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Dixit

versión impresa ISSN 1688-3497versión On-line ISSN 0797-3691

Dixit  no.26 Montevideo jun. 2017

https://doi.org/10.22235/d.v0i26.1339 

Desde la academia

Cine clásico argentino: espacio, mirada y autorreflexividad. Los casos de La trampa y Cosas de mujer.

Argentine classic cinema: space, look and self-reflexivity. The cases of La trampa and Cosas de mujer.

Soledad Pardo1 

1Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, Argentina. Correspondencia: sole_pardo@yahoo.com.ar


Resumen

Este artículo propone un replanteamiento de los cánones del cine clásico-industrial argentino a partir del análisis de dos películas del período: La trampa (Christensen, 1949) y Cosas de mujer (Schlieper, 1951). Mediante el estudio de algunas operaciones de puesta en escena se ponen de relieve la construcción de los espacios y los personajes que conducen la mirada, además de los gestos autorreflexivos que aparecen en estos dos filmes. La discusión sobre la noción misma de cine clásico, así como sobre las características que diversos autores le han adjudicado, permite concluir en la necesidad de revisar ese concepto.

Palabras clave: artes escénicas; historia del cine; cine clásico argentino; puesta en escena; autorreflexividad

Abstract

This article proposes a rethinking of the canons of classic-industrial cinema in Argentina, from the analysis of two films of the period: La trampa (Christensen, 1949) and Cosas de mujer (Schlieper, 1951). Through the study of some of their staging operations, the construction of the spaces and the character-looks are highlighted, as well as the self-reflective gestures that appear in these productions. The discussion on the very notion of classical cinema and its characteristics, according to various researchers, allows us to conclude on the need to review this concept.

Keywords: performing arts; history of Cinema; Argentinian classic cinema; staging; self-reflexivity

Cine Ambassador Montevideo, Uruguay. Foto: 1160FMHA.CDF.IMO.UY - Autor: s.d./IMO. 

Introducción

La historia del cine es en parte una historia de modelos de representación, entre otras cuestiones que hacen a la cinematografía. A comienzos del siglo XX el cineasta Edwin Porter comenzaba a ordenar las imágenes de sus filmes con criterios narrativos, y de ese modo, al afán de exhibir imágenes en movimiento le sumaba la voluntad de ordenarlas a la manera de un relato, con la novela y el teatro del siglo XIX como referentes (Brunetta, 1987).Cine Ambassador El director norteamericano David Wark Griffith fue quien sistematizó más adelante los elementos narrativos en el cine estadounidense (Brunetta, 1987) y dio lugar a lo que se conocería desde entonces como cine clásico.

Ese cine se fue desarrollando a la par de un modelo de producción industrial sostenido por un sistema de estudios, un sistema de géneros y un sistema de estrellas. A medida que el cine se alejaba del artesanato, se consolidaban sus características clásicas, que autores como Stephen Heath (1981), Jesús González Requena (1985, 1986), Vicente Sánchez-Biosca (1991), David Bordwell, Janet Staiger y Kristin Thompson (1997) asociaron con la cosmovisión renacentista y el modelo de representación que prevalecía en ese momento.

El modelo clásico-industrial, lejos de quedarse solamente en Estados Unidos, fue exportado a diversos países del mundo (Gomery, 1998). Entre comienzos de los años treinta y fines de los cincuenta, Argentina fue uno de los principales países latinoamericanos en desarrollar un modelo de producción industrial para su cine, asociado a un modelo de representación clásico, en el que se fusionaron referencias al cine de Hollywood con elementos locales.

Este artículo toma como casos de estudio dos películas argentinas del período clásico-industrial: La trampa, de Carlos Hugo Christensen (1949), y Cosas de mujer, de Carlos Schlieper (1951). Se procura analizar algunas de las operaciones de puesta en escena presentes en esos filmes, con especial atención en la construcción de los espacios y los personajes que conducen la mirada (Heath, 1981). Asimismo, se pondrán de relieve los gestos autorreflexivos visibles en esas producciones. A partir de ello se reflexiona sobre la definición misma de cine clásico y se concluye en la necesidad de revisar ese concepto.

Algunos enfoques sobre el cine clásico

Antes de introducir el análisis de las obras seleccionadas conviene recordar los principales aportes a la teoría del cine clásico. Este breve repaso, sin ánimo de exhaustividad, permitirá dar cuenta de algunas de las características que diversos autores le han adjudicado a esta cinematografía.

En uno de los trabajos más emblemáticos y conocidos a la fecha, Nöel Burch (1991) propone dos categorías: el modo de representación primitivo (MRP) y el modo de representación institucional (MRI). El primero abarcó el cine de los inicios, caracterizado, entre otras cosas, por la autarquía de los planos y la herencia teatral. El segundo, por el contrario, se caracterizó por introducir al sujeto-espectador en un espacio-tiempo imaginario, dotado de linealización y centrado. La lógica que se siguió en esta segunda clase de filmes fue la de introducción, desarrollo y desenlace. La autarquía de los planos propia del MRP se perdió, ya que en el MRI los planos se volvieron interdependientes a partir de relaciones de causa-efecto.

De acuerdo a este autor, las diversas clases de raccord-de dirección, de mirada-garantizaron la continuidad entre los planos y contribuyeron a centrar al espectador. Fue así como el montaje se volvió “transparente” y se ocultó la instancia de enunciación: los actores no miraban jamás a cámara y los espectadores devinieron en una suerte de voyeurs que espiaban una historia que parecía narrarse sola. El llamado cine clásico constituyó la variante principal de lo que este autor denominó MRI.1

La obra de Vicente Sánchez-Biosca (1991), dedicada al estudio del montaje cinematográfico, también realiza aportes significativos sobre el cine clásico de Hollywood. De acuerdo a este investigador, el cine clásico norteamericano presentaba “un montaje que se resiste a serlo” (p. 111), en tanto se esforzaba por pasar inadvertido. Esa característica lo convirtió en un cine regresivo, que a pesar de haber sido contemporáneo de las vanguardias históricas se propuso “desconocer las fracturas decisivas de la modernidad, sus dramas, la pérdida de la centralidad del sujeto y la falla sobre la que se organiza el discurso de éste” (p. 112).

La uniformización y estandarización caracterizaron a esas producciones, así como el borrado del corte y el uso de la fragmentación al servicio del relato. Entre las características del cine clásico hollywoodense se encuentran, además, la frontalidad, la utilización de diversas clases de raccord, la reversibilidad del espacio -campo y fuera de campo no son fijos-, los movimientos de cámara en función de la diégesis y, en términos generales, la creación de un espacio que no existe en la realidad. Sánchez-Biosca (1991) advierte entonces que el lenguaje del cine clásico, que muchas veces fue considerado una suerte de lenguaje “natural”, no es sino un constructo de carácter discursivo.

El trabajo de David Bordwell et al. (1997) también resulta fundamental en el estudio del cine clásico. Estos autores sostienen que dicho modelo de representación hizo su aparición entre 1909 y 1911, y hacia 1917 ya había establecido sus premisas narrativas y estilísticas. Desde su punto de vista, el cine clásico fue el resultado de un cambio considerable en los supuestos acerca de la relación entre espectador y película: la narración pasó a colocar al primero dentro del espacio narrativo. La verosimilitud y la claridad narrativa se transformaron en las dos principales exigencias de ese cine.

Así como las producciones de los comienzos se inspiraban en el vaudeville y asumían que su público era equivalente al del teatro, el cine clásico se basó en la novela decimonónica. Al trabajar la gradación escalar de los planos, además, consiguió dirigir la mirada del espectador.2 Los personajes presentaban un perfil psicológico bien definido y la trama completa se organizaba alrededor de un tema central. De acuerdo a estos autores la narración era omnisciente y objetiva, y por ende negaba la instancia de enunciación. Sobre la cuestión específica del espacio, Bordwell et al. (1997) afirman que este perpetuó varios preceptos de la pintura del Renacimiento, entre ellos, el centramiento. En la pintura renacentista el cuerpo humano erguido estableció uno de los principales estándares de encuadre, con el rostro ocupando la parte superior del cuadro. En el cine clásico, de igual manera, el cuerpo humano se transformó en el centro de la narración y del interés gráfico.

Dado que la imagen en el cine implica movimiento, los reencuadres funcionaron para ajustar el cuadro de manera permanente. Para estos investigadores, en el cine clásico el centrar fue tan importante como el equilibrar: ambos procedimientos daban forma al desarrollo de la historia para el espectador. Asimismo, la frontalidad típica de la representación renacentista constituyó una característica fundamental de ese cine. La puesta en escena de la profundidad espacial a partir del uso de la perspectiva del Renacimiento fue lo que unió más fuertemente al cine clásico con el modelo de representación del siglo XV. “Centrado, equilibrio, frontalidad y profundidad: todas estas estrategias narrativas nos animan a interpretar el espacio fílmico [clásico] como espacio de la historia”, sostuvieron los autores (Bordwell et al., 1997, p. 59).

El trabajo de Stephen Heath (1981)3, por otra parte, ahonda en la cuestión de la representación cinematográfica clásica del espacio y señala algunos aspectos interesantes. Ante todo, recuerda que la relación del filme con el mundo es una relación de representación, y esta última es un asunto de discurso. De este modo, son las operaciones discursivas las que deciden el funcionamiento de un filme. Según este autor, el cine clásico heredó códigos del Quattrocento, en especial la perspectiva, que en efecto fue introducida en Italia en el siglo XV. Esa técnica, cuyo objetivo es retratar objetos tridimensionales en una superficie plana, requiere un espectador inmóvil que se asome al cuadro como si fuese a través de una ventana, lo que genera una imagen del mundo centrada y armónica. Desde el siglo XV, entonces, la “ventana” -el lienzo en la pintura, la pantalla en el cine-delimita y sostiene una visión.

Ahora bien, para Heath (1981), el ideal de una posición fija en un centro abarcador único es precisamente eso: un ideal. Y, de hecho, se trata de un ideal muy poderoso: el autor remarca el valor político de la noción clásica de centramiento. El sistema del Quattrocento ofreció una representación del mundo que con el tiempo se naturalizó y pasó a ser interpretada como la traducción de la realidad misma, cuando evidentemente se trataba de una construcción. La narrativización, con la consecuente organización general del filme como una unidad orgánica, propuso una idéntica transparencia en el discurso, que -escondido-desconoció sus operaciones. Según este investigador, hubo un elemento fundamental en la construcción de la unidad espacial en el cine clásico: la presencia de un personaje-mirada; una figura que articula la composición general en la medida en que regula el mundo, orienta el espacio y provee direcciones al espectador.

Los aportes de Jesús González Requena (1985, 1986, 2006), por último, han sido igualmente significativos para el conocimiento de las características del cine clásico de Hollywood. Este autor se ha dedicado durante décadas a indagar en el canon clásico y sus respectivas transformaciones, que lo llevaron a postular también la existencia de un cine manierista y de un cine posclásico.

Desde su punto de vista, el cine clásico de Hollywood -desarrollado durante las décadas del veinte, treinta y cuarenta-estuvo caracterizado “por constituir un sistema de representación nacido al calor de la revolución democrática norteamericana y configurado como el único gran conjunto de relatos míticos desarrollado en el campo del arte a lo largo del siglo XX” (González Requena, 2006, p. 1). De acuerdo a este autor, a partir de los años cincuenta el cine clásico producido en los Estados Unidos comenzó a mostrar signos de resquebrajamiento, como lo demostraron algunas películas de Douglas Sirk, Joseph Mankiewicz, Vincente Minnelli, Elia Kazan y John Houston, entre otros directores. Esas producciones fueron nombradas entonces como manieristas, en la medida en que no rompían completamente con el modelo clásico, pero sí incluían una serie de procedimientos que lo alejaban de este.

Considerando los aportes de estos investigadores, se presenta a continuación el estudio de la puesta en escena de las películas La Trampa y Cosas de mujer. Como ya fue mencionado, el análisis se centra en la construcción de los espacios y los personajes que conducen la mirada, así como en los gestos autorreflexivos presentes en cada producción. Si, tal como sostiene Heath (1981), todo filme es “un drama de visión” (p. 25), es cuestión entonces de acercarse a las películas con el afán de estudiar la construcción de aquello que es visible en ellas.

Representación y puesta en abismo: La trampa

Dentro del panorama de las películas argentinas producidas y estrenadas durante el período clásico-industrial, La trampa y Cosas de mujer son casos interesantes por diversos motivos. El primero de estos filmes, dirigido por Carlos Hugo Christensen, fue protagonizado por Zully Moreno y Jorge Rigaud, dos célebres intérpretes de la época. Por aquel entonces la actriz era una figura central de la productora Argentina Sono Film -donde se había consagrado con Dios se lo pague (Amadori, 1948)-y fue cedida en préstamo a los estudios Lumiton para su participación en la película de Christensen (Posadas, 2009). El actor, también conocido como George Rigaud, contaba asimismo con una vasta experiencia cinematográfica, que había adquirido en Francia, Italia y Argentina4.

El argumento de La trampa se centra en la figura de Paulina Figueroa (Moreno), una joven solitaria que se instala en la ciudad de Buenos Aires al morir su severo padre. Al cumplir 25 años, según relata una voz over, Paulina se sentía diez años mayor y ya había renunciado a toda esperanza de amor. Su única actividad social era asistir a las reuniones de la Asociación Moral Femenina, institución de la que era miembro. Una tarde, sin embargo, lee en un diario un anuncio de búsqueda matrimonial y decide escribirle al hombre en cuestión, Hugo Morán (Rigaud). Tras conocerse personalmente, Paulina se casa con Hugo y se muda con él a la localidad bonaerense de Tigre. La transformación de su vida parece perfecta, hasta que descubre que ha sido víctima de una trampa: Hugo no es más que un cazafortunas que no vacilará en asesinar a quien se interponga en sus planes.

Siguiendo los planteos de Heath (1981), si se busca al personaje que dirige la mirada en la película, se encuentra sin dudas a Paulina. Ella genera en los espectadores la identificación que los impulsa a ver el mundo desde su cristal. La figura de Paulina guía al público a lo largo de todo el filme: la cámara la sigue de manera permanente y la ubica la mayoría de las veces en el centro del cuadro. La composición de los planos, a su vez, ayuda a entender el universo de este personaje. Tras saber, por ejemplo, que ella ha sido víctima de un padre dominante, puede verse un retrato de él colgando en una pared de su casa. A continuación, se aprecia su reflejo en el espejo al que ella se acerca para mirarse. Es decir que, al querer verse a sí misma, Paulina encuentra involuntariamente el rostro de su padre, con toda la carga simbólica que eso conlleva.

Apenas unos segundos después, a través de sus acciones, Paulina vuelve a brindar indicios de su personalidad que resultan interesantes por su conexión con la cosmovisión clásica. La joven se dispone a salir de su hogar y pasa junto a una mesa redonda. Ni bien la pasa de largo, retrocede sobre sus pasos: ha notado que el objeto que la adorna, una especie de fuente, está descentrado. Paulina lo acomoda entonces con dedicación y lo ubica en el centro de la mesa circular. Se trata de un gesto que puede parecer menor, pero no deja de ser significativo: el círculo es la figura emblemática del clasicismo, que se caracteriza por el equilibrio en sus proporciones y por tener un único centro, del cual todos sus puntos son equidistantes. La elipse, por el contrario, es la figura propia del barroco, que desequilibra la proporción del círculo al presentar dos centros (Sarduy, 1974). Con un gesto tan pequeño como el de acomodar un objeto en el centro del círculo, Paulina deja en claro su visión de mundo.

A pesar de que es ella quien guía principalmente a los espectadores, no está sola en la tarea de construir el hilo conductor del relato. Su personaje se complementa con una voz over que permite conocer los detalles más íntimos de su vida. Se trata de una voz omnisciente que informa y da las coordenadas necesarias para comprender cómo funciona el universo diegético del filme. Frases como “[Paulina] se convirtió en uno de esos seres silenciosos que contemplan melancólicos el desfile de la felicidad ajena”, orientan al espectador a la hora de entender el perfil psicológico del personaje. La cámara trabaja como refuerzo de esta voz en cada ocasión. Ambas se enlazan en una exhibición redundante de la vida de Paulina: mientras la voz explica sus características, se ve en la pantalla la ilustración literal de aquello que se dice. El recurso es habitual en el cine clásico, tal como advierte Heath (1981):

[En el cine clásico-narrativo] el énfasis está puesto siempre en la unidad del sonido y la imagen, y la voz es el punto de esa unidad: a la vez subordinada a las imágenes y enteramente dominante en el espacio dramático que abre en ellos (p. 34).

En cuanto a la construcción de los espacios, la tradicional oposición campo-ciudad, muy frecuente en el cine clásico y en particular en el melodrama, se representa en La trampa a través del binomio localidad provinciana-Capital Federal. Paulina pasa de la “jungla de piedra” (así define la voz over a la ciudad de Buenos Aires) a la localidad bonaerense de Tigre, donde el sofocante subterráneo es reemplazado por las lanchas que surcan el amplio río. La soledad de la gran urbe se representa a través de planos generales de rascacielos y esquinas superpobladas, en donde los sujetos adquieren un tamaño minúsculo en comparación a los grandes edificios. La angulación picada de la cámara resalta aún más la pequeñez de los individuos que habitan la enorme metrópolis -y, por cierto, desequilibra la posición central del espectador, al tiempo que evade la transparencia enunciativa: es imposible no notar el punto de vista de la cámara al estar ubicada en esa posición. En la localidad de Tigre sucede lo opuesto: todos los sujetos tienen rostros reconocibles, los vecinos se conocen y se saludan entre sí. Pero a diferencia de lo que suele ocurrir en los melodramas tradicionales, la tranquila localidad de provincia no es el espacio de la inocencia que se opone a los peligros de la gran ciudad. Por el contrario, será el escenario de la trampa que da título al filme.

La película, por otra parte, se torna por momentos fuertemente autorreflexiva, haciendo guiños al espectador que funcionan como anticipos de lo que ocurrirá después. Al poco tiempo de comenzado el filme, por ejemplo, Paulina conversa con una compañera de la Asociación Moral Femenina. Hablan de la posibilidad de ir al cine, y su amiga le comenta la trama de una cinta en la que “al final, la Bergman termina despedazada en la chimenea”. Paulina, poco convencida por ese argumento, asegura que “eso es muy del cine americano… esas cosas no suceden en la vida real”. Más adelante, Paulina aconseja a su marido sobre las lecturas que le convendría hacer para mejorar su oficio de escritor. “Deberías leer novelas policiales”, le dice. “La incauta protagonista se casa con un desconocido… Hace su testamento y poco después muere en un lugar solitario, como la leñera, por ejemplo…Ves, amor mío, ya tienes un argumento para tu próxima novela”, agrega. Más adelante aún, Mario (Carlos Thompson), un vecino enamorado de Paulina, comenta su trabajo como oficial de la gendarmería y explica que “perseguir a un asesino no es un juego tan apasionante como lo describen en el cinematógrafo”. La referencia al cine dentro del cine, así como la presentación de relatos en el marco mismo de un relato, constituye un juego de puesta en abismo que deja al descubierto el carácter de constructo de la representación.

A partir de esos gestos autorreflexivos, ciertos espacios específicos se cargan de sentido. La amiga de Paulina menciona una chimenea al comienzo del filme, tras lo cual se mostrará numerosas veces la de la casa del matrimonio Morán. Las llamas, de hecho, en más de una oportunidad quedan en el centro del plano y siembran el suspenso entre el público, que ya ha escuchado nombrar a la chimenea a propósito de un crimen. La leñera, por otra parte, es también un sitio que se resemantiza a partir de la historia que se le ocurre contar a Paulina y que concluye con una muerte en ese lugar. Desde ese momento, las sospechas del público apuntarán a la leñera del matrimonio, donde en efecto ocurrirá el desenlace del filme, con cadáver incluido. Así, la ficción dentro de la ficción deviene en realidad -diegética, por supuesto-cuando el relato imaginario que se le ocurre a Paulina termina siendo prácticamente su propia historia. Por otro lado, si el espectador presta atención a los créditos del comienzo, cargará aún más de sentido a ese lugar, dado que se informa que el guion de la película está basado en la novela de Anthony Gilbert Algo horrible en la leñera.5

Se trata, entonces, de un filme particularmente interesante para el análisis que aquí se propone. Si bien en líneas generales responde a las características que diversos teóricos e historiadores del cine les han adjudicado a las producciones clásicas, La trampa permite advertir algunos matices. Su estructura general remite al clasicismo de modo bastante claro, pero el gesto autorreflexivo que pone en evidencia el código y señala el carácter de constructo de la película desafía a la concepción unívoca de ese modelo. A ello se le suma la eventual ubicación de la cámara en posiciones poco habituales para el modelo clásico y el ocasional desequilibrio en las proporciones. Tal es el caso de la relación entre personas y edificios al comienzo del filme o el de otro de los planos del comienzo, que muestra a Paulina recorriendo tiendas, donde toda su figura queda oculta tras un secador de cabello en un salón de belleza. La introducción de un espejo, aunque de modo muy fugaz, también contribuye a cuestionar la lógica del clasicismo. Como explica González Requena (1985):

Así en el texto clásico… la escritura nombra la "realidad", nunca a sí misma. El lenguaje se presenta, entonces, no ya como un problema, sino como una evidencia. Y el texto se pretende espejo de las “realidades” que lo llenan. Precisamente por ello en las escrituras clásicas no se nombran los espejos. Su voluntad de borrar la distancia que separa la representación de lo representado para así imponer la ilusión del encuentro directo con el Referente (que es el nuevo nombre de la verdad en la era tecnológica) es incompatible con la ambigüedad que en la representación introduce la presencia de un espejo. Un texto que se quiere espejo no puede introducir un espejo en su interior pues, de hacerlo, la situación especular quedaría inmediatamente denunciada (p. 88).

Por último, la inversión de la lógica de significación espacial propia del género melodrama -en el filme la ciudad es el lugar de la moral, mientras que los suburbios provincianos son el terreno de la corrupción y la delincuencia- juega con las expectativas del público y le recuerda que todo género está compuesto por convenciones que, al fin y al cabo, se pueden romper.

Un desafío a la cuarta pared: Cosas de mujer

El segundo filme que aquí analizamos, Cosas de mujer, presenta algunas similitudes con La trampa. La película fue dirigida por Carlos Schlieper para Interamericana-MAPOL y estelarizada por la dupla Zully Moreno-Ángel Magaña, quienes ya habían conformado una pareja de ficción en Nunca te diré adiós (Demare, 1947). Alejándose del tono melodramático que había primado en el filme de Demare, los intérpretes protagonizan esta vez una comedia, estructurada sobre la inversión de los roles femenino y masculino.

El argumento gira en torno a Cecilia (Moreno), una exitosa abogada para la cual no hay casos judiciales imposibles, y Edmundo (Magaña), su marido, quien se siente abandonado y descuidado por una esposa que sabe mucho más de códigos y artículos que de pañales y cocina. A Cecilia la llaman “doctor Valdés” porque su familia esperaba un varón cuando nació. Desilusionados por haber tenido una niña, no dudaron en dirigirse a ella como si fuera un hombre y llamarla “doctor” en lugar de “doctora” una vez que se recibió de abogada. Cecilia es una profesional implacable, fría y exigente. Su marido, por el contrario, es mucho más laxo y dependiente, reclama a su esposa un poco de atención y se ocupa de las tareas del hogar tradicionalmente asociadas a la mujer, como el cuidado de los hijos, las compras en el almacén y la organización del personal doméstico. Cuando a Cecilia se le ocurre hacer algo “típicamente femenino”, como encargar trajes a la modista, Edmundo se esperanza y afirma: “¡a veces mi mujer tiene ideas de mujer!”.

La culpa de la “masculinización” de Cecilia es atribuida al hecho de que ella trabaja. La solución temporaria al problema es el abandono de la profesión, cuestión a la que ella accede tras los ruegos de su marido. Luego de un tiempo, y tras reflexionar nuevamente, la pareja llega a una solución definitiva que desencadena el final feliz: Cecilia retoma su profesión, pero se compromete a no abandonar su rol de madre y esposa. A partir de ese momento, se dedicará de manera equitativa al trabajo y al hogar.

Como puede observarse, el criterio narrativo impera en la película y la conforma como una unidad orgánica que responde a la lógica de introducción, desarrollo y desenlace de un tema. La estructura clásica de cosmos-caos-cosmos (es decir, de estabilidad inicial, posterior quiebre del equilibrio y su recuperación final) se cumple a rajatabla. Otros procedimientos de puesta en escena, como la representación en perspectiva, el centrado de las figuras y la puesta en práctica de diversas clases de raccord, resultan igualmente funcionales a la narrativización.

El filme, sin embargo, también constituye un caso notable en el contexto del cine clásico argentino, porque la historia que presenta está enmarcada por una suerte de prólogo y epílogo que se alejan de lo que se supone que es la lógica clásica más estricta. En ambos casos, al principio y al final, Cecilia mira a cámara y relata su historia en primera persona, interpelando al espectador. Al principio comenta brevemente su vida y dice que es una vida feliz, pero que no siempre lo fue. Acto seguido invita al público a remontarse en el tiempo y conocer los pormenores de su matrimonio y su vida laboral. A partir de allí comienza a desarrollarse la historia de la pareja. Al final, se cierra el flashback con una nueva imagen de Cecilia mirando a cámara. Ella entonces hace unos comentarios finales a los espectadores para el desenlace completo de la historia.

De esa manera, el borrado de las marcas de enunciación que se supone característico del cine clásico se anula momentáneamente, al comienzo y al final de la película. La clásica “ventana al mundo” que invita al espectador a asomarse y observar, se torna de pronto en espejo que devuelve la mirada. El lugar de los espectadores pasa a ser directamente interpelado, en un cruce de miradas que atraviesa el cristal de la pantalla. Se disuelve de ese modo lo que, en teatro, a propósito de la planta escénica italiana tradicional, se ha llamado cuarta pared: aquella que separa el mundo de la representación del lugar donde habitan los espectadores. Así, el espacio de la representación se funde con el de los observadores.

Por otro lado, y retomando a Heath (1981), si se busca identificar a los personajes que dirigen la mirada en la película, aparecen dos niveles. En un primer nivel puede ubicarse a Cecilia, encargada de inaugurar y clausurar el relato dirigiéndose a los espectadores de modo directo, al explicar quién es ella y en qué consiste su historia. Pero en un segundo nivel, una vez que la historia se remonta en el tiempo gracias al flashback que se desencadena, los personajes que conducen la mirada son Cecilia y Edmundo, de manera alternada. En un principio, de hecho, es él quien guía al espectador, más que ella. Mientras Edmundo acapara la pantalla, Cecilia aparece siempre corriendo de un lugar a otro porque su trabajo se lo exige. La cámara construye la idea de abandono al mostrara Edmundo solo en el cuadro, mientras su mujer sale sistemáticamente fuera de los planos.

El fuera de campo es el espacio de Cecilia durante buena parte del filme. Luego, ella va ganando protagonismo y los espectadores logran acceder de cerca a su universo, muy marcado por su profesión. La cámara muestra entonces a Cecilia en su estudio, o en su propia casa manteniendo reuniones laborales con socios. El espacio de Edmundo, por el contrario, es la casa, pero en el sentido más hogareño: el tiempo que pasa allí está siempre dedicado a la vida familiar. Y a pesar de que él también trabaja, el lugar físico donde lo hace no tiene representación visual. Edmundo menciona su trabajo, pero los espectadores nunca llegan a ver ese espacio en la pantalla.

La inversión de los roles masculino y femenino dentro del sistema de personajes implica sin duda un juego con las expectativas de los espectadores, construidas a partir de convenciones genéricas. A ello se le suma el hecho de que el relato está enmarcado por la explicitación de la relación observadores-observados, propia del cine como espectáculo visual. La combinación de ambas características crea una fisura en el supuesto orden perfecto del modelo clásico que, a pesar de mantenerse en pie, llama la atención por estas eventuales “desviaciones”.

Conclusiones

Tras un breve recorrido por los principales estudios sobre el cine clásico y por estas dos obras, se puede afirmar que tanto La trampa como Cosas de mujer son filmes cuya estructura básica responde a lo que diversos teóricos e investigadores han denominado cine clásico. El estudio en detalle de esas películas, sin embargo, permite advertir la presencia de operaciones de puesta en escena que desafían las características de ese cine, como el desequilibrio en las proporciones, la ruptura de convenciones genéricas, la mirada a cámara de los personajes, la ausencia de frontalidad, la referencia al propio medio cinematográfico y la explicitación de la instancia de enunciación. En ambos casos, los puntos de vista de los narradores, tanto los implícitos como los explícitos, se tornan repentina y momentáneamente visibles. De esta manera, desafían la pretendida “transparencia” del cine clásico.

Estos filmes permiten pensar, entonces, en la necesidad de producir conceptualizaciones más complejas acerca de las características del cine clásico producido en América Latina, que contemplen los diversos matices desarrollados con el correr del tiempo. Otras películas argentinas de la época, como Hay que educar a Niní (Amadori, 1940), El fabricante de estrellas (Romero, 1943), Eclipse de sol (Saslavsky, 1943) o La cabalgata del circo (Soficci, 1945) presentan características similares a las de La trampa y Cosas de mujer. Esto demuestra que fueron varias las producciones del período que mostraron elementos autorreflexivos, en cuyo estudio es preciso ahondar.

En este punto pueden resultar valiosas las observaciones de González Requena (2006) respecto del cine clásico hollywoodense y sus transformaciones. El investigador propone la categoría de cine manierista para aquellas producciones que, sin quebrar completamente la lógica clásica, presentan signos de corrimiento. De ese modo, afirma lo siguiente:

Creemos oportuno hablar de manierismo para nombrar estas nuevas formas de escritura cinematográfica, pues su posición con respecto al modelo clásico es notablemente próxima a la del manierismo histórico frente al canon clásico renacentista: no solo vigencia, sino incluso perfeccionamiento sofisticado de los procedimientos formales introducidos por los clásicos; pero, a la vez, alejamiento y desconfianza creciente hacia el universo simbólico -y el orden de valores-de aquellos. Si el texto clásico -renacentista o hollywoodiano-se centrara sobre el acto nuclear del relato mitológico que representara, los textos manieristas, en cambio, sin prescindir todavía totalmente de esos relatos, tienden, en cambio, a desplazar de su centro ese acto -el acto necesario del héroe en el que cristalizaba el sentido del relato-, para focalizarse sobre un acto de una índole del todo diferente: el acto de escritura, el alarde formal de un cineasta que anota así su distancia -y su emergente descreimiento-hacia el sentido que emana del relato que enuncia (González Requena, 2006, p. 5).

Otros autores, como Carlos Losilla (2003) y Eduardo A. Russo (2008), también han manifestado en los últimos años su interés por la revisión del concepto de cine clásico. Losilla se dedica específicamente al cine clásico de Hollywood y señala las limitaciones de los enfoques tradicionales sobre ese cine, en particular los de Bordwell et al. (1997) y Burch (1991). Reflexionando sobre los trabajos de estos investigadores, el autor afirma:

David Bordwell, en El cine clásico de Hollywood, legitima el estilo “clasicista” e incluso le otorga un período dinástico (1930-1960), sin apenas preocuparse por las distintas corrientes subterráneas que transitan ese vasto océano. Del mismo modo que los cinéfilos han inventado el Hollywood de la nostalgia, el mundo académico ha hurgado en su chistera para dar forma a un cine clásico entendido como sistema cerrado de escritura, la variante principal de lo que Nöel Burch llamó Modo de Representación Institucional. Incapaz de ajustarse a esos baremos, el cine americano de esa época es multiforme y variado, incluso pone en duda que alguna vez existiera en su seno un canon clásico (Losilla, 2003, p.12).

Russo (2008), por otro lado, se propone como objetivo “interrogar algunas formas, estilos y funciones que en el campo del cine han sido, y suelen serlo aún, considerados clásicos” (p. 11). El autor señala asimismo la frecuencia con la que los investigadores se refieren al cine clásico cuando en realidad suelen abocarse al estudio puntual del cine clásico de Hollywood. Es por ello que decide centrar su trabajo tanto en el cine norteamericano como en otras cinematografías del mundo, entre las que se cuentan la alemana, la soviética y la japonesa.

Tanto los aportes de González Requena (1985, 1986, 2006) como los de Losilla (2003) y los de Russo (2008) pueden resultar valiosos para repensar el concepto mismo de cine clásico en el contexto latinoamericano, un área geográfica frente a la cual los investigadores de ese cine hasta el momento se han mostrado esquivos. El estudio de La trampa y Cosas de mujer, desarrollado en el presente artículo, ha intentado dar un paso en esa dirección.

Referencias

Bordwell, D., Staiger, J., y Thompson, K. (1997). El cine clásico de Hollywood. Barcelona, España: Paidós. [ Links ]

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1Las categorías de MRP y MRI fueron luego criticadas, sobre todo porque implicaban una idea de “evolución” que postulaba al MRI como el modelo más acabado. Sánchez-Biosca (1990), por ejemplo, criticó a Burch por considerar al MRI el modo más pleno y el referente desde el que comparar otros modos. Por su parte, Bordwell et al. (1997) criticaron el uso del término “primitivo” por su carácter peyorativo.

2El término plano designa, en una de sus acepciones, modos típicos de distancias de encuadre. Eso da lugar a una escala en la que se encuentran, por ejemplo, el plano general, el plano americano, el plano medio y el plano detalle. Para una definición precisa de estos términos, véase Russo (2005).

3La traducción al español de las citas de Heath (1981) en este artículo fue realizada por Vanina Leschziner para la cátedra “Análisis de Películas y Crítica Cinematográfica”, de la carrera de Artes (Universidad de Buenos Aires).

4En Francia, Rigaud actuó en Quatorze Juillet (Clair, 1933) y Divine (Ophüls, 1935); en Italia, participó en Abbandono (Mattoli, 1940) y en Argentina fue parte de producciones como Vidas marcadas (Tinayre, 1942) y Dieciséis años (Christensen, 1943).

5Publicada originalmente en 1942 con el título Something nasty in the woodshed.

: de ; Recibido: 29 de Abril de 2017; : de ; Aprobado: 13 de Junio de 2017

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