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Dixit

versión impresa ISSN 1688-3497versión On-line ISSN 0797-3691

Dixit vol.36 no.1 Montevideo  2022  Epub 01-Jun-2022

https://doi.org/10.22235/d.v36i1.2790 

Artículo de investigación

¿Quién va a filmar la Historia? Artificio y heterocronía en El movimiento de Benjamín Naishtat

Who is going to film History? Artifice and heterochrony in Benjamin Naishtat's El movimiento

Quem vai filmar a história? Artifício e heterocronia em El Movimiento de Benjamín Naishtat

1 CONICET / Universidad Nacional de Córdoba, Argentina, jizivan@gmail.com


Resumen:

El movimiento (2015) de Benjamín Naishtat se inscribe en una constelación de películas argentinas y latinoamericanas recientes que aborda el pasado histórico, pero que lejos de basarse en una representación verosímil de la época, pone en crisis el carácter ilusionista de la narración clásica. Con el objetivo de pensar los vasos comunicantes que establece El movimiento con la Historia y el presente de Argentina, este artículo no solo contempla las construcciones discursivas, sino la superficie material de sus imágenes y sonidos. El filme de Naishtat, a través de una serie de operaciones formales que exacerban el artificio, compone un espacio abstracto y una temporalidad rota hecha de anacronismos. Se trata de un procedimiento de enrarecimiento: intenta trazar otro recorrido, otro territorio y otros ritmos del tiempo. Confronta la forma de un relato: las celebraciones del Bicentenario y las visiones objetivistas de cierto cine de época para cristalizar la historia argentina

Palabras clave: cine argentino; cine latinoamericano; artificio; heterocronía; espacialidad

Abstract:

El movimiento (2015) by Benjamín Naishtat is part of a constellation of recent Argentine and Latin American films that deal with the historical past, but far from being based on a plausible representation of the period, it puts the illusionist nature of the classical narrative in crisis. With the aim of thinking about the communicating vessels that El movimiento establishes with the history and present of Argentina, this article not only contemplates the discursive constructions, but especially the material surface of its images and sounds. Naishtat's film, through a series of formal operations that exacerbate artifice, composes an abstract space and a broken temporality made of anachronisms. It is a procedure of estrangement: it attempts to trace another path, another territory, and other rhythms of time. It confronts a narrative’s form: the celebrations of the Bicentennial and the objectivist visions of certain period cinema to crystallize Argentine history

Keywords: Argentine cinema; Latin American cinema; artifice; heterochrony; spaciality

Resumo:

El movimiento (2015), de Benjamín Naishtat, faz parte de uma constelação de filmes recentes argentinos e latino-americanos que abordam o passado histórico, mas longe de se basear em uma representação plausível da época, coloca em crise o caráter ilusionista da narração clássica. Com o objetivo de pensar os vasos comunicantes que El movimiento estabelece com a História e o presente da Argentina, este artigo contempla não apenas as construções discursivas, mas também a superfície material de suas imagens e sons. O filme de Naishtat, através de uma série de operações formais que exacerbam o artifício, compõe um espaço abstrato e uma temporalidade quebrada feita de anacronismos. É um procedimento de estranhamento: tenta traçar outra rota, outro território e outros ritmos de tempo. Confronta a forma de uma história: as comemorações do Bicentenário e as visões objetivistas do certo cinema de época para cristalizar a história argentina

Keywords: cinema argentino; cinema latino-americano; artifício; heterocronia; espacialidade

Movimientos del pasado: el cine argentino, la Historia y todo lo demás

El movimiento de Benjamín Naishtat apareció en el año 2015 bajo una nube de controversia: un filme de pretensiones políticas, con aparente anclaje en los desiertos rojos del rosismo dos siglos atrás, seguía la cruzada de unos caudillos arrastrados por su sed de poder y un pueblo aplastado por la sequía. Se trataba de una aproximación que rápidamente reactivó los debates acerca del cine argentino y lo político: si la representación de la película se resquebrajaba sobre el final, con los personajes hablando a cámara y lanzando la ficción más acá del pasado remoto, algunos críticos se preguntaron entonces de qué manera Naishtat estaba interpelando el presente -o si efectivamente lo estaba haciendo-. En parte, esos interrogantes se inscribían en una línea de reflexión reciente que buscaba problematizar el cine argentino después de su renovación a fines de los años noventa. Desde las sentencias de Nicolás Prividera (2014), que adjudicaba a las películas una gesta deshistoricista, hasta las lecturas de Roger Koza (2015), quien afirmaba que el kirchnerismo -la fuerza gobernante de aquel momento- había sido arrastrado a un “fuera de campo” de la ficción nacional, lo que se configuraba era una inquietud por cómo el cine permanecía disociado del presente.

En el caso de El movimiento, los aspectos llamativos -tanto su apertura a la dimensión política como su relectura de la historia argentina y la mirada más o menos ambigua sobre la coyuntura- se confirmaron prontamente como parte de una constelación, antes que como un incidente aislado. Mientras las ficciones ancladas en el presente se entregaban al borramiento de los indicios y marcas de época explícitas, otras películas encontraban una línea de fuga hacia el pasado: Jauja (2014) de Lisandro Alonso, Zama (2018) de Lucrecia Martel y el filme ya mencionado a cargo de Naishtat. Lo que distinguía a estas películas de otros viajes al pasado -como, por ejemplo, aquellos que retornaban a los tiempos de la dictadura: El secreto de sus ojos (2009) de Juan José Campanella, Infancia clandestina (2011) de Benjamín Ávila o Verdades verdaderas de Nicolás Gil Lavedra (2011)-, era que su aproximación formal rompía con las pretensiones de reconstrucción verosímil de la época, prendiendo fuego al manto ilusionista de la narración clásica. Quizás, como sugiere Jens Andermann (2018), estas películas parecían tomarnos de la mano, “no hacia, sino a través o incluso más allá de, la historia, a un tiempo y un espacio que ya no son Argentina”. Semejante afirmación exige contemplar los matices entre cada uno de estos filmes; es decir, pensar sus singularidades antes que imponer una síntesis analítica. Zama y Jauja son, después de todo, películas muy diferentes. Pero algo de la observación de Andermann entra en sintonía con un movimiento que no se restringe solo a las fronteras nacionales: hubo una emergencia de filmes latinoamericanos que volvió a interrogar el pasado fundacional, y que en muchos casos, como señala Fernanda Alarcón (en prensa), ensayaron una historia en llamas, sucia, impura, intervenida; un reconocimiento de que no contamos con todas las fuentes de los hechos acontecidos. Ese estremecimiento de las formas nos obliga necesariamente a repensar los modos de aproximación, lejos de encasillar las películas en categorías analíticas cerradas. Como dijera Hal Foster (2011) acerca de los encuentros entre el arte contemporáneo y lo real: se trata de considerar una vía alternativa, una formulación teórica y metodológica que no descanse en los lechos del realismo referencial ni del realismo del simulacro.

Parte de las discusiones que circundaban al estreno de El movimiento tenían como punto de tensión al kirchnerismo: el ciclo político que había iniciado en 2003 y estaba a punto de concluir con el mandato de Cristina Fernández de Kirchner aquel 2015. Un período que, al margen de las valoraciones que se pudieran tener, marcó distancia simbólica y material con la etapa neoliberal que le había antecedido: la recuperación del Estado como un espacio para incidir en la vida pública, la problematización del lugar del mercado en la economía y la sociedad, la construcción de figuras de liderazgo con llegada a las bases populares, la confrontación con algunos sectores concentrados de la economía como el campo y los medios de comunicación. Ante la ausencia de películas con referencias explícitas al kirchnerismo, muchos analistas se lanzaron a rastrear las tensiones políticas que habían definido esos años. Es el caso de Martín Iparraguirre (2019), quien piensa “cómo se refleja la opción política-antipolítica en el cine de ficción argentino” entre 2003 y 2015. Pero lo que quisiera proponer aquí es un enfoque que tuerza ese centro de atención: a partir de El movimiento, pensar sus vasos comunicantes con la Historia y el presente no solo por las construcciones discursivas -es decir, sin entender la película exclusivamente como un texto que ofrece significados para ser desmenuzados, al modo de una autopsia clínica-, sino contemplando también la superficie material, cuya poética pone en práctica una desorientación sobre la espacialidad y el tiempo. Las operaciones formales de Naishtat componen un espacio abstracto y una temporalidad rota hecha de anacronismos. Se trata de un procedimiento que no solo intenta discutir la historia nacional, sino otras poéticas y películas que le son contemporáneas. Y sus resultados ofrecen una forma estética que es tan compleja como contradictoria, pero es justamente ese carácter el que habilita la posibilidad de reflexionar desde un terreno más enriquecedor: en un punto medio, habitando la tensión entre la forma y la política, el cine y el mundo, la ficción y la historia argentina. Para esto abordaré el análisis desde tres aspectos: 1) la espacialidad; 2) la poética temporal y su relación con el cine folclórico-social y las biopics de próceres estrenadas durante el Bicentenario; 3) algunas consideraciones finales en torno a las figuraciones del pueblo.

Tierra… ¿en trance? Espacialidad abstracta bajo el prisma sombrío de Naishtat

“1835. Argentina. Anarquía. Peste”. Las palabras que se inscriben en la placa inicial de El movimiento fijan unas coordenadas prístinas para la ficción, de tal manera que cuando vemos el campamento del coronel -con sus seguidores instalados en medio del desierto estéril y vacío- ya tenemos una idea clara de dónde estamos parados. Y cuando un viejo es arrastrado de los pelos por los soldados, ya sabemos que hay una fisura; una lucha entre distintas fuerzas en pugna. “¿No serás un adepto a la bestia negra?”, le susurran con aliento a sangre en el oído, “la que hundió a la Nación en la oscuridad”. Y entonces le vuelan la cabeza con el soplido de un cañón. Demuestran que la violencia es la llave para abrirse paso por un territorio hostil: una carrera para ganar adeptos; un juego bélico para apropiarse de posesiones ajenas, para marcar a fuerza de navajazos los ideales propios.

Todo parece remitir al conflicto entre unitarios y federales durante la gobernación de Juan Manuel de Rosas, y es por esa ubicación más o menos transparente que gran parte de los críticos marcaron el contraste con la escena final, donde la temporalidad se vuelve difusa, casi brumosa, como una neblina nocturna. Tras la reunión que logra montar el Señor -un caudillo que lleva las riendas del movimiento-, sus asistentes comienzan a dirigirse explícitamente a la cámara. No solo establecen contacto visual, sino que le hablan. Declaran ante ella. Narran el encuentro como si respondieran a la pregunta: “¿qué sucedió en la reunión?”. El montaje entrecortado, que va intercalando el plano individual de cada campesino, teje un discurso complementario entre una voz y otra -virtualmente, una sola voz-. Hay una narración lógica, ordenada, donde la multiplicidad de voces y rostros se funden en un único sentido. “Ayer tuvimos en una reunión el discurso de un señor de la política”, dice un hombre. Y la mujer del plano siguiente agrega: “que quería cambiar el país”. Esta escena se comporta a la manera de un documental testimonial: cada personaje cumple el rol de entrevistado y la cámara asume el de testigo. Pero el quiebre de la escena termina de cimentarse más allá de los rostros, en la profundidad de campo. Detrás de las personas, la imagen esquelética de los árboles es sacudida con la aparición de una camioneta y una moto que atraviesan el desierto. El canto de los pájaros es devorado por los bocinazos ensordecedores. Se trata de una vuelta de tuerca a través de la cual Naishtat termina de mostrar todas sus cartas: la opacidad del artificio, la temporalidad enrarecida, la intención de fijar un sentido estático en torno a la figura del pueblo y sus dirigentes políticos.

Que el cierre lograra capturar la atención de los ojos analistas no resulta completamente sorprendente: es una escena compuesta con esa intención, como un golpe efectista, un cambio en el orden del registro visual que genera saltos, vislumbra una irrupción. Y además se subraya desde el sonido: una banda de cuerdas babilónicas, repetidas en loop y liberando una atmósfera grave, con efectos explosivos de fondo y un zumbido sombrío que entra en erupción durante el clímax. En cierta manera, la apertura y la coda del filme se asemejan a dos separadores tan distantes como diferentes: el último parece desmentir al primero, lo cancela o al menos lo problematiza ¿Era lo que vimos, después de todo, una disputa encerrada en el lejano siglo XIX? Pero lo que quisiera es recalibrar esa atención; quitar el peso de importancia que pretende el final -y que fue asumido así por la recepción- para pensar qué sucede en el resto de la película, en sus entrañas asediadas, separadas, enmarcadas por las escenas del inicio y del final. En ese sentido, asumiré la propuesta de Adrian Martin (2008) para invertir el orden usual del análisis:

A menudo pienso que la manera en que analizamos las películas va por el camino equivocado. Habitualmente comenzamos por el final de la película, como si se nos hubiera presentado así, y proyectamos hacia atrás, hasta el comienzo de todo lo que hemos llegado a saber acerca de los temas, los personajes, la forma, su trayectoria total. Una vez que empezamos a pensar o a hablar acerca de una película, lo más difícil de recapturar, cuando la criticamos, es la experiencia inicial de enfrentarse a ella bajo la bendita ignorancia, cuando no sabemos (la mayoría de las veces) nada de lo que ocurrirá (pp. 29-30).

Un enfoque semejante supone volver a las imágenes y sonidos: tomar la física de un filme como el punto de partida desde el cual emergen los análisis e interrogantes. Pero además implica considerar, como señala Denilson Lopes (2018), que los objetos, los espacios, la iluminación y la vestimenta pueden tener tanta centralidad como la composición dramática y narrativa. La pregunta, entonces, no se reduce a qué sentidos construye -¿y clausura?- aquel epílogo de El movimiento, sino que se abre a una ruta alternativa. ¿Hay algo de esa opacidad del artificio, acaso, que se manifiesta en la física del filme antes de la vuelta de tuerca? ¿Cuál es la experiencia -estética e histórica- que propone Naishtat? Figura 1

Figura 1:  Fotogramas de El movimiento (Naishtat, 2015

Existen varios aspectos de la materialidad estilizada de El movimiento que se destacan desde los primeros minutos: el blanco y negro de la imagen, el formato cuadrado -en 4:3- que reverbera hacia el pasado del cine, los primeros planos cerrados y enfocados casi exclusivamente en el rostro de los protagonistas. Esa última decisión adquiere un peso peculiar justo después de la escena inicial, cuando el filme comienza a transcurrir en medio de la noche. El Señor y sus seguidores, reunidos alrededor de una mesa para cenar junto a un campesino, parecen consumidos por una oscuridad espesa. La iluminación en la escena adelanta un método de registro constante: se extiende casi por completo sobre las personas, bañándolas en un aura fulgurante. Esa fuente de luz blanca permite apreciar por completo los detalles: las facciones de la piel curtida, las miradas de complicidad y horror que atraviesan la mesa, los movimientos tensos de los cuerpos a medida que avanza la velada y los comensales se entregan a la violencia. Pero el fondo, el espacio, por el contrario, se difumina. La luz no alcanza a tocarlos y, por lo tanto, se pierde la información; se borran los elementos descriptivos; desaparece la sensación de lugar físico. En tanto se exaltan las siluetas humanas, el entorno se vuelve casi imposible de dilucidar. ¿Dónde están esas criaturas de luz, que se ven como destellos flotando en un mar de oscuridad? A diferencia de una película como Jauja, donde el registro también era estetizado pero se componía sobre la materialidad de los paisajes patagónicos, el desierto pampeano de Naishtat atraviesa un filtro que desanda su apariencia concreta. Incluso en escenas posteriores, donde el Señor y su tropa atraviesan el llano, los juegos de luces y sombras siguen imponiendo su efecto, su forma particular de concebir la espacialidad. En un momento, el montaje genera cortes abruptos y muestra a cada uno de los hombres galopando por la noche, enfocándolos de frente y en medio de la nada. Lo único que llega a divisarse, además de sus cuerpos y el de sus caballos, son las siluetas grises y raídas de los árboles. Aunque esos detalles también adquieren una apariencia etérea: se mueven con los saltos del galope; pierden definición con el fuera de foco; quedan fragmentados por los encuadres cerrados. Es decir, asumen una forma abstracta, indeterminada, imprecisa. Figura 2

Figura 2:  Fotogramas de El movimiento (Naishtat, 2015

La larga travesía de El movimiento descubre en la nocturnidad el secreto para componer su concepción del espacio. Pero no se trata de un espacio que deba leerse simplemente en términos alegóricos -una dimensión que Naishtat deliberadamente habilita con los diálogos de sus personajes, quienes interpretan las disputas políticas como un duelo de luces y sombras, del bien y del mal-. Su otra dimensión -la primera y más elemental- es física: el espesor de la noche, su torbellino de confusión, su propensión al aturdimiento. Todos esos elementos se convierten en la materia prima del dispositivo para borrar las coordenadas de ubicación -las mismas que se definen con tanta precisión en la apertura de la película- hasta enterrarla y construir encima los cimientos de un espacio abstracto. Dicha abstracción conlleva un efecto desorientador, cuya estela se percibe incluso en los momentos en que el paisaje es iluminado débilmente. En otra de las escenas, por ejemplo, los planos se abren y dejan de encuadrar los rostros anquilosados de sus protagonistas, para mostrarlos en medio del desierto. Pero allí la iluminación también es selectiva: se enfoca en un punto preciso del plano -usualmente en el centro-, donde llegan a percibirse elementos descriptivos del espacio -como un campamento o una parcela de tierra-. Estos se encuentran rodeados por un halo de oscuridad, de tal manera que los hace ver perdidos en medio de la nada. Otra de las secuencias acontece en un río, mientras los hombres intentan cruzar al otro lado, abriéndose paso contra la corriente y la tormenta. Los planos enmarcan -casi encierran- a los cuerpos en el agua, prácticamente sin referencias del contexto, para superponerlos sobre las ondas que se forman y deforman en el torrente del río bravo. Cuando el horizonte llega a percibirse sutilmente, la amplitud del desierto -en su división tajante entre cielo y tierra- acentúa la sensación de vacío y soledad.

Cada una de estas decisiones plásticas tienen un correlato dramático y psicológico en la narración. Es decir, mientras la imagen se hunde en los vapores de la noche, el Señor cae en una espiral de perdición: sus planes de reunir nuevas voluntades fracasan, el futuro del movimiento se ensombrece, el sentido de ubicación en el territorio queda obnubilado. El caudillo y sus partidarios se pierden. Literalmente: se desorientan y no encuentran rumbo. “Tierra inmunda, tierra del demonio, tierra maldita”, gruñe el líder bajo la lluvia. Y entonces emergen dos elementos que se contrastan para componer esa fricción: el estado maniático del caudillo y la abstracción del espacio visual. Ambos acontecen como entidades desfasadas, de una sincronía imposible y rota. Lo cual sugiere, en primer lugar, que el caudillo no puede conquistar aquel territorio porque no lo comprende del todo. Y por eso es expulsado, por eso se confunde y se extravía. Pero, además, la desorientación tiene una implicancia que corresponde al orden de la temporalidad. El caudillo se pierde en el desierto lúgubre y se pierde en la Historia, como si al caer la noche se desbarrancaran su trayecto y su cabeza. Cuando finalmente escapa de esa burbuja pesadillesca, cuando llegan los primeros resplandores de la mañana -y la película llega a su última escena, la de la reunión- aparece del otro lado, en un espacio donde el pasado no está cerrado. La película adquiere cierta claridad al atravesar las sombras y descubre, después de todo, dónde estuvo siempre.

Arqueologías del tiempo: la anacronía y el drama social-folclórico

En su análisis de El movimiento, Agustín Durruty (2020) concibe a la película de Naishtat como “una revisión del cine folclórico-histórico bajo la óptica del cine arte actual”, lo cual arroja una observación justa, sobre la que sería oportuno abrir -y ahondar- el camino aún más. Podemos pensar cómo la revisión que pretende El movimiento desata una crisis en torno a las formas estéticas del ciclo social-folclórico, así como alrededor de las interpretaciones históricas -de la historia argentina, y también, de la Historia en tanto modo particular de contemplar nuestra relación con la temporalidad-. El drama social-folclórico, sistematizado de manera exhaustiva por Ana Laura Lusnich (2007), comprende un modelo de representación que se inspiró en las estructuras clásicas de Hollywood y cuyas narrativas encontraron su nervio en la biografía de próceres o de héroes populares y los relatos de ambientación histórica. Si bien su apogeo puede rastrearse en el período de consolidación de la industria cinematográfica argentina -entre los años 30 y 50, con filmes como Pampa bárbara (1945) de Hugo Fregonese y Lucas Demare o Prisioneros de la tierra (1939) de Mario Soffici-, también existieron breves revitalizaciones de la tradición. Ese es el caso de algunas películas filmadas a mediados de los 60 y principios de los 70, que recibieron influencia de los regímenes dictatoriales de Lannuse y Onganía y entre las cuales se destaca El santo de la espada (1970) de Leopoldo Torre Nilsson.

Si pensamos concretamente en los años de El movimiento, también existió una serie de películas que parecían reclamar por el legado del ciclo folclórico: Belgrano (2010) de Sebastián Pivotto, La revolución es un sueño eterno (2010) de Nemesio Juárez y Revolución: El cruce de los Andes (2010) de Leandro Ipiña. Sobre ellas, habría al menos dos observaciones que tienen implicancias directas para pensar el filme de Naishtat. La primera es señalada por distintos estudios académicos y críticos (Aguilar, 2016; Iparraguirre, 2015; Natanson, 2013; Prividera, 2014) que leen estos filmes como intentos del kirchnerismo por narrarse a sí mismo a través de la reinterpretación del pasado. En ese sentido, las películas -que retratan a los próceres Manuel Belgrano, Juan José Castelli y José de San Martín- recurren a distintos motivos que sintonizan con el discurso de los gobiernos kirchneristas entre 2003 y 2015: la figura del líder y su relación con el pueblo; la heroicidad trágica; los ideales de independencia nacional en hermandad con el resto de la región latinoamericana. La segunda observación se refiere al contexto en que son estrenadas las películas. Aquel año, la Argentina celebraba el Bicentenario de la Revolución de Mayo, por lo cual se vuelve aún más peculiar el tejido simbólico que trama el discurso del kirchnerismo con la memoria de los hechos del pasado y el objeto particular que vienen a encarnar los filmes del 2010. Una alineación por demás curiosa si se tiene en cuenta que los antecedentes del cine folclórico-histórico estuvieron marcados por producciones silentes que coincidieron con el Centenario y que se utilizaron como el móvil para “promover los valores del fervor patriótico y el amor a la tierra” (Lusnich, 2007, p. 28).

La peculiaridad que rodea a las películas del Bicentenario no queda restringida únicamente a ese marco histórico, sino que se expande desde allí hacia su forma. Semejante a la estructura transparente del cine folclórico inaugural, los filmes del 2010 utilizan una narración clásica, compuesta a partir de hechos narrativos causales, de conflictos dramáticos claros y personajes que expresan ideales nítidos. Se trata, por eso mismo, de relatos cerrados que construyen la historia -en minúscula y mayúscula- desde una óptica verosímil. Pretenden recrear la época y delinear una narración épica que se despliega sobre un espacio preciso y una temporalidad lineal y progresiva. Incluso si son historias biográficas, donde la figura del héroe patriótico introduce una investidura subjetiva que recubre el punto de vista, su paradoja es que construyen los hechos en clave objetiva. Pretenden una lectura total de la Historia, donde el pasado es efectivamente distante: un tiempo inerte, fosilizado, que ha sido conservado por la ficción como los taxidermistas embalsaman animales decrépitos. Hasta la espacialidad de los filmes constituye un contrapunto con las operaciones jugadas por el filme de Naishtat. En las biopics de los próceres, hay un registro naturalista que otorga un peso específico al vestuario -los vestidos de las mujeres en las fiestas, los chalecos de los soldados para ir a la guerra- y a las locaciones -las casonas y los palacios antiguos-. Todo esto fija icónicamente la apariencia del pasado. Se compone un espacio verosímil y una mirada objetiva de la temporalidad, que en conjunto producen un efecto de inmediatez: ese tiempo se nos presenta de manera directa. Posee la apariencia ilusoria de permanecer ahí: inmaculado, intacto, puro. Esto no es menor porque Naishtat dispara un ataque sistemático a aquella noción de inmediatez. Con su espacio abstracto y sus usos de la iluminación, exacerba el aspecto mediado del paisaje pampeano. Sacude cualquier idea de representación verosímil y realista. La película fuerza un distanciamiento con respecto a aquello que observamos en pantalla. Nos recuerda, siempre, la fuerza de voluntad que mueve la cámara, los cables y los faroles de luz; al punto que esos escenarios naturales son tratados con el mismo gesto controlador que ejercería un director sobre los sets de filmación. Aquí, en este espacio extrañado, en esta naturaleza devenida escenario teatral, los tiempos de la Historia se tornan igual de ambiguos, torcidos, desencajados: ¿es esto el siglo XIX, o el presente o ninguno, o quizás, todos en simultáneo?

La forma de temporalidad que busca componer El movimiento puede -y debe- pensarse más allá de este caso aislado, e insertarse en una línea de experimentación estética que no solo es común al cine del presente sino a gran parte del arte contemporáneo. En sus elaboraciones acerca de la altermodernidad, Nicolas Bourriaud (2009) se refiere a un momento del pensamiento humano en que la historia es concebida en términos de heterocronía. Es decir, una historia configurada por temporalidades múltiples, lanzadas en distintas direcciones que no pueden registrarse de forma sucesiva o lineal, y en función de las cuales el arte comienza a explorar el tiempo desde la desorientación. Pero esto supone, en términos historiográficos, la temida noción de anacronía de la que habían huido las corrientes positivistas y objetivistas del conocimiento. Didi-Huberman (2011) es tajante al discutir con aquellas perspectivas y abogar, Benjamin y Warburg mediante, por una mirada atenta que incorpore los elementos -las marcas, las huellas, los síntomas de patadas silenciosas- que desbordan al tiempo como una entidad hermética. Abrirse a la anacronía significa abrir la Historia, ponerla en movimiento por fuera de las lógicas estáticas y taxidermistas; lograr que el presente ya no pueda identificarse consigo mismo desde la transparencia, como algo perfectamente homogéneo y listo para el automatismo de la síntesis analítica. Por eso, las “grietas” en El movimiento no remiten únicamente al término repetido hasta el hartazgo en los últimos años para leer la polarización entre kirchnerismo y antikirchnerismo -una piedra que Naishtat parece recoger del suelo y lanzar un poco más lejos en el río, observando las figuras circulares que se repiten sobre el agua como un eco-. Son también las grietas del tiempo unívoco, secuencial, perfectamente delineado. Son las fisuras que Naishtat impone a navajazos, como los cortes abruptos de su montaje de primeros planos, fracturando la representación del pasado -y por defecto, del presente-. Su aproximación anacrónica sugiere que la polarización -o la “grieta”- y los chispazos de violencia entre oponentes políticos irrumpen como una sed de mal imposible de erradicar. La herida traumática de la fundación nacional que no se cierra. O, en términos benjaminianos: la forma de la “supervivencia” que irrumpe, como un haz de luz, y se muestra por una milésima de segundos en medio de la tormenta.

La referencia a Benjamin aquí no resulta gratuita, ya que su mirada particular sobre el tiempo permite entrever algunas de las formas en las que decanta el paisaje de El movimiento. El giro dialéctico para concebir la historia, reconciliando la preocupación del marxismo por el terreno de los hechos objetivos y la fuga del surrealismo hacia los sueños, supone advertir que los ritmos del tiempo también están marcados por el inconsciente. Existen elementos viejos que emergen a “destiempo”; una anacronía -semejante a los síntomas o a las represiones estudiadas por el psicoanálisis- que vienen a detener la dirección progresiva del tiempo histórico. Niegan su presunta linealidad y homogeneidad. En la película de Naishtat, ese pliegue entre sueño y despertar se juega en su propia forma. La espacialidad abstracta tiene que ver con el estado psicológico de su protagonista. Son el miedo y la ansiedad y el descontrol que lo invaden -a él, y en consonancia, a la imagen claroscura de la física cinematográfica-. La película queda teñida por un tono pesadillesco y un punto de vista que deforman el ilusionismo objetivo en pos de un artificio exacerbado, distante. Si ser contemporáneo exige tomar distancia para comprender la época, como sostuvo Agamben (2011), hay algo de aquella tarea que se vuelve arqueológica: escarbar para encontrar las piezas perdidas; las que fueron olvidadas y las que ya nadie puede ver, aunque las tenga frente a sus propios ojos. Y Naishtat, con su juego -literal- de luz y oscuridad, intenta andar un sendero semejante. Confronta la forma de un relato: las celebraciones de la historia oficial y las formas convencionales de cierto cine para cristalizar la historia argentina. Intenta trazar otro recorrido; otro territorio y otros ritmos del tiempo. Aunque las implicancias políticas de esta aproximación, con su modo particular de registrar a los líderes y sus pueblos, redoblan los interrogantes para leer críticamente la película. Figura 3

Figura 3: Fotogramas de El movimiento (Naishtat, 2015

Un doble movimiento: algunas consideraciones finales

La película de Naishtat resulta un objeto extraño -cuando no complicado- porque ensaya dos movimientos opuestos que se muerden la cola: practica una desorientación espacio-temporal y luego clausura sus halos de complejidad. El primero de los movimientos, como sostuve hasta acá, compone una poética que puede ser leída a partir de ciertas tensiones que recorren la cultura -cinematográfica y política- argentina. Aparece allí una oposición a los dramas de departamento sin referencias históricas explícitas -un intimismo de baja intensidad que ha dominado el cine independiente local en los últimos quince años, con directores como Ezequiel Acuña, Manuel Ferrari o Delfina Castagnino-. Y también hay una problematización de los discursos objetivistas de la historia en torno al kirchnerismo y al Bicentenario -monumentalizados en las películas sobre los próceres, cuya herencia puede rastrearse hasta los ciclos del cine social-folclórico-. La película de Naishtat explora, a partir de los juegos elásticos con la materialidad cinematográfica, una aproximación enrarecida al espacio y la temporalidad. Una experimentación que encuentra en la exacerbación del artificio su vía alternativa para sabotear la sensación de inmediatez propia del registro cinematográfico. Pero también, para menoscabar la interpretación transparente de la temporalidad.

No deja de resultar problemático cómo esa composición abstracta del espacio se traduce en una mirada abstracta de la historia argentina: propone abrir senderos laterales al mismo tiempo que deshistoriza; pretende complejizar nuestro recorrido mecánico por el desierto pampeano, al mismo tiempo que se rinde a los pies del reduccionismo. La manera en que Naishtat hace cuerpo la significación de “lo obvio”, siguiendo la noción de Roland Barthes (1986), puede percibirse en la construcción unidimensional de sus protagonistas. Los integrantes de los movimientos acompañan la puesta en escena con discursos que funden tradiciones políticas diferentes y hasta contrapuestas. Mezclan expresiones de unitarios y federales, palabras de Juan Domingo Perón e imposturas de la voz del radical Raúl Alfonsín; todo reunido en un mismo personaje. El movimiento echa un manto de duda sobre aquellas disputas políticas argentinas, pero en el camino reproduce una lógica dicotómica semejante a aquella que mira con recelo. Divide indisolublemente la arena entre políticos y pueblo, adjudicando a los primeros un acto de manipulación calculadora y a los segundos una fragilidad obsecuente que los victimiza. En el filme, los campesinos pampeanos son siempre presa fácil, como las víctimas anónimas e intercambiables en una película slasher: les quitan su ganado, les asesinan a sus familias, los exprimen para obtener beneficios; todo en nombre de un futuro promisorio que no llega y de un fantasma invocado para que se le tema al adversario político.

Es por esto que la escena final, con sus golpes efectistas, termina de cimentar esa imagen chata de los pueblos. Justo antes que el Señor pronuncie su discurso, Naishtat despliega un travelling manierista que recorre uno a uno los rostros de los campesinos que van a escucharlo. Hay una clara intención de retrato que se manifiesta en la centralidad otorgada a los primeros planos, en el detenimiento sobre cada rostro nuevo que aparece frente a cámara y en la posición frontal que asumen esas personas. Los actores se comportan como modelos, posando y estableciendo un contacto visual directo con el dispositivo de filmación. Por momentos, de hecho, algunos campesinos caminan desde el fondo hacia el frente del plano, en sincronía perfecta con el movimiento de la imagen. Se trata de una forma de retrato, en sí misma una manera de conservar las fisonomías -aquí, de cuerpos singulares enlazados visualmente como un cuerpo social e histórico-. Si fuéramos apresurados, se la podría pensar como un gesto de visibilización: el pueblo, castigado y aplastado, ocultado en la Historia -del país, y también, del cine argentino contemporáneo que no le hace lugar- finalmente pasa al frente. Pero Didi-Huberman (2014) puede recordarnos que la exposición de los pueblos no implica, necesariamente, su visibilización. La pregunta en el cine siempre es, no tanto si son filmados -si “aparecen”- sino cómo se los filma -la manera de “aparecer”-. Si el registro logra tensar los moldes del lugar común, hasta forzar su quebradura o si, por el contrario, reinscribe la figuración de los pueblos en el lugar hermético que ya les fue asignado. El movimiento posee el paradójico efecto de intentar componer un retrato reivindicador de aquel pueblo, de capturar la singularidad de cada rostro en su sufrimiento, y de subsumirlos al mismo tiempo a una postura pasiva. El líder sanguinario habla, ellos escuchan y luego dan su testimonio acatando las palabras. Solo una chica, la hija que intenta asesinar al Señor para vengar el asesinato de su padre, ofrece un efímero contrapunto. Pero es después de ese episodio que el resto de los campesinos, aun así, definen el acto como una fiesta. El montaje sincroniza sus testimonios en un discurso perfecto y unívoco, que logra justamente lo opuesto a un retrato colectivo de singularidades: cada rostro particular adquiere una cualidad uniforme. El final de la película lleva al frente, antes que la imagen liberada de un pueblo, la alegoría cerrada de un país. Allí la paradoja: Naishtat clausura la voluntad abierta de su poética temporal.

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Cómo citar: Zgaib, I. (2022). ¿Quién va a filmar la Historia? Artificio y heterocronía en El movimiento de Benjamín Naishtat. Dixit, 36(1), 17-28. https://doi.org/10.22235/d.v36i1.2790

Contribución de los autores: a) Concepción y diseño del trabajo; b) Adquisición de datos; c) Análisis e interpretación de datos; d) Redacción del manuscrito; e) revisión crítica del manuscrito. I. Z. ha contribuido en a, b, c, d, e.

Editor científico responsable: L. D.

1 Refiere al período encabezado por Juan Manuel de Rosas, mientras era gobernador de la Provincia de Buenos Aires. El político asumió en 1829 tras los procesos de independencia. La polarización entre federales y unitarios, quienes se disputaban el monopolio de Buenos Aires sobre el puerto y la aduana —estando los primeros a favor de romper con aquella hegemonía y abogar por la autonomía de las provincias—, se constituyó en el conflicto nodal luego de la crisis del orden colonial.

2El eje de estos debates puede rastrearse en un texto de Roger Koza (2015), donde valorizaba el filme por rehabilitar los vínculos del cine argentino con su presente. La crítica desencadenó una discusión en los comentarios del sitio, incluyendo las intervenciones de Nicolás Prividera —quien adjudicaba al filme una aproximación superficial a la Historia—. El estreno también fue acompañado con un debate integrado por diversos intelectuales como Javier Trimboli (2016), cuyos comentarios pueden leerse en Kilómetro 111.

3 Prividera (2014) observa en estos filmes una despreocupación doble: por la historia de las tradiciones en el cine argentino y por la Historia y la relación con el mundo más allá de la pantalla. Estas variables pueden encontrarse en los dramas intimistas centrados en clases acomodadas, usualmente anclados en una estética minimalista, y en un cine que huía de ese minimalismo a través de narraciones opulentas —como Historias extraordinarias (2008)—, pero que Prividera también considera políticamente vacías.

4 María Laura Lattanzi Vizzolini (2018) marca una diferencia con respecto al Nuevo Cine Argentino de los noventa: mientras esas películas parecían desplegar una mirada presentista, algunos filmes más recientes comienzan a interesarse por abordar explícitamente la historia argentina. Pero la investigadora insiste en que estas películas permiten ensayar un enfoque que no piense la relación entre cine e historia desde la idea de documento, sino desde la articulación de temporalidades diversas que ponen en crisis la representación histórica.

5Durante esos años aparece, también, otra serie de películas que buscan modular y expandir el artificio para aproximarse a los hechos del pasado reciente, ya no con la intención de reconstruirlos desde una forma naturalista, sino para expresarlos a través del trabajo atmosférico y textural: Eva no duerme (2015) de Pablo Agüero; La larga noche de Francisco Sanctis (2016) de Andrea Testa y Francisco Márquez; y Rojo (2018) de Benjamín Naishtat.

6Partiendo del análisis del arte creado a partir de los años sesenta, Foster sostiene que muchas de estas obras proponían nuevas exploraciones que no podían reducirse a la oposición dicotómica entre un realismo que remite a una porción del mundo y un realismo que remite a otras imágenes.

7Al respecto, Iparraguirre (2019) sostiene: “se trata de una dicotomía que sintetiza los conflictos que atravesaron de parte a parte los doce años de gobierno kirchnerista: la política de derechos humanos, el rol del Estado en la regulación de la economía y la vida cotidiana, los conflictos con los sectores concentrados de la economía, la ley del matrimonio igualitario, la ley de medios audiovisuales (...) expusieron antagonismos que implicaron nuevas formas de participación y de intervención en el campo social” (p. 4).

8Rosas gobierna con la idea de restaurar el orden perdido tras el golpe ejecutado por los unitarios en 1828. Los responsables de aquel episodio “se convirtieron en sinónimo de todo lo malo que podía esperarse de los enemigos del gobernador y del sistema federal. ‘Decembrista’, ‘logista’, ‘unitario’, ‘anarquista’, ‘impío’, comenzaron a convertirse en vocablos que identificaban a los destructores de la legalidad, los enemigos de la Federación” (Fradkin & Gelman, 2015, p. 206).

9Por física o materialidad me refiero al modo de organización sensible que establece una película a partir de sus imágenes y sonidos. Inscribo mis aproximaciones metodológicas, entonces, dentro de una línea de pensamiento emparentada a críticos como Gilberto Pérez (2019) y Roger Koza (2020), que toman la superficie de los filmes como su evidencia para el análisis.

10En relación con Jauja,Ángela Prysthon (2019) ahonda sobre la articulación entre paisaje y artificio a través de la noción de heterotopía.

11En una escena, un seguidor del Señor intenta cautivar nuevos adeptos utilizando aquella retórica que divide el bien y el mal: “ese señor nos va a alinear, nos va a llevar por otro camino. Nos va a llevar por el camino de la luz, porque ahora estamos en la oscuridad. En una oscuridad profunda. ¿O no estamos cansados de que nos secuestren las niñas? ¿no estamos cansados de la mentira? ¿de la traición ¿de la charlatanería?”.

12En ese sentido, cabe destacar que mientras El movimiento construye personajes y hechos ficticios, las películas del bicentenario se basan en figuras históricas que efectivamente existieron.

13Haciendo referencia a las películas dirigidas por Mario Gallo entre 1908 y 1915, Lusnich (2007) sostiene que estas “participaron en la formulación de una identidad y de una retórica cuyas bases se encontraban en el proyecto político y en el impulso expansionista que caracterizaron los años posteriores a 1850, luego de concentrarse la centralización del Estado” (p. 28).

Recibido: 13 de Enero de 2022; Revisado: 28 de Marzo de 2022; Aprobado: 24 de Abril de 2022

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