Se sostienen en este trabajo tres hipótesis fundamentales. En primer lugar, que el proceso de profesionalización en arquitectura, en clave nacional, estuvo íntimamente asociado al control territorial centralizado por parte del Estado que se consolidó tras la última gran guerra civil, en 1904. En segundo lugar, que la arquitectura ofreció al Estado una serie de herramientas disciplinares a los efectos de la gubernamentalidad, que conformaron el sentido de su jurisdicción profesional y la distinguieron de otros saberes y ocupaciones. Por último, que el desarrollo del sistema de profesiones incluyó tanto competencia como diversos grados de complementariedad. Para ello, se revisará el desarrollo de los hospitales públicos en el interior de la república, de modo de cotejar la penetración del Estado y de las profesiones médica y arquitectónica, aliadas entre sí, en el territorio. Al mismo tiempo, el caso permite analizar las características de los edificios en relación al cuerpo disciplinar de la arquitectura.
Ausencia
La imagen (Figura 1) corresponde a un mapa del Uruguay elaborado en 1884 por la recién creada Escuela de Artes y Oficios. Arriba y a la derecha, se disponen los retratos de las principales figuras de gobierno, encabezado por el presidente y dictador Máximo Santos, rodeado de sus ministros. En el mapa central, podemos leer signos evidentes de las intenciones de unificación territorial por parte del Estado, como las líneas telegráficas y los caminos que extienden sus redes en todos los departamentos. Abajo, los mapas de Montevideo también presentan datos de interés. A la derecha vemos el desarrollo histórico de la ciudad mientras que el plano de la izquierda representa la extensión teórica del amanzanado, un intento de domesticación del crecimiento “espontáneo” de la ciudad pretendido por el gobierno (decreto de 1878), con un límite claro en un bulevar de circunvalación de ejes norte-sur y este-oeste.
Sin embargo, interesa ahora detenerse en la serie de imágenes que rodean el mapa central. Se trata de 14 dibujos realizados en base a fotografías, que muestran vistas, espacios públicos y edificios. Un primer elemento que surge es su evidente hincapié en la capital. No solamente no hay imágenes de la campaña sino de ninguna capital o ciudad del interior. Un segundo elemento, de mayor relevancia para este trabajo, es la exigua cantidad de edificios correspondientes a instituciones públicas. Esto es algo extraño si se toma en consideración no solamente quién produjo el mapa sino también la voluntad de representar a la plana mayor del Poder Ejecutivo.
Aparte de algunas vistas (la ciudad desde el puerto, la calle 18 de Julio) y la presencia de espacios públicos (plazas Independencia y Matriz), el resto de las imágenes son edificios: el mercado central, el cuartel Morales y el de Rivera, el Templo Inglés, la bolsa de comercio, la quinta de Berro, el teatro Solís, la Catedral de Montevideo, la capilla Jackson y el Palacio de Gobierno. La intención de los realizadores, como queda claro, no es tanto mostrar la presencia del Estado -reducida únicamente a los cuarteles y el Palacio de Gobierno- sino la diversidad de actividades, los edificios más importantes y los espacios más significativos de Montevideo.
La precariedad de los cuarteles y el origen privado del propio Palacio de Gobierno muestran, además, que prácticamente no existía en 1884 una arquitectura de Estado que mostrar1. En todo caso, los escasos signos -la autoridad central de la sede del Poder Ejecutivo, la presencia militar de los cuarteles- hablan más de la necesidad de “orden” que de un proceso de desarrollo significativo en otras áreas de la vida social.
En el mismo momento histórico, por otra parte, se evidencia también la carencia de arquitectos en las filas del Estado. En la Ley de Presupuesto General de Gastos del ejercicio 1885-1886 (no. 1841), donde se detallan cada una de las funciones que cumplen los empleados públicos2, se puede observar que, aunque la cifra de profesionales es muy baja, existen escribanos, abogados, médicos, veterinarios, contadores, ingenieros y agrimensores repartidos en las diversas secciones de la administración. No hay ningún arquitecto.
De las obras públicas que se detallan para dicho ejercicio hay menos de diez edificios. El más significativo de ellos, la nueva construcción para la Escuela de Artes y Oficios, fue realizado por un constructor, Jaime Mayol, sobre los planos del ingeniero Inocente Reina. (Comisión Nacional de Caridad y Beneficencia Pública (CNCBP), 1907, p. 396) En 1884, los saberes y capacidades de los oficios de la construcción y de la ingeniería bastaban perfectamente para cubrir las necesidades del Estado. Los servicios que la arquitectura le podía ofrecer aún no estaban claros y, al mismo tiempo, tampoco estaban desarrolladas las capacidades de una organización profesional de base nacional que reclamara su jurisdicción y competencia singulares.
En 1887 se creó el Consejo General de Obras Públicas, un organismo asesor, dependiente del Ministerio de Gobierno. Este se debía componer con tres ingenieros, tres arquitectos y dos abogados. Menos de un año después, se resolvió modificar su organización, ahora compuesta por cuatro ingenieros, un arquitecto, un abogado y un médico. Esta reducción habla, nuevamente, de la carencia e irrelevancia de los arquitectos en la esfera estatal en ese momento histórico.
Inmediatamente, el Poder Ejecutivo nombró los puestos del Consejo: el ingeniero Alberto Capurro presidía el organismo y lo acompañaban sus colegas Rodolfo Arteaga (vicepresidente), Carlos Arocena y Juan Lamolle. José María Castellanos, abogado, y Pedro Visca, médico, también formarían parte del cuerpo, que se completaba con el arquitecto Sebastián Martorell. (Burmester, 1894, pp. 535-537)3 Esta es la primera mención concreta a la contratación de un arquitecto por parte del Estado que se ha constatado4.
Dos décadas después, en el momento de finalizar la guerra civil que tuvo al país en vilo, los arquitectos apenas ocupaban mayores responsabilidades en el Estado5. La organización de oficinas vinculadas a las obras públicas había sido, desde 1892, concentrada por un único organismo: el Departamento Nacional de Ingenieros. El nombre de esta oficina deja bien en claro quiénes ejercían el poder. Incluso en la sección de “Arquitectura y dibujo”, el jefe es denominado, en la ley de creación, como “ingeniero arquitecto” y los hechos el cargo fue ocupado por el ingeniero José Pedro Gianelli.
Concomitantemente, el capital social y simbólico acumulado de la naciente profesión era escaso. Observemos, por ejemplo, el Álbum Biográfico Ilustrado de 1904. Esta publicación describe y pone de manifiesto buena parte de lo que se podría denominar “sectores dirigentes”. Se muestra la composición de los organismos del Estado más relevantes, los sectores profesionales y los órganos y asociaciones intelectuales. Por sus páginas desfilan, por tanto, políticos, burócratas, militares, profesionales (abogados, escribanos, médicos, ingenieros, agrimensores), periodistas, literatos y filántropos. Del total de personajes nombrados -varias cientos- solamente hay un arquitecto; nuevamente Sebastián Martorell, a quien se le adjudica, sin embargo, el título de ingeniero.
Un territorio
A pesar de las intenciones y ciertos avances reales6, en 1904 el poder del Estado uruguayo sobre el territorio era precario en términos políticos y materiales. Este es el año en que, como dicen José Pedro Barrán y Benjamín Nahum, “culminó el enfrentamiento entre la regionalización política del periodo cuestista y el Estado centralizado que Batlle deseaba imponer” (Barrán y Nahum, 1973, 10). En el periodo entre guerras civiles (1897-1904), de hecho, se había consolidado “un dualismo gubernamental que destruía la unidad del poder del Estado.” (Nahum, 2003, 52)
Barrán y Nahum sostienen, asimismo, que a comienzos de siglo se optó por privilegiar la inversión en el puerto de Montevideo frente al desarrollo de los caminos y la navegación de los ríos, política que, en los hechos, fue aceptada por los sectores de la clase alta rural (1973, p. 458). Difícilmente se puede lograr la unidad político económica y el control efectivo y centralizado del Estado frente a una situación de tal precariedad en relación a las comunicaciones internas de un vasto territorio en comparación con su exigua población y de unas fronteras aún no consolidadas7.
Existía, además, un problema espacial. Más allá de la existencia de poderes locales, el Estado estaba gobernado en y desde Montevideo, ciudad capital situada en un extremo de la república. La realidad de Uruguay estaba, por tanto, lejos del modelo teórico ideal de una capital situada en el centro geométrico del país8. La distancia entre la capital y los límites territoriales estaba lejos de ser un problema meramente geométrico y tuvo consecuencias en el control de la población y las actividades y en el desarrollo económico, como lo demuestran, por ejemplo, las dificultades para trazar caminos y vías férreas eficientes (Ruiz, 1995).
Otra dimensión del problema lo conformaba el tipo de presencia del Estado. Para Barrán y Nahum, las clases dirigentes durante el periodo de Juan Lindolfo Cuestas (1899-1903) apostaron por el control por la fuerza, a través de la presencia policial en la campaña antes que por el control laxo del disciplinamiento a través de redes institucionales con fines de asistencia social, como hospitales, escuelas o colonias agrarias. (Barrán y Nahum, 1972, pp. 183-187) En los hechos, tanto los edificios hospitalarios como los de enseñanza pública, dos programas fundamentales para la gubernamentalidad del Estado moderno, no solo eran escasos, sino que tampoco anunciaban con claridad su presencia institucional y edilicia autónoma, confundida en ese entonces con las de la autoridad religiosa o las asociaciones civiles.
Se conceptualiza aquí al Estado en el sentido que le otorga Michel Foucault, es decir, como producto de la acción de gobernar. Terry Johnson (2005), quien analiza las relaciones entre la idea de gubernamentalidad y el desarrollo de las profesiones modernas, lo describe sintéticamente:
Briefly, Foucault’s concept of government rejects the notion of the state as a coherent, calculating subject whose political power grows in concert with its interventions into civil society. Rather, the state is viewed as an ensemble of institutions, procedures, tactics, calculations, knowledges and technologies, which together comprise the particular form that government has taken; the outcome of governing. (p. 4)
Para Johnson, por lo tanto, las profesiones son parte misma de ese resultado de gobernar y, por tanto, inseparables del Estado: “Far from emerging autonomously in a period of separation between state and society, the professions were part of the process of state formation”. (p. 6)
Ahora bien, en el caso de Uruguay, la ausencia de edificios que respaldaran y proyectaran la unidad del Estado en el territorio, estaba íntimamente vinculada con el escaso desarrollo de la profesión arquitectónica, pues eran programas como las escuelas y los hospitales los que conllevaban una mayor y más sofisticada articulación con edificios especializados y, por tanto, los que podrían haber conducido a requerir la asistencia de arquitectos. Estos, concentrados en la capital, cumplían fundamentalmente otros roles. Carlos Machado (1972) lo señala con dureza y aunque se puedan establecer matices sus palabras son claras y señalan las limitaciones de la profesión:
¿Y cómo se aprovecha la prosperidad? Malgastando en inversiones no reproductivas. Derrochando en consumos de lujo. (…) Levantamos edificios góticos en Montevideo (la capilla de Jackson, por ejemplo). Tuvimos, en el Prado, mansiones y quintas exóticas. (…) Inauguramos el Hotel Oriental con 150 habitaciones. (p. 189)
Si bien Machado se refiere a la década de 1860, la situación no presentó cambios significativos en las décadas siguientes. La producción de los arquitectos continuó siendo un bien de consumo caro y para sectores privilegiados -cuando no un producto de la pura especulación financiera- antes que un activo puesto al servicio del desarrollo y el poder del Estado9.
Una situación bien diferente era la de profesiones como la agrimensura y la ingeniería, puesto que para alcanzar una unidad territorial en manos de un poder centralizado y efectivo se necesitaron, entre otras cosas, pero desde muy temprano, sus oficios: relevamientos y mapas, trazado y construcción de caminos, puentes, vías fluviales, líneas de telégrafo, vías férreas e incluso realización de edificios (puestos militares y policiales, oficinas, galpones, etcétera). Si bien la arquitectura compitió por su jurisdicción con la ingeniería, su nacimiento como profesión estuvo ligado íntimamente a ella, no por ser una escisión de la misma sino porque para que tuviera lugar se requería de ese poder centralizado y efectivo que el conocimiento del territorio y la infraestructura garantizaban. Solamente así y en un contexto de paz social, el proyecto estatal de nación podía desarrollar edificios y planes urbanos con nuevos criterios y en una nueva escala de producción.
Esto es lo que sucedió a partir de 1904.
Una disciplina, una profesión
El proceso de profesionalización de la arquitectura en Uruguay, y probablemente en muchas partes del mundo, implicó en primera instancia la adopción de una disciplina. Frente al universo de las distintas ocupaciones y de las diversas tradiciones formativas, los arquitectos uruguayos, en connivencia con diversas autoridades políticas, se decantaron a comienzos del siglo XX por reforzar el sistema de la École des Beaux-Arts de París. Además del prestigio de la escuela y de la cultura francesa en general, proveía esta de una formación y fundamentación teórica claramente distinta de la tradición politécnica y, por tanto, convenientemente alejada de la ingeniería. La contratación en 1907 del arquitecto francés Joseph Paul Carré, egresado de la École, para los cursos de proyecto, no hizo otra cosa que reforzar esta decisión10. En correspondencia con esta formación, la nueva disciplina va a fusionar saberes y técnicas en una unidad coherente. Va a aplicar los preceptos del higienismo11 y va a atender a la economía mediante el estudio y sistematización de tipos (incluso con la aparición de prototipos) y el uso eficiente de los recursos materiales a través, por ejemplo, de las memorias descriptivas generales de carácter oficial. Asimismo, y de modo fundamental, insistió en el dominio de la composición y el carácter en todas las escalas de actuación, desde el mobiliario a la regulación de la ciudad. Si la primera dotaba a los arquitectos de una herramienta para hacer frente a los nuevos programas edilicios y urbanos modernos, la última implicaba un programa estético que se adentraba en el terreno de la reforma social y moral que también pretendía el Estado.
De este modo, la práctica del arquitecto se buscaba diferenciar de aquella de los constructores de oficio y de los ingenieros (establecimiento de su jurisdicción) al mismo tiempo que dotar de un sentido social a su experticia, núcleo central de todas las profesiones. La subordinación frente a los ingenieros implicó una polémica abierta centrada en el gobierno de la Facultad de Matemáticas, el proyecto y dirección de edificios públicos y de las oficinas pertinentes y la participación en los concursos. Esencialmente, la polémica se centró en el reconocimiento estatal de la figura, experticia y responsabilidad del arquitecto y se zanjó con relativa rapidez en favor de los arquitectos12. El constructor de oficio también fue relegado y subordinado en su relación con el Estado, aunque siguió siendo competencia, al igual que los ingenieros, en el ámbito privado.
El caso de la producción y expansión de edificios para hospitales en el interior de la república y las transformaciones en su concepción en las primeras décadas del siglo XX, que se analizará a continuación, muestra no solamente la aparición de los arquitectos como expertos en el manejo de ciertas herramientas sino también como el Estado y sus saberes, en este caso arquitectura y medicina, aliados entre sí y organizados en profesiones, extendieron su actividad y monopolio en el territorio y consolidaron su poder. Si la arquitectura, como ya se mencionó, tuvo necesidad de disciplinas como la ingeniería y la agrimensura, se podría ampliar este cuadro para incluir otros “saberes de Estado”. Se trató de la conformación de un “sistema de profesiones” (Abbott, 1988) en permanente competencia, pero también con un grado importante de complementariedad y alianza estratégica.
Alianza
Se ha dicho anteriormente que, a partir de 1904, en un contexto de paz social, el proyecto estatal de nación pudo desarrollar edificios y planes urbanos con nuevos criterios y en una nueva escala de producción. Signos claros de todo ello fueron, entre otras cosas, la creación del Ministerio de Obras Públicas en 1907, su reorganización en 1911, así la creación, en 1910, de la Asistencia Pública Nacional (APN).
Esta última, tuvo su inmediato antecedente en la Comisión Nacional de Caridad y Beneficencia Pública, creada por ley en 1889. Sin embargo, pese a su nombre, esta regía casi exclusivamente sobre las instituciones y establecimientos de Montevideo13. En el interior, los hospitales públicos estaban bajo la órbita de las Juntas Económico Administrativas, lo que muestra la ausencia de una política de salud centralizada y con alcance nacional. Con la creación de la APN se completaba el proceso de secularización y -central para este trabajo- se ubicaba bajo su órbita a todos los servicios de atención a la salud, ya fueran nacionales o municipales14.
El escaso desarrollo de la disciplina arquitectónica, que a principios de siglo apenas contaba con un puñado de arquitectos laureados en el Uruguay, no debe nublar el hecho de que el desarrollo y poder de las profesiones en general era también escaso. Sin embargo, asociados al progreso y la ciencia, los médicos -al igual que los ingenieros- habían dado pasos significativos ya a finales del siglo XIX. Si en 1889 la creación de la Comisión Nacional de Caridad y Beneficencia Pública (CNCBP) estaba conformada por veintiún vecinos de “respetabilidad y arraigo15”, en 1898 los médicos ya controlaban todos los ingresos del personal técnico. (CNCBP, 1907, p. 20)
Nos situamos, por tanto, en un momento de transición. Barrán lo ha descrito claramente: “donde un historiador de la medicina vería el pasaje del hospital de caridad al de asistencia, vimos al pobre pasar del poder de la beneficencia al poder médico, siempre aliado del poder creciente del Estado” (1992, p. 18) Este momento de transición clave del Uruguay moderno, coincide, no casualmente, con la emergencia de la arquitectura como otro de estos saberes de Estado. Si el hospital de caridad o los asilos eran asunto de constructores de oficio o ingenieros y solo excepcionalmente de arquitectos (diplomados, por otra parte, en el exterior), el nuevo concepto de asistencia y el poder médico en ascenso se aliaron con la nueva disciplina-profesión.
En efecto, las herramientas de la arquitectura estuvieron puestas al servicio de un nuevo programa: el hospital moderno. El interior del país, estos hospitales sustituían las más de las veces a pequeños y precarios locales en alquiler, en otros casos implicaron ampliaciones -generalmente nuevos pabellones- de hospitales realizados a finales del siglo XIX. Los arquitectos se ocuparon de la diferenciación, distribución racional y normalización de actividades mediante la sistematización tipológica de estos hospitales, de la planificación -junto a los médicos y administradores- de su implantación territorial y urbana. Asimismo, mediante decisiones formales, intentaron brindar un ambiente ideal a los enfermos que, según las teorías del momento, contribuyera a su recuperación, bienestar y comportamiento adecuado y, al mismo tiempo, representar al Estado de una manera digna16.
Para comprender mejor las características de este nuevo programa es relevante contrastarlo con el funcionamiento de los hospitales de campaña en el siglo XIX. Una intervención del médico Joaquín de Salterain en el parlamento (1899) evidencia precisamente el concepto del viejo hospital. Sobre la posible construcción de un hospital de caridad en la ciudad de Rivera, apoyaba a quienes sostenían que era mejor utilizar ese dinero en la realización de un puente, puesto que
es un error en que se incurre creer que un hospital disminuye la mortalidad; la aumenta, y generalmente porque da abrigo a vagos, a mal entretenidos y a los viciosos, que van a pernoctar al hospital durante la época del invierno (…)17.
Más allá de las connotaciones ideológicas de las expresiones de Salterain, interesa resaltar aquí qué significaba para un connotado médico y político a finales del siglo XIX la construcción de un hospital en el interior de la república. Otro aporte en este sentido lo brinda Luis Piñeyro del Campo18. En relación a la posibilidad de crear una “colonia de alienados” en las afueras de Montevideo, comenta:
Conviene, no obstante, apuntar que (el proyecto) contribuiría también a neutralizar en gran parte uno de los defectos capitales de que adolecen algunos de nuestros establecimientos públicos de asistencia: la de su construcción, siguiendo la arquitectura hospitalaria de la época en que fueron levantados, en grandes masas cerradas y en terrenos relativamente pequeños.
Hoy que el arte, obedeciendo los preceptos racionales de la higiene, planea los pabellones independientes de los hospitales y hospicios, en grandes espacios abiertos al aire y a la luz (…). (CNCBP, 1907, p. 156)
Los nuevos hospitales de comienzos del siglo XX, algunos de los cuales se analizarán a continuación, dejaron atrás su carácter de asilo y su primitiva organización espacial cerrada para convertirse en dispositivos de curación y de penetración de los saberes médicos y arquitectónicos en todo el territorio. La solución moderna no fue confrontar al hospital con el puente, sino convertir al primero -al menos en teoría- en un dispositivo tan eficiente como el segundo.
Centralización e impulso
A comienzos de siglo, (un) arquitecto, adscripto a la Dirección, cuida de la inspección de los edificios de los asilos y hospitales existentes y confecciona los planos para toda reparación y obra nueva (…) (CNCBP, 1907, p. 167)
Este arquitecto era Antonio Llambías de Olivar (p. 221, 262, 501), el primer egresado (1894) con el título de Arquitecto de la Facultad de Matemáticas19. Para nuevas construcciones, presumiblemente de porte, se proponía la realización de concursos (p. 149), en esa época no restringidos a arquitectos. Antes de Llambías de Olivar, prácticamente todas los edificios e intervenciones del organismo fueron realizados por constructores e ingenieros.
Algunos años después, el cargo de Llambías de Olivar era ocupado por Juan Giuria20. Dice José Scoseria, director General de la Asistencia Pública, que
“hasta el mes de Agosto de 1912, funcionó en la Dirección General la Oficina Técnica de Arquitectura, a cargo del Arquitecto don Juan Giuria, con un dibujante, un sobrestante y un peón. Por intermedio de esta oficina, la Dirección General proveía la conservación de los edificios de la Asistencia y a la formulación de proyectos y planos para las nuevas construcciones (…)(APN, 1913, p. 31).
A partir de 1912 y en virtud de la Ley n.° 3817 de 1911, la oficina dirigida por Giuria pasó al Ministerio de Obras Públicas (MOP), a la recién creada sección de Edificios hospitalarios de la Dirección de Arquitectura. Al igual que la medicina, las obras públicas y la arquitectura en particular concentraban sus esfuerzos y, a pesar de la escasez de recursos materiales y humanos, se especializaban. La Dirección de Arquitectura se subdividió entonces en cinco oficinas: Edificios en general, Edificios escolares, Edificios hospitalarios, Edificios Militares, Ensanche y embellecimiento de Ciudades, Villas, etc.
Antes de las reformas de 1910 y 1911, los hospitales del interior, no controlados por la CNCBP, eran construidos en su mayoría por constructores de oficio. El mecanismo de realización comenzaba, en casi todos los casos, a partir de donaciones de particulares, colectas organizadas por grupos de civiles -mujeres en su mayor parte- o iniciativa de miembros de la iglesia. El financiamiento y la gestión posterior de los centros hospitalarios se centralizó a partir de 1910, aunque la propia ley previó y garantizó la continuidad de las anteriores comisiones directivas (artículo 20) mediante el mecanismo de la delegación (artículo 12). Tampoco desaparecieron los mecanismos de la caridad y la beneficencia, necesarios en muchos casos para concretar las iniciativas. Un proceso más radical de concentración vivió el proyecto y mantenimiento de los edificios, radicado en las oficinas de la Dirección de Arquitectura del MOP y bajo el control técnico de los arquitectos21.
Es evidente, que por su costo y complejidad (equipamiento, mantenimiento), el esquema de producción y organización de los hospitales no podía asimilarse al del otro gran programa público: las escuelas. La estrategia de invadir todos los poros del territorio con equipamiento estatal no era viable para los hospitales públicos, por lo ya señalado y por su misma naturaleza de centros. Existían, por ejemplo, varios hospitales en las capitales departamentales, en su origen instituciones de la caridad, y la opción lógica fue utilizarlos, equiparlos y, eventualmente, ampliarlos (casos de Salto, San José y Florida). Durante el periodo de vigencia de la APN (1910-1932) se realizaron también hospitales de nueva planta en algunas capitales, como Paysandú (el Galán y Rocha, inaugurado en 1915), Treinta y Tres (1921), Durazno (1925), Rivera (1928). En algún caso, como Tacuarembó (1921-1927), se construyó un nuevo hospital en sustitución del anterior y también se realizaron asilos y casas de aislamiento (en Salto, 1923 y 1924 aproximadamente, también el sanatorio Koch de Paysandú de 1915-1916).
De esta manera, el hospital reforzó la división político-territorial del país, culminada en la década de 1880, y la temprana organización urbanística del territorio22. No obstante, en la década del veinte se llevaron a cabo también hospitales de nueva planta o importantes ampliaciones en ciudades de importancia como Paso de los Toros, San Carlos o Pando e incluso en pequeñas localidades como Lascano, Pirarajá o Minas de Corrales. Según Nora Pons (1997), entre 1908 y 1928 se realizaron veintitrés hospitales en el interior de la república (p. 46), pero nuestro relevamiento podría sugerir un número aún mayor.
Hospitales como el de Artigas (San Eugenio, 1900-1916)23, Minas (1899-1904), Colonia (1907-1909), Rosario (1907-1909)24, Flores (inaugurado en 1910) y Melo (inaugurado en 1911) pueden adscribirse al nuevo modo centralizado de proyecto. Todos ellos fueron, en definitiva, realizados por arquitectos desde las oficinas de la CNCBP o bien del MOP a partir de 1907. La tarea de completar, equipar y penetrar en el territorio en las tres primeras décadas del siglo XX fue realizada con tal intensidad que apenas ha sido ampliada en los noventa años siguientes.
El “esfuerzo” desde la disciplina arquitectónica fue paralelo y concurrente con el de la medicina. Esta, fundada en buena medida en el pilar que representaba la Facultad de Medicina, se había decantado por privilegiar la profesión frente a la investigación. El profesionalismo, que se puede ampliar a la política de toda la Universidad (Mañé, 1992), implicó necesariamente la creación del personal para cubrir los puestos en las nuevas instituciones, incluidas aquellas del interior del país. En la Memoria de la APN de 1916-1922 se señala la creación de “23 puestos de médicos de asistencia domiciliaria en las cabezas de departamento y 18 en pueblos de campaña”. (APN, 1922, p. 383) Asimismo, se presentaba y aprobaba en 1921 un proyecto para la creación de 24 puestos de médico para pequeñas localidades departamentales. (APN, 1922, pp. 395-397)
Casa
En los años que median entre finales del siglo XIX y la década de 1910 se observa el pasaje del hospital entendido como monumento urbano a la de un edificio de imagen doméstica y suburbana. Paradójicamente, la imagen del hospital moderno vuelve a sus orígenes: la casa. En su organización espacial, sin embargo, se abandona definitivamente el sistema de patios y la enfilade por un sistema de pabellones o de plantas semi-compactas con distribuciones que especializan y aíslan las habitaciones.
El hospital no debía verse como un hospital. Debía hacer sentir al enfermo en un entorno amigable y hogareño. El enfermo, mucho más si era crónico, debía “olvidar” que se encontraba en un instituto. El carácter pintoresco de la arquitectura, al igual que la vegetación y el entorno, tenía ese fin: amortiguar la situación del enfermo y desviar su atención hacia los detalles domésticos. Al igual que estos, la pequeña escala y la sencillez se oponían a cualquier intento de monumentalizar el hospital y ello lo diferencia del tratamiento contemporáneo de otros programas públicos de la época, como las escuelas públicas urbanas, los liceos, o los edificios administrativos25.
Estas consideraciones -coherentes con la ya señalada preferencia por las ubicaciones periféricas- aparecen en diversas fuentes de la época. La vemos, por ejemplo, en las bases del concurso de arquitectura para una Colonia de Convalecientes (1921) en las afueras de Montevideo, donde se establecía que el edificio debía tener “más carácter de habitación colectiva que de edificio hospitalario”, con un “aspecto exterior sencillo, sin exclusión de los elementos decorativos alegres y atrayentes” (La Colonia de Convalecientes, 1921 mayo, p. 57)26. Unos años antes (1913), el doctor José Scoseria describía de esta manera la futura Colonia de Alienados de Santa Lucía: (…) nuestra Colonia-Asilo será el verdadero Manicomio concebido de acuerdo con las tendencias de la ciencia moderna, donde estarían reunidos todos los elementos para la asistencia y el cuidado de los alienados; y un asilo construido por edificios separados, sin aspecto alguno que lo asemejara a un hospital; villas alegres, de construcción rústica si se quiere, en la que estarían clasificados y distribuidos los enfermos para su asistencia (…). (Rossi, 1913, p. 3)
Cuando el ingeniero Eduardo Canstatt proyectó el Manicomio Nacional (1876-1880, luego Hospital Vilardebó), los criterios eran muy diferentes. Pese al amplio terreno, la arquitectura se organiza simétricamente y en torno a patios internos. En el centro de la composición se encuentra una capilla católica y a pesar de contar con espacios que se pretendían y leían como amenos (las galerías, por ejemplo), todo el conjunto respira cierto aire solemne (Figura 2). Piñeyro del Campo, quien fue director de la CNCBP entre 1897 y 1905 decía que el Manicomio era “el más hermoso de los que dependen de la Comisión Nacional, no solo por su arquitectura sino por su ubicación en medio de amplios terrenos” (CNCBP, 1907, p. 317), sin agregar elementos negativos a su descripción. Seis años después, José Scoseria, director de la APN, caracterizaba al ya nombrado Hospital Vilardebó, de la siguiente manera: Es el más grande, y por su arquitectura y su ubicación en el medio de grandes jardines, el más hermoso de los edificios que posee la Asistencia Pública, aunque su distribución general no responde ya a lo que debe ser un moderno Hospital de Alienados. (APN, 1913, p. 175)
Todavía en 1907, cuando el arquitecto Emilio Conforte proyectó el hospital de Colonia (Figura 3), los criterios del hospital que hemos llamado “moderno”, aún no eran dominantes. El edificio se sitúa en la planta urbana, en un padrón de apenas 1770 m2. Su carácter también es eminentemente urbano y a pesar de sus modestas dimensiones hay un claro intento de monumentalizar el edificio, utilizando discretamente ciertos recursos clásicos (simetría, énfasis en el acceso, verticalidad, tripartición, entre otros).
A pesar de lo exiguo del terreno, sin embargo, Conforte evita la creación de patios cerrados. La organización de doble peine, sin embargo, obliga a trasladarse en enfilade a través de las salas de enfermos. La forma general de la planta recuerda la de aquellos hospitales donde la circulación lineal vincula los pabellones con las camas. Sin embargo, aquí las camas se sitúan junto con la circulación y los salientes no parecen tener una autonomía o una función clara.
La aparición de una arquitectura de carácter pintoresco en el ramo hospitalario ya puede observarse en la propuesta primitiva del Hospital de Niños, ganada por concurso por el estudio de ingenieros y arquitecto West, Acosta y Lara, Guerra (1902). El programa se descompone en múltiples pabellones que minimizan el impacto de un único volumen y adquieren casi todos ellos un aspecto residencial de suburbio. El terreno, asimismo, se situaba exactamente en el límite de la ciudad novísima, una posible zona de edificios públicos con buena proporción de espacios verdes.
La escala generalmente más modesta de los hospitales del interior de la república, llevará a que estas características fueran aún más evidentes. A partir de la segunda década del siglo XX, el sello arquitectónico estuvo dado por el mencionado Juan Giuria. Profesor de historia de la arquitectura y con un interés evidente en la arquitectura colonial de toda América, Giuria también fue un funcionario público y desde el comienzo de su carrera se “especializó” en la arquitectura hospitalaria. Las formas de sus construcciones remitían a esta voluntad de pretendida domesticidad y ponen en primer plano uno de los conceptos centrales de la teoría de la arquitectura que los profesionales reivindicaban dentro de su especificidad: el carácter.
Nueva producción
Giuria fue el arquitecto referente de la APN desde sus comienzos. En Montevideo, además de múltiples reformas y ampliaciones, proyectó obras como el nuevo Hospital de Niños (luego denominado Pedro Visca, 1919-22), el nuevo Asilo Piñeyro del Campo (1918-1922)27 y la Colonia Asilo de Alienados de Santa Lucía, proyectada en 1920, que, si bien se emplazó en el departamento de Canelones, funcionaba como un satélite de Montevideo.
En el interior, Giuria proyectó los hospitales de Durazno y Trinidad (1918) Tacuarembó y Treinta y Tres (1921), Rivera (1921-1928), el Asilo de Huérfanos de Salto (1921-22). Reformuló y amplió, entre otros, el hospital de Salto (1921) y el Hospital Alvariza de San Carlos (1922). En los mismos años, también produjo prototipos para pequeñas poblaciones del interior (hospitales regionales) que fueron utilizados en Bella Unión, Carmelo, Lascano, Minas de Corrales, Pan de Azúcar, Paso de los Toros, Pirarajá, San Gregorio del Polanco, Sarandí Grande y otros centros poblados.
En los hospitales departamentales, de mayor porte, el planteo arquitectónico general responde a una organización en pabellones (aislados o conectados con circulaciones lineales), simétrica con respecto al eje principal y con destaque de los volúmenes que se encuentran sobre él. En definitiva, una composición que se ordena desde la planta, acorde con las enseñanzas académicas en las cuales Giuria fue formado (Figura 4). Los volúmenes refuerzan el mensaje plasmado en las plantas, utilizando eventualmente la altura y los detalles expresivos para denotar las jerarquías programáticas (por ejemplo, el destaque del volumen correspondiente a la administración -Figura 5-, etcétera).
Techos de tejas con pendientes, vanos verticales rítmicamente dispuestos, aleros y discretos detalles decorativos en los accesos o sobre las aberturas y un tono blanco general que recubre todos los paramentos es la expresión general de estos hospitales, generalmente de uno o dos niveles. A pesar del planteo general académico, el resultado, como se ha señalado, es poco monumental y repleto de pequeñas anécdotas. En esto, parece relevante el conocimiento de Giuria del movimiento neocolonial, que abrevaba en reflexiones sobre una producción hispánica concentrada en viviendas y estancias o pequeñas capillas, todas concurrentes con una revaloración de los recursos de lo doméstico, expandiéndose en un paisaje rural o poco urbanizado que promovía soluciones valoradas por su pintoresquismo.
No obstante, la inspiración en la arquitectura colonial propiamente dicha no es tan obvia y evidente y sus obras no son tan homogéneas. Una comparación entre la Figura 5 y la Figura 6 revela, por ejemplo, diferencias en el planteo expresivo, probablemente vinculadas a la jerarquía del programa y el lugar. Sus proyectos parecen más bien combinar elementos de diversas tradiciones (coloniales, renacimiento italiano, arquitectura centroeuropea) y en todo caso no difieren demasiado de otras experiencias hospitalarias contemporáneas americanas y europeas. Las similitudes son aún más radicales en los interiores y dan cuenta de una difusión internacional de soluciones tipológicas y modelos espaciales que se verifica en el tamaño de las habitaciones, los revestimientos, la disposición del mobiliario y de los propios cuerpos humanos.
En cuanto a los prototipos para pequeñas localidades, su estudio y sistematización fue evidentemente una de las tareas que la arquitectura tomó como propias y que, por su grado de abstracción, la diferenciaron del conocimiento empírico que poseían los constructores. Estos tipos o prototipos, surgían del estudio detallado del programa, algo que también los arquitectos reclamaron como parte de su jurisdicción, y que los diferenciaron de los ingenieros, más ligados a los aspectos de cálculo matemático y técnico-constructivos. Las plantas de estos edificios toman como referencia general el modelo en base a pabellones, pero lo compactan en un volumen único, reforzando su aspecto de casa. (Figura 7yFigura 8)
Consolidación y nuevo ciclo
En definitiva, el esfuerzo de la disciplina por dotar a la profesión de un sentido fue concurrente con el poder médico y el del Estado. Herramientas como la composición, el carácter, el estudio de tipos y los planes reguladores se utilizaron para afianzar tanto la profesión de arquitecto como el higienismo y la especialidad médica, el poder territorial del Estado y su control sobre la población. Este esfuerzo cobró un nuevo sentido a partir de 1904 y se desarrolló con intensidad creciente en las primeras décadas del siglo XX.
Entre la aprobación de la ley para realizar un Hospital de Clínicas (1926) y la creación del Ministerio de Salud Pública en 1933 se abre un nuevo ciclo en las relaciones entre arquitectura, medicina y Estado. Por su enorme dimensión, el hospital significó una concentración significativa de recursos en Montevideo y nos da la pauta de un cambio en la política territorial que debería ser explorado. Junto al Ministerio, además, surgió una nueva oficina de arquitectura instalada en su seno y dirigida por Carlos Surraco. No casualmente, este joven arquitecto había sido el ganador del concurso para el Clínicas (1928-1929) y quién se erigió a la postre como el principal referente en arquitectura hospitalaria, desplazando a Giuria. Por último, si la realización del hospital fue una muestra del poder médico, la activa participación de los arquitectos en su concepción, programación, proyecto y construcción evidencia la consolidación de dos de los aspectos clave que hemos esbozado: la comunión interprofesional y la unidad entre su acción y la del Estado.