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Dixit

versión impresa ISSN 1688-3497versión On-line ISSN 0797-3691

Dixit  no.33 Montevideo dic. 2020  Epub 01-Dic-2020

https://doi.org/10.22235/d33.2380 

Reseñas

Reseñas bibliográficas

Book reviews

Julieta Keldjian Etchessarry1 
http://orcid.org/0000-0003-4945-0523

1Universidad Católica del Uruguay. jukeldji@ucu.edu.uy

Cultura y cinefilia. Historia del público de la Cinemateca Uruguaya. ,, de, Silveira, Germán; Rilla, José. ., Montevideo: :, Cinemateca Uruguaya, ,, 2019. ., 300 págsp. .


Una historia se hace con fechas y hechos, y aunque este no sea estrictamente un libro de historia, tiene en su centro una fecha: enero de 1975. A ese momento de la vida de Cinemateca Uruguaya, el autor lo llama el de su “consolidación institucional”. Dice Germán Silveira que, luego de algunas zozobras e incertidumbres, entre las que estuvo presente la idea de desensillar hasta que aclarase, a fines de 1974 Cinemateca Uruguaya resolvió iniciar una campaña para conseguir 600 afiliados. A diferencia de los cineclubes que habían estado en la fundación de la Cinemateca en 1952, no era esta una institución cuya actividad central fuese proyectar películas. La tarea de Cinemateca era conseguirlas y archivarlas para luego alquilarlas a los cineclubes que existían en Uruguay.

La desaparición de estos había quitado a Cinemateca uno de sus puntos de apoyo; aunque ya en los años 60 había incorporado funciones con filmes de su archivo, era necesario para la supervivencia operar como lo habían hecho desde sus comienzos Cine Universitario y Cine Club: con abonados mensuales. Pensar en este cambio de rumbo implicaba hacer crecer la modalidad de exhibición, no ajena pero no central en la vida de la institución. Si se hacía una campaña de afiliaciones debía pensarse en recompensar a las personas que se integraban, razonaba Manuel Martínez Carril, interrogado por el autor del libro (p. 158). El éxito de los dos empeños, conseguir la gente y ofrecerle una programación, cambiaría la vida de la institución, crearía eso que Silveira llama, con término que toma de uno de sus soportes teóricos, “comunidad de interpretación”.

Entre los muchos hechos relatados elegiré uno que no parece central pero que, en cortocircuito con la fecha, me permitirá vislumbrar un camino a recorrer. En marzo de 1975, y para cumplir con su nuevo objetivo, Cinemateca presentó un ciclo con las mejores películas de la historia del cine. En las antípodas de Aquí está su disco, no consultó a sus nuevos socios que, según se dice, desbordaron rápidamente la expectativa inicial. Apeló, como es clásico en estos casos, a la compulsa internacional entre entidades especializadas en cine y, a partir de ella, confeccionó la lista que quedó como emblemática de lo mejor que se podía ofrecer. Supongo que el lector atento no dejó pasar la expresión “no consultó a sus nuevos socios”. Es que en ese punto busco establecer la paradoja que me explique, de una forma aceptable, la historia que este libro contiene. Y para eso doy marcha atrás y voy, junto al libro, a los orígenes del cine y en particular del cine uruguayo.

De la triple posibilidad de ver cine, comentar cine y hacer cine ya se ha hablado muchas veces. En nuestro país se vio cine tempranamente y su difusión fue notable y creciente en la primera mitad del siglo XX: es común recurrir al año 1953 como el de la culminación de este proceso, que llevó ante las pantallas a 19 millones de espectadores. Respecto al comentario y la crítica de cine también se ha destacado el interés que despertó el nuevo medio y es ya tópico citar a Horacio Quiroga como pionero de la crítica cinematográfica (y de los cuentos de cine) hacia 1920. La cruza de estas dos actividades, ver y comentar, alentó la posibilidad no solo del cine comercial sino también del cineclubismo, que tuvo atisbos hacia 1930 pero su plenitud a fines de los años 40. La temprana revista Cine Actualidad desde 1936, las figuras mayores de José María Podestá y René Arturo Despouey, seguidas de cerca por los muy jóvenes Homero Alsina Thevenet, Hugo Alfaro, Hugo Rocha, Emir Rodríguez Monegal, ya constituyen lugares comunes de esta peripecia. La importancia que Marcha dio al cine en sus páginas, la preocupación oficial desde Cine Arte del Sodre (1944) y luego la fundación de Cine Club (1948) y Cine Universitario (1949) mostraron que el cine no solo era el entretenimiento presentado por la industria, sino también la capacidad de formación artística que el otro sesgo del fenómeno portaba. Respecto al tercer aspecto, hacer cine, también se ha escrito bastante y la continua refundación a lo largo de todo el siglo XX precipitó la repetida broma de estar viendo siempre “la primera película uruguaya”. No sé si los hechos ocurridos en la última década del siglo XX han permitido superar la larga fase pionera o si, a pesar de que la masa crítica creció sensiblemente en los últimos veinte años, seguimos esperando el milagro del génesis.

De todo esto habla el libro de Silveira y lo hace con acierto, con precisión, con amplitud. Pero lo más interesante, porque su objetivo así se lo imponía, era conseguir que los detalles de esa historia y su combinación adquirieran un sentido. Corrigiendo levemente lo que dijimos más arriba, este libro no es la historia de Cinemateca (que está hecha por Carlos María Domínguez en 24 ilusiones por segundo), sino la de su público y, en particular, la de aquel que asistió a las funciones de Cinemateca Uruguaya en los años de dictadura. Ahora bien, eso que sucede a partir de enero de 1975, y que Silveira ve bajo la categoría de “comunidad interpretativa”, no se explica si no es por los antecedentes de la propia institución y por los del desarrollo del cine como actividad social en el Uruguay del siglo XX.

Para la investigación, de índole cualitativa y no cuantitativa, Silveira realizó cincuenta entrevistas a treinta y cuatro socios de Cinemateca, espectadores en los años de dictadura, y a dieciséis personas con otro tipo de vínculos con la institución. Silveira realizó un hábil montaje de las respuestas para ordenarlas por asuntos e ir dando una secuencia de sentido. Así se descubre que la conducta de esa comunidad de espectadores estaba potencialmente contenida en los antecedentes de su formación cinematográfica y que lo que se analizaba era la confluencia de este modo cinéfilo de ver cine, con la ocasión en la cual la Cinemateca había catalizado esta actitud. Alrededor, no podía obviarse, estaba la circunstancia política en la que ese encuentro se producía: los años de dictadura.

Vistos los tres elementos de a uno, se podría decir que la potencial cinefilia del público uruguayo estuvo alimentada por la larga tradición de ver cine en las salas de barrio, de visitar el Centro para ir a las grandes salas, de integrarlo a la vida como parte de los “sueños cotidianos”. Junto a la potencia del medio creció el conocimiento exhaustivo de su producción que dio origen a esa crítica cinematográfica de la que tanto nos enorgullecemos. Los medios que atendieron al fenómeno y aquellos que se crearon para promoverlo estuvieron orientados a entender al cine no solo como pasatiempo, sino como un lenguaje con capacidad artística, si por esta entendemos aquella que acrecienta nuestros valores humanos. De allí la defensa del cine de autor y la resistencia a todo lo que perturbara esta capacidad del cine. Se explica pues que el libro de Silveira dedique una cuantas páginas a la lucha contra el doblaje que los críticos cinematográficos, en especial los del semanario Marcha, sostuvieron entre 1945 y 1947.

La intención de las distribuidoras de atraer al público con películas dobladas fue frenada por quienes aspiraban a que los espectadores recibiéramos la mejor versión de la película, esto es, la original.

Esta pulseada sostenida contra la industria fue educando un tipo de espectador. La crítica apostaba a la formación, a la educación, incluso con la incorrección política para nuestros días de hablar sin empacho ni remordimiento de un público distinguido y otro “inferior” o “gran público”; de allí el carácter orientador que asistió tanto a las páginas especializadas como a los cineclubes. La relación entre ambas cosas fue muy estrecha: parte de los que se prodigaban en el periodismo organizaron los cineclubes de los cuarenta. Y la observación atinada de un espectador, perfeccionado por una mirada especializada, hacía posible convertir algunas exageraciones en mitos, como la de que Ingmar Bergman fue descubierto en Uruguay.

A esa primera batalla contra el cine comercial, con el empeño por la formación de una cultura cinematográfica que consiguiera apreciar el cine de calidad, siguió otra pelea, más intestina, podría decirse, en la que fueron posiciones políticas las que se enfrentaron. Los festivales de cine organizados por el semanario Marcha a partir de 1957 fueron tomando año a año un perfil más militante. Los años sesenta radicalizaron las posturas; la presencia de Cuba y el antiimperialismo llevaron a algunos cineastas a mirar al cine como un instrumento revolucionario. En ese caldo de cultivo se formó la Cinemateca del Tercer Mundo. Se podría decir que Cinemateca Uruguaya no aceptó las premisas “guevaristas” de la Cinemateca del Tercer Mundo, fuertemente influida por la línea cubana y la opción de la lucha armada. El cine no se sustrajo de la polémica entre arte y revolución.

Frente a las posturas extremas que buscaban la relación estrecha entre cine y liberación, Cinemateca pareció jugar otra estrategia: por un lado, seguir pensando que la capacidad formadora del cine o de cualquier otra manifestación artística no cedía todo frente a la presión directa de los hechos políticos; y que, cuando las dictaduras asolaron la región, valía la pena permanecer, si era posible, buscando evitar los enfrentamientos inútiles con la represión. Esta actitud, a veces difícil de justificar y que le valió algún juicio contrario desde el campo de la izquierda, fue la que hizo posible ese enero de 1975. Cinemateca Uruguaya llegó a esa fecha tan afectada como otros por las crisis económica y política, pero con resguardos que le permitían seguir trabajando. Había evitado compromisos internacionales que podían ponerla en la mira de la clausura y mantenía con las embajadas de varios países, incluida la de Estados Unidos, relaciones de intercambio cultural. El cambio de rumbo que se produjo en 1975 tuvo la inteligencia de advertir en el público uruguayo de cine ese factor cinéfilo que entendía al cine como parte de su formación cultural y al que podía sumársele un sentido de resistencia frente a los desmantelamientos realizados por la dictadura. Esa forma de resistencia era sutil, tan interior como exterior. Por eso se dejaba guiar y orientar cuando, a la hora de ver las diez mejores películas de la historia del cine, estas se le imponían con un criterio de autoridad.

Comentemos al final el capítulo que cierra el libro, el más original sin dudas: allí Silveira acomete con mano maestra la tarea del montajista. Parcela las entrevistas para que sus partes se vayan integrando a los distintos aspectos que ha buscado y encontrado en sus conversaciones. Primero, la infancia y su nostalgia. Cinemateca puso a disposición del espectador una cantidad y variedad de películas que remitían, aunque imprecisamente, a la manera de ver cine en las largas matinés de las salas de barrio. Muchos de los entrevistados lo afirman: tenían la posibilidad de volver a desplegar ese largo y tal vez algo olvidado aprendizaje. Segundo, la asociación: para ver cine, para ver otro cine, el que no se veía en otro lado, para aprender de cine con todas las exigencias y recursos. Los socios recuerdan, por unanimidad, las hojas mimeografiadas con datos, explicación, comentarios de la película exhibida. También rescatan los programas, las revistas, las charlas, los cursos. Cantidad y calidad formaron una ecuación económica: economía del bolsillo e inversión en cultura fueron ofertas fundamentales de Cinemateca en esos años. Y sobre todo la creación de una mística, una forma de pertenecer, entre la secta y la multitud. Cinemateca proveyó a sus socios de esas largas colas, de ciclos de cine y exposiciones de plástica, de un lugar de encuentro. Y si -como se dice habitualmente- abonó una “cultura de la resistencia”, esta fue por cierto a los autoritarismos y al oscurantismo que impuso la dictadura, pero también a las malas condiciones que las salas imponían para ver todo el cine que importaba. Pudo parecerse a una ética, la de la austeridad, la de la vida sin lujos ni facilidades, la de un pobrismo que no estuvo lejos de ser bandera cultural.

Hoy vivimos otros tiempos y otra Cinemateca, creo. Restaurada la democracia todavía hubo espacio para nuevas confrontaciones: “menos Wajda y más Warhol” le reclamó al coordinador de la Cinemateca un grafiti de la anarca Brigada Tristan Tzara a fines de los 80. Si en épocas de resistencia Wajda era incómodo para la izquierda y para la derecha, ya no era suficiente para demostrar un verdadero espíritu libertario. No sería mala idea interrogar al público actual de Cinemateca (a aquel que, antes de la pandemia, asistía al nuevo complejo del Mercado Central) para saber qué hay en él de parecido a una comunidad interpretativa. Hoy, que podemos seguir viendo buen cine con precios aliviados y que lo hacemos con mayores comodidades: ¿queda algo de aquellas viejas virtudes, un resto de la mística corporativa? ¿Se puede seguir pensando que el cine enseña, que nos hace mejores, que es factor imprescindible de la educación no formal, que alienta la formación de un capital cultural? He ahí el motivo de una pequeña investigación para el futuro.

Germán Silveira (1972) es Licenciado en Comunicación Social por la Universidad Católica del Uruguay (UCU) y Doctor en Estudios Transculturales por la Universidad Jean Moulin Lyon 3 de Francia (2014). Se desempeña como docente de la Licenciatura de Gestión Cultural del Claeh y de la Maestría en Comunicación de la UCU.

Oscar Brando Universidad CLAEH, Uruguay obrandoaramuni@gmail.com

La conquista del espacio. Cine silente uruguayo (1915-1932), de Georgina Torello. Montevideo: Yaugurú, 2018. 275 págs.

En 2019, durante un curso que coordiné en la carrera de comunicación de la Universidad Católica del Uruguay sobre gestión e investigación documental, me llegó una antigua valija que había estado por años en un rincón de una casa que no era la suya (esos rincones donde se guardan recuerdos, o las cosas que no nos animamos a desechar pero que visitamos muy escasamente). Del propietario de la valija apenas teníamos el nombre, y no existía un vínculo familiar con la persona que la había custodiado durante todos estos años. La valija contenía unas mil diapositivas, un proyector, cartas, guías de viaje, folletos y mapas.

La intriga fue tan seductora que me llevó a proponer la valija como objeto de un proyecto de investigación con los estudiantes, con la intención de recuperar al personaje detrás de esos restos materiales. Nos preguntamos si efectivamente habría recorrido todos esos lugares que aparecían en las fotografías, los mapas con inscripciones manuscritas, las cartas, y el porqué de esa valija olvidada por más de treinta años.

Durante el proceso de investigación, localizamos a los familiares de nuestro personaje: sus nietos y bisnietos. Ellos no sabían de la existencia de la valija. En ella aparecen fotos de la infancia, de sus padres muy jóvenes, la antigua casa familiar, documentos del bisabuelo, el carné de membresía a un club de corredores de seguros, un diploma obtenido durante su breve estancia en Buenos Aires, a mitad de camino entre una Europa en guerra y el establecimiento definitivo en Montevideo, y cosas por el estilo.

Les invito a meternos en la escena. ¿Y si nos tocara a nosotros recibir una valija similar a esta con recuerdos de nuestros bisabuelos? ¿Qué sensaciones probaríamos? ¿Qué olores recuperaríamos? ¿Cuántos empapelados, sonidos, manteles estampados, figuritas de porcelana y rincones misteriosos vendrían a nuestra mente? ¿Qué nos diría hoy esa valija acerca de cómo somos, dónde estamos parados y por qué sentimos lo que sentimos?

Ensayemos un segundo movimiento: la valija está llena de películas. No sabíamos de su existencia más que por algún comentario o anécdota entreverada. Lógicamente, no podemos entender el valor de estas películas, pues no se explican solas. De ellas nos llegan fragmentos, piezas sueltas, pistas a las que hay que poner contexto.

Así, como una valija de familia, nos ha llegado el cine de los primeros tiempos. Y a recomponer el sentido y significación de tal herencia se ha dedicado la tenaz y rigurosa investigación que Georgina Torello presenta en La conquista del espacio. Cine silente uruguayo (1915-1932). “La asombrosa fecundidad de un cine todavía por descubrir” inspira el trabajo que, desde la contratapa, contradice la opinión tan difundida de que el Uruguay es un país sin cine. Este libro se propone como prueba de la fertilidad académica del cine uruguayo como objeto de estudio.

La investigación se enmarca en un movimiento más amplio que el cine global atraviesa desde hace tres décadas: la recuperación de los orígenes. Y como se sabe, la pregunta por los orígenes está ligada a la pregunta sobre el ser. Quiénes somos, inevitablemente nos lleva a preguntarnos de dónde venimos. Y también se sabe -aunque a menudo se olvide- que estas preguntas nos asaltan en épocas de crisis o transiciones.

Varias razones explican esta preocupación ontológica, pero mencionaré algunas con la finalidad de señalar la importancia de este trabajo de investigación. Primero: la velocidad y voracidad con la que nos relacionamos con las imágenes en la actualidad. Estas imágenes, omnipresentes, nos acorralan -sin que lo experimentemos de este modo- pero la vida cotidiana está inexorablemente mediada por las imágenes que, a partir de su naturaleza digital, son efímeras, incorpóreas, fugaces, “prefiguración del puro fantasma”. Por eso, quizás, la urgencia de volver a buscar en la valija la pervivencia de la imagen del pasado, materializada en un soporte, aparentemente, más estable que el digital. Ese pasado está “cristalizado en nitrato”, como señala Torello en una preciosa figura retórica que nos acerca a la materialidad de la imagen compuesta por cristales de plata metálica, suspendidos en la emulsión cinematográfica sobre una base de nitrato de celulosa, y que ha podido retener el contenido de esa imagen del fotograma por al menos cien años.

Y en esa imagen del pasado, Torello encuentra la representación del territorio como una de las ideas fundantes de nuestro cine. Por “representación del territorio” se refiere a “mostración del paisaje nacional por las ficciones y documentales, y también por los discursos que acompañaron dichas obras, que les dieron marco, que dirigieron la mirada del espectador” (p.15). Entiende el espacio como un lugar de prácticas sociales e institucionales, pero fundamentalmente como construcción visual y textual, como artefacto. Un artefacto de auto-representación.

El marco teórico que cimienta esta investigación parte de la propuesta productiva de Henri Lefevre, es decir, de la representación del espacio como proceso de construcción, cuyos resultados (secuencias y fotografías) serían artefactos. De W. J. T. Mitchell proviene el estudio de las tensiones derivadas de las dinámicas de poder, que se ponen en juego en esa construcción espacial y “sus derivaciones colonialistas y posibilidades resistentes” (p.19). Entiende, junto a Erik Barnouw y Tom Gunning, que las estrategias de “conquista del espacio nacional” son procesos económicos y geopolíticos que entrelazan lo local con lo global. A partir de las imágenes disponibles, la investigación de Torello se ocupará de entender, junto con Michael de Certeau, las inscripciones corporales que recorren el paisaje-fotograma. Estos procesos de producción, tensión y escritura, devenidos en formas cartográficas (advertidas por Teresa de Castro como un “impulso por el mapeo”) rezuman en “paneos, panorámicas, vistas aéreas, que permiten diferentes grados de representación y apropiación del espacio” (p.19).

El capítulo primero da inicio a la construcción en un territorio político, el del Uruguay moderno. Las películas Transmisión del mando presidencial y gran mitin pro Batlle-Viera (1915) y La visita de Lauro Müller (1915) aportan la delimitación material y simbólica del territorio sobre el que se construirá el proyecto nacionalista. Artigas (1915) proporciona el personaje principal. La reconstrucción icónica del héroe nacional en el cine se coloca en el centro de las discusiones en torno a la representación patriótica. El proyecto, de haberse culminado, habría inaugurado la historia del cine de ficción uruguayo de manera patriótica. Pero a pesar de la invisibilidad de este y otros proyectos de los que solo pueden rastrearse a través de los discursos de la prensa y los folletos, la autora encuentra “marcas (…) de cierta victoria”. Porque Torello no analiza exclusivamente las películas o los proyectos inconclusos de películas. Su enfoque entiende al cine como una cultura material, de la que las películas (las obras) son solo un aspecto visible y, en ocasiones, invisibles por su falta de preservación. Esta cultura material está atravesada por prácticas, dispositivos, textos y discursos. Y este es un enfoque renovador en la literatura sobre el cine de nuestro país.

En este sentido, el segundo capítulo es más que ejemplar. La dedicada investigación sobre el uso de la linterna mágica y la circulación cinematográfica, con la instalación del mercado de consumo doméstico o familiar a partir del desembarco de las empresas cinematográficas globales a nuestro medio, la cobertura de cámaras y proyectores, nos hablan de la conquista del espacio nacional audiovisual como parte de los procesos económicos y geopolíticos propios, regionales, en sintonía -y no necesariamente como réplica- de los procesos globales.

El capítulo tercero amplía la perspectiva de la modernidad política hacia el proyecto de una sociedad cosmopolita, impulsado por una élite social que percibe el espacio simultáneamente como nacional y foráneo (los no lugares de las clases altas internacionales). Se concentra en el análisis de las películas Pervanche (1920, perdida), Una niña parisiense en Montevideo (1924, perdida) y Del pingo al volante (1929, recuperada). Por ejemplo, en Pervanche, la acción sucede en Francia. Este cine temprano, para Torello, es un cine que se confunde con el amateur, ya que toma algunas de las representaciones típicas de las actualidades y retrata la ciudad, en tanto “representación fidedigna de la modernidad” (p.143), en tono descriptivo y observacional. Lo nacional y lo extranjero, el campo y la ciudad, aparecen en la pantalla diferenciados y unidos a través de un gesto que es pura apropiación.

El capítulo cuarto se ocupa de la movilidad de los márgenes hacia el centro del espacio, ocupado por una “elite, dueña y señora de los medios para reproducir su reflejo en la pantalla, (que) debió compartir el espacio simbólico y la tela blanca con las demás clases” (p.180). Es el caso del boxeador Ángel Rodríguez (estrella del deporte con aspiraciones cinematográficas) en Puños y nobleza (1921), un proyecto inconcluso casi desconocido, y de Almas de la costa (1924), que presenta “una imagen mediada, construida, del marginado” (p.180). Cierra el capítulo, y todo el período silente, el drama El pequeño héroe del Arroyo del Oro (1932) sobre la conocida historia protagonizada por el héroe-niño Dionisio Díaz.

El trabajo de investigación de varios años se resume en estos casos de estudio, que concentran el análisis de las formas que asume la autorrepresentación en el cine nacional, poderosas respuestas a la pregunta ontológica.

Como se mencionó antes, los cuestionamientos sobre el ser y el origen suelen aparecer en períodos de crisis. Sobre los años setenta, los estudios del cine como disciplina, más próxima en ese entonces a la historia del cine, atravesaron una profunda transición, de la que participaron también los archivos cinematográficos. La luz pudo a verse sobre finales de la década, en el congreso Federación Internacional de Archivos Fílmicos celebrado en Brighton (1978), al que un grupo de académicos fue invitado a ver y discutir cientos de películas de los primeros años del cine. Este comienzo es reconocido por muchos como el inicio de una nueva relación entre los archivos de cine y la academia. Un hito fundacional que inspiró a toda una generación de historiadores e investigadores, que se acercaron de forma renovada a la investigación en el campo del cine. El congreso de Brighton ayudó a que los archivos cinematográficos abrieran sus bóvedas a los investigadores y sus ecos llegaron hasta nuestras latitudes.

Como todas las transformaciones culturales, los cambios necesitan tiempo, por lo que en Uruguay se procesaron con algunas décadas de retraso. La investigación de Torello no sería posible si los archivos no se hubieran abierto a la presencia de investigadores en sus bóvedas, y los investigadores no se hubieran visto forzados a abandonar las bibliotecas para meter “las manos en la lata” (la significación literal de la expresión la vuelve obligada para este caso, a la vez que dispensa su vulgaridad).

Esta apertura es apenas un aspecto más del movimiento que están experimentando los archivos en Uruguay hacia la ansiada renovación. Se manifiesta en el acercamiento a (y de) la academia, como recién se ha mencionado, pero principalmente, al público. La transformación de la cartelera local a partir de la oferta de programación que proponen los dos archivos nacionales -la Cinemateca y el Archivo Nacional de la Imagen y la Palabra- son muestra de ello.

En relación con el libro objeto de esta reseña, es imposible no referir al trabajo que conlleva “meter las manos en la lata”. Como da cuenta perfectamente esta investigación, se trata de un trabajo arqueológico-textual, que implica evaluar cada huella, cada resto, cada documento hemerográfico, miles de catálogos de mano, ferias y anticuarios, fotografías, recortes, y ponerlos en relación con el texto fílmico analizado. También implica algo que parece obvio, pero que en el cine primitivo es extremadamente costoso y complejo: ver la película. El trabajo de la investigadora, que imaginamos individual y solitario, necesita ponerse en relación con el de otros investigadores y técnicos, de los que depende para que su investigación pueda concretarse. Torello tuvo que trabajar codo a codo con los archivistas de las instituciones donde se alojan las películas y la documentación, así como con los especialistas que hicieron posible la digitalización de las imágenes. Y la mención se justifica en el reconocimiento de que esta investigación no habría sido posible un par de años atrás, ya sea porque estos espacios no existían o porque no tenían la capacidad de recibir a los investigadores. En concreto, me refiero al Laboratorio de Preservación Audiovisual del Archivo General de la Universidad de la República, donde se realizó la digitalización de una de las obras analizadas. Pero también resultaron fundamentales el Centro de Investigación, Documentación y Difusión de las Artes escénicas del Teatro Solís, el Archivo y Centro de Documentación de la Cinemateca Uruguaya y el Archivo Nacional de la Imagen y la Palabra (SODRE), así como el Archivo Dina Pintos de la Universidad Católica del Uruguay. El compromiso y rigor de la investigación llevaron a la autora a consultar también repositorios internacionales: archivos en Argentina y, un poco más alejados y de costoso acceso, el EYE Filmmuseum en Ámsterdam y el Imperial War Museum en Inglaterra. Como se ve, el análisis de cada película tiene detrás miles de documentos, kilómetros recorridos para acceder a información nueva, horas de lectura inerte para llegar a cada valioso dato recogido en este libro.

Como los itinerarios que evocan los personajes que transitan las pantallas-territorio, el libro ofrece distintos trayectos. Uno está articulado por la historiografía y el análisis, en un armonioso equilibrio que permite a los paseantes recrearse en el paisaje. Otro, a través del detallado y exhaustivo recorrido de las generosas notas al pie, que ofrecen los recursos metodológicos y el marco de referencias bibliográficas que la autora utilizó en la investigación, de inestimable valor para un campo de estudios en ciernes, como lo es el cine uruguayo.

Así este libro es riguroso y a la vez creativo, cargado de información, pero de escritura amable y sugerente. A través de la lectura, es posible ver las películas, olerlas, hasta sentir el sonido del proyector. Más aún, la descripción y análisis de los proyectos cinematográficos inconclusos abre la puerta a imaginar aquellas películas. Como los espacios que conquista y construye el cine, este libro es pura elegancia.

La investigación de Torello nos deja frente a una responsabilidad que tenemos afrontar como sociedad, y que va más allá del cine, pues tiene que ver con nuestra identidad, como intenté reflexionar desde el principio con el ejemplo de la valija. En su conjunto, la investigación da cuenta de un pasado cinematográfico denso y rico. El libro contiene una filmografía compuesta por 159 títulos, que son solo un fragmento de lo hecho, como aclara Torello. La producción debería ser mayor, no solo por lo que se perdió, sino porque a la fecha no se ha realizado un detalle exhaustivo del archivo fílmico nacional. Existe un plan de trabajo promovido por las instituciones que custodian patrimonio audiovisual que cuenta con escasísimos recursos para su funcionamiento. Este plan incluye la digitalización de las películas que se conservan en la bóveda de nitratos (única en el país) en las instalaciones del archivo fílmico de la Cinemateca Uruguaya, ubicado a las afueras de Montevideo. La Cinemateca ha cargado todos estos años con la responsabilidad y los recursos de guardar para nosotros esta valija. Pero el costo en materiales, recursos humanos y en infraestructura para cumplir adecuadamente la tarea excede sus posibilidades. La fragilidad de estos materiales demanda una fuerte inversión para reestructurar las condiciones de guarda, que no debe recaer exclusivamente sobre una organización que se sustenta con la contribución de sus socios. La relocalización, por razones de seguridad de las películas (pero antes, de las personas que trabajan y viven en ese entorno), es algo que tenemos que atender con urgencia.

Ahora que confirmamos que se nos ha legado una valija con la memoria de nuestros bisabuelos y que, gracias a esta investigación, sabemos que venimos de un pasado rico en representaciones y con entramado simbólico fecundo y variado, ¿cómo podremos permanecer indiferentes?

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