción como en términos de devenir sujetos (Foucault, 1992; Butler, 2001).

Por tanto, la norma es una forma de poder social que produce el campo inteligible de los sujetos delimitando el campo legible, reconocible, de las categorías sociales. En relación con esta cuestión, Butler se pregunta, ¿de qué manera el sometimiento del deseo exige e instituye el deseo por el sometimiento? Cuando las categorías sociales garantizan una existencia social reconocible y perdurable, la aceptación de estas categorías, aun si operan al servicio del sometimiento, suele ser preferible a la ausencia total de existencia social.

Así, el sexismo como dispositivo de poder otorga existencia social pero a la vez excluye alternativas de vida. Es un mecanismo reductor de posibilidades, que no sólo clasifica, sino que también asigna posiciones y construye jerarquías entre las categorías de “mujer” y “hombre”. En palabras de Izquierdo:

“… el sexismo es un modo de cierre social, una fijación de las posibilidades de vida —que de por sí están abiertas y son indeterminadas—, a patrones estables que, una vez establecidos, facilitan las predicciones. Su efecto es eliminar la incertidumbre, o al menos limitarla. El sexismo no es sino un criterio de clasificación que permite asignar posiciones sociales, anticipar conductas, identificar a las personas. Es primordialmente un acto de poder, un ejercicio de intereses”. (Izquierdo, 2001, p. 16)

Por tanto, las categorías sociales conllevan simultáneamente subordinación y existencia. Sin embargo, el poder requiere ser actualizado una y otra vez a través de los actos performativos (Butler 2001; 2002), lo cual da lugar a posibles resignificaciones, habilitando sentidos y recorridos vitales alternativos. De modo que la interpretación repetida de esas reglamentaciones, obedecerlas parcialmente o desobedecerlas, deshace el género, lo vuelve problemático, pone en evidencia su carácter contingente.

Partimos, así, de una concepción paradójica del poder, en la cual la norma aparece tanto para garantizar como para amenazar la supervivencia social (Butler, 2006). Es decir, asumir el poder en términos paradójicos implica una discontinuidad entre el poder entendido como subordinación y como potencia habilitante, produciéndose una inversión significativa entre un momento y otro (Butler, 2002). Incluso, “… el acto de apropiación del poder puede conllevar una modificación tal que el poder asumido o apropiado acabe actuando en contra del poder que hizo posible esa asunción” (Butler, 2001, p. 23).

Butler, incluso, distingue entre reconocimiento y reconocibilidad (2009; 2010) para dar cabida a la norma. Si el reconocimiento caracteriza un acto, una práctica o, incluso, un escenario entre sujetos, entonces la reconocibilidad define las condiciones más generales que preparan o modelan a un sujeto para el reconocimiento. Es decir, las convenciones y las normas generales hacen que un ser humano se convierta en un sujeto reconocible, aunque no sin falibilidad. Estas categorías, convenciones y normas que preparan o establecen a un sujeto para el reconocimiento, que inducen a un sujeto de este género, preceden y hacen posible el acto del reconocimiento propiamente dicho. En consecuencia, el otro es reconocido y confiere reconocimiento a través de un conjunto de normas que rigen la reconocibilidad, que se anticipan al encuentro propio del reconocimiento. De modo que hay un lenguaje que precede y enmarca el encuentro con el otro, en el que se insertan un conjunto de normas concernientes a lo que constituirá o no la reconocibilidad.

En el marco de escenarios sociales en crisis, la categoría de reconocibilidad refiere a aquellos anclajes sociales que hacen posible el acto del reconocimiento propiamente dicho y que justamente en contextos de debacle social corren seriamente el riesgo de desfondarse, y, por tanto, de dejar al sujeto a la deriva en términos del reconocimiento de sí como del reconocimiento mutuo. Cabe aclarar que, entre los soportes que sustentan (o atentan contra) la reconocibilidad y el reconocimiento, hay un paso intermedio de desmontaje subjetivo, según el cual los problemas del sistema patriarcal capitalista son transformados y desmontados políticamente como fracaso personal, culpa, miedo, vergüenza, depresión, etcétera, a través de un proceso de individualización (Beck, 2006). Las consecuencias de esta operatoria de privatización de las contradicciones del sistema capitalista, en el terreno de la subjetividad de las personas, genera que los sujetos se debatan entre sentimientos de impotencia/omnipotencia.

Sí mismo como otro

Emmanuel Levinas (2000) nos advierte que la filosofía occidental ha sido tradicionalmente una filosofía de la inmanencia y de la autonomía, centrada fundamentalmente en la estructura del hombre y en la comprensión del ser, dando la espalda a la consideración del Otro en términos de alteridad. Su propuesta teórica, en cambio, consiste en un Uno por encima del ser y del conocimiento que, sin embargo, no se disuelve en el otro ni en el anonimato. Se trata de un yo en movimiento hacia lo otro, con lo cual no regresa más a lo mismo. Por tanto, la alteridad no sólo es pensada en términos de otro distinto del yo, sino de un sujeto para quien la alteridad es constitutiva de su identidad.

Paul Ricoeur (1996), por su parte, se ha ocupado en especial de esta idea, distinguiendo la identidad en términos de mismidad e ipseidad —distinción que adquiere especial sentido en relación con las crisis sociales—. Este autor aborda su estudio de la condición humana como abierta tanto al acontecer en el mundo, como al curso del tiempo, acogiendo la alteridad de las múltiples voces que lo afirman. “Ya no se trata de un yo sustantivo, sino de un sí mismo en su calidad de receptor de alteridad, cruzado por la otredad del mundo y del prójimo” (Mena, 2006, p. 77).

La distinción que realiza Ricoeur entre las dos significaciones importantes del concepto de identidad, idem e ipse, se configuran alrededor del factor temporal, donde la crisis cobra sentido en el discurrir histórico imprevisto. En este sentido, la propia identidad, en el sentido de idem, se refiere a su permanencia en el tiempo, en oposición a lo diferente, en el sentido de cambiante, variable. Mientras que la identidad en el sentido ipse no implica un pretendido núcleo no cambiante de la personalidad, sino que sugiere más bien “… que la ipseidad del sí mismo implica la alteridad en un grado tan íntimo que no se puede pensar una sin la otra” (Ricoeur, 1996, p. xiv). En esta dirección, Ricoeur considera que, bajo la identidad-ipse, el sí no es nunca exactamente el mismo, en particular por el efecto del tiempo y del otro y, agregamos, del escenario social en el que se desenvuelve.

No cabe duda hasta aquí de la relevancia del papel que juega el factor tiempo —en términos de amenaza, de desemejanza, de separación, de diferencia —, en especial en procesos de cambio y desintegración social, tanto en el ámbito subjetivo como relacional. Para ello, Sennett (2000) rescata la interesante distinción del antropólogo Edmund Leach respecto a la experiencia del tiempo cambiante: en un caso, las cosas cambian, pero parecen tener una continuidad con lo que las ha precedido. Mientras que, en el otro caso, se produce una ruptura debida a actos que han alterado nuestra vida de manera irreversible, de tal modo que el presente se vuelve discontinuo del pasado, dificultando la posibilidad de darle un sentido a la propia experiencia a través del relato.

Esta última noción cambiante del tiempo nos permite pensar que la velocidad del cambio social y la irrupción de las crisis suelen ser más rápidas que la percepción y elaboración que los sujetos logran hacer de dicho cambio. Ante la experiencia del fracaso —como el gran tabú moderno—, el sujeto se refugia en el silencio del miedo y la vergüenza, lo cual impide una narración vital coherente. Sin embargo, “… la preservación de la voz activa es la única manera de hacer el fracaso soportable […] En este lenguaje, el alivio se parece a la resignación, y la resignación es una manera de reconocer el peso de la realidad objetiva” (Sennett, 2000, p. 141).

Alteridad, negación y reconocimiento

En torno a la figura de la alteridad, f mantiene un debate productivo con Jessica Benjamin, que considero interesante rescatar respecto al carácter relacional del reconocimiento. Por un lado, Benjamin (1996) parte de la presuposición que es posible el reconocimiento como condición bajo la cual el ser humano logra la comprensión psíquica de su propio yo y su aceptación, intersubjetivamente. Para esta autora, el reconocimiento es el proceso que se inicia cuando el sujeto y el otro entienden que se están reflejando a sí mismos mutuamente, no siendo este reflejo el resultado de la fusión del uno con el otro, ni una proyección que aniquila la alteridad del otro.

Siguiendo en cierta forma los pasos de Habermas, Benjamin concede gran importancia a la idea de que la comunicación misma se convierte tanto en el vehículo como en el ejemplo de reconocimiento. El reconocimiento tiene lugar a través de la comunicación, no sólo verbal, mediante la cual los sujetos son transformados en virtud de la práctica comunicativa en la que intervienen.

De acuerdo con Benjamin, la vida psíquica humana se caracteriza tanto por los deseos de omnipotencia como por los de contacto, vacilando entre relaciones con el otro en calidad de objeto, y el reconocimiento del otro como externo. Para ella, esa vacilación o tensión es lo que constituye la vida psíquica de una forma fundamental. Dar el paso entre concebir nuestras relaciones en términos objetales, a transformarlas en formas de reconocimiento del otro, depende de entablar una práctica comunicativa con la alteridad en la que el reconocimiento, en tanto proceso, también plantea el riesgo de la destrucción. Así, para Benjamin, el reconocimiento es, a la vez, la norma hacia la que tendemos invariablemente y la forma ideal que toma la comunicación cuando se convierte en un proceso transformador.

A pesar de que Benjamin argumenta que el reconocimiento puede conllevar destrucción, insiste en un ideal de reconocimiento a partir del cual este riesgo pueda ser revertido y superado. De algún modo, para esta autora —en sintonía con la noción de acción comunicativa habermasiana (Habermas, 1987)— la agresión rompe el proceso de reconocimiento, y tales rupturas, desde su punto de vista, son inevitables; de modo que su propuesta consiste en esforzarse para lograr el triunfo del reconocimiento por sobre la agresión. En consecuencia, para Benjamin la negatividad es un suceso ocasional y contingente que sobreviene al reconocimiento, pero que no lo define en ningún sentido. El reconocimiento auténtico es definido como la trascendencia de lo destructivo, en el marco de un encuentro dialógico a partir de la creación de un espacio intersubjetivo de mutuo entendimiento.

Frente a esta idea, Butler se pregunta si el espacio intersubjetivo queda alguna vez fuera del riesgo de la destrucción. Para ella, todas las negatividades y fuentes de destrucción no pueden ser completamente superadas, eliminadas o resueltas en la armoniosa música del diálogo. La destructividad continuamente se plantea como un riesgo, tratándose de un aspecto irresoluble de la vida psíquica humana. Incluso, Butler considera que el riesgo de destrucción es productivo, al punto que la destrucción puede tornarse en reconocimiento; es decir, que el reconocimiento puede volverse sobre los pasos de la destructividad.

Butler afirma:

“… enfrentémoslo. Los otros nos desintegran. Y si no fuera así, algo nos falta […] Uno no siempre permanece intacto. Puedo quererlo y lograrlo por un tiempo, pero a pesar de nuestros mejores esfuerzos, el tacto, el olor, el sentido, la perspectiva o la memoria del contacto del otro nos desintegran […] Como modo de relación, ni el género ni la sexualidad son precisamente algo que poseemos, sino más bien un modo de desposesión, un modo de ser para otro o a causa del otro […] necesitamos otro lenguaje para aproximarnos a la cuestión que nos interesa, un modo de pensar no sólo cómo nuestras relaciones nos constituyen sino también cómo somos desposeídos por ellas”.(Butler, 2009, p. 50)

Dicha noción de negación puede ser rastreada en Hegel, como aquello que sobrevive a la lucha a muerte (destrucción) entre el amo y el esclavo, y es entendida por dicho autor como la acción transformadora de un yo sostenido en el deseo, es decir, activo, negador, que transforma su ser en el devenir del tiempo. De este modo, entre los conceptos de negación y destrucción —entendidos en términos hegelianos—, Butler señala un salto cualitativo. Cuando uno reconoce la diferencia inexorable que lo separa del otro, y puede responder a ello sin agresión y sin destrucción omnipotente, entonces está reconociendo la diferencia como tal y comprendiendo esta característica distintiva del otro como una relación de “negación” (“no yo”), que no se resuelve mediante la destrucción. “La negación es la destrucción que ha sobrevivido” (Butler, 2006, p. 209).

Reconocer y ser reconocido por el otro

Con los elementos expuestos hasta el momento, podemos emprender el itinerario que nos plantea el concepto de reconocimiento, según la trayectoria que propone ; 2005) que va desde su uso en la voz activa —reconocer algo, objetos, personas, a sí mismo, a otro, el uno al otro—, hasta el uso en la voz pasiva —ser reconocido, pedir ser reconocido—, desembocando en el concepto de reconocimiento mutuo.

Si bien busca superar el concepto de reconocimiento en términos de conocimiento, el primer recorrido que Ricoeur hace es tomar como primera acepción filosófica el binomio identificar/distinguir. Reconocer algo como lo mismo, como idéntico a sí mismo y no como otro distinto de sí mismo, implica distinguirlo de cualquier otro. Por tanto, identificar y distinguir constituyen un binomio verbal indisociable. Para identificar es necesario distinguir, y se identifica distinguiendo. Este requisito no rige sólo la teoría del reconocimiento limitada al plano teórico; regirá también, con igual insistencia, todos los usos nacidos del cambio del reconocer al ser reconocido: la persona humillada aspira a ser distinguida e identificada.

En su recorrido, Ricoeur (2005) pasa del reconocimiento en términos de identificación de algo en general, al reconocimiento de sí mismo, lo cual indica que uno se define como sujeto, que sus acciones proceden de sí mismo y no de circunstancias o de presiones externas. Para ello, el autor rescata del mundo homérico la idea de responsabilidad en la acción, de justicia y de las motivaciones que conducen a los individuos a realizar actos que serán admirados y respetados. Estos personajes son también capaces de un reconocimiento que pasa por otro, pero que no se puede llamar mutuo, pues está centrado en un solo protagonista y limitado al rol que la tradición asigna a cada uno en el entorno del amo.

En este sentido, se orienta también la propuesta de Butler respecto a la noción de agencia, entendida en términos de responsabilidad en un campo discursivo de restricciones, que opera a la vez como un campo paradójico de posibilidades. La agencia, para Butler (1997), comienza justamente allí donde la soberanía termina, considerando la performatividad de género como una intervención comprometida en un proceso interminable de repetición y citación. Así, en términos discursivos, el hablante asume responsabilidad precisamente a través del carácter citacional del lenguaje. La responsabilidad está relacionada con el lenguaje en tanto repetición, y no con el lenguaje como origen.

Partiendo de las formas individuales de capacidades, Ricoeur tiende un puente hacia las formas sociales de capacidades —en términos de capabilities para Amartya Sen—,[1] marcando una transición entre el reconocimiento de sí y el reconocimiento mutuo. En este sentido, “… las capacidades en cuestión no sólo son atestadas por individuos, sino también reivindicadas por colectividades sometidas a la apreciación y a la aprobación públicas” (Ricoeur, 2005, p. 143).

Entre uno y otro momento, lo que varía son las modalidades de reconocimiento: mientras como veíamos, la atestación constituye el modo de reconocimiento de sí, lo que se pone en juego en el ámbito de las reivindicaciones sociales, por el “derecho a la capacidad de obrar”, es la justicia social. De este modo, Ricoeur ubica la cuestión del reconocimiento, tanto en el plano individual como colectivo, en el campo de las prácticas sociales —del poder de obrar, de la agencia—, asumiendo al sujeto como un agente de cambio, como protagonista social (Ricoeur, 2005).

Ricoeur asume las identidades colectivas en términos de reactualización y de reconstrucción de las representaciones colectivas que instauran el vínculo social. “Toda instauración es potencialmente de naturaleza reconstructiva, puesto que no permanece fijada en la repetición, sino que se revela, hasta cierto punto, innovadora” (Ricoeur, 2005, p. 149). Así, el autor vincula la capacidad colectiva de hacer la historia, en términos de obrar, con las formas de identidad y de representación social.

En esta etapa del pensamiento de Ricoeur, la atestación en el plano colectivo “… se ha hecho reivindicación, derecho a exigir, bajo la idea de justicia social” (Ricoeur, 2005, p. 155). Entendida como un criterio de justicia social, la idea de “derecho de capacidades” devela su faceta de conflictividad, en el marco de regímenes políticos competitivos, así como su dimensión de pluralidad, alteridad, mutualidad y reconocimiento mutuo.

El reconocimiento mutuo

Ricoeur (2005) recupera los “tres modelos de reconocimiento intersubjetivo” que Axel Honneth reconstruye a partir de los escritos de Hegel en Jena, colocados sucesivamente bajo la égida del amor, del derecho y de la estima social. A cada uno de estos modelos, Honneth le hace corresponder tres figuras de la negación del reconocimiento, capaces de proporcionar de modo negativo una motivación moral a las luchas sociales. Según Ricoeur, “… los tres modelos de reconocimiento proporcionan la estructura especulativa, mientras que los sentimientos negativos confieren a la lucha su cuerpo y su alma” (Ricoeur, 2005, p. 196).

El primer modelo plantea la lucha por el reconocimiento y el amor, abarcando las relaciones eróticas, de amistad o de familia que implican fuertes lazos afectivos entre un número restringido de personas. Se trata de un grado prejurídico de reconocimiento recíproco en el que los sujetos se confirman mutuamente en sus necesidades. ¿Cuál sería la forma de desprecio que correspondería a este primer modelo de reconocimiento? La idea normativa nacida del modelo de reconocimiento colocada bajo el signo del amor se identifica con la idea de aprobación. “La humillación, sentida como la retirada o el rechazo de esta aprobación, alcanza a cada uno en el plano prejurídico de su ‘estar-con’ otro. El individuo se siente como mirado desde arriba, por encima del hombro, incluso tenido por nada. Privado de aprobación, es como no existente” (Ricoeur, 2005, p. 200).

El segundo modelo plantea la lucha por el reconocimiento en el plano jurídico, lo cual traslada la dinámica conflictual del reconocimiento al plano de la esfera de los derechos entendidos no de modo particular, sino universal. El paso del primer al segundo modelo supone la abstracción de los conflictos propios de la esfera afectiva, para pasar a considerar la lucha por el reconocimiento en el plano jurídico, en términos de ampliación de la esfera de los derechos, en dos direcciones: por una parte, en el plano de la enumeración de los derechos subjetivos (civiles, políticos y sociales) definidos por su contenido; por otra, en el plano de la atribución de estos derechos a nuevas categorías de individuos o de grupos (Ricoeur, 2005). Por tanto, el reconocimiento en el sentido jurídico añade al reconocimiento de sí, en términos de capacidad, las nuevas capacidades fruto de la conjunción entre la validez universal de la norma y la singularidad de las personas.

En función de este reparto de los derechos civiles, políticos y sociales, la correspondiente adquisición de competencias en el plano personal presenta formas específicas de desprecio relativas a las exigencias que una persona puede esperar ver satisfechas por parte de la sociedad. Una cosa es la humillación relativa a la negación de derechos civiles, otra la frustración relativa a la ausencia de participación en la formación de la voluntad pública, y otra el sentimiento de exclusión, que nace de no poder acceder a los bienes elementales. En la forma de la negación de reconocimiento, la pérdida del respeto tiene modalidades afectivas diferentes.

Según Ricoeur:

“Los sentimientos negativos son resortes significativos de la lucha por el reconocimiento; la indignación constituye, en este aspecto, la estructura de transición entre el desprecio sentido en la emoción de la cólera y la voluntad de devenir un miembro del grupo en la lucha por el reconocimiento. El punto más sensible de la indignación concierne al contraste insoportable entre la atribución igualitaria de derechos y la distribución desigual de bienes en sociedades que parecen condenadas a pagar el progreso como productividad en todos los campos por un incremento sensible de las desigualdades. Pero la indignación puede desarmar tanto como movilizar”. (Ricoeur, 2005, p. 208)

Advirtamos que para Hegel, incluso, el hambre es una afirmación humana más allá de su yo biológico, un reconocimiento de sí a partir de tomar conciencia de un deseo, que en este caso es de supervivencia, y actuar en consecuencia. En palabras de Kojève, “En efecto, cuando el hombre experimenta un deseo, cuando tiene hambre, por ejemplo, quiere comer, y cuando toma conciencia de ello, adquiere necesariamente conciencia de sí. El deseo se revela siempre como mi deseo, y para revelar el deseo, hay que servirse de la palabra yo” (2006, p. 188).

Respecto al segundo aspecto referido a la extensión de la esfera de aplicación de derechos a un número cada vez mayor de individuos, según Ricoeur, aquí:

“… la experiencia negativa del desprecio toma la forma específica de sentimientos de exclusión, de alienación, de opresión, y la indignación que se deriva de estos sentimientos ha podido dar a las luchas sociales la forma de la guerra, ya se trate de revolución, de liberación o de guerra de descolonización. Para mí, el respeto de sí suscitado por las victorias obtenidas en esta lucha por la extensión geopolítica de los derechos subjetivos merece el nombre de dignidad y de orgullo”. (Ricoeur, 2005, p. 209)

El tercer modelo de reconocimiento mutuo se refiere a la estima social, como dimensión social de lo político, tomando como término de referencia el concepto hegeliano de “eticidad”. En este plano, la vida ética se muestra irreductible a los vínculos jurídicos. El concepto de estima social resume todas las modalidades del reconocimiento mutuo, que excede al simple reconocimiento de la igualdad de los derechos entre sujetos libres. La principal presuposición de este tercer modelo es la existencia de un horizonte de valores comunes a los sujetos, los cuales, bajo la estima mutua, miden la importancia de sus propias cualidades para la vida del otro en el marco de una comunidad de valores.

Frente a la idea de lucha por el reconocimiento mutuo de Honneth, Ricoeur plantea como alternativa la búsqueda de experiencias pacíficas de reconocimiento mutuo, fuera del orden jurídico y económico, a las que llama “estados de paz”, entendidos en el sentido de ágape, el cual expresa el sentido del don que no espera nada a cambio. En este recorrido, Ricoeur prefiere hablar en términos de mutualidad, más que de reciprocidad, fuera de las reglas de equivalencia que rigen las relaciones de justicia. Mientras la reciprocidad supone una lógica de circulación de bienes o valores de los que los actores no serían más que los vectores, la mutualidad se focaliza en el plano de las relaciones entre protagonistas del intercambio, donde lo que está en juego es el sentido del “entre”.

Ricoeur se pregunta, ¿cómo integrar en la mutualidad la disimetría originaria entre yo y el otro? Su postura incorpora la disimetría originaria a su planteo sobre el reconocimiento mutuo. Es justamente:

“… en el ‘entre’ de la expresión ‘entre protagonistas del intercambio’ donde se concentra la dialéctica de la disimetría entre yo y el otro y la mutualidad de sus relaciones. Y precisamente a la plena significación de este ‘entre’ contribuye la integración de la disimetría en la mutualidad dentro del intercambio de los dones”. (Ricoeur, 2005, p. 266)

La disimetría afirma, en primer lugar, el carácter irreemplazable de cada uno de los miembros del intercambio; uno no es el otro; se intercambian dones, pero no lugares. En segundo lugar, protege la mutualidad contra las trampas de la unión fusional, ya sea en el amor, la amistad o la fraternidad, preservando una justa distancia que integra el respeto a la intimidad (Ricoeur, 2005).

Finalmente, la gratitud constituye la última forma de reconocimiento expuesta en su obra, y que adquiere sentido en la dialéctica entre disimetría y mutualidad. El recibir, como lugar de gratitud, supone la unión entre el dar y el devolver; en el recibir, dice Ricoeur:

“… se afirma dos veces la disimetría entre el donante y el donatario; uno es el que da y otro es el que recibe; uno es el que recibe y otro es el que devuelve. Esta doble alteridad se preserva precisamente en el acto de recibir y en la gratitud que él suscita”. (Ricoeur, 2005, p. 266)

En conclusión, el reconocimiento mutuo, fuera de la lógica de reciprocidad, se expresa en la mutualidad, manifestándose a través de la gratitud. Y es, según Ricoeur, en el marco de la mutualidad donde la alteridad alcanza su culmen.

En torno a la vulnerabilidad y el reconocimiento

Coincidimos con Richard Rorty (1991) en considerar la vulnerabilidad humana como el único, o por lo menos el último, camino posible para llegar al reconocimiento mutuo, en el cual las diferencias y desigualdades sociales que nos distancian en torno a la construcción discursiva nosotros/ellos se desvanecen ante el único destino común que nos identifica a los seres humanos, que radica en nuestra precariedad compartida, tanto física como psíquica, y que nos enlaza necesariamente a un otro para subsistir, tanto en términos fisiológicos como sociales.

En palabras de Rorty:

“… la concepción que estoy presentando sustenta que existe un progreso moral, y que ese progreso se orienta en realidad en dirección de una mayor solidaridad humana. Pero no considera que esa solidaridad consista en el reconocimiento de un yo nuclear —la esencia humana— en todos los seres humanos. En lugar de eso, se la concibe como la capacidad de percibir cada vez con mayor claridad que las diferencias tradicionales (de tribu, de religión, de raza, de costumbres, y las demás de la misma especie) carecen de importancia cuando se las compara con las similitudes referentes al dolor y la humillación; se la concibe, pues, como la capacidad de considerar a personas muy diferentes de nosotros incluidas en la categoría de ‘nosotros’”. (Rorty, 1991, p. 210)

En una línea de pensamiento ciertamente coincidente, Martha Nussbaum (1996) recupera La Retórica de Aristóteles para rescatar la compasión/piedad[2] como una emoción dolorosa dirigida al infortunio o sufrimiento de otra persona, la cual se basa en tres cuestiones fundamentales que operan conjuntamente:

En primer lugar, la consideración y el reconocimiento de que el sufrimiento es algo serio, que por su envergadura afecta profundamente la vida del sujeto en cuestión, y por tanto no es algo trivial.

En segundo lugar, la compasión se basa en el principio de que el sufrimiento no es a causa del sujeto que lo padece, sino que hay una razón injusta que lo ocasiona. De acuerdo con la interpretación de Nussbaum, en la acción de “tener compasión por otro”, el sujeto acepta y reconoce cierta mirada sobre la realidad injusta y dolorosa del mundo, según la cual no todo lo que le sucede a los sujetos está bajo su control, y que incluso la precariedad constitutiva de los sujetos humanos los hace vulnerables al daño y al sufrimiento.

En tercer lugar, la compasión radica en la aseveración dramática de que las posibilidades del sujeto que sufre son, en última instancia, similares a mis propias posibilidades. La acción de experimentar compasión por un otro sufre un giro, “se da la vuelta”, y lleva al propio sujeto que la dispensa a aseverar que él mismo o los suyos pueden, incluso, ser víctimas de la misma adversidad. Según Nussbaum:

“El punto parece ser que el dolor del otro será objeto de mi concernimiento sólo si reconozco alguna especie de comunidad entre mí mismo y el otro, comprendiendo lo que sería para mí experimentar ese dolor. Sin ese sentido de comunidad […] se reacciona con sublime indiferencia o con curiosidad meramente intelectual, como un alien obtuso de otro mundo; y no importará qué se hace para incrementar o aliviar el sufrimiento”. (Nussbaum, 1996, p. 35, traducción propia)

En el terreno de las ciencias sociales, Robert Castel nos advierte sobre esto último en relación con la “nueva cuestión social”, la cual, si bien se plantea en los márgenes de la vida social, pone en cuestión al conjunto de la sociedad, a través de un efecto bumerán en virtud del cual los problemas planteados por las poblaciones que encallan en los bordes de una formación social retornan hacia el centro. Así, en lugar de hablar en términos de exclusión, el autor propone el concepto de desafiliación, con el propósito de enfatizar el desenlace de un proceso y así trazar un recorrido. Mientras la exclusión es inmóvil y designa estados de privación, la desafiliación para Castel permite captar los procesos que la generan. En sus palabras:

“… habrá que reinscribir los déficit en trayectorias, remitir a dinámicas más amplias, prestar atención a los puntos de inflexión generados por los estados límite. Buscar las relaciones entre la situación en la que se está y aquella de la que se viene, no autonomizar las situaciones extremas sino vincular lo que sucede en las periferias y lo que llega al centro”. (Castel, 1997, p. 17)

Es decir que, la importancia de atender analíticamente a la emoción de la compasión frente al sufrimiento radica en que permite reconocer el dolor del otro y conectar con el dolor propio, lo cual puede volverse una salida transformadora frente al miedo y la incertidumbre que afecta la totalidad del entramado social, en la medida que desvanece las desigualdades estructurales (de género, clase, raza, etcétera), en tanto se vuelve un camino de reconocimiento de la vulnerabilidad constitutiva de la especie humana. Apiadarnos del sufrimiento ajeno resulta una estrategia para impedir el ejercicio de la violencia. Aún más, en el reconocimiento de la vulnerabilidad que nos constituye y nos atraviesa radica lo que perdura en nosotros de humanidad.

La compasión, así, para Nussbaum, si bien está íntimamente relacionada a la justicia, no resulta suficiente, ya que se focaliza en la necesidad, en la falta, en el infortunio, pero no ofrece valores de libertad, de derechos o respeto a la dignidad humana. Es decir que, a pesar que la compasión efectivamente presupone que la persona no se merece aquello que padece, no implica que tenga derecho a hacer un reclamo justo. Es en este sentido que la compasión provee, al menos, de un puente esencial hacia la justicia.

Palabras finales

Para finalizar, la relevancia de la categoría de “reconocimiento social” radica en su poder para contener la destrucción. Admitir la propia vulnerabilidad, reconocerla, es un camino posible para reencontrarse consigo mismo y con los demás en términos novedosos y habilitantes. La relación con el otro es una llamada a la responsabilidad, entendida en términos de solidaridad hacia el otro; en la cual el reconocimiento puede volverse sobre los pasos de la destructividad (Butler, 2006).

Estamos constituidos políticamente en virtud de la precariedad social de nuestros cuerpos, de modo que la vulnerabilidad atraviesa y configura no sólo nuestro ser vital sino también político. Así, Butler le otorga a la precariedad humana un carácter político, en tanto somos interpelados en tanto seres sociales genéricos a responder ante la vulnerabilidad del otro, reconociendo en ella la precariedad propia y, en última instancia, la humanidad compartida.

Así, la compasión opera como contrapunto a la violencia, como salida transformadora frente al odio, el desprecio y el rencor. Se trata de un cambio en la lógica vincular donde la comunión se genera en el dolor, en tanto que conectar con el dolor propio, y reconocer el dolor del otro es un camino que permite construir un nosotros como especie (Rorty, 1991), a pesar de la precariedad y la contingencia de la conjunción en términos identitarios.

El enlace teórico y ético entre vulnerabilidad humana y reconocimiento radica, según Judith Butler, en que cuando dicha vulnerabilidad es reconocida, el reconocimiento tiene el poder de cambiar el sentido y la estructura de la vulnerabilidad misma. “Si la vulnerabilidad es una condición para la humanización y la humanización tiene lugar de diferentes formas a través de normas variables de reconocimiento, entonces la vulnerabilidad, si es que va a ser atribuida a cualquier sujeto humano, depende fundamentalmente de normas existentes de reconocimiento” (Butler, 2009, pp. 70-71).

Así, cuando decimos que todo niño es vulnerable, evidentemente es verdad; pero en parte es verdad porque precisamente nuestro enunciado es el que lleva a cabo dicho reconocimiento, lo que prueba que la vulnerabilidad se sostiene en el acto de reconocimiento. Realizamos el reconocimiento al afirmarlo. Es decir, que la vulnerabilidad adquiere otro sentido desde el momento en el cual se la reconoce, y el reconocimiento tiene el poder de reconstituir la vulnerabilidad. Así, nuestra afirmación es en sí misma una forma de reconocimiento, y manifiesta de este modo el poder constitutivo del discurso.

En última instancia, la propuesta de Butler consiste en movilizar y poner en escena la vulnerabilidad humana como práctica misma de resistencia política, en tanto existen formas radicalmente diferentes de distribución de la vulnerabilidad física de lo humano en el mundo, ya sea en términos de género, clase, etnias, etcétera (Butler, 2014). Algunas vidas estarán muy protegidas al amparo de vínculos amorosos y de reconocimiento mutuo, mientras que otras se verán desamparadas, incluso algunas ni siquiera serán merecedoras de ser lloradas (Butler, 2006; 2009; 2010).

Por tanto, el hambre, la falta de trabajo, etcétera, se significan en el marco de luchas colectivas contemporáneas de demanda de derechos y reconocimiento de ciudadanía, no sólo como luchas por la supervivencia, sino también como una demanda hacia el otro y hacia la sociedad en general de afirmación de la humanidad negada. En este sentido, en el marco de las luchas por la existencia física y social de los sujetos, lo que se debate es aquello de que la vida se convierta en vida, es decir, en una vida habitable, lo cual tiene una implicancia vincular, en términos de responsabilidad, así como colectiva, en términos necesariamente políticos.

Entonces, ¿qué significa, qué requiere, qué exige una vida habitable? Según Butler:

“Hay al menos dos sentidos de la vida: uno que se refiere a la forma mínima de vida biológica; y otro sentido, que interviene al principio, que establece las condiciones mínimas para una vida habitable en relación con la vida humana […] Vivir es vivir una vida de una forma política, en relación con el poder, en relación con los otros, en el acto de asumir la responsabilidad por un futuro colectivo. Pero asumir la responsabilidad sobre el futuro no implica conocer exactamente y de antemano la dirección que va a tomar este, ya que el futuro, especialmente el futuro con y para los otros, requiere estar abierto y aceptar el desconocimiento. Implica también que se pondrá en juego, y debería ponerse en juego, un cierto grado de pugna y de debate. Ambos deben ponerse en juego para que la política se convierta en democrática”. (Butler, 2006, pp. 319-320)

 

Referencias bibliográficas

 

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[1]       Ricoeur (2005) recupera así el concepto de Amartya Sen de capabilities, vinculado estrechamente al concepto de “derechos”, entendiendo la libertad en términos positivos. En este sentido, la libertad representa cuando una persona, teniendo en cuenta todas las cosas, es capaz o incapaz de realizar, permitiéndole llevar adelante la vida que escoja. De aquí, se desprende el concepto de Sen de “derecho a ciertas capacidades de obrar”, promovido por este autor como criterio para evaluar la justicia social. Esto ha llevado a Sen a pensar que el fenómeno del hambre se desencadena cuando no se garantiza la capacidad de obrar, en su forma mínima de capacidad para sobrevivir.

 

[2]       Cuando Nussbaum usa las palabras “piedad” y “compasión” está hablando de una misma emoción. Sin embargo, advierte que desde la era victoriana en adelante, el término “piedad” ha adquirido matices de condescendencia y superioridad hacia el que sufre, que en la filosofía clásica no tenía. De modo que propone adoptar el actual y más apropiado término “compasión” para referirse a asuntos contemporáneos.

 

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