Introducción
En la sociedad actual, las organizaciones están en la mira de la opinión pública. Su supervivencia y su éxito depende de la reputación que logran construir. Esa reputación se cimenta en el cumplimiento de las normas que las regulan y en el desarrollo de sus actividades de acuerdo a los valores que proclaman. Los integrantes de cada organización, sus empleados, con sus acciones y sus dichos, son quienes pueden construir o destruir su reputación. Figura 1
Ninguna organización está libre de actos inapropiados, inmorales o ilegales (wrongdoing o misconduct, en la terminología anglosajona) realizados por sus integrantes; desde actos incorrectos sin intencionalidad, como cometer algún error, hasta actos realizados con la intención de obtener algún beneficio. Corrupción, fraude, daño ambiental, acoso sexual y acoso psicológico (mobbing) son algunos de los actos ilícitos e inmorales a los que están expuestas todas las organizaciones. Lo que pueden hacer al respecto es analizar los riesgos que enfrentan si estos actos suceden, establecer mecanismos de control para evitar que sucedan y definir las sanciones o medidas a tomar una vez que han sucedido.
Luego de la Segunda Guerra Mundial comenzaron a aparecer iniciativas empresariales y reflexiones académicas vinculadas al impacto de las empresas en su entorno y a las implicancias éticas de ese impacto. Esto dio pie a la formación de un campo específico de la ética aplicada: la ética empresarial. La literatura académica sobre este campo alcanza una primera oleada de popularidad en los años 70, cuando aparece abundante literatura con los conceptos de responsabilidad social empresaria (RSE) o responsabilidad social corporativa (RSC), así como el término compliance -que en español se podría llamar cumplimiento-, que se refiere al respeto de las normas legales, regulaciones de la industria y preceptos éticos de la organización (De George, 1990).
El inicio del nuevo milenio quedó marcado por la globalización absoluta de la economía, establecida en décadas anteriores, por grandes escándalos empresariales como el de Enron y por el Pacto Mundial de la ONU (United Nations Global Compact, s. f.), que implicaba al sector empresarial en el logro de objetivos ambientales y sociales. Todos estos hitos establecieron definitivamente un lugar estratégico para las políticas y acciones de RSE y compliance, al tiempo que las legislaciones nacionales e internacionales generaban incentivos para que estas políticas se desarrollasen a nivel local y global. Por ejemplo, fue de gran impacto la legislación de 1977 que sancionaba las prácticas corruptas de empresas estadounidenses en países extranjeros, así como otras iniciativas que “premiaban” con reducción de multas y penas a las empresas que, al ser acusadas de un acto inapropiado, podían demostrar tener políticas de compliance (De George, 1990; Correa, Flynn, y Amit, 2004).
La literatura organizacional dedicada a analizar el comportamiento incorrecto o wrongdoing ha concluido que, si bien la opinión pública piensa que son equipos de auditores o inspecciones de organismos reguladores los que terminan descubriendo los grandes fraudes, en la realidad todo comienza con un individuo que decide reportar un acto sospechoso o inapropiado del que fue testigo (Sampaio y Sobral, 2013). Por esta razón el fenómeno de los whistleblowers -es decir, aquellos que se animan “a soplar el silbato” para avisar que alguien ha cometido una falta- ha adquirido cada vez más relevancia como foco de investigaciones, reflexiones y publicaciones para académicos, profesionales y empresarios (Mesmer-Magnus y Viswesvaran’s, 2005; Kenny, Vandekerckhove, y Fotaki, 2019).
La definición de whistleblowing, retomada frecuentemente por la literatura académica anglosajona, es la siguiente:
La divulgación por parte de los miembros de la organización (anteriores o actuales) de prácticas ilegales, inmorales e ilegítimas ocurridas bajo el control de sus empleadores a personas y organizaciones que tengan la capacidad de intervenir al respecto (Miceli y Near, 1992, p. 6).1
Este acto de denunciar o de delatar prácticas ilegales, inmorales e ilegítimas sobre personas y organizaciones que estén cometiendo o hayan cometido sus empleados puede darse tanto por stakeholders internos como externos, mientras que las denuncias pueden hacerse tanto hacia el interior de la organización como hacia el exterior (policía, prensa, autoridades reguladoras, etcétera).
Las políticas que incentivan el reporte de actos incorrectos en las empresas han adquirido el nombre de whistleblowing policies o de speak up policies y forman parte de las compliance policies. Este tipo de normativas pueden encontrarse fácilmente navegando en Internet ya que, por la función que cumplen, son de acceso público.2 Estos documentos indican las vías por las que cualquier stakeholder de una compañía (cliente, proveedor, vecino) puede denunciar un acto que considere inapropiado y aseguran, además, que la compañía protegerá al denunciante, a quien le garantizan que no recibirá ningún tipo de represalia.
Ahora bien, ¿es un acto de deslealtad denunciar algo que otro empleado hizo incorrectamente? El debate académico sobre este punto ha discurrido entre dos posturas. Una propone que la verdadera lealtad de un integrante hacia la organización se demuestra justamente en estos actos de denuncia, ya que el informante pone por encima de todo las metas y los valores de la organización. La otra alega que en estos actos la conducta no es totalmente altruista y que muchos de estos denunciantes en realidad también persiguen objetivos racionales y obtienen algún beneficio al hacer esta denuncia, como el reconocimiento público o por parte de alguna autoridad (Varelius, 2009; Sampaio y Sobral, 2013).
Cierto es que la práctica de denunciar hacia afuera algo que la organización está haciendo mal no está bien visto, ya que es considerado muchas veces como una traición, como algo que contraviene cierto código moral no escrito. Esta actitud podría identificarse con el dicho popular “los trapos sucios se lavan en casa”, es decir, es preferible denunciar hacia adentro y no manchar la reputación pública de la organización. Lo que suele suceder es que un empleado decide denunciar hacia afuera de su organización cuando no confía en que reportar internamente pueda tener un buen resultado o, incluso, cuando fue lo que intentó primero y su denuncia no produjo ninguna sanción contra el delatado ni cambios en la organización (Sampaio y Sobral, 2013).
Por esta razón, el presente artículo hace foco en los factores que estimulan o desestimulan la decisión de los empleados de denunciar, con el propósito de identificar específicamente qué condiciones organizacionales favorecen la denuncia de actos inmorales hacia la interna de la organización.
Aspectos metodológicos
Para identificar las prácticas y herramientas que las organizaciones pueden implementar para favorecer las denuncias de sus empleados se realizó una revisión de la literatura especializada que se dedicó a esta temática en la última década. De allí que se revisara la producción académica publicada entre 2008 y 2018.
El foco para esta revisión está puesto en las condiciones organizacionales que favorecen la existencia de whistleblowers internos, es decir ¿qué es lo que hace que un empleado se decida a tomar el camino de la denuncia? Con este punto de partida se seleccionaron para el análisis las publicaciones académicas con el mayor CiteScore en 2017 de la base de datos Scopus (McCullough, 2018). La búsqueda se realizó en los campos del management, de la gestión de la comunicación organizacional y de la ética empresarial.
Tres fueron los journals identificados siguiendo este criterio: Managemment Communication Quarterly, Journal of Business Ethics y Academy of Management Annals. En ellos, se procedió a profundizar en los artículos que tratasen sobre el fenómeno del whistleblowing en el período indicado. Finalmente, se seleccionaron aquellos artículos cuyo foco estaba en las condiciones que favorecen o desestimulan las denuncias internas de actos inapropiados.
Buenas razones para callar
Un estudio del Ethics Resource Center, publicado en 2005 y aplicado en Estados Unidos, indicaba que el 44 % de los empleados que no son gerentes no reportan los actos inapropiados que observan (referido por Liyanarachchi y Newdick, 2009).3 Por su parte, la encuesta de personal del Sistema Nacional de Salud en Reino Unido encontró en 2012 que el 90 % sabía cómo reportar estos actos, pero solo el 72 % se sentiría seguro reportándolos y el 55 % confiado en que su organización haría algo al respecto (Mannion y Huw To, 2015). En 2013, el Royal College of Nursing encuestó a sus miembros y encontró que un 24 % había sido advertido en contra de denunciar y que un 45% dijo que sus empleadores no habían hecho nada al respecto cuando habían planteado este tipo de denuncias. Por su parte, los doctores encuestados por la Medical Protection Society indicaron que solo el 33 % de sus colegas los habían apoyado cuando denunciaron actos inapropiados en sus organizaciones (Mannion y Huw To, 2015).
En el acto comunicativo de denunciar algo inapropiado que sucedió o que sucede en una empresa se ponen en juego dimensiones como la imagen corporativa, el clima organizacional, la identificación del empleado y el contrato psicológico con ese y los otros integrantes de la organización. Por haberse animado a denunciar, el empleado puede poner en riesgo su propia seguridad, su desarrollo profesional y su salud psíquica y física al sufrir represalias por parte del denunciado, de otros compañeros o de autoridades de la organización. Por todos estos factores no es fácil para un empleado decidirse a reportar estos actos y no en vano está asociado el concepto de whistleblowing al concepto de workplace courage o coraje en el lugar de trabajo (Liyanarachchi y Newdick, 2009; Detert, y Bruno, 2017).
En contraposición a la conducta de whistleblowing, otros autores han estudiado la conducta de withholding, es decir, el acto de retener información en lugar de darla. Este silencio impide a las organizaciones identificar sus fallas, corregirlas y, por lo tanto, mejorar y desarrollarse. Cabe señalar que los constructos de silencio organizacional (organizational silence), así como el de la voz del empleado (employee voice), aparecen muchas veces vinculados al de whistleblowing, pero abarcan muchos más aspectos organizacionales sobre lo que hablan o callan los empleados y no solamente los actos ilegales o inmorales. Por este motivo, la revisión presentada aquí no se extenderá a otras aplicaciones de esos constructos.4
Silenciar la ocurrencia de actos inmorales termina perjudicando dramáticamente a los integrantes de una organización, así como a la imagen y reputación institucional cuando finalmente salen a la luz. Este impacto empeora si dichos actos fueron sistemáticamente callados. Pueden encontrarse ejemplos en todo tipo de organizaciones: mala praxis hospitalaria, corrupción en organismos públicos, tortura a cargo de organizaciones policiales o militares, abuso sexual en instituciones religiosas son algunos de ellos. El silencio ocasiona daños psicológicos, estrés y resentimiento entre quienes han sido víctimas de este tipo de actos, pero también entre quienes los conocen y no los denuncian, lo que termina por contaminar el clima organizacional y afectar el cumplimiento de las metas organizacionales (Cortina y Magley, 2003; Perlow y Williams, 2003).
Knoll y Van Dick (2013) realizaron una revisión de las distintas aproximaciones conceptuales sobre el silencio y lograron identificar cuatro formas de callar. Cada una de ellas brindan claves para entender por qué un empleado no denunciaría un acto inmoral.
Silencio por consentimiento (acquiescent silence): Es estimulado por la creencia generalizada en la organización de que lo que tengan para decir los empleados no es valorado, lo cual desmotiva a un involucramiento real de los integrantes con el quehacer organizacional. No vale la pena el esfuerzo de arriesgarse a hablar, porque nadie va a escuchar.
Silencio inactivo (quiescent silence): También llamado silencio defensivo, refiere a la retención de información por miedo a las consecuencias de revelarla. Quien tiene la información teme afrontar situaciones desagradables, por lo que prefiere no denunciar y no hacer nada.
Silencio social (prosocial silence): Se da cuando un integrante calla un acto inmoral porque cree que al denunciarlo estaría perjudicando a sus compañeros de trabajo o señalando una falla de la organización con la que está totalmente identificado.
Silencio oportunista (oportunistic silence): Es el de aquel integrante que retiene información con el objetivo estratégico de beneficiarse de eso, aun cuando retener estos datos pueda dañar a otros o perjudicar a la organización.
Como se puede analizar en esta clasificación, y a raíz de las encuestas comentadas en esta sección, el miedo a las represalias que puedan tomar los acusados, los compañeros o la organización es un factor condicionante para no denunciar, factor estrechamente relacionado a los valores que se encarnan en la cultura organizacional5 (Pérez, 2007; Liyanarachchi y Newdick, 2009; Mannion y Huw To, 2015).
La influencia de lo escrito y lo no escrito
Tener políticas redactadas, publicadas y comunicadas es una de las prácticas organizacionales más recomendadas por los organismos reguladores para estimular que los empleados opten por denunciar. Sin embargo, tanto la academia como los profesionales han señalado que estas prácticas no solo no son suficientes, sino que muchas veces funcionan apenas como modelos ideales y se redactan por obligación, pero no son aplicadas realmente ni se tiene la intención real de que funcionen (Lee y Fargher, 2013; Pittroff, 2014).
Una organización que tiene un código de ética pasó por un proceso que significó: poner el tema en la agenda de la organización, seleccionar representantes de diferentes áreas y roles para que conformaran un comité para redactarlo, identificar cuáles son los actos incorrectos a los que puede ser más vulnerable la organización y definir procedimientos de denuncia y sanción. Todo este proceso es un aporte tanto o más valioso que el producto final. Como señala Stevens (1999), para que los códigos no sean “letra muerta” tienen que estar vivos en las personas. Para lograrlo, recomienda que ya desde su redacción se implique a la mayor cantidad posible de miembros de la organización y que luego se revise periódicamente cómo se está implementando. Figura 2
Stevens llevó a cabo un estudio para identificar las fuentes de aprendizaje ético en una organización y encontró que la fuente principal para los empleados eran los programas de entrenamiento, porque allí aprendían las expectativas de los administradores y se daban cuenta de qué era lo que se consideraba correcto o incorrecto. Como segunda fuente de aprendizaje identificó “ser coach” de otros integrantes, ya que eso obliga a quienes enseñan a estar seguros de que están operando de acuerdo a las normas. Los códigos de ética ocuparon recién el tercer lugar.
Algunos elementos identificados por los investigadores (Vandekerckhove y Lewis, 2012; Kenny, Vandekerckhove, y Fotaki, 2019) como determinantes a la hora de favorecer o desestimular a los denunciantes, y que tienen que estar explicitados en las políticas escritas, son: a) quién puede denunciar, b) por qué canales de comunicación se puede denunciar, c) quién recibe la denuncia, d) cómo se procede luego de recibida la denuncia, e) qué puede pasarle al denunciado y f) cómo se va a proteger al denunciante.
Un empleado tiene que sentirse habilitado para denunciar. Para animarse a hacerlo tiene que sentirse explícitamente incluido en el grupo de los habilitados para presentar denuncias y no ser excluido por su rol, área, tarea, relación contractual, etcétera.
El canal y el destinatario de este tipo de comunicación interna deben estar también explicitados. Por supuesto que el supervisor directo inmediato de un empleado puede ser el primero en escuchar de primera mano que su funcionario fue testigo o sospecha que se cometió un acto inapropiado… pero ¿qué pasa si el acto inapropiado lo cometió este supervisor? Las organizaciones deben proveer canales alternativos a los jefes y deben definir comités de ética o departamentos de asuntos internos (o la figura que consideren más apropiada) para recibir este tipo de denuncias. Las hot lines o teléfonos de denuncia -que funcionan 24 horas, son operadas externamente a la empresa y permiten las denuncias anónimas- han demostrado ser un medio apropiado y bien recibido por parte de empleados de empresas de grandes dimensiones con presencia en múltiples países. En otros tipos de empresas, sin embargo, el anonimato y la recepción de este tipo de denuncias por personas no implicadas directamente en la dirección de la organización está asociado a falta de expectativas de respuestas rápidas y adecuadas a la denuncia (Mao y DeAndrea, 2019; Lee y Fargher, 2013).
Aun cuando el supervisor directo no sea quien se está comportando de forma inadecuada, el empleado puede estar desestimulado de contarle lo que vio o lo que sabe. Esta desmotivación suele relacionarse con que el empleado haya sentido o sienta que su voz no es escuchada o valorada en relación a otros temas de importancia en la organización. Entonces, aunque sienta que está habilitado a plantear diferentes temas, si no obtiene respuestas sobre ellos… ¿por qué las obtendría en este tipo de casos? (Mowbray, Wilkinson, y Tse, 2014; Morrison et al., 2003).
Si bien algunos estudios indican que la mayoría de los empleados elegiría para reportar un acto inapropiado a sus jefes o a otros líderes de la organización (Miceli, Near y Morehead, 2009), las investigaciones también han demostrado que para que un empleado se anime a denunciar actos inapropiados antes tiene que haber tenido experiencias positivas de comunicación ascendente y de manejo del disenso por parte de sus supervisores directos y líderes organizacionales. Es decir, tiene que haber usado canales de comunicación con sus superiores y tiene que haberlos percibido abiertos y accesibles. También tiene que haber podido manifestar opiniones diferentes a las de sus superiores o líderes organizacionales, o haber presenciado situaciones en las que otros integrantes de la empresa lo hicieron, sin que estas hayan tenido consecuencias negativas. La opinión sobre la conducta ética de los líderes organizacionales y la relación de confianza con su supervisor también influirán en que un empleado se anime a hablar con estas personas sobre el acto inapropiado del que fue testigo (Bhal y Dadhic, 2011; De Ruiter, Schalk y Blomme, 2015; Zaini, Elmes, Pavlov, y Saeed, 2016
Si el integrante de la organización fue acumulando desacuerdos con sus jefes y con los líderes organizacionales, tanto si se los calló como si no fue bien manejado su disenso, soplar fuerte el silbato frente a uno de estos actos puede funcionar como un acto de rebelión, de cierre, desidentificación y desvinculación definitiva de la organización (Gabriel, 2008).
La preocupación por la elección del canal de comunicación y el receptor de la denuncia está directamente vinculada con la preocupación por las consecuencias que tendrá este hecho para denunciante y denunciado. Una vez que el empleado se animó a contar lo que vio o lo que sabe, ¿qué le pasará al denunciado? ¿y qué podría pasarle al denunciante?
En este sentido es fundamental que esté explícitamente redactado cuál es el procedimiento que seguirán las autoridades o los responsables de este tema en la empresa y que ese procedimiento garantice a los denunciantes la protección necesaria -indicando que no podrán ser despedidos, trasladados o degradados por ejemplo- y asegure a los denunciados que no serán sancionados sin pruebas -estableciendo procedimientos adecuados de investigación o constatación de los hechos- (Vandekerckhove y Lewis, 2012; Kenny, Vandekerckhove, y Fotaki, 2019). Que los sistemas de recompensas y sanciones estén escritos, y que contemplen tanto reconocimientos para los que denuncian como sanciones para los denunciados, también es un motivador fundamental de whistleblowing (Miceli, Near y Morehead, 2009).
El sistema de retribuciones es un elemento crítico para reforzar cuáles son las conductas esperables. No solo se debería premiar a los integrantes que obtengan logros individuales o colectivos respetando normas y encarnado valores, también a los ejecutivos debería evaluárseles de esa manera y no solamente por las ganancias que obtienen. De este modo se estaría transmitiendo el mensaje de que en esa organización lo que importa no es solamente la dimensión económica, sino también la ética (Pérez, 2007).
Por otra parte, los empleados esperan sanciones importantes como la desvinculación cuando el acto cometido es de gravedad. Si el empleado que cometió un acto inmoral simplemente es trasladado o amonestado verbalmente, el impacto en el clima laboral y en el contrato psicológico del resto de los empleados es alto, y seguramente influirá en que no se realicen más denuncias. Los estudios han demostrado que también la rapidez con la que se toman cartas en el asunto y se aplican las acciones correctivas y sanciones tiene alto impacto en la motivación de quienes denuncian (Miceli, Near y Morehead Dworkin, 2009; Vandekerckhove y Lewis, 2012; Kenny, Vandekerckhove, y Fotaki, 2019).
Frente a todos estos elementos que deben estar explícitos, la cultura, ese compilado no escrito de creencias, valores y normas, es considerada como otra de las grandes condicionantes para que un empleado se decida por denunciar o por callar. Aquí no se hace referencia solamente a la cultura organizacional, sino también a la nacional o a la del grupo social al que pertenecen los integrantes de la organización. La importancia que una persona le da a la confidencialidad, a la lealtad hacia sus jefes o a la opinión que de ella tienen sus pares también cambia entre las culturas nacionales y entre los distintos grupos sociales, aun en una misma sociedad. La valoración de las relaciones personales, la aversión al conflicto, la evasión de la incertidumbre, son características de algunas culturas nacionales que no estimulan la actitud de informar o de dar aviso a las autoridades de la empresa de que un compañero está llevando a cabo un comportamiento inadecuado o inmoral (Sampaio y Sobral, 2013; Trongmateerut y Sweeney, 2013).
Por supuesto que factores psicológicos o características individuales como la religión que se profesa, la educación recibida, la edad o la antigüedad que se tiene en el trabajo también influyen en qué tanto nos importa qué pensarán de nosotros nuestros compañeros de trabajo o nuestros jefes. Todos estos elementos entran en juego a la hora de decidir si denunciar o no un acto inmoral, y es muy difícil cuantificar el peso de cada uno de esos factores (Miceli, Near y Morehead, 2009; Stansbury y Victor, 2009).
Si bien no es posible establecer el peso relativo de todos estos factores, los autores e investigadores analizados en esta revisión coinciden en que por más que se hayan previsto todo tipo de sanciones legales, y se hayan escrito políticas, regulaciones y códigos, si la corrupción está institucionalizada y normalizada es altamente improbable combatir con éxito el accionar incorrecto. En esas culturas ser un whistleblower es sinónimo de ser un troublemaker. Es decir que quien señala los actos inadecuados que se cometen en la organización es considerado un “busca pleitos”, un boicoteador o un causante de problemas. Si la denuncia llega a concretarse, este individuo sufrirá toda clase de represalias como acoso o aislamiento, traslados o cambios no deseados en su puesto de trabajo, o será el fin de sus posibilidades de ascender en la escala jerárquica de la organización (Cortina y Magley, 2003; Liyanarachchi y Newdick, 2009). Figura 3
Sin embargo, generar whistleblowers, estimular la concreción de este tipo de conductas, es una de las prácticas recomendadas para luchar contra la corrupción. Aquellos gerentes a quienes, por ejemplo, se les encomiende generar un cambio organizacional profundo que implique combatir la corrupción, tendrán que aplicar todas las prácticas mencionadas en esta revisión para estimular el desarrollo de whistleblowers internos, quienes serán los principales agentes de cambio en estos contextos. Si el cambio cultural se efectúa, poco a poco el denunciante dejará de ser visto como un empleado problemático y empezará a ser una figura heroica (Miceli, Near y Morehead, 2009).
También cabe apuntar que si la denuncia deja de ser un acto individual para convertirse en un acto colectivo, en el que un grupo de empleados denuncia el comportamiento de otros (por ejemplo, un grupo de empleadas mujeres que denuncian acoso sexual sistemático o un grupo perteneciente a una determinada etnia que denuncia condiciones laborales abusivas), este acto deja de ser considerado y estudiado como whistleblowing y se lo encuadra como activismo interno (Forrest y Abhinav, 2017).
Los newcomers, o recién llegados a la organización, los empleados nuevos aún no “contaminados” por la cultura organizacional, deberán ser expuestos lo antes posible a las políticas escritas y a los entrenamientos para identificar los actos inadecuados y ser estimulados a convertirse en whistleblowers (Miceli et al., 2009).
En definitiva, es la confianza lo que hay que intentar reconstruir en esas culturas, ya que es el supuesto básico de trasfondo en cualquier acto de denuncia. Confianza en quien se acude para denunciar y confianza en que las autoridades actuarán adecuadamente a partir del momento en que el denunciante comunica sus inquietudes.
Un proceso de comunicación responsable y cimentado en la ética reconoce la igualdad y autoridad de ambos interlocutores (dirección y empleados) para opinar, detectar problemas, y expresar ideas. Obviamente, en un marco de respeto y bajo normas que garanticen que puede decirse la verdad sin poner en riesgo el empleo o sin recibir etiquetas sociales o represalias de cualquier tipo. Esto ayuda a generar una cultura de confianza (Domingo, 1997, p. 166).
Para cerrar esta revisión falta considerar el hecho de que, frente al dilema de denunciar o callar sobre una práctica ilegal, inmoral o ilegítima, algunos integrantes de organizaciones encuentran también una alternativa a medio camino: intentar resolver la situación entre pares (Teo y Caspersz, 2011). De acuerdo a los autores, esta es una opción elegida cuando las connotaciones del acto de denunciar son negativas porque se le considera un acto de traición o también porque hay mucha inseguridad acerca de las medidas que puede tomar la empresa frente a la situación. En estos casos los empleados no denuncian a través de vías formales, pero lo explicitan en las comunicaciones informales con sus pares, por ejemplo, a través de los apodos, de las anécdotas, de los chistes o de comentarios sarcásticos, en los que dejan en evidencia situaciones inadecuadas o personas que actuaron mal.
Esta autorregulación solo es posible en aquellas organizaciones en las que hay una cultura con valores muy arraigados, con gran integración entre sus miembros y una gran identificación, como se da en las organizaciones pequeñas o en las que una importante proporción del personal tiene una trayectoria y una estabilidad en la organización. En estos casos, los códigos de conducta parecerían innecesarios, ya que las normas están tan encarnadas en los integrantes de la organización que ellos mismos llevan a cabo una vigilancia espontánea sobre su accionar (Teo y Caspersz, 2011).
A modo de conclusión
Las organizaciones que quieren perdurar tienen que mantener un comportamiento ético. La organización que con su impacto ambiental, su producción o sus comportamientos desatiende el bienestar físico y psicosocial de sus stakeholders ha elegido el camino de la autodestrucción. Los costos operativos y reputacionales que pagará por su negligencia serán, tarde o temprano, insostenibles.
Frente a esta realidad, las organizaciones cuentan a los empleados entre sus principales enemigos y aliados. Algunos de sus integrantes cometerán actos inmorales, pero otros serán capaces de denunciarlos para terminar con esas conductas inapropiadas por el bien de la organización y de las personas involucradas.
Para estimular esos actos de denuncia o whistleblowing entre sus empleados, las organizaciones pueden desplegar una diversidad de acciones: establecer por escrito cuáles son los actos inapropiados, quiénes pueden denunciarlos, en qué ámbitos, por qué canales y con qué consecuencias. Proteger a los denunciantes de represalias, diseñar sistemas de recompensa y de sanción, implementar códigos de conducta y comités de ética, desarrollar entrenamiento y capacitación sobre estos temas son otras acciones posibles.
No obstante, ninguna de estas herramientas funcionará si la cultura real de la organización, la que está encarnada en los cuadros directivos y en todos los empleados, no acompaña los valores proclamados. A través de ella fluirán relatos y anécdotas que darán cuenta de las creencias que realmente están operando y, tarde o temprano, un integrante de la organización se verá ante la alternativa de hacer algo o no hacer nada, hablar o callar, denunciar o silenciar un acto inmoral o ilegal. Ese es el momento de la verdad, el momento en el que el empleado de una empresa sentirá confianza o temor, creerá en la escucha atenta y rápida respuesta de sus líderes o no, encontrará canales de comunicación abiertos y seguros o no. No serán los discursos de los gerentes sobre la responsabilidad social empresaria, ni los códigos de ética publicados en la intranet, ni los cursos impartidos por el área de compliance los que definirán esa decisión, sino lo que le haya sucedido antes, cada vez que quiso hacer oír su voz en la organización.