Sr. Director de la Revista Medédica del Uruguay,
La indicación de nutrición parenteral (NP) en pacientes que reciben cuidados paliativos plantea desafíos clínicos y éticos que requieren un análisis cuidadoso. Más allá de la decisión técnica, en este escenario se entrecruzan la evidencia disponible, la incertidumbre pronóstica, la reflexión ética y, sobre todo, la vivencia humana de quienes transitan el final de la vida.
Existen contextos clínicos en los que la NP puede ofrecer beneficios concretos, particularmente en pacientes con obstrucción intestinal maligna irresecable, buen estado funcional y sin falla orgánica significativa. Asimismo, se han descrito situaciones excepcionales en las que la NP puede actuar como estrategia transitoria, permitiendo mejorar el estado funcional y habilitar intervenciones destinadas a preservar o mejorar la calidad de vida. Tal enfoque, aplicado en casos seleccionados de falla intestinal potencialmente reversible, demuestra que la indicación de NP no debe evaluarse solo en términos de viabilidad técnica, sino siempre en función del horizonte terapéutico y los objetivos del paciente.
Sin embargo, en la práctica clínica diaria, estas condiciones ideales son la excepción y no la norma. La revisión sistemática de Sowerbutts et al. demuestra que, incluso en pacientes seleccionados, los beneficios de la NP domiciliaria son variables y con frecuencia interrumpidos por complicaciones o progresión de la enfermedad1. Bozzetti ha insistido en que la indicación debería restringirse a pacientes con bajo nivel de inflamación sistémica y desempeño funcional preservado2. Por su parte, Bouleuc et al. mostraron que la NP en pacientes con caquexia tumoral avanzada no mejora la calidad de vida, pero sí incrementa la tasa de complicaciones infecciosas y hospitalizaciones3.
De manera concordante, las guías de la American Society of Clinical Oncology (ASCO) desaconsejan la indicación rutinaria de NP en pacientes con cáncer avanzado y caquexia, salvo en contextos muy específicos como la obstrucción intestinal o el síndrome de intestino corto, enfatizando que, en la mayoría de los casos los riesgos superan a los beneficios4. Esta perspectiva refuerza la necesidad de evaluar cuidadosamente la proporcionalidad de la intervención, evitando la prolongación del proceso de morir mediante prácticas potencialmente fútiles que pueden incrementar el sufrimiento.
De forma complementaria, la European Society for Clinical Nutrition and Metabolism (ESPEN) señala que, en ciertos casos particulares, la NP puede desempeñar un rol paliativo dirigido a aliviar síntomas como la sensación angustiosa de hambre o el disconfort físico, aunque no modifique el curso de la enfermedad5.
Idealmente, las decisiones sobre soporte nutricional deberían integrarse dentro de un plan de cuidado anticipado, construido en etapas más tempranas de la evolución de la enfermedad, para asegurar que reflejen los valores, prioridades y expectativas del paciente.
En estos momentos, el desafío no es técnico, sino humano. Escuchar lo que el paciente espera, explorar sus valores, acompañar sus miedos y sostener el proceso de decisión con información clara y presencia profesional. Porque acompañar no siempre implica intervenir, y nutrir, en este contexto, no siempre es sinónimo de alimentar.
Desde una perspectiva ética, la NP debe ser una herramienta excepcional, nunca automática. Solo así podrá responder a los principios de beneficencia, no maleficencia, proporcionalidad y respeto de la autonomía que guían nuestra práctica clínica. En definitiva, la decisión de nutrir no debería basarse en la posibilidad técnica de administrar nutrientes, sino en el sentido que esa intervención tiene para la vida y la historia de cada paciente.
Aprobado por el Consejo Editorial de la Revista Medédica del Uruguay.













