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Páginas de Educación

versión On-line ISSN 1688-7468

Pág. Educ. vol.6 no.2 Montevideo dic. 2013

 

EL ESTADO LAICO EN DEBATE:  LAICISTAS RADICALES Y UNA PROPUESTA DE MONOPOLIO ESTATAL DE LA EDUCACIÓN

 

Secular State debate: radical secularism and a proposed state monopoly of education

 

Carolina Greising*

 

 

Resumen. En 1927, en la ciudad de Buenos Aires, fue publicado el libro Los dogmas, la enseñanza y el Estado, cuyos autores fueron dos jóvenes figuras pertenecientes al sector del batlllismo radical: Julio César Grauert y Pedro Ceruti Crosa. El contenido polémico del libro ponía nuevamente en tensión uno de los temas más sensibles en el proceso de secularización del país, como fue el de la educación. Proponían, entre otros temas, el monopolio estatal de la educación primaria, con la consecuente abolición de la libertad de enseñanza y de los derechos de los padres a decidir la educación de sus hijos, así como una reforma de la familia y la sociedad. La radicalidad de las afirmaciones contenidas en el libro le valió el apodo, por parte de la oposición, de “plan batllicomunista” para la educación. Desde esta perspectiva polémica del libro, el presente trabajo se propone analizar algunos componentes del laicismo radical presentes en la obra en relación a la educación, expresión de la postura ideológica política de sus autores.

 

Palabras clave: educación, catolicismo, monopolio estatal de la enseñanza, secularización

 

Abstract. In 1927, in the city of Buenos Aires, the book Los dogmas, la enseñanza y el Estado (Dogmas, Teaching and State) was published. It was written by Julio César Grauert and Pedro Ceruti Crosa, two young figures from the radical wing of the political sector known as "batllismo". The polemic over the book's content aroused controversy yet again about education, one of the most sensitive issues regarding the secularization of the country. Among other topics, it was proposed that the State would have the monopoly over Primary Education, with the consequence of the abolition of the academic freedom and the parents’ rights to decide about their children’s education, as well as a reform in family and society. Part of the opposition parties said the book was “the batllicomunista plan” for education due to its radical statements. Given this controversial view of the book, this article aims to analyze certain components of the radical secularism in relation to the kind of education that the book proposes, and expresses the political ideology of its authors.

 

Keywords: education, Catholicism, State monopoly over education, secularization.

 

 

Recibido el 11 de noviembre de 2013

Aceptado el 22 de enero de 2014

 

 

Introducción

 

En 1927, en la ciudad de Buenos Aires, fue publicado el libro Los Dogmas, la Enseñanza y el Estado, cuyos autores fueron dos jóvenes figuras del escenario político uruguayo de los años veinte: Julio César Grauert y Pedro Ceruti Crosa. El prologuista del texto fue otro connotado hombre de la época: el médico psiquiatra Santín Carlos Rossi, quien sería designado presidente del Consejo de Enseñanza Primaria y Normal en enero de 1930, además haber sido electo diputado del batllismo y nombrado ministro de Instrucción Pública. Esta obra fue declarada por el Consejo de uso obligatorio en los institutos de formación docente.

Por las características de su contenido, la publicación tuvo varias repercusiones en el medio local. Por un lado, contribuyó a que sus autores fueran conocidos en el ámbito político por sus posturas radicales, las cuales consolidaron más adelante en la conformación de la agrupación política Avanzar. Por otro lado, generó fuertes rechazos entre los sectores católicos provocando un duro enfrentamiento que se manifestó a través de la prensa. En términos generales, el libro ponía nuevamente en tensión uno de los temas más sensibles en el proceso de secularización del país como fue el de la educación. Entre otros asuntos, los autores proponían el monopolio estatal de la educación primaria y la consecuente abolición de la libertad de enseñanza y de los derechos de los padres a decidir la educación de sus hijos, así como una reforma de la familia y la sociedad. La radicalidad de las afirmaciones contenidas en el libro le valió el apodo, por parte de la oposición, de plan batllicomunista” para la educación.

Desde esta perspectiva polémica del libro, el presente trabajo se propone analizar algunos componentes del laicismo radical presentes en la obra en relación a la enseñanza, expresión de la postura ideológica política de sus autores. Para dar cuenta de ello se ha optado deliberadamente por realizar un análisis exhaustivo del texto en cuestión destacando aquellas propuestas u opiniones radicales.

No fue casual que la publicación viera la luz en momentos de resurgimiento del segundo impulso reformista del batllismo con propuestas reformistas importantes y con actores políticos renovados respecto de la primera época. En este contexto, las figuras de Julio César Grauert y Pedro Ceruti Crosa se presentaban como integrantes del ala más radical del batllismo, incluso a veces traspasándolo.

La publicación y la pretendida circulación masiva del libro en los centros de enseñanza deben verse, además, dentro del largo proceso de secularización de la enseñanza, proceso que tuvo momentos de calma pero también de gran efervescencia. Una vez separada la Iglesia del Estado en 1918, el pleito por la enseñanza volvió a plantearse en términos radicales; esta publicación marcó uno de los momentos más álgidos pero también lo fueron los proyectos del ley sobre el control estatal a la enseñanza presentados por el Poder Ejecutivo y algunos legisladores batllistas, así como el denominado “proyecto silencioso” del Inspector de Educación Blas Genovese de 1932.

Podría afirmarse, entonces, que la embestida política conservadora a partir de 1933 (representada por el sector del presidente colorado Gabriel Terra y sus aliados nacionalistas) en el particular ámbito de la enseñanza, con la asunción de José Claudio Williman como director del Consejo de Enseñanza Primaria en abril de ese año, tuvo como objetivo desmantelar tales posturas radicales, que volvían a seducir a algunos sectores de la opinión pública.

Este trabajo ha sido organizado de la siguiente manera: en primer lugar, se presentan los avances del proceso de secularización de la enseñanza en el período analizado, proceso que se inscribió en uno más amplio que permeó casi todos los aspectos de la vida de los uruguayos (matrimonio civil, divorcio, etc.). En segundo lugar, se describe el marco político local e internacional con el objetivo de ubicar en éste a los autores del libro y sus posturas radicales. En tercer lugar, se analizan aquellos aspectos presentes en la obra que dan cuenta de esas posturas de laicismo radical y combativo, previa descripción de un marco conceptual desde donde hacer posible el abordaje de dichos conceptos.

 

LAICIDAD Y SECULARIZACIÓN EN LA ENSEÑANZA DEL URUGUAY

 

En líneas generales. la historiografía nacional ha coincidido en afirmar que el proceso de secularización uruguayo se tramitó a lo largo de las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del siglo XX (Methol Ferré; Santa Ana; Caetano y Geymonat; Barrán). En efecto, las visiones más aceptadas han indicado que ese proceso se inició en forma coetánea con la renovación eclesiástica liderada por Jacinto Vera desde su llegada al Vicariato Apostólico en 1859 y culminó —al menos en una primera etapa— con la separación institucional de la Iglesia y el Estado plasmada en la segunda Constitución de la República, que entró en vigencia en 1919. Con toda la laxitud que exigen las periodizaciones de este tipo de procesos, puede afirmarse entonces que aproximadamente esas seis décadas constituyeron el "tiempo" de la primera secularización. Ello no implica, sin embargo, dejar de reconocer que sus efectos continuaron por varios años más e impregnaron hacia delante muchos comportamientos y fenómenos de la sociedad uruguaya a lo largo del siglo XX.

La Constitución de 1919 abrió un nuevo capítulo en la conflictiva historia de las relaciones entre ambas instituciones. A partir de entonces, la Iglesia uruguaya comenzó a transitar un camino en el que, según palabras del connotado político católico Dardo Regules, era “libre, entregada totalmente a su misión, fuera de todo interés político temporal” y cuyo nuevo objetivo era recuperar espacios durante el largo enfrentamiento con el Estado. Se trató entonces de “cristianizar de nuevo a un pueblo descristianizado; pero cristianizarlo, no por la tutela auxiliar del Estado, arrastrado a regañadientes, sino por la predicación en la calle de la palabra de Dios y la técnica de los sacramentos” (Regules en Arteaga, 28).

En este nuevo escenario, los católicos uruguayos procuraron reconstruir una nueva dinámica en el relacionamiento con el Estado en la que, si bien quedaba claro que el catolicismo ya no era la religión oficial del país, ello no significaba estar ni en contra ni incomunicado con aquél (Bazzano et al.,111). Al contrario, salir de la tutela del Estado, le dio más libertad de acción para las tareas que desarrollaban desde sus diferentes instituciones, tales como el club, la prensa, el partido, el mutualismo y la enseñanza. Sin embargo, en este último asunto, los episodios que se suscitaron una vez sellada la separación entre la Iglesia y el Estado, dieron cuenta de que el pleito no había quedado definitivamente saldado. No fue casual que nuevos episodios radicales en torno a la disputa por la enseñanza se hubieran generado a partir de 1918, los cuales provocaron importantes reacciones por parte de quienes se sintieron directamente afectados.

¿Cuáles fueron las características de los primeros tiempos de la secularización en la enseñanza? Al igual que en otros ámbitos de pugna, en este también se instaló una dura polémica entre los defensores de la educación estatal, laica y “pública”, y aquellos que lo hacían en defensa de la enseñanza de carácter confesional católica. Unos y otros desplegaron durante la contienda una batería de argumentos y fundamentaciones a favor de su causa aunque, en cualquier caso, los debates en torno a los fines de la educación fueron una constante que atravesó no sólo proyectos políticos e ideológicos sino también actores e instituciones.

En términos generales y bajo el influjo de modelos extranjeros (angloamericano y francés), para el frente “anticlerical” la educación de los niños debía estar en manos del Estado llegando incluso a plantear propuestas radicales de monopolio público de la enseñanza. Defender la educación pública era promover la idea de que sólo esta propuesta educativa era válida para la formación de ciudadanos en un país cuya composición social era por demás heterogénea. Según su parecer, una enseñanza igualitaria, patriótica y laica constituía la base sobre la cual afirmar el orden, la libertad y la estabilidad democrática, así como asegurar, para hombres y mujeres, el vehículo de ascenso social en la nueva república. El Inspector de Instrucción Primaria, Abel J. Pérez, afirmaba en 1903 con respecto a este tema que “en la escuela Pública está el génesis de la verdadera democracia, allí tiene sus representantes genuinos todas las clases sociales (Pérez, 9).

 
 

El tema de la escuela pública tuvo para el “frente anticlerical” una relevancia fundamental en la transformación de la sociedad en cuanto representaba un espacio especial dentro del gran proyecto civilizador que traía consigo “la modernidad”. En el centro de dicho proyecto se ubicaba “la razón científica”, considerada el motor del progreso técnico y moral, moldeadora de una comunidad de destino que no era otra que la república nacional. Y al ser este el proyecto central de la educación, alcanzaría a todos los niños que concurrían a la escuela del Estado. Esta concepción implicaba además un cambio de método en la enseñanza pues, desde esta óptica,

 

la escuela laica razona, despertando en el niño sus facultades de reflexión [. . .], la escuela laica tiene como fundamento el respeto a la conciencia del niño, a la verdad científica, al desarrollo de la persona para la vida social, fortaleciendo armónicamente el cuerpo y el espíritu [. . .]. (Anales de Instrucción Primaria, 56)

 

Confrontar “las ventajas” de la escuela laica con “las debilidades” de la escuela confesional, en cuanto a su carácter “dogmático” y “prejuicioso” en relación a los avances de la modernidad, fue un recurso argumental ampliamente utilizado por los defensores de la primera. Incluso utilizaban términos propios de una fe revelada aunque desprovistos de todo contenido religioso. En este nuevo lenguaje secularizado, la escuela pública fue el templo; el maestro, el sacerdote; la religión, la democracia.

En sintonía con estas convicciones difundidas desde el “frente anticlerical”, se elaboraron varios proyectos que buscaron consolidar e institucionalizar la hegemonía de la escuela pública y laica. Algunos de ellos fueron moderados, otros expresaron una inusual radicalidad. La expresión más genuina de estas posturas fue el proyecto presentado por el diputado Genaro Gilbert en 1908, que luego, en 1909, se transformó en ley laicizando la enseñanza en las escuelas del Estado.

Por su parte, los defensores de la escuela confesional católica señalaban sus propios contraargumentos para defender sus posiciones respecto a los embates secularizadores en torno a la educación. Frente a la defensa del Estado laico como único agente educador, los católicos fundamentaban su postura contraria en los principios doctrinarios defendidos por las autoridades de la Iglesia (Lunay) que, en materia educativa, hundían sus raíces en las más profundas convicciones del rol “enseñante” que ésta había tenido desde los tiempos de Jesús.[1] La Iglesia Católica, como institución educativa, estaba llamada a difundir y hacer conocer la revelación divina, como expresión de la “reforma moral” (Caetano y Geymonat) a través de la cual quiso enfrentar la “marea anticlerical”. Dicha reforma, defendida sucesivamente por las principales jerarquías de la Iglesia católica uruguaya, no debía, en materia educativa, limitarse a la transmisión de conocimientos sino proyectarse en formar a la persona en su totalidad: cuerpo, inteligencia, afectividad, voluntad. Desde este punto de vista, moral y religión eran dos conceptos que no debían separarse jamás, posición que se oponía a la escuela “sin Dios” que, desde la óptica de la Iglesia, proponían los defensores de la escuela laica. En 1896 el Obispo Mariano Soler definió esta educación como “materialista” pues se basaba en una moral utilitaria que

 

pule el cuerpo, perfecciona las fuerzas físicas y las orgánicas; pero mata el espíritu y todo lo que al alma inmortal se refiere, ahogando dulces ideales, aspiraciones sublimes [. . .] convirtiendo al ser racional en una fiera temible o en una máquina espantosa, cuyos miembros o cuyas piezas se disgregarán algún día, sin que nada sobreviva a sus pulverizados elementos. (Soler, 6618)

 

Resultaba claro que la enseñanza laica y la religiosa se basaban en morales contrapuestas. Para el “frente anticlerical”, la moral debía ser laica, sin alusión a principios que pudieran asociarse a religiones reveladas, pues eran incompatibles con las exigencias de la modernidad y con la forma de adquirir los conocimientos que ésta imponía. Presentaban a la moral laica como una “religión de bien”, interior, sin dogmas, sin milagros y sin clero, pero posible de ser incorporada por todos los hombres y mujeres, creyentes o no. Para algunos integrantes de las filas anticlericales, esta postura no necesariamente hacía desaparecer de las escuelas la idea de trascendencia. El Inspector Abél Pérez fue muy claro en torno a este punto cuando, en 1915, reclamó la necesidad de una moral sustituta en el sentido de que

 

hay que buscar concienzudamente una fuente perdurable de donde fluya naturalmente, sin esfuerzo ni violencia, una ley moral que reemplace a la que se ha extinguido, que dé, con criterio humano, una ruta amplia y segura a la excelencia individual. (Pérez 1915, 71)

 

En esta misma línea de pensamiento, el diario conservador (también liberal) El Siglo afirmaba, en su editorial del 23 de diciembre de 1917, que aquella enseñanza laica que “prescinde de la idea de religión es, por lo menos, incompleta, porque no da a los niños la enseñanza de una de las grandes fuerzas históricas de la humanidad, de un elemento subido de valor”. El autor del editorial se refería en concreto a los postulados de otros liberales —los batllistas radicales— para quienes la única moral posible era la moral estatista y toda aquella que escapaba a estos límites era considerada dogmática. De ahí que el editorial culminara añorando los tiempos de la Grecia pagana, época en que “la libertad de enseñar no estaba restringida y sólo por excepción fueron perseguidos los que sustentaban ideas contrarias al Estado”.

Por su parte, para los católicos, por naturaleza y tradición, la moral y la religión estaban íntimamente ligadas. Pretender hacerla desaparecer de la escuela y sustituirla por los preceptos de otra, vacía de contenido religioso, no convencía a las autoridades de la Iglesia. Por el contrario, la educación que prescindía de toda religión positiva y se fundaba exclusivamente en la moral racional —que a los ojos del Obispo Mariano Soler era sinónimo de destrucción— se le enfrentaba aquella que proclamaba “la creencia en Dios como alma de la verdadera educación, de la educación que forma a los hijos respetuosos, los esposos fieles, los padres solícitos, los obreros modestos, los ciudadanos rectos y patriotas, en una palabra al hombre instruido y virtuoso” (Soler, 6618). La garantía para lograr los propósitos de esta “buena educación” estaba en la acción conjunta de la familia y la escuela confesional.

Los católicos reivindicaran otros principios como parte de la estrategia para sustentar su derecho a enseñar. Uno de ellos fue la libertad de enseñanza y junto con ésta la libertad de los padres para elegir la educación de sus hijos. Derecho de los padres en oposición al derecho de los niños, justificativo éste que se reivindicaba desde filas liberales y que batllistas radicales como Ceruti Crosa y Grauert pretendían eliminar. Para los católicos, el derecho de educar a los hijos pertenecía a los padres, derecho al que nunca deberían renunciar ni mucho menos permitir ser privados por el Estado. En sus argumentos, ponían énfasis en que aquél, desde su rol educador, no podía obligar a los hijos a recibir una educación contraria a las ideas o la conciencia de los padres. En este sentido, los padres cristianos debían defender sus sagrados derechos sobre la educación de los hijos y proporcionar a éstos una educación religiosa y moral que sólo en las escuelas católicas se les proporcionaba.

Pero no sólo estos dos “frentes” protagonizaron el pleito por la enseñanza. En este proceso también hay que destacar el rol desempeñado por las Iglesias protestantes (Geymonat). En líneas generales, éstas apoyaron e incluso promovieron algunas medidas secularizadoras. De acuerdo con Roger Geymonat, varias habrían sido las razones para este posicionamiento, entre las que destacan: el carácter minoritario dentro de una sociedad predominantemente católica,  que habría conducido a los protestantes a identificar el impulso secularizador, en tanto anticlerical y anticatólico, como un fenómeno saludable y beneficioso para la sociedad en su conjunto y para sus propios intereses particulares; la clara vinculación con la masonería, así como la influencia de una de las corrientes teológicas en boga dentro del protestantismo latinoamericano de la época, llamado “evangelismo social” o “liberal” (Geymonat, 105-6).

No obstante estos apoyos, el mismo Geymonat señala que “mientras el proceso secularizador se mantuvo dentro de los límites anticatólicos y no violó la neutralidad frente al fenómeno religioso en general, el apoyo protestante se mantuvo. Pero cuando se pasó a formas antirreligiosas beligerantes, la alianza se rompió” (106). Por ejemplo, cuando en 1918 el Poder Ejecutivo envió un proyecto de ley  reglamentando la enseñanza privada, los protestantes, a través de su órgano de prensa La Idea, se manifestaron en contra del mismo por lo que consideraban violentaba el derecho de sus pastores a  enseñar. El artículo 9 de dicho proyecto prohibía a los miembros del clero o sacerdotes de cualquier religión enseñar en las escuelas privadas (Greising 2006, 112).

Este largo proceso de enfrentamiento entre la Iglesia y el Estado por la enseñanza, comenzó en 1877 con la aprobación del Decreto-Ley de Educación Común, que plasmó la laicidad parcial de la enseñanza en las instituciones públicas y culminó en términos generales con la Constitución de 1934 que estableció la libertad de enseñanza (Greising 2013). Durante este lapso hubo episodios de diferente intensidad en torno al debate por la enseñanza. Fue en el marco de este conflicto polarizado que se produjo la publicación del polémico libro. Polémico no sólo por el contenido sino por el destino que se le quiso dar por parte de las autoridades de la educación. Preocupaba a los católicos, además de considerarlo un plan “batllicomunista”, la decisión del Consejo de Enseñanza Primaria y Normal de adquirir ejemplares para ser distribuidos en los Institutos de Formación Docente, en las Bibliotecas Pedagógicas y en las Escuelas de 2º grado. También preocupaba la pretensión de declarar obligatoria su lectura en los programas de Pedagogía del Magisterio.

Si bien en 1927 ya habían transcurrido varios años de la separación constitucional de la Iglesia Católica y el Estado, el tema de la educación no había sido aún saldado definitivamente. Las posturas del laicismo radical que expresaron los autores en el texto y las reacciones que provocaron en sus oponentes, daban cuenta precisamente de dicha tensión.

 


 

EL CONTEXTO POLÍTICO

 

Para el historiador Juan Oddone, la muerte de José Batlle y Ordoñez en 1929 marcó el fin de una tregua política que los partidos Blanco y Colorado habían acordado tácitamente al entrar en vigencia la Constitución de 1917 (Oddone, 104-105). Ese equilibrio de poder entre ambas fuerzas políticas había dado como resultado un período de estabilidad institucional, durante el cual el Poder Ejecutivo bicéfalo fue desempeñado por el Consejo Nacional de Administración, integrado por representantes de ambos partidos y por la figura del Presidente. A lo largo de esta década, dicho cargo fue ocupado por Baltasar Brum, José Serrato y Juan Campisteguy, tres connotadas figuras pertenecientes a distintos sectores del partido Colorado. Por su parte, el partido Nacional agrupó su liderazgo en torno a la figura de Luis Alberto de Herrera, representante de los grupos más conservadores y de Lorenzo Carnelli, asociado al “radicalismo blanco”.

En términos generales, las investigaciones que se han focalizado en la década del veinte y los años previos al golpe de Estado de Gabriel Terra de marzo de 1933, han coincidido en afirmar que la participación política de las clases altas uruguayas (asociadas a los interesares empresariales y agropecuarios) a través de distintos organismos, contribuyeron a la consolidación de una tendencia conservadora prioritaria en el accionar político local. Según el historiador Gerardo Caetano (1993), esta politización conservadora se había desarrollado fundamentalmente para enfrentar el reformismo batllista de los años anteriores.

Las posturas conservadoras encontraron eco en la situación internacional del momento. La reacción autoritaria que se dio en varios países latinoamericanos recogieron “las resonancias del ascendente fascismo europeo, que en buena medida congeniaban con los reclamos coyunturales” (Caetano 1993,176) que, en el caso uruguayo, giraban en torno a la urgencia de la instalación de un poder central fuerte (estos sectores coincidían en su postura crítica respecto de la Constitución de 1917) y a la necesidad de un cambio ante una nueva irrupción del reformismo batllista (encarnado en nuevas figuras). De esta forma, el debate ideológico desatado en torno al fascismo, el comunismo, la política y la democracia se entrecruzó y confundió con otras polémicas de carácter local. Un ejemplo claro fue el debate que generó la publicación y circulación del texto de Grauert y Ceruti, significativamente tildado por la oposición como el “plan batllicomunista” para de la educación.

Precisamente, otra de las ideas convocantes del sector conservador (reclamo coyuntural) fue la del anticomunismo. El “peligro de la agitación comunista estimulada desde fuera” (Caetano y Rilla, 152) se concretó en la ruptura de relaciones diplomáticas con la Unión Soviética tras acusar a su legación en Montevideo de constituir un foco de irradiación comunista.

La embestida conservadora se agudizó aún más cuando la crisis económica mundial comenzó a hacerse sentir en el medio local y el batllismo trató de responderle con nuevos soluciones reformistas, algunas de un inusitado corte radical. Así, las posibilidades sobre un golpe de Estado se unieron a un progresivo descreimiento en la democracia por parte de estos grupos conservadores. Ante el temor de una nueva irrupción batllista en ese particular contexto de crisis y totalitarismos de fines de la década del veinte y principios del treinta, las clases conservadoras entendieron que era imprescindible la derrota de esta fuerza política. Fue lo que intentaron hacer, por ejemplo, desde el Comité de Vigilancia Económica, creado en 1929.

En este clima de tensión local, entre los batllistas de la segunda época y las filas conservadoras,[2] e internacional, por el protagonismo de los ascendentes totalitarismos, se publicó y circuló el polémico libro Los dogmas, la enseñanza y el Estado en 1927.

 

LOS AUTORES Y EL LIBRO

 

Julio César Grauert y Pedro Ceruti Cosa eran, en momentos de la publicación, dos prometedoras y jóvenes figuras del Partido Colorado, en particular del sector batllista radical de la segunda época. Sus lineamientos ideológicos tenían como sustento algunos conceptos tomados del marxismo.

Grauert realizó una actividad política muy breve, puesto que fue breve su vida. Falleció a los 31 años, víctima de un atentado durante la dictadura de Gabriel Terra. Fue abogado y periodista, fundador del órgano periodístico Avanzar (su primer número salió el 12 de julio de 1930), además de haber sido legislador departamental y nacional, electo por su agrupación política también denominada “Avanzar”. Sus contemporáneos destacaban como uno de sus méritos haber publicado “uno de los libros más importantes sobre temas de educación que se conocen el país: Los dogmas, la enseñanza y el Estado” (Didizian, 4)

La Agrupación Batllista Avanzar fue fundada por Grauert en 1929, año de la muerte de José Batlle y Ordoñez, con el objetivo de constituir una agrupación política cuya base estuviera en el proletariado urbano de Montevideo, sector que desde su óptica no había intervenido como clase en las decisiones políticas hasta ese momento (Didizian,14-15). Desde esta perspectiva, procuró darle al Partido Colorado su perfil personal incorporando el pensamiento social, económico e histórico del marxismo, aunque sin definirse como tal.

La matriz ideológica de esta agrupación política fue plasmada en los artículos publicados en Avanzar. Allí se definía a Batlle y Ordoñez como “la figura eje del proletariado americano”, “abanderado del antiimperialismo” y del “anti latifundismo”. Entendían que la sociedad uruguaya de entonces estaba sumida en una lucha de clases que enfrentaba, por un lado, a los “obreros y campesinos como vanguardia explotada” y, por otra, a la “burguesía industrial, banquera, mercantil y terrateniente, bien servida a menudo por el elenco político de ambos partidos tradiciones” (Rilla, 33). De allí que cuestionaran la propiedad privada y la herencia, y apoyaran especialmente el intervencionismo estatal como instrumento para construir la igualdad socio-económica.

En las elecciones de 1931 lograron representación en la Cámara de Diputados (un escaño que fue ocupado por Grauert) y dos representaciones en la Junta Departamental, aunque su presencia en estos escenarios políticos fue efímera. Sin embargo, fue suficiente para que sus intervenciones fueran catalogadas, por opositores e incluso partidarios colorados, de “comunistas”, e incluso de presentar posturas que fueron vistas como más radicales que las del propio Lenin. El diario La Mañana se refirió a Julio César Grauert como “Demócrata o comunista”. Para el editorialista, “Lenin resultó un pacífico timorato, puesto en parangón con estos revolucionarios de palabra terrorista, aunque apacible vida burguesa” (en Rilla, 39).

Pedro Ceruti Crosa (1899-1947) fue abogado e integrante del Partido Colorado (electo diputado nacional), también perteneciente al sector radical del batllismo. Sin embargo, al comenzar la década del treinta se afilió al Partido Comunista y militó junto a sus líderes históricos: Julia Arévalos, Servando Gómez y Rodney Arismendi. También desarrolló actividades como escritor. Su obra, Critica a Vaz Ferreira, publicada en Montevideo en 1932, fue considerada como libro pionero en brindar una crítica marxista a la filosofía latinoamericana. También fueron de gran trascendencia sus editoriales en el órgano de prensa oficial del Partido, Justicia, del que fuera director. Interesaba a Ceruti Crosa los asuntos vinculados a la política de la Unión Soviética y la denuncia de los pretendidos planes bélicos “de los imperialismos anglo-yanqui germano fascistas”, como solía definirlos.

Antes de afiliarse al Partido Comunista, en 1925, se alistó como abogado de El Socorro Rojo Internacional, una organización bolchevique cuya misión era defender a los encarcelados o perseguidos por cuestiones sociales y ayudar a sus familiares. Además, en Uruguay “realizó una amplia agitación de carácter político. Denunciaba ante la masa los crímenes de la reacción y promovía la solidaridad en conexión con toda la lucha de la clase obrera y el pueblo. Educaba de esta forma a la clase obrera en la solidaridad proletaria” (Gómez, 69). Esta labor lo hizo un activo militante contra la dictadura de Gabriel Terra y un gran defensor de los republicanos españoles.

Mientras ambos autores militaron dentro del batllismo radical, contaron con el apoyo de algunas figuras políticas de peso dentro del Partido Colorado como el Dr. Santín Carlos Rossi, presidente del Consejo de Enseñanza Primaria y Normal. No obstante fueron rechazados por otros correligionarios, que veían con temor la radicalidad de sus posturas. Fue precisamente la simpatía que generaron ambos en el Dr. Rossi lo que determinó que prologara la obra avalando, con esa actitud, el contenido polémico del libro. Su sucesor al frente del Consejo fue el Dr. Eduardo Acevedo, quien continuó la misma línea de su antecesor y por ello fue cesado del cargo en 1933. Fue sustituido por el arquitecto José Williman, quien ejerció el cargo durante el período de Gabriel Terra e introdujo un vuelco importantísimo en la política educativa implementada hasta el momento. Se destacó por poner freno a toda iniciativa radical en materia de enseñanza, incluso proponer el retorno de la enseñanza de la religión en las escuelas públicas.

 

La secularización y la obra como expresión del laicismo radical

 

El debate teórico en clave de revisión que se ha desarrollado en los últimos años en torno a los conceptos de laicidad y secularización, en particular acerca de su polisemia, ha incluido, además, nuevas visiones sobre los marcos interpretativos más tradicionales tales como la “la desprivatización de lo religioso” (Casanova) y una nueva visión de la “modernidad religiosa” (Caetano et al.). Frente al modelo “clásico” de secularización, que aceptaba como principal premisa la desaparición de la religión de la sociedad y veía a éste como un fenómeno lineal y unívoco, algunos cientistas sociales propusieron la necesidad de plantear el carácter multidimensional del concepto, mediante el cual se produciría no una retracción del campo religioso sino una recomposición del mismo [3]

Karl Dobbelaere, por ejemplo, concluyó que era necesario distinguir tres dimensiones en el concepto de secularización: 1) como proceso de laicización; 2) como un proceso de descenso de la participación religiosa, y 3) como un proceso de cambio religioso. La primera dimensión hacía referencia al proceso mediante el cual las instituciones sociales obtenían autonomía y adquirían  ideologías, referencias y reglas de funcionamiento propias. En este sentido, según Dobbelaere “la religión se convierte en una institución junto con otras instituciones y pierde su pretensión globalizante” (8). La segunda dimensión estaba relacionada con el descenso de la práctica religiosa, del número de fieles y del debilitamiento de la autoridad de la Iglesia en la vida cotidiana de los creyentes. Para Dobbelaere ésta refería “al comportamiento individual” a la vez que medía “el grado de integración en corporaciones religiosas” (8). La tercera dimensión hacía referencia al proceso de cambio que sufre el campo religioso en su confrontación con la modernidad y a las transformaciones producidas en las instituciones religiosas y en el medio social que las rodea.

A nivel local y a la luz de estos debates de más largo aliento, el historiador José Pedro Barrán definió a la secularización como una progresiva autonomización de los comportamientos económicos, políticos y culturales, que se acompasó “con la pérdida, también progresiva, del poder temporal, la autoridad y la influencia de la Iglesia y las asociaciones cristianas sobre el Estado, la sociedad civil y las conductas individuales” (12).  Por su parte, Pablo Da Silveira en una reciente publicación, sintetizó algunos componentes del mismo fenómeno: en este sentido, la secularización comprendería dos procesos diferentes: la secularización de la sociedad y la secularización del Estado. La primera refiere “al proceso mediante el cual los hábitos y formas de vida de las personas se desvinculan del funcionamiento de las instituciones religiosas y se ajustan a normas que no necesariamente coinciden con las predicadas por las iglesias establecidas” (26). La secularización del Estado es “el proceso de separación institucional entre el Estado y las confesiones religiosas. Cuando este proceso se cumple, deja de existir una religión oficial, los ritos civiles se independizan de los religiosos y las iglesias dejan de influir sobre las decisiones políticas” (27). En algunos casos, ambos procesos se han dado en forma simultánea, como el caso uruguayo, en otros se han dado por separado, como el caso mexicano (un estado muy secularizado pero una sociedad muy religiosa). En este marco, para el autor, la laicidad es una manera específica en la que se puede concebir la secularización del Estado, cuyo origen fue Francia. Esta perspectiva laicista afirma que, para asegurar la separación del Estado y las confesiones religiosas, es necesario tratar a la fe como un hecho puramente privado, que sólo tiene significado para la vida de algunas personas, pero no para la sociedad en su conjunto (27).

En el caso uruguayo, podría afirmarse que la laicidad fue “hija” de la laicidad francesa, aunque devino más radical. Tanto aquí como en Francia, el término, desde que comenzó a generalizarse su uso, fue asociado al enfrentamiento entre clericales y anticlericales y a una versión particular del proceso de secularización caracterizado por las polémicas y las tensiones. Sin embargo, la aceptación por parte de los católicos uruguayos de un estado laico, separado de la Iglesia se dio en forma paulatina, cuando comenzó a visualizarse que la laicidad era una fórmula que garantizaba la convivencia plural. En este sentido, el Estado laico a partir de 1919 y de acuerdo a las estrategias que lo fueron moldeando en los años siguientes, implicó la garantía a la libertad de cultos, la tolerancia y la distinción de dominios entre éste y la Iglesia Católica.

Sin embargo, en este proceso de construcción de un pacto laico (Bauberot, 19) a partir de 1919, interesa señalar, como un momento significativo, la publicación del libro del Grauert y Ceruti Crosa, ya que generó repercusiones importantes. Para los opositores, el triunfo de esta propuesta podría haber significado dar marcha atrás en ese camino de pacto de convivencia pacífica entre la esfera laica y la confesional, establecida a partir de la Constitución, por la radicalidad de los contenidos planteados. En este sentido, los autores del texto presentaron una postura de laicismo combativo, radical y agresivo (desde la óptica de sus contrincantes) que buscó eliminar la religión dogmática de la vida social en el nombre de la libertad. No les conformaba el debilitamiento de las creencias y prácticas religiosas sino que buscaban su desaparición. Como contrapartida, propusieron la sustitución de la religión dogmática por una religión y una fe laicas, de carácter racional.

La diferencia fundamental con otras posturas coetáneas a favor del laicismo y de la secularización de las prácticas religiosas, radicaba en el hecho de que ni siquiera preveía su repliegue hacia la esfera de lo privado. La propuesta era radical, pretendía su eliminación a la vez que imponía un único modo de convivencia social a todos los habitantes. Esta convicción no reconocía el significado que la religión podía tener para algunas personas en el ámbito de lo privado, directamente la negaba. De ahí la radicalidad y la identificación por parte de la oposición con la “sovietización de la enseñanza”.

El libro fue organizado en dos partes, además del prólogo. En éste, Santín Carlos Rossi expuso su visión sobre los temas centrales en la disputa de la secularización de la enseñanza; luego. en la primera parte, los autores analizaron los aspectos que consideraban más “sobresalientes de la enseñanza tendenciosa”, tales como el dogmatismo en su versión política, nacionalista, filosófica científica y religiosa reconociendo su interacción y complementariedad, en el sentido de cadenas de intereses que se volvían cadenas de principios dogmáticos. En la segunda parte, los autores propusieron debatir, en el plano jurídico, la naturaleza del derecho a enseñar. Para ello centraron su análisis en la enseñanza como fin del Estado, en el rol de la libertad de enseñanza, en el derecho de los padres a elegir la educación de sus hijos y en la capacidad de las instituciones de carácter privado de impartir educación primaria obligatoria.

 

El prólogo

 

En el prólogo, Rossi abordó los temas centrales en el pleito secularizador por la educación: moral y religión, el rol del Estado, las escuelas privadas confesionales, la libertad de enseñanza. Desde su óptica, la educación más adecuada para los tiempos en que vivía podía estar garantizada únicamente por el Estado, por lo que afirmaba que “toda teoría que reclame para el Estado “la organización y dirección” de la educación básica, como lo sostienen los bachilleres Grauert y Ceruti Crosa, se pone en el terreno inatacable del buen sentido común” (Rossi en Grauert y Ceruti Crosa,10).

En este marco de pensamiento, para Rossi la enseñanza privada tenía “por únicas finalidades o el sórdido interés o el fanatismo dogmático” (10). Sus defensores, los religiosos, a la vez los más acérrimos enemigos del monopolio estatal de la educación por parte del Estado, reivindicaban “el dogma metafísico” en nombre de la libertad como principal argumento para defender sus posturas. Por tal motivo, Rossi llamaba a la opinión pública a discutir

 

valientemente esta clase de libertad en nombre de la Higiene, si no se quiere hablar en nombre del Progreso, y denunciarla como una “libertad para hacer daño”, ni más ni menos que como las otras libertades que también deforman la mentalidad individual ante la sociedad: libertad del alcohólico, libertad del jugador, libertad del rentista. (11)

 

Para el futuro Director de Enseñanza Primaria y Normal, la libertad que se reivindicaba principalmente desde filas católicas era una más de “esas libertades antisociales” (11) que debían ser abolidas “en nombre del Interés Social, numen soberano que debe inspirar todas las reglamentaciones que limiten o delimiten la acción de cada uno de nosotros en la sociedad” (11).

Rossi mantenía la línea argumentativa de los pedagogos laicistas en el sentido de defender la “moral laica” como la única capaz de formar a los educandos en los valores de la libertad, la solidaridad y el progreso rechazando de plano que una “moral religiosa”, en particular la católica, pudiera ser sustento válido para tamaña empresa. A partir de críticas muy duras respecto a la religión y sus efectos en la mente de los estudiantes, reivindicaba para el Estado —por razones de “interés social y defensa de los derechos”— el monopolio estatal o, mientras éste no pudiera alcanzarse, amplios poderes de regulación y dirección estatales sobre los institutos de enseñanza privada, a los que veía sencillamente como “una amenaza”. Tales conceptos, vertidos nada menos que por una figura política de la talla de Rossi, dio el marco de legitimidad para el que desarrollaron los jóvenes bachilleres a lo largo de todo el contenido de la obra.

 

Algunos componentes de “la enseñanza tendenciosa”

 

Si bien fueron varios los temas abordados por los autores, a los efectos del presente trabajo se seleccionaron algunos significativos de la postura del laicismo radical en la enseñanza. Se hará referencia a la propuesta de abolición de la enseñanza particular confesional, de la libertad de enseñanza, de los derechos de los padres a elegir la educación para sus hijos (sin abolir las obligaciones) y la abolición de la familia como institución social, todo ello enmarcado en el rol monopólico del Estado.

La tesis central del libro consideraba a la enseñanza privada nociva para la formación del niño, pues toda actividad particular tenía como fin la defensa de prejuicios e intereses que le eran propios. De allí que la propuesta fuera el monopolio estatal de la educación. A lo largo de la obra, los autores justificaron tales afirmaciones a partir de la convicción de la inexistencia de un concepto justo sobre los derechos del niño, lo que éste significaba para la sociedad y el respeto que merecía. Como consecuencia de estas ausencias, se habían permitido los mayores abusos de parte de la enseñanza confesional a través de “aquellos hombres que se habían empeñado en difundir sus creencias y sus pasiones” (27). En particular, los autores atribuyeron buena parte de la responsabilidad de este atropello a los padres quienes, en nombre de la libertad de enseñanza, se adjudicaron la potestad de elegir la mejor educación para sus hijos; si esa elección recaía en instituciones de carácter religioso, mayor era el peligro para la formación del futuro del ciudadano. No les convencía el modelo republicano moderado de escuela estatal laica y moral laica en convivencia con escuelas privadas y confesionales, por lo que su planteo central fue la eliminación de éstas últimas y por ende la eliminación de la libertad de enseñar. La solución era el monopolio estatal de la educación.

Para los autores, el dogmatismo de la enseñanza religiosa tenía su base en el proselitismo, que aprovechaba el momento de mayor vulnerabilidad de la conciencia, como era el de la infancia, para imprimir “el sello de la inefabilidad” (64). Reconocían en “la enseñanza tendenciosa y dogmática”, en especial la católica, tres medios de divulgación: “lo maravilloso o testimonio de los milagros, la autoridad del representante de dios, el temor al castigo divino y al diablo” (64-65), a los que consideraban una lamentable equivocación.

Sobre el aspecto milagroso, señalaban que la equivocación más notoria radicaba en destacar que el mundo solamente se regía “por leyes caprichosas de la divinidad” y citaban ejemplos bíblicos, tales como “el extraordinario poder de Moisés, que después de hablar con Jehová, pegó con su vara en la peña de Horeb y salió agua para que beba todo el pueblo exiliado” (80) o la “adoración de una víscera, como el llamado sagrado corazón de Jesús, que emite como un sol, rayos esplendentes” (80). Estos aprendizajes recibidos en los bancos de las escuelas moldeaban, según los autores, la visión milagrosa del mundo limitando la capacidad del niño para encontrar por sí mismo los secretos de la naturaleza. Afirmaban que “educar a los niños impidiendo todo examen, toda duda, toda discusión, todo vuelo es el atentado más brutal, más injusto que se comete al amparo de la ley” (85).

Más peligrosa resultaba esta enseñanza si era transmitida por el sacerdote, símbolo de la obediencia por su carácter de representante de Dios. La figura del sacerdote-maestro impedía al niño cuestionar sus enseñanzas, a riesgo de ser sometido a castigos o represalias más graves. Fustigaban así el derecho que se atribuían los religiosos en calidad de maestros para transmitir sus verdades a los niños aprovechando su natural “pasividad” (91). De ahí la convicción extrema de que “cada niño del país debía recibir obligatoriamente una enseñanza laica” (186) garantizada por el Estado y transmitida por la figura del filósofo, a quien ubicaban en las antípodas del sacerdote. En este sentido afirmaban, junto con el filósofo francés Jean-Marie Guyau, que “el filósofo enseña, el otro revela; el uno trata de dirigir el razonamiento; el otro aspira a suprimirlo [. . .] el uno despierta la inteligencia; el otro tiende a adormecerla en mayor grado” (200). Agregaban, además que “cuando se habla de Dios, el hombre debe callarse y con mucha más razón el niño. Así como los errores casi siempre inofensivos cuando es un filósofo quien lo enseña, se hacen graves y peligrosos si es un sacerdote, que habla en nombre de Dios, quien cierra “al instante” el cerebro de los niños, una vez que hizo penetrar la fe en ellos” (200). Esta revelación ocurrida en la infancia se volvía, para los autores, imposible de revertir en los años siguientes.

Si bien las críticas a los métodos de enseñanza de la escuela confesional eran compartidas con los laicistas moderados, en el sentido de que no se adecuaba, por su carácter dogmático y prejuicioso, a los avances de la modernidad, éstos no plantearon su desaparición. José Pedro Varela, por ejemplo, aceptaba la coexistencia de la escuela pública laica con las escuelas privadas de carácter confesional. Las primeras tenían para el pedagogo un fin social, mientras que las segundas perseguían un fin religioso. Además, si en las escuelas públicas los niños conocían los principios morales que servían de fundamento a la sociedad, éstos, ya ciudadanos, podían respetar la libertad de conciencia y el derecho a profesar las creencias que juzgaran verdaderas. Para Grauert y Ceruti Crosa, estas concepciones eran inaceptables, entre otras razones porque consideraban que la libertad de conciencia a la que hacía referencia Varela no era otra que la de los padres.

Con respecto al rol de los padres en la elección de la educación de sus hijos y la consecuente libertad de enseñanza, los autores desplegaron una peculiar justificación de carácter jurídico. Tenían la plena convicción de que la solidaridad social era el fundamento principal del Derecho. Como “la enseñanza tendenciosa” comprometía esa solidaridad, pues formaba conciencias particularistas, el Estado, en su rol por velar, mantener y preservar dicha solidaridad humana, debía intervenir, aunque ello implicara inmiscuirse en los intereses individuales. Desde esta perspectiva conceptual, el Estado, en nombre de la solidaridad social, debía asegurar a los ciudadanos una enseñanza libre “de tendencias”. Dentro de éstas incluían, para escándalo de los opositores, el derecho y la obligación de los padres a nutrir, criar e instruir a los hijos, sea proporcionándoles la educación o eligiendo a los maestros. Frente a estos atropellos, catalogados de intereses absolutamente individuales y reflejo del sometimiento de los hijos a la patria potestad de los padres (129), los autores reivindicaban para el niño —y reclamaban al Estado— “las garantías que lo liberaran de los caprichos paternos haciéndolo apto, eficaz, libre para su futura colaboración solidaria” (130). De estas afirmaciones se desprendía la idea de que todo lo que el Estado hiciera a favor del progreso de la sociedad no podía ser considerado un atentado contra los derechos individuales, porque éstos, desde esta perspectiva de análisis estaban asociados a los intereses del “hombre social”.

Tales convicciones condujeron a los autores a cuestionar el modelo de familia imperante, al reducir o limitar los derechos de los padres con el objetivo de evitar la “enseñanza tendenciosa”. Afirmaban que “la desaparición del núcleo familiar supone la revolución más grande y saludable que en un lejano porvenir se cumplirá fatalmente” (144). Una vez desaparecido, la igualdad de aprendizaje sería una realidad. Pero como aún se estaba lejos de consolidar tan anhelado fin, los autores propusieron “dentro de lo razonable de hacer en una primera instancia”, que el Estado “le haga perder el derecho de elegir el maestro”, implementando el monopolio estatal de la educación.

En este marco, la formación de las mujeres también fue tema de análisis en la publicación. Los autores resaltaban el desfasaje entre la enseñanza dogmática y el espacio social ganado por la mujer, quien estaba dejando de ser la “hembra hermosa” de la burguesía (94). Afirmaban que “la vida moderna por sí sola, se encarga de declarar absolutamente absurdo el pretendido sistema de frenos religiosos. La mujer, que tendrá un futuro de trabajo similar al del hombre, necesariamente requiere de una educación igual a la de éste” (100). Sumaban entonces un nuevo argumento para oponerse a la enseñanza religiosa, ahora destinada al “sexo devoto”.

Pero la propuesta de monopolio estatal de la educación no sólo buscaba la desaparición de las escuelas confesionales. También arremetieron contra los emprendimientos laicos de carácter particular. Fundamentaban esta propuesta en el pretendido carácter comercial de estos institutos de enseñanza, los cuales —desde su perspectiva— contribuían a generar una escuela solamente dirigida a los niños ricos (189). Citaban el ejemplo de la Sociedad de Amigos de la Educación Popular, a la que le reconocían un origen popular, pero que rápidamente pasó a ser sustento de una escuela de elite. El carácter nacionalista (étnicas) de algunas de estas escuelas también representaban un peligro para los autores.

 

CONCLUSIONES

 

Si bien el libro abunda en varios aspectos, el objetivo del presente trabajo obligó a realizar una cuidadosa selección en relación a la propuesta de monopolio estatal de la educación. Quedaron fuera de este análisis asuntos tales como la visión que los autores presentaron en relación al dogmatismo “político”, “nacionalista” y “filosófico científico”.

En cuanto a la propuesta de enseñanza de Grauert y Ceruti Crosa, ésta fue de una radicalidad extrema, manifestación clara de la matriz ideológica política de los autores. Si bien en el año de la publicación los autores eran militantes del batllismo radical, la oposición (fundamentalmente católica y nacionalista) vio en la obra una clara influencia marxista. Prueba de ello fue la publicación en 1931 de un folleto donde se recopilaron los artículos aparecidos en el diario El Demócrata a propósito de la publicación del libro. Dicho folleto se denominó “Esclavitud de la enseñanza. Plan batlli-comunista”.

Si bien los términos del contenido del libro eran los motivos centrales de preocupación de los artículos publicados en el citado periódico, la razón de su compilación en un folleto fue la decisión del Consejo de Enseñanza Primaria y Normal de adquirir ejemplares suficientes del libro como para distribuir en los Institutos Normales, en la Bibliotecas pedagógicas y en las escuelas, así como la obligatoriedad de incorporarlo en los programas de magisterio. El folleto alertaba entonces sobre la ideologización en la formación de los futuros educadores.

Los temores de la oposición no eran infundados, más en el contexto de ascendente conservadurismo, como se ha mencionado. El libro no sólo tiraba por tierra las más caras convicciones del catolicismo: la enseñanza religiosa, la libertad de enseñanza, el rol de la familia cristiana sino que además contaba con el aval del Dr. Santín Carlos Rossi, presidente del Consejo de Enseñanza Primaria y Normal en el momento de la publicación del folleto. Lo que llamaba poderosamente la atención desde las filas opositoras era la gran contradicción en quienes se decían defensores del liberalismo y por tanto de las libertades en general, pero que asumían una postura favorable a adjudicarle al Estado el rol fundamental como agente educador, incluso trascendiendo o desbordando la decisión de los padres al elegir la educación de sus hijos. Ir en contra de la libertad de enseñanza era ir también en contra de todas las demás, en especial de aquella que consideraban la más importante: la libertad de pensamiento.

Los acontecimientos políticos ocurridos después volvieron a poner una vez más el “freno” a los “impulsos” reformistas, por lo que las pretensiones monopólicas no prosperaron. Los sectores que apoyaron a Terra entendían que era necesario reformar la enseñanza, en particular la primaria y su tendencia “bolchevizante” e “internacionalista” (Ruiz) heredada del período anterior. Por ello, se destituyeron a casi todos los integrantes del Consejo de Enseñanza Primaria (a excepción de Emilio Verdesio), se  redujo el número de integrantes y se designó al frente del mismo al arquitecto José Claudio Williman.

Tal como señala Ruiz en su investigación, Eduardo Acevedo, sucesor de Santín Carlos Rossi,  no era confiable para las nuevas autoridades, desde el momento en que adhirió a los contenidos de la obra de Grauert y Ceruti Crosa, promotores a su entender de “la entronización del sovietismo en la enseñanza” (37). Por  el contario, Williman tenía otros planes para la enseñanza primaria tales como reformas programáticas en los estudios normalistas, endurecimiento del control a los maestros y la resignificación del concepto de patria y nación, entre otros. Tal vez la propuesta más polémica fue la del retorno de la enseñanza religiosa a las escuelas públicas, aunque, de acuerdo con el propio Williman, no se trataba de restablecer la religión católica ni el dogmatismo ni el culto sino enseñar al niño la idea de Dios como principio creador, como explicación de la trascendencia.

No obstante este nuevo viraje en la política educativa del gobierno, que retomó la vía del conservadurismo educativo, ahora al frente de Gabriel Terra, no se avanzó en clave extremista. El pleito de fondo, si bien no consagró vencedores, contribuyó a consolidar en el imaginario uruguayo una cierta convicción establecida durante décadas que transfirió una mayor legitimación de la enseñanza pública frente a la privada. De cualquier modo, y como había acontecido desde los comienzos mismos del proceso de secularización, las mayores resistencias ante los embates laicistas más radicales provinieron de la acción de los centros católicos de enseñanza.

A partir de entonces, el libro de Grauert y Ceruti Crosa se transformó, para el imaginario laicista radical, en el emblema del proyecto educativo por el que país debía optar, convicción alimentada por el mito creado en torno a uno de sus autores, Julio César Grauert, una las primeras víctimas de la dictadura terrista; para sus opositores, fue la propuesta más “antirreligiosa, hiriente y ofensiva avalada por la educación pública”, tal como lo recordara muchos años después, el político católico Tomás Brena.

 

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*    Magíster en Investigación en Historia Contemporánea. Candidata a Doctora en Historia por la Universidad Católica Argentina. Investigadora del Instituto de Historia de la Universidad Católica del Uruguay. Tiene varias publicaciones sobre el proceso de secularización en la enseñanza.

[1]  En casi toda la documentación que proviene de fuentes católicas, se cita el texto bíblico Mateo 19:14, donde Jesús expresa “dejad que los niños vengan a mí”, como el punto de partida de toda fundamentación sobre la enseñanza religiosa en las escuelas.

[2]  El historiador Raúl Jacob denominó este período como “segundo impulso reformista”. Los conservadores antibatllistas se atrincheraron porque, a partir de 1926, aparecieron nuevamente leyes reformistas. Entre ellas, cabe citar en 1928 la creación del Frigorífico Nacional y en 1929, el primer proyecto de ley de ANCAP.

 [3]  Excede a los objetivos de este trabajo, de carácter deliberadamente descriptivo y no analítico, hacer un registro exhaustivo de la amplia bibliografía que se ha consultado para la realización del mismo.

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