Introducción: cómo proponemos “seguir” al agua
Este trabajo realizará un recorrido por algunas de las formas que adopta el ciclo hidrosocial en la ciudad y valle de Catamarca (Argentina) en diversos momentos históricos, mediante la estrategia de focalizarnos en un tipo particular de prácticas que, sostenemos, operan como condensadoras de sentidos y permiten por lo tanto caracterizar los modos de relación con el agua en distintos períodos: las prácticas de apaciguamiento de las aguas. Con este término “apaciguar” nos referimos a la tarea de reducir los comportamientos excesivos de ríos y lluvias: la sequía o la inundación, dos estadios del régimen hídrico marcadamente estacionales y que a lo largo de los siglos le han granjeado el calificativo de “enemigos” (siglo XVII) y “rebeldes” (siglo XX), entre otros, a los ríos catamarqueños.
Este artículo está basado en los resultados de dos investigaciones que se interrogan por las relaciones entre humanos, no humanos y aguas en el valle de Catamarca, con un enfoque de antropología histórica. La primera se focalizó en el período colonial (siglos XVII-XVIII); la segunda abarcó los siglos XIX y XX1.
Metodológicamente, ambas investigaciones se basaron en la idea de rastrear controversias hidrosociales. Las controversias son definidas por Latour (2008) como instancias de disputa en las cuales se ponen en juego argumentos que son también visiones de mundo, visiones acerca del lugar que ocupan ciertos no humanos (en este caso, las aguas) en él y acerca del modo legítimo o deseable de relacionarnos con ellos. Trabajar con controversias en una investigación documental implica, por lo tanto, seleccionar textos de tipo descriptivo-argumentativo, en los cuales este despliegue de argumentos sea posible, y también seleccionar eventos en los cuales los actores entren, efectivamente, en disputa unos con otros.
Por otra parte, la idea de rastreo, propuesta también por este autor, apunta a seguir a aquellas entidades que emerjan o aparezcan, para tomar una categoría nativa, en las controversias y seguirlas a donde nos lleven. En términos concretos, esto implica que para la descripción de los ciclos hidrosociales recurriremos a aquellas entidades (esperadas o no) que aparezcan como significativas en las controversias e intentaremos rastrear y describir sus vínculos con otros actores, conformando una red de seres humanos y no humanos, prácticas y sentidos en torno al agua.
La tarea de rastrear como premisa metodológica ha sido también propuesta y desarrollada por Carlo Ginzburg (1996, 2010) desde una perspectiva específicamente historiográfica. Ginzburg plantea al rastreo, también, como la tarea y la disposición “venatoria” de seguir hilos e indicios, quizás inesperados, que por iteración o por analogía nos conducen hacia objetos esquivos y al mismo tiempo, definen esos objetos de modos nuevos. Por ejemplo, las prácticas actuales de rogativa a Santa Bárbara en algunas regiones de la provincia de Catamarca (Bussi, 2015) redefinen quizás nuestras preconcepciones acerca de los modos en que sujetos del siglo XXI se vinculan con las aguas, o al menos, sitúan y enriquecen la red local de relaciones hidrosociales. El rastreo, sistematizado, constituye para una antropología histórica lo que la descripción densa es a la etnografía, según el planteo de Ginzburg y otros autores que trabajan en los bordes disciplinares entre antropología e historia.
Este dossier, sin embargo, invita a trabajar específicamente desde las perspectivas de la ecología política. Es relevante en ese sentido hacer notar que la obra de Latour, mencionada antes, está vinculada con esta propuesta teórica, como veremos a continuación. Constituye en este sentido una propuesta metodológica que consideramos pertinente y potente para articular los enfoques de la ecología política con las especificidades de la investigación histórica. Al respecto, cabe destacar que Eric Swyngedouw (2014) retoma a este mismo autor a la hora de pensar una ecología política centrada en el análisis de procesos diacrónicos, o del pasado. En ambos autores, un punto teórico-metodológico central es la idea de tratar a las materialidades como actores, más precisamente “actantes”. En el caso de Swyngedouw, existe una importante continuidad entre la idea de agencia de las materialidades y la de “inercias espaciales”, más habitual en el vocabulario geográfico (Santos, 2000). Es el carácter material de los territorios el que permite que a través de ellos se expresen relaciones de fuerza que continúan actuando incluso cuando las condiciones que originalmente los produjeron se transforman. Un buen ejemplo de esta clase de agencia de las materialidades son las redes ferroviarias: tendidas entre fines del siglo XIX y comienzos del XX, estas vías férreas conformaron una matriz de circulación de bienes y personas, direccionaron la producción, determinaron zonas de pobreza y riqueza, de relegamiento e inclusión, y el efecto de su accionar es visible hasta nuestros días, gracias a su enorme capacidad para “anclar” materialmente relaciones de poder. En el caso de la TAR, a estas consideraciones se suma la posibilidad de pensar específicamente en que las cosas se comportan de un modo que les es propio y eso gatilla consecuencias, o hace hacer cosas a otros actores, entre ellos los humanos. Esta consideración es particularmente importante para pensar los modos en que se tejen los vínculos con los regímenes hídricos, particularmente aquellos, como el catamarqueño, que tienden a hacer sentir marcadamente su presencia mediante comportamientos excesivos, o en términos nativos, “rebeldes”: la sequía y la inundación.
A partir de lo dicho pretendemos realizar una descripción, lo más densa posible (sensu Geertz, 1988), de tres modos de relación con el agua situados en tiempo y espacio; desplegados como una red de vínculos entre actores humanos y no humanos (Latour 2008). Esperamos poder definir, con ese ejercicio, algunas transformaciones, permanencias y características de las relaciones hidrosociales en el valle de Catamarca.
Es importante señalar un sesgo en cuanto a los actores cuya palabra fuimos capaces de recoger: como sucede a menudo en la investigación histórica, nuestras evidencias están construidas a partir de la lectura, selección y análisis de fuentes documentales recuperadas del Archivo Provincial de Catamarca y el Archivo General de la Nación. Se trata, por lo tanto, de documentos producidos por y para las elites locales o la burocracia estatal. Aun así (o justamente por eso) consideramos que poder identificar transformaciones en las formas de vinculación con el régimen hídrico catamarqueño es relevante: estos actores están íntimamente involucrados en los proyectos hidrosociales, tienen gran capacidad de acción y transformación territorial y su modo de entender las aguas afecta de forma significativa al anclaje material de las relaciones de poder en el territorio.
Ecología política, enfoque histórico y ciclo hidrosocial
Las relaciones entre agua y territorio constituyen uno de los tópicos centrales de un conjunto de producciones englobadas como “Ecología Política”, pese a su gran diversidad interna (Alimonda, 2011). Las investigaciones que se adscriben a esta línea de interrogantes, en general transdisciplinares pero fuertemente atravesados por preguntas geográficas, se caracterizan por considerar las cuestiones, problemas y relaciones “ambientales” como indivisibles de cuestiones, problemas y relaciones “sociales”.
El término “hidrosocial” es utilizado a menudo en las investigaciones de ecología política para referir a una “configuración” o “ciclo”, definidos de diversas maneras según los autores. Algunas de las formas más aceptadas de la expresión consideran a las configuraciones hidrosociales como la inseparable relación establecida entre las transformaciones de y en los ciclos hidrológicos y las relaciones de poder político, económico y cultural (Swyngedouw, 2017), como las relaciones de continuidad entre flujos de agua y flujos de poder (Meerganz von Medeazza, 2016), o como “el ejercicio de poder hídrico” entendido como “las diversas estrategias utilizadas por diversos actores en relación al control del agua, ya sea el Estado, por medio de sus respectivas instituciones, u otros actores sociales, utilizando para este fin la construcción de infraestructura, la difusión de discursos legitimadores, (…) políticas de “desarrollo” económico y social, entre otros mecanismos” (Rodríguez Sánchez, 2017, p. 29).
Las líneas de pensamiento que emparentan este trabajo con la ecología política se vinculan entonces con la idea de estudiar ensamblados socionaturales, considerar la agencia como una propiedad que circula y se construye entre personas y materialidades y en focalizar la atención en problemas socioespaciales vinculados a “cuestiones ambientales”.
Estas consideraciones son relevantes para nuestro planteo porque a lo largo de los próximos apartados veremos cómo el régimen hídrico, el comportamiento de las aguas, juega un rol central en la forma en que las personas se vinculan con ellas. Tildados de “enemigas”, “temperamentales” y “rebeldes”, los ríos catamarqueños serán combatidos, domados o apaciguados mediante diversas prácticas, que involucran distintas visiones acerca de los modos legítimos o ilegítimos de interactuar con el medio. Estas redes de prácticas son, también, ejercicios de poder sobre personas y aguas. Describiéndolas, sin embargo, pretendemos interrogarnos acerca de las distintas concepciones de entorno y de poder que están imbricadas en ellas. En este sentido, prestaremos atención a las discursividades como generadoras de territorialidad. En palabras de Rausch (2016, p. 11), “esto responde a la capacidad que ellos tienen para seleccionar, redistribuir y poner en juego sujetos, objetos y estrategias de poder, estableciendo los límites de lo posible, y en el ejercicio de su hegemonía, definiendo aquello que se considera verdad”.
Pasemos entonces a las aguas catamarqueñas y las formas en que han sido apaciguadas o reguladas a lo largo del tiempo.
Construcciones de pasado
El territorio catamarqueño ha contribuido activamente a producir una serie de objeciones al esquema que relaciona linealmente hidráulica y Estados, desigualdad social y centralización del poder. Atendiendo no a la escala de una extensa red de canales, sino a su forma y a otras materialidades asociadas (las casas, las tierras de cultivo), las investigaciones arqueológicas de Quesada (2006) relativas a infraestructuras hidráulicas prehispánicas permiten sostener que lejos de facilitar la desigualdad social, los sistemas de riego pueden ser integrados en otro tipo de esquemas de relación entre personas, entorno y materialidades: si muchas personas tienen acceso independiente a los cursos de agua, en forma de una red no jerarquizada de canales, es posible pensar que las relaciones entre esas personas igualmente no eran reguladas por una autoridad centralizada, sino por una comunidad básicamente de iguales.
Esta cuestión se asocia a otra preocupación de los trabajos de este autor, que tiene que ver con la extensión del concepto de “periferia” o “margen” a los estudios arqueológicos. Quesada señala que el tratamiento arqueológico del territorio catamarqueño reproduce una narrativa de esta área como “margen” de la zona andina, llevando a las interpretaciones del pasado arqueológico una comprensión de los espacios regionales y suprarregionales en términos de centros y periferias que es cuanto menos susceptible de una revisión crítica. El anacronismo de los imaginarios geográficos a partir de los cuales se ha interpretado el pasado de la región sin duda no es casual, sino que responde a un largo encadenamiento de operaciones de colonización de los imaginarios espaciales:
Hay, al menos, dos supuestos que actúan en la base de estos tópicos. Por un lado, la idea de que la naturaleza realmente se ordena según franjas altitudinales y no que esta manera de concebir el ambiente es una construcción cultural con orígenes históricos concretos y sentidos políticos claramente identificables. El otro supuesto, particularmente poderoso en la arqueología del noroeste argentino, es que la espacialidad de los procesos históricos se organiza en geografías políticas caracterizadas por la existencia de centros y periferias (…) como una sucesión de procesos sociales que se articulaban en torno a “polos de desarrollo”. (p. 438) Quesada, Gastaldi y Granizo, 2012
En nuestra propia investigación, pese a situarnos en otros sectores de la provincia de Catamarca y no trabajar con casos arqueológicos, hemos encontrado evidencia de situaciones similares: comunidades de regantes con accesos independientes al agua del río pueden sostener extensas redes de infraestructura hidráulica, y mantener relaciones de relativa paridad entre ellos, sean o no parte de una “sociedad desigual” o de alguna forma de “Estado”. En línea con los postulados conceptuales que presentamos en el apartado 1, la arqueología catamarqueña nos invita nuevamente a una exploración de las formas locales y situadas en el tiempo de construir espacialidad: “Quizás sea oportuno confrontar aquellos modelos generales que ordenan y jerarquizan los espacios a priori con las formas históricamente particulares en las que estos son construidos localmente.” (Quesada, Gastaldi y Granizo, 2012, p. 452).
Asimismo, las investigaciones etnográficas poseen un gran potencial para cuestionar imaginarios geográficos largamente arraigados en nuestro pensamiento. Un aspecto clave largamente destacado por Escobar (2010) es que la etnografía como método obliga a realizar una operación que diversos autores consideran básica para la descolonización del pensamiento geográfico: la localización de las experiencias espaciales, herramienta clave para volver a “espacializar el espacio” situándolo al margen de la geometría imaginada desde la línea del tiempo-progreso (Massey, 1999).
Al hablar de actos de “localización”, entonces, estaremos pensando en diversas prácticas espaciales no sólo como prácticas “situadas” sino como prácticas que sitúan, que particularizan los espacios. En ese sentido la “espacialización del espacio” permite y habilita metodológicamente a localizar el pensamiento: “llevar a serio” los mundos que aparecen a nuestros ojos como “locales”, y considerarlos en plano de paridad epistemológica. Estas versiones de qué es el territorio, o qué son las relaciones entre personas y entorno, personas y agua, no serán tratadas entonces como “creencias” sino como realidades (Viveiros de Castro, 2010). En ese sentido, la idea de “localizar el espacio” intenta abordar el carácter plural y disputado de las epistemologías involucradas en construir territorio.
Un trabajo que deseo rescatar como antecedente directo de esta investigación es la etnografía llevada adelante por Bussi (2015) en la provincia de Catamarca, en el vecino valle de Ambato. Interesado en las relaciones que los habitantes de Los Castillos establecen con diversos fenómenos meteorológicos, Bussi arriba a conclusiones que pueden considerarse “parientes” de este trabajo, en tanto se preocupa por los modos en que son imaginados el espacio y fundamentalmente el tiempo en esta localidad. Su etnografía nos conduce por las diversas connotaciones de la seca como una categoría que expresa la disminución de las intensidades del mundo presente respecto a un pasado “más pobre”, “más rico”, “más virtuoso” y “más peligroso”, mientras el futuro remite a la disminución de los términos del mundo: “el tiempo está cansado” y los vínculos con el agua (con la lluvia) resultan más arduos que nunca de mantener. El lenguaje de la seca expresa en este lugar particular una relación entre el espacio y el tiempo, la amenaza constante de un agotamiento de las relaciones que ha de ser combatido para sostener el mundo (local o no).
La seca no podría limitarse ni a una situación ambiental ni a un espacio de narraciones sobre el paso del tiempo, sino que se adecúa mejor a un enmarañado transversal a diversos aspectos de la vida local, inhibiendo una división clara entre un mundo natural y otro social. Esto quiere decir que el concepto de seca es a la vez más-que-ambiental y más-que-social, traspasando lo atmosférico y lo histórico hasta desdibujar dichos tabiques (p. 324). (Marconetto y Bussi 2018
En este trabajo, los autores también destacan una relación que se emparenta con nuestro planteo: los vínculos entre imaginarios de pasado y aridez en arqueología, no pensando ya en los trabajos clásicos que mencionamos antes sino en la construcción de narrativas arqueológicas del pasado americano donde las condiciones hídricas, la sequía y el fuego han sido concebidos y discutidos en tanto agentes productores de desigualdad social y también de los “colapsos” civilizatorios que siguen a ésta.
Las relaciones con el agua en este contexto están imbuidas entonces de una significación particular que las emparenta con la temporalidad y sobre todo con los imaginarios del pasado y el futuro. Este punto será fundamental para explorar qué sucede con la seca, o la aridez, como son nombradas en los siglos XIX y XX, en el valle vecino y en el marco de otras relaciones, no necesariamente meteorológicas.
Procesiones, avenidas, sacralidades
El Valle de Catamarca constituye el ingreso más oriental a los Valles Calchaquíes. Durante las guerras entre indígenas y colonizadores, constituyó un reducto de ocupación española, dada la abundancia de su población, que defendió encarnizadamente la zona. Es regado por el único río de abundante caudal del territorio catamarqueño, el Río del Valle, y durante el siglo XVII su población creció de manera sostenida, asentada fundamentalmente en haciendas y chacras, algunos de cuyos dueños residían temporalmente también en un pequeño pueblo, denominado “Pueblo del Valle”, ubicado en la margen derecha del río.
San Fernando del Valle de Catamarca constituyó el séptimo intento de fundar un asentamiento urbano con continuidad en el tiempo en la zona de los Valles Calchaquíes, actual noroeste argentino. Los diversos intentos previos de fundar una ciudad en los valles occidentales habían fracasado sistemáticamente por la acción combinada de la resistencia indígena y el régimen hídrico: las fundaciones que no fueron atacadas padecieron de sequías e inundaciones que, junto con la preferencia de los pobladores españoles por la vida en haciendas, desarticularon las posibilidades efectivas de que una ciudad prosperara (Ardissone, 1941; Bazán, 1996; Brizuela del Moral y Acuña, 2002).
Pese a la fundación formal de la ciudad en 1683, el asentamiento no existe materialmente hasta diez años después. En ese período se continúa una larga discusión acerca de las características del río y la ubicación deseable de la ciudad. Este debate operó como canalizador de disputas de poder entre vecinos, al tiempo que da cuenta de un proceso de aprendizaje por parte de los colonizadores en los cien años precedentes: la mayor parte de las ciudades fundadas en la región del Tucumán, sino todas, sufrieron el régimen de crecientes de los ríos y fueron arrasadas por ellos o convivieron con los ciclos de sequía e inundación de maneras conflictivas (Ardissone 1941, Palomeque, 2009).
Podemos hacer aquí una primera apreciación conceptual acerca de la ciudad. Si bien el carácter jurídico-administrativo de las ciudades es una característica específica de los asentamientos españoles del Antiguo Régimen, y en particular de las ciudades coloniales, no es menor destacar la necesidad de que, en ese contexto, sean necesidades de tipo jurídico las que lleven al posterior establecimiento material de la ciudad, y que el carácter jurisdiccional de ésta pueda perdurar inclusive si materialmente la ciudad fracasa.
Otra cuestión que se desprende del relato anterior es que resulta dificultoso hablar de la ciudad de Catamarca sin hablar de las dinámicas regionales que la vinculan a otros asentamientos: la ciudad, desde su origen, surge como expresión espacial de un conjunto de fuerzas socioambientales que la preceden y explican, en cierta medida, su existencia: el río, que la diferencia de sus predecesoras occidentales al tiempo que marca una historia de conflicto entre el modo de asentamiento español y el régimen hídrico regional; la Virgen, que opera como agente territorial para consolidar los sentidos de pertenencia al Valle y a la ciudad, como veremos a continuación; la red de asentamientos a los que se vincula como “cinturón” de contención de espacios y gentes hostiles localizadas en la región occidental (Ardissone, 1941). Esto no está escindido de la estrategia de asentamiento y colonización propuesta por España para efectivizar su dominio territorial: las ciudades debían funcionar como nodos de una malla amplia, que se densificara progresivamente y que permitiera incidir sobre un territorio de gran magnitud (Areces, 2000).
Las ciudades coloniales son entonces entidades espaciales complejas. No constituían solamente una forma material de instalación humana, sino (y a veces, sobre todo) ordenamientos de poder que otorgaban a representantes de las elites locales posibilidades de actuar con cierta autonomía respecto a unidades mayores en sus asuntos cotidianos. Proponen además un modo de habitar y un modo de asentamiento, a través de los cuales se jerarquizan respecto de su entorno de formas muy concretas: disponiendo del agua con preferencia sobre regantes previos ubicados río arriba, estableciendo una relación entre derecho o posibilidad de residencia urbana y estatus social (los miembros del cabildo tienen obligación teórica de vivir en la ciudad), y tornándose centros de gestión jurídica de las relaciones (territoriales o no) del espacio bajo su control. También se constituyen en localizadores de lo sagrado: están consagradas a una entidad divina específica (en nuestro caso, la Virgen del Valle de Catamarca), lo cual las jerarquiza respecto de espacios sin estatus de ciudad y las convierte en sede, interlocutoras y espacios de interacción con esas entidades.
Es en ese contexto que la rogativa y la procesión aparecen como prácticas fundamentales de relación con el agua. Éstas enlazan a dos no-humanos fundamentales, agentivos, el agua y la Virgen del Valle, y procuran movilizarlos a partir de una serie de prácticas rituales (la misa, el desplazamiento, el “sacar” la figura sagrada y trasladarla) y sociales (la procesión involucra necesariamente a las autoridades locales, tanto clericales como monárquicas) que tienen como espacios protagónicos a la ciudad y al vecino espacio de la gruta de esta Virgen. La sequía o la inundación movilizan, así, una amplia red de relaciones que debe ser puesta en movimiento para regular el comportamiento de las aguas locales. Son también evidencia (siempre equívoca) de las buenas o malas relaciones entre entidades divinas y humanos, relaciones movilizables, también, con fines políticos.
Destacando esto último, cabe decir que no hacemos esta afirmación de forma ingenua: lejos de romantizar una vinculación “sagrada” con el agua, es necesario destacar que atribuir agencia sobre las aguas a vírgenes y santos no es una práctica inocente, sino que también implica la legitimación de una serie de actores mediadores que pueden motorizar el favor o el disfavor de estos seres: los eclesiásticos en primer lugar, pero no solamente, dado que la autoridad real-estatal colonial se supone de origen divino. Decir que el agua debe ser apaciguada mediante prácticas asociadas a lo sagrado no implica entonces desconocer que lo sagrado es, también, parte de un ciclo hidrosocial específico, que forma parte de una lógica desigual.
Para establecer un contraste con lo que sigue, quisiera destacar un aspecto de interés: la “seca” es usualmente entendida como un fenómeno que se debe gestionar “hasta que la Dibina Magestad nos socorra”2. No se asocia a un “destino” ineludible: esto ocurrirá en años posteriores, como veremos a continuación. Al igual que la inundación, aunque registradas como eventos periódicos, no son consideradas inevitables, por el contrario, existen acciones humanas específicas que deben movilizarse para mantenerlas bajo control. Estas acciones, como hemos dicho, operan en dos órdenes: el de los vínculos con las divinidades y el de las operaciones de reparto, regulación y gestión del agua de las que nos ocuparemos a continuación.
Canalizaciones: jerarquías, doma y Estado
Hemos dicho que en el período colonial las prácticas de regulación del comportamiento de las aguas transcurrían por dos canales: la rogativa y el reparto. La primera de ellas, que hemos analizado en el apartado anterior, vincula a las aguas con entidades agentivas no humanas y con los vericuetos de la política local, al tiempo que jerarquiza el espacio urbano respecto de su entorno. Esto mismo es cierto para las prácticas de canalización y reparto: el registro de medidas tendientes a regular el uso del agua en épocas de sequía suele aparecer en estos términos:
Acordamos que allandose como se halla el vecindario que secandose las partes Ynferiores del rio y que con la notable seca se halla su cause seco de modo que los dichos vecinos no hallan agua para dirigir por sus vacatomas a sus labranzas acrecentando esta escasez por estar las tomas de arriba sacando de dicho rio crecidos (números) de aguas dejando a los vecinos de abajo en grandes urgencias y necesidad con ruina de sus haciendas y para el remedio que se socorran mandamos que se obserbe las tandas que en tales circunstancias se han practicado dexando correr el agua para abajo por ocho días y por otros ocho la alcen los de arriba y que se guarde hasta que Dios Nuestro Señor provea de Socorro (…)3
La administración del riego a lo largo de los dos siglos de existencia de la ciudad colonial transcurre más o menos en esos términos: las jerarquías espaciales articuladas en torno al agua pueden resumirse como sigue:
Una primera relación jerárquica opera entre la ciudad y otros espacios: el arroyo del Tala, afluente del río que la abastece de agua, está vedado a los regantes aguas arriba de la toma para la ciudad. Esta prohibición, repetidamente incumplida, puede encontrarse en la documentación bajo la forma de órdenes periódicas para destruir las acequias y tomas “ladronas” ubicadas sobre el arroyo.
En segundo lugar, la ciudad inaugura, refuerza o sistematiza, quizás, una relación hidrosocial desigual con el pueblo de indios de Choya, ubicado aguas debajo de ella. Al igual que los regantes de “las partes inferiores del río” mencionados en las fuentes, este pueblo dependerá de la dudosa generosidad de los miembros del Cabildo para abastecerse de agua.
En tercer lugar, aparece la relación mencionada en la fuente que citamos, relación que excede a la ciudad (al menos como entidad física) y nos ubica en un panorama más general de jerarquías hidrosociales: los propietarios ubicados aguas arriba tendrán mejor acceso y mejores garantías de acceso al agua que aquellos ubicados en el curso inferior del río. Esto llevó, con el paso del tiempo, a una consolidación de las haciendas y propiedades de grandes familias en el curso superior del Río del Valle, observable a fines del siglo XVIII (Troisi Melean, 2012).
Un punto interesante a observar es el modo en que las prácticas de canalización y reparto de aguas se transforman durante los siglos XIX y XX. Un primer desplazamiento, sutil quizás, ocurre en el año 1818:
En la ciudad de Catamarca a los once días del mes de Abril de mil ochocientos diez y ocho años, habiéndose reunido en esta Sala Capitular de acuerdos públicos los Señores del muy Hble. Ayuntamiento (…) propuso entre otras cosas dicho señor Teniente, el proyecto utilísimo al País para el sostén e incremento de sus labranzas, de arvitrar el aumento de el agua del Río de las Chacras de ésta Ciudad, por medio de una excavación y limpia de las virtientes de donde desciende dicha agua, pues siendo como es notoria la abundancia de ellas sobre su origen, no se podía dudar el éxito de la empresa, de cuyo aumento resultarían indecibles ventajas al cultivo de los dilatados terrenos áridos, que se hallan valle abajo, y el mejor beneficio de los cultivados, procurando a la mayor brevedad embiar unos comisionados de inteligencia y prácticos al referido origen de el agua, a hacer una expeculación prolixa de su situación (…).4
Este fragmento registra la primera intervención directa realizada o proyectada sobre el río a fines de “arbitrar el aumento del agua”. La sesión del Cabildo de la que forma parte tiene características bastante cotidianas: no hay indicios de que la sequía sea extraordinaria o de que exista un estímulo especial para tomar esta medida. Más bien, creemos, algo se está transformando en el modo de pensar las relaciones con el río y el régimen hídrico regional. Durante los poco más de doscientos años desde la instalación de “chacras” en el valle de Catamarca, las prácticas frente a la disponibilidad de agua por parte de la población local se estructuraron en los dos frentes ya trabajados: la rogativa y la regulación del sistema de acequias y canales, su estructura y las disputas por el reparto de las aguas que circulaban por ellos. Intervenir directamente sobre el río para modificar su régimen es una idea de la que no hay registros previos.
En ese sentido, cabe destacar una observación realizada por Quiroga (2003): “la lógica de explotación colonial no consideraba la inversión en un incremento productivo que superara los tiempos de seca” (p. 317). Esta afirmación se confirma para el caso de la explotación agrícola en el valle de Catamarca durante el período colonial (Argañaraz, 2016), y puede considerarse complementaria a lo dicho arriba: la idea de aumentar la producción agrícola o de incrementar la cantidad de agua disponible no formaba parte de las lógicas de relacionamiento con el medio en el período colonial.
Si consideramos estos indicios como tales, nuestra atención se dirige entonces a rastrear cómo evoluciona esta idea de “intervención” sobre el río, de un gobierno procurando “arbitrar el aumento de agua de los ríos”.
Obras de potabilización, riego y relaciones escalares
Las décadas centrales del siglo XIX en Catamarca son inestables desde el punto de vista político y por lo tanto elusivas desde el punto de vista documental. Las Actas del Cabildo abarcan hasta 1826; a partir de ese momento la documentación gubernamental es poco sistemática: ingresamos en el período de las autonomías federales y las guerras civiles.
La cuestión del agua aparece más frecuentemente en juicios. A partir del análisis de esos documentos es posible deducir lo siguiente: las prácticas de reparto y rogativa no se modifican sustancialmente, sin embargo, a medida que nos acercamos a la década de 1870 las disputas por aguas comienzan a girar en torno a un nuevo factor, la propiedad privada e individual de la tierra y el agua. La creciente legitimidad de esta forma de propiedad llevará a la progresiva desestructuración de regímenes de propiedad colectiva asociados a los pueblos de indios, regímenes creados y contemplados (si no respetados) por el régimen colonial, pero para los cuales no había lugar en el naciente Estado moderno-oligárquico-liberal argentino.
Desde 1870 asistimos, entonces, a una consolidación no sólo del aparato jurídico y las formas de propiedad moderno-liberales, sino también de ciertos modos de vincularse con el agua en tanto “recurso” y “servicio” (Argañaraz, 2021). Este proceso tiene como primeras protagonistas a las ciudades, donde el agua será canalizada, filtrada y potabilizada para dar origen al “cuerpo urbano” civilizado y moderno. En este proceso, nuevamente, las aguas catamarqueñas parecen resistirse a los mandatos de la Modernidad: los aluviones de barro destruyen o desacreditan la eficiencia de filtros, cañerías e ingenieros nacionales, al tiempo que esta impureza del agua se constituye en metáfora y excusa potente para motorizar la discusión política:
Se ha descubierto que las cañerías de las aguas corrientes son producto nefando del régimen. De allí que en estos tiempos de la reparación no dejan circular agua sino barro líquido. Y no hay qué hacerle. La reparación se ha declarado incapaz de suplantar al régimen. Seguiremos ingiriendo barro en lugar de agua potable mientras subsistan esas malhadadas cañerías del régimen.5
Agua potable. Así llaman las geografías al agua que suministra el arroyo del Tala mediante los filtros administrados por la intendencia municipal. Desde hace varias semanas ingiere la población poco escrupulosa en materia higiénica el agua potable que la municipalidad cobra con todo apremio a sus envenenados para pagar los servicios de salubridad. Es curioso, harto curioso, la demora y cachaza, rayana en torpeza y falta de humanidad (…) en no subsanar urgentemente, como lo requiere la salud del público, el inconveniente de los filtros, en cualquier forma (valiéndose de cualquiera de los poderosos medios al alcance de los que queman mirra al señor Yrigoyen (…)6
Mi opinión respecto de los filtros no pudo ser más desfavorable, pues el material filtrante se encontraba completamente sucio, no habiendo sido limpiado ni renovado desde que aquellos fueron construidos, hace próximamente seis años (…)7
Estas citas permiten introducirnos a algunos aspectos relevantes de los vínculos con el agua en este período. En primer lugar, dentro de las prácticas de regulación del agua aparece la necesidad de gestionar su carácter potable, sano, “higiénico” para la población (que aparecerá pronto adjetivada como “consumidora” del ahora recurso). Sin embargo, en este trabajo propongo centrarnos en otro tipo de transformaciones, las ocurridas no en los vínculos con el agua “bebedora”, como la llamaban en tiempos coloniales, sino con el agua “regadora” de chacras y cultivos.
Respecto a esta segunda agua, durante las primeras décadas del siglo XX el estado nacional moviliza una serie de fuerzas (presupuesto, ingenieros, proyectos, burocracias y leyes) para realizar obras de riego en diversos puntos del país. El objetivo, a largo plazo, es realizar el sueño sarmientino de convertir a Argentina en un país agrícola, o lo que luego fue llamado la “pampeanización” de la Nación. En este marco las provincias áridas se tornarían un “otro interno” (Briones, 2004) espacial: las “escasas corrientes de agua que cuenta la Provincia de Catamarca” y que “hacen que su agricultura sea pobre”8 serán canalizadas, con presupuesto y planificación nacionales, a cuenta de los cánones de riego que deberán solventar los gastos realizados.
La propuesta del Estado Nacional fue entonces realizar obras de irrigación y, a cambio, tomar a su cargo la administración del riego y el cobro del canon. Nuevamente, una operación de centralización sobre la administración de las aguas y un fuerte (y oneroso) intento de jerarquización hidrosocial. Tomará más de una década apaciguar la rebeldía de los regantes, quienes se negaron repetidamente a pagar cánones de riego, probablemente con algún soporte político, dado que esta resistencia terminó (al menos en las fuentes) cuando la provincia fue intervenida en 1924.
Martín, Rojas y Saldi (2010) utilizan la idea de “domar” el agua como término que engloba diversos procesos asociados con el imaginario civilizatorio, pero también con una historia más larga de relaciones con el entorno atravesadas por la “conquista” y la colonización. La expresión de “domadores de agua” es una reelaboración sobre una categoría nativa que presumiblemente tiene su origen en el contrato del ingeniero César Cippoletti para trabajar en el extremo sur de América:
Ante la inicial resistencia del ingeniero italiano a emprender una empresa tan difícil en aquellos tiempos, Villanueva le habría expresado: Usted ha domado todas las aguas del mundo..., menos las que bajan del techo de América. Posteriormente esta denominación se difundió en distintos medios de comunicación y en la jerga y el imaginario regionales. (p. 160, nota al pie 1) Martín, Rojas y Saldi, 2010,
Los “domadores de agua” se constituyen en actores fundamentales de un proyecto que responde al ideario civilizatorio sarmientino, que inserta a Mendoza en el modelo agroexportador de manera “alternativa”, sometiendo a la fuerza de la técnica y la ingeniería a las aguas rebeldes de siglos pasados. Este modo de relación con el agua escasa y torrentosa de las regiones andinas del país servirá de inspiración para otras provincias del NOA, Catamarca entre ellas. Mendoza se constituirá en el “ejemplo” a seguir para completar la conquista de un desierto ya no (sólo) “bárbaro” sino fundamentalmente seco y por ende, “pobre”.
“Domar el agua” no es una prerrogativa exclusiva de los constructores de sistemas de riego. El papel de los ingenieros nacionales en la construcción de las ideas, materialidades y relaciones con el espacio del naciente Estado-Nación forma parte de un conjunto más amplio en el cual se insertan diversos humanos y no-humanos. La relación entre ingeniería y sanidad pública nos conduce también en la dirección de los microorganismos, los filtros, las muestras, los médicos higienistas y los partidarios de la hidroterapia, los urbanistas, las cañerías importadas desde Alemania o EEUU y muchos otros nuevos actores asociadas a la estatalidad.
Muchos autores han señalado que la Modernidad propone una cierta episteme, un modo de relación con el entorno basado en el par dominador-dominado (Massey, 2008; Descola 2012; Escobar, 2010). Esta episteme tiene además la capacidad de reducir la diferencia espacial a diferencia temporal: los espacios “otros”, secos, alejados, no europeizados o menos europeizados, se organizan en una gradiente atraso-adelanto. Así, la relación entre sequía, entendida ahora como una condición espacial objetiva, y pobreza, entendida como su consecuencia natural, lleva a que las regiones áridas no sólo queden relegadas de un proyecto económico-político pampeano sino además a que su “condena” sea considerada inevitable: una fatalidad, en términos nativos, o un “relato de inevitabilidad” en términos teóricos (Massey, 1999). En ambos casos, el diagnóstico es taxativo: si la aridez no es corregida, si los ríos no son “domados”, Catamarca está condenada a vivir en un presente-pasado que además se caracteriza por la pobreza.
Esta narrativa aparecerá más tarde como un mito o premisa: el “mito cómodo o infecundo de la tierra seca y sedienta que nada produce (…) la premisa de la tierra improductiva, reseca, sin agua”.9 Entendemos que la expresión mito puede resultar potente para poner en diálogo con las categorías que mencionamos antes: un mito es un esquema organizador del tiempo, de la práctica y de los modos de relacionamiento con el mundo.
La aceptación de estas “reglas de juego” vinculadas al tiempo y la aridez es contrarrestada en la década de los ‘60 por un tipo particular de materialidades: los diques. Participan también de una construcción discursiva asociada al milagro en el desierto, la mística y el renacimiento. Constituyen entonces un tercer modo de relacionamiento con las aguas, que opera dentro de la lógica moderna ya desarrollada, con algunas peculiaridades: existe la posibilidad de imaginar un “progreso atrasado”, una subversión parcial de la “condena” establecida por el modelo anterior, sin que eso afecte el esquema fundamental de organización de las relaciones entre tiempo, espacio y aridez.
Embalsar: diques y mitos
Se discutía en el Senado de la Nación la construcción de un dique en Mendoza. El Senador Arenas, representante de esa provincia, relató la siguiente anécdota. El empeñoso y activo Diputado por La Rioja, Dr. José María Jaramillo, después de largas y esforzadas gestiones, consiguió se construyera un dique de embalse en Malanzán. Se hizo el dique y no llovió en La Rioja. El ingeniero constructor, amigo personal de Jaramillo, le dirije un telegrama, concebido en estos términos: “Ya está el dique, ¿dónde está el agua?”. Jaramillo quedó apabullado con el telegrama y cariacontecido porque no llovía en su provincia. Pasó el tiempo y llovió torrencialmente en La Rioja, a tal punto de que la avasalladora creciente se llevó el dique. Entonces, Jaramillo toma la revancha e hizo este telegrama al ingeniero amigo: “Ya está el agua, ¿dónde está el dique?”.10
Esta anécdota, que forma parte de las memorias del senador Galíndez, publicadas en el diario La Unión, permite reconstruir algunos trazos de las discusiones llevadas adelante en las décadas de 1940, 50 y 60, fundamentalmente, respecto de los diques en las regiones áridas. Los diques fueron concebidos al mismo tiempo como tecnologías capaces de “llevar el progreso” a zonas que, por su aridez, se consideraban “condenadas a la pobreza”.
En este sentido, no es casual que el diario catamarqueño haya estado atento a las noticias relativas a la construcción de la represa de Asuán en Egipto, por ejemplo. Estas décadas verán también el nacimiento de una historia de la hidráulica como historia de la humanidad: los diques constituyen obras monumentales, verdaderos “templos de la civilización” (Radovich, 2011) y expresiones cúlmine de la narrativa de la “doma” con la que iniciaban los proyectos “civilizatorios” casi un siglo atrás (Martín, Rojas y Saldi 2010).
La conquista del agua como acción fundacional de la política-de los estados es en este momento parte de una narrativa en plena consolidación, que tiene el potencial de reposicionar a las “zonas áridas” como protagonistas del pasado imaginado de la civilización y por lo tanto como escenarios del Progreso, crecientemente reconvertido en Desarrollo, y de su actividad de conquista técnica del agua mediante las Obras.
Sin embargo, como expresa la cita inicial de este apartado, el régimen de los ríos y las condiciones del relieve parecían complotarse contra esta clase de proyectos. La idea de “ríos rebeldes” que citamos a continuación, remite a un tipo de vínculo con las aguas que se pretende homogeneizante, o al menos, deslocalizador: debería haber una cierta cantidad de agua, la suficiente para satisfacer las necesidades, proyectos económicos o caprichos humanos. Si no la hay, es por “error de la naturaleza” (Swyngedouw 2007), error que puede ser corregido mediante las tecnologías apropiadas:
Sabemos que el rendimiento de las perforaciones es limitado. De allí la necesidad de multiplicar el número de las ya existentes y de hacer funcionar las que, por las circunstancias señaladas, se hallan inactivas. Allá por el año 1942, una extensa zona de la Capital Federal se quedó sin agua debido a una “rebeldía” del Río de la Plata. ¿Y qué ocurrió? Que de inmediato se dispuso la excavación de numerosos pozos en los alrededores de la metrópoli. Se los proveyó de los equipos necesarios. Se instalaron cañerías. Y al muy poco tiempo, todo estaba resuelto, con o sin “rebeldía” del anchuroso Plata. ¿Por qué no puede hacerse algo parecido en Catamarca? No es posible que corramos el riesgo de quedarnos sin agua para beber. ¿Qué esas obras costarían mucho dinero? Eso y muchísimo más merecen la salud y el bienestar de nuestro pueblo.
Hacemos hincapié en estos términos porque nos hablan de un modo de relación con las aguas que hace a la conformación de relaciones desiguales de poder. Los ríos rebeldes han de ser domados, y particularmente aquellos que tienden a rebelarse anualmente, creciendo o amenazando desaparecer. Las mismas tecnologías de doma de los ríos pueden considerarse tecnologías de “doma” de la diversidad espacial, diversidad que involucra también a las personas: junto al proyecto hídrico de domar las aguas, las décadas de los 50-60 asisten a un proyecto social vinculado a los diques, la instalación de colonias agrícolas. Al margen de su éxito o fracaso, es interesante analizar las discusiones en torno al tipo de sujetos que se consideraban “dignos” o capaces de conducir a Catamarca hacia un nuevo estadio de prosperidad económica.
Se habla en particular del “verdadero campesino”, un arquetipo nuevo que busca alejarse simultáneamente del antiguo “mito de la indolencia, de la miseria voluntaria que se atribuía por comodidad a nuestros campesinos11” y esquivar lo que parece ser un nuevo sujeto indeseable para los proyectos desarrollistas: el “falso campesino”, venido de las ciudades y sin experiencia real en el campo.
Los sufridos pobladores de esta zona han regado durante años con los pequeños caudales que podían obtener (…). Con estas obras la Provincia de Catamarca planta un jalón más en el camino del aprovechamiento de sus recursos y del mejoramiento de su población trabajadora. (…) Los planes de reactivación bancaria, rara vez han cumplido en su totalidad el espíritu que los animó. Los propietarios de tierras, por lo general, las utilizaron como garantías para conseguir créditos destinados a actividades improductivas, disminuyendo de esta manera el monto de las carteras afectadas al cumplimiento de tales planes. Los únicos que quedaban fuera de ellos, eran los auténticos productores, que siempre llegaban tarde, desplazados por las gentes de las ciudades que quizás conocen el campo por referencias12.
Los “sueños hidrosociales”, como los denomina Swyngedouw para España, o los “mitos” de la aridez y el progreso asociado a los diques, son también propuestas de ciudadanía. El regante legítimo se torna en este contexto un protagonista del proyecto civilizatorio, desplazando al habitante de las ciudades y contraponiéndose al “campesino indolente”. Al tiempo, y pese a la persistente rebeldía de los ríos, los diques constituyen una poderosa tecnología de “doma” de aguas, territorios y actores. Su eficacia y su magnitud los convierte en verdaderos monumentos a la Civilización-Desarrollo que aún hoy, en el debate público, gatillan la misma observación de los catamarqueños del siglo XIX: “no cabe ante un concepto de civilización reaccionar en contra (de) un primordial factor de adelanto”13.
Conclusiones
A lo largo de este trabajo hemos procurado describir tres tipos de prácticas de apaciguamiento o regulación del régimen hídrico local en el valle de Catamarca: la rogativa, la canalización y el embalse. Éstas no deben ser entendidas en un sentido cronológico lineal: hasta hoy, las procesiones para pedir por lluvias forman parte relevante del repertorio de prácticas de vinculación con las aguas. La canalización existe en la zona desde tiempos prehispánicos, aunque la forma que adoptan las redes hídricas y los flujos de poder que circulan por ellas varía grandemente en el tiempo. La ejecución de (y la posibilidad de imaginar) embalses a gran escala, en cambio, sí es un fenómeno que podemos situar en momentos recientes: aparece en nuestro territorio de estudio desde la década de 1920.
Estas tres prácticas de regulación del comportamiento de las aguas, o de “apaciguamiento”, como elegimos llamarlas al inicio del artículo, pueden ser utilizadas como puertas de entrada para explorar distintos aspectos y transformaciones del ciclo hidrosocial en el valle de Catamarca.
En el caso de la rogativa por lluvias, queremos destacar tres aspectos de esta práctica: el primero, que coloca la agencia sobre el régimen hídrico en una entidad externa a los humanos pero que tampoco se corresponde con los mismos ríos. Esto es relevante porque las relaciones con la Virgen, “Dios Nuestro Señor” y otras entidades sacras requiere de (o habilita) mediaciones que involucran la vida política, la dimensión ritual y ciertas formas particulares de circulación espacial. Estas últimas forman parte a su vez de un conjunto más amplio de relaciones que jerarquizan el espacio urbano (en este caso, tornándolo “sagrado”) respecto de su entorno.
En el caso de las prácticas de canalización de aguas, hemos destacado el modo en que participan de diversas disputas hidrosociales. En ellas se definen espacios y sujetos deseables/indeseables, jerarquías mediadas por la posición respecto del flujo de aguas y disputas de centralización en las cuales se enfrentan aparatos estatales (el cabildo, la Nación) y poderes o influencias locales (regantes, gobierno local).
En tercer lugar, hemos hablado de la construcción de embalses, a mediados del siglo XX, como una práctica particular de regulación del flujo de las aguas. En ella, la “doma” de los flujos hídricos, ya presente en las prácticas hidrosociales del siglo XIX, toma otra magnitud. Los diques, materialidades monumentales, condensan estos sentidos asociados al control humano sobre las aguas y la corrección de los “errores de la naturaleza” en aras de la productividad agrícola. Es importante señalar que esta “mística”, contrapuesta al “mito de la aridez” trae aparejada consigo una selección de actores-regantes deseables, así como diagnósticos territoriales que vuelven a definir al espacio en términos de atraso-adelanto. Los diques reproducen, así, una lógica de periferización de las regiones áridas al tiempo que se presentan como la mejor herramienta para combatirla.
Como reflexión final, queremos destacar que el propósito de este breve recorrido no es tanto realizar un análisis exhaustivo, sino proponer una lógica de pensamiento, algunas herramientas metodológicas y algunos resultados significativos para pensar cómo podemos potenciar los enfoques de ecología política desde una perspectiva antropológica e histórica. Al respecto, creemos que los recorridos históricos a largo plazo, abarcando varios siglos, aunque corran el riesgo de ser imprecisos, permiten realizar una operación antropológica particularmente potente: situar en momentos cronológicos precisos y contextos particulares aquello que damos por hecho, por ejemplo, la afirmación “las provincias áridas son pobres”. Reconstruir las condiciones de emergencia de ese postulado y contrastar los tipos de relaciones con el agua y los imaginarios geográficos que los rodean es, quizás, una herramienta para multiplicar las posibilidades de pensar nuestro propio presente.