Latinoamérica es la región más violenta del mundo, de acuerdo con la evolución de los homicidios y la naturaleza de ciertos crímenes (Alvarado y Tenenbaum, 2022). El crimen organizado de las drogas ilegales contribuye en gran medida al crecimiento de los asesinatos (UNODC, 2019). Aunque el nivel de crueldad utilizado en las formas de matar a otros no está medido, es posible asegurar que en América Latina hay un sinfín de prácticas de dolor y de deshumanización de los muertos por homicidio en el crimen organizado, hecho que indica que quitarle la existencia al “enemigo” fenomenológico ya no es suficiente. La persona debe morir sin dignidad, el cuerpo debe desaparecer y no ser llorado; es la imposibilidad del ritual de muerte. Parecería que el segundo homicidio (Popitz, 2019), la destrucción definitiva de la integridad de la víctima, es más importante que la destrucción de la vida. La violencia rapaz (Benjamin, 2001) de la que se habla no ocurre únicamente en el bazar de las economías irregulares, semilegales y abiertamente ilegales (Ruggiero, 2005). Los mercados ilícitos se desarrollan necesariamente en el mercado formal y se alimentan de él, de actores convencionales posicionados en cargos claves (migración, aduana, intermediación financiera, puestos de frontera, comercio exterior, etc.). En otras palabras, los portavoces del delincuente de cuello blanco (Sutherland, 1999) cumplen funciones vitales sin las cuales sería imposible imaginar la prevalencia nacional y el despliegue transnacional de los grupos delictivos. Esto es evidente en experiencias tan distintas como las de Colombia, Brasil, México o el Triángulo Norte de Centroamérica (Honduras, Guatemala, El Salvador). Pero también en los países del Cono Sur. Así las cosas, al momento de hablar del crimen organizado transnacional de las drogas ilegales es ineludible hacer mención a las conexiones entre el delito de los débiles y el delito de los poderosos, a las conexiones entre la violencia de sangre y la violencia de guante blanco y, por supuesto, a la retroalimentación entre los mercados ilícitos y lícitos, y los actores privados y del Estado.
Las redes de protección (legales e ilegales), las políticas prohibicionistas y de guerra contra las drogas, y la gobernanza territorial de los grupos criminales, son las principales causas de la radicalización de las violencias (los ajustes de cuentas, el sicariato, la crueldad en el hacer morir, etc.) en la región. Esta tragedia está estrechamente relacionada con la de las personas desaparecidas, los cuerpos no identificados, las familias desplazadas de sus hogares y comunidades y la deportación de migrantes desde los Estados Unidos. Pero también tiene un vínculo íntimo con la producción agropecuaria, el valor internacional de las materias primas, la apertura de los mercados, la desregulación de las finanzas, el desarrollo de las comunicaciones y el transporte, y el proceso de globalización en general. El mercado ilícito de las drogas no se entiende por fuera de los grandes procesos económicos y tecnológicos y la globalización (Berdal y Serrano, 2005).
Los jóvenes son los eslabones más expuestos de la cadena del tráfico de drogas, pueblan las cárceles de Caracas, San Pablo, Tegucigalpa. Y también las de Buenos Aires, Santiago y Montevideo (Bergman, 2016). En ciertas áreas espaciales concretas del territorio, caracterizadas por la radicalización de las violencias, se asiste a un proceso de juvenicidio (Valenzuela, 2015) y también, cuando no, a una violencia institucional inusitada con características de necropolítica (Mbembe, 2011). Los estudios muestran en qué medida las instituciones de control social encargadas tradicionalmente de aplicar el castigo pueden ser un factor de aumento de la criminalidad. Esto obliga a mostrar la continuidad de las prácticas del aparato policial, que fomentan la violencia y el uso desmedido de armas de fuego, en especial en los territorios vulnerables. Se informa en esta línea de hechos en que el accionar de la policía llega a ser letal y recrudece el conflicto en el que se produce el aumento de las diferentes formas de violencia (Tavares dos Santos et al., 2023).
Los protagonistas de estas muertes, muchas veces crueles, son jóvenes varones con vidas breves que mueren a manos de otros jóvenes varones con vidas breves (Viscardi, 2006). Indefectiblemente, al abordar estas violencias y el tráfico de drogas ilegales, se necesita una lectura de género y generacional. No son jóvenes que mueren porque no les interesa su vida, porque no tienen proyectos ni deseos, todo lo contrario. Los jóvenes varones arriesgan su vida porque les interesa vivir una existencia con dignidad: integrarse a la sociedad de consumo, ser respetados en su comunidad, obtener el reconocimiento que no logran en la educación y el trabajo, etc. Ante privaciones de todo tipo, la violencia en el orden patriarcal es el medio que tienen a mano los jóvenes varones para hacerse respetar en medio del rechazo social sistemático (Tenenbaum et al., 2021).
Las mujeres también son víctimas de las organizaciones criminales latinoamericanas. Los femicidios, los secuestros, las desapariciones y la explotación sexual son algunas de las consecuencias que viven por la guerra contra las drogas. Ahora bien, ellas también tienen otros lugares en el mercado ilícito de las drogas ilegales. Algunas lideran grupos delictivos semiorganizados, frecuentemente en sus familias extensas. Otras son mujeres jefas de hogar que se involucran en la comercialización minorista de drogas, muchas veces como revendedoras (la precariedad dentro de la precariedad del mercado informal) o en la receptación buscada u obligada (adquisición, recibo u ocultamiento de las sustancias o las ganancias de la venta de drogas), para proveer a su hogar al mismo tiempo que cuidan a sus hijos (Sánchez, Gauna y Herrera, 2023; Viscardi, 2021). Esto evidencia problemas en el equilibrio que tienen las familias para distribuir cuidados materiales e inmateriales a los miembros del hogar. El tiempo es finito para la existencia humana y el mercado laboral, indigno y precario, hace del tiempo dedicado al cuidado inmaterial (amor, comunicación, construcción de vínculos de confianza, etc.) un lujo imposible para los trabajadores y trabajadoras manuales, jornaleros y hasta los sectores desempleados dominados por las preocupaciones del bienestar material (Tenenbaum, 2018).
En la región andina se genera la mayor producción de hoja de coca del mundo gracias a sus condiciones climáticas y geográficas. La hoja está ligada a diversas prácticas medicinales, culinarias y rituales de los pueblos andinos (Aguirre y Ramírez, 2020). Este contexto natural y cultural fue mercantilizado por organizaciones criminales latinoamericanas en la segunda parte del siglo XX, aunque desde principios de ese siglo existe evidencia de este proceso (Smith, 2022).
La Guerra Fría, la política hemisférica de los Estados Unidos y los endebles gobiernos de la región impulsaron el negocio con las alianzas generadas entre organizaciones criminales, agencias de seguridad estadounidenses y gobiernos autoritarios de la región. Las colonizadas y empobrecidas islas del Caribe, completamente vulnerables al poder criminal “legal” e ilegal, sirvieron como puentes, plazas de “stockeo”, guaridas de personas y dinero, y blanqueo de capitales. Los piratas y corsarios del Caribe mutaron, pero siguen siendo piratas y corsarios.
Los grupos criminales organizados mexicanos sacaron provecho de la desarticulación y las múltiples divisiones de las organizaciones colombianas y en la última década del siglo XX comenzaron a ser los grandes protagonistas del negocio. Incrementaron su control en la división del trabajo del tráfico de cocaína de la mano de organizaciones como Juárez, Tijuana, Sinaloa, El Golfo, entre otras. Hoy, con Jalisco Nueva Generación y Los Chapitos, incurren con fuerza en el mercado ilícito de las drogas sintéticas, particularmente el fentanilo.
En el Cono Sur el escenario se plantea de forma distinta. En Brasil operan organizaciones criminales de gran magnitud, con redes internas y externas complejas. Aunque predominan los movimientos dentro del país, tienen un fuerte control del mercado de las drogas paraguayo y contactos estrechos con organizaciones criminales italianas, entre otras. El Comando Vermelho y el Primer Comando Capital son las principales organizaciones brasileñas que, a diferencia de otras de la región, cuentan con un componente ideológico, al menos en sus orígenes y sus líderes (Paes y Nunes, 2018). Organizaciones criminales en la frontera sur (Os Manos, Bala na Cara, Os Tauras) amenazan con tomar el control del mercado uruguayo, al menos del río Negro hacia el norte de Uruguay.
En Argentina los hechos del crimen organizado han estado asociados fuertemente con la política y la policía bonaerense de la década menemista, con la “mafia del oro” y el Grupo Yoma. A inicios de este siglo tomó protagonismo la “mafia de la efedrina”, ante las prohibiciones de importación de esa sustancia a México y Estados Unidos, y el crimen organizado en la ciudad de Rosario con Los Monos, así como el control de los puertos sobre la hidrovía Paraguay-Paraná.
Paraguay es uno de los principales productores de cannabis en Sudamérica, con un fuerte control de la mercancía por parte de empresarios y políticos de aquel país y de los grupos delictivos brasileños. La planta paraguaya ha sido consumida tradicionalmente en la región aprovechando los trasiegos escasamente vigilados por la frontera seca y fluvial. Esta mercancía se suma a otras, como el tabaco, que históricamente formaron parte del menú de contrabando hacia el Cono Sur.
Cuando hablamos de Uruguay, cabe poner sobre el texto el mito de la excepcionalidad, de una jurisdicción apacible que no guarda interés alguno para las organizaciones criminales internacionales. Sin embargo, más frecuentemente de lo que se cree, el país ha sido un hub de sustancias psicotrópicas ilegales hacia Europa y África. El primer Reporte global sobre cocaína (UNODC, 2023) ubica a Uruguay como una jurisdicción importante en el trasiego, el “stockeo” y la exportación vía marítima de la sustancia blanca. Pero la tradicional especialidad que ofrece el país a la división internacional del trabajo del tráfico de las drogas ilegales es la protección del capital por medio de su sistema financiero (Tenenbaum, 2022). Esto se complementa, como también sucede en las jurisdicciones mencionadas, con grupos delictivos domésticos, semiorganizados en familias extendidas y relaciones de pares territoriales, dedicados al mercado ilícito de las drogas.
Este dossier aborda una de las principales preocupaciones del grupo de investigación sobre Violencias, Juventudes y Criminalidad en América Latina del Departamento de Sociología de la Facultad de Ciencias Sociales (Universidad de la República): el mercado ilícito de las drogas, con sus violencias y crueldades, con sus impactos en las trayectorias de adolescentes y jóvenes, con la connivencia de actores políticos, empresariales y de las fuerzas de seguridad pública que se encargan de deshacer el tejido social de las comunidades populares y debilitar a la democracia. Intenta presentar un panorama de este complejo problema social y problema de investigación para México, Brasil y Uruguay, sin que ello, evidentemente, logre agotar el campo de estudio.
Para México, Carlos Pérez Ricart y Arantxa Ibarrola García analizan los movimientos del mercado de las drogas ilegales de los últimos años, a partir del desarrollo del fentanilo en el contexto de la crisis de salud pública que atraviesa Estados Unidos con el consumo de opioides sintéticos. Los datos son alarmantes: en 2021 los ciudadanos estadounidenses que murieron por sobredosis fueron 94% más que en 2019 y en ese mismo año (2021) el 82,3% murió por opioides sintéticos. El estudio da cuenta de que los grupos delictivos mexicanos están reconfigurando su negocio y sus organizaciones en este nuevo escenario. Las sustancias tradicionales (marihuana, heroína, cocaína) están siendo desplazadas por las drogas de diseño y, particularmente, el fentanilo, por las ventajas comparativas que este ofrece. Los autores concluyen que el boom del fentanilo y otros opiáceos sintéticos ha contribuido a fragmentar a las organizaciones criminales mexicanas, ha aumentado el número de oferentes en el mercado y la profesionalización técnica (en tanto que los laboratorios de sustancias sintéticas requieren mayor experticia que el tratamiento de las drogas naturales). Ha disminuido la relación de las organizaciones criminales con la tierra y la naturaleza, y se ha reducido el tamaño de las mercancías, lo que facilita su distribución. El modelo de negocios está cambiando.
Focalizando en Tamaulipas, en la frontera mexicanoestadounidense, Marisol Ochoa Elizondo ofrece un minucioso análisis de la introducción del crimen organizado en los campos de la política y de la seguridad, expandiendo el control territorial con violencia, intimidación y corrupción. Se analiza al estado de Tamaulipas como una localidad que tiene una funcionalidad logística y estratégica en el mercado ilícito de las drogas. Partiendo de Niklas Luhmann, la investigadora examina a las organizaciones criminales en relación con su entorno y el espacio, con sus variaciones y reconfiguraciones, desde la complejidad (multiplicidad, heterogeneidad y policontextualidad). De este modo, el estudio analiza qué papel juegan las organizaciones delictivas en sus espacios de operación -y qué interacciones producen con las esferas de la política y la economía- y cómo estas interacciones se perpetúan en el tiempo como redes operativas corruptas. La investigadora señala que en los últimos años ocurrieron cambios en las dinámicas y logísticas delictivas debido a nuevas rutas de tráfico de migrantes y al crecimiento del negocio del fentanilo. El trabajo concluye que la violencia contra la población civil responde a condiciones espaciales, a la inercia de los mercados y a las flexibilidades de los sistemas políticos y sociales. Así las cosas, una disminución de los niveles de violencia no necesariamente significa una mejora en la convivencia social, sino que puede expresar una nueva relación entre los actores. El texto pone a prueba la pertinencia de la teoría luhmanniana para comprender el crimen organizado. El enfoque de relaciones sistémicas permitiría repensar al crimen desde funciones diferenciadas que reaccionan a entornos que no cesan de transformarse.
La investigación de Brasil de Rodrigo Ghiringhelli de Azevedo y Laura Girardi Hypolito aborda la política penal de las drogas. Los autores prestan atención a las consecuencias producidas en el año 2006 por la Ley 11.343, al no diferenciar criterios entre consumidores y traficantes de drogas. Esta falla del legislador ocasionó un aumento significativo de la tasa de prisionización por delitos de drogas, en tanto la discrecionalidad de los operadores policiales y judiciales tiende a ser punitiva. El trabajo muestra que el cambio legal dejó en evidencia la selectividad represiva del sistema de justicia, ya que sus consecuencias fácticas las pagan los jóvenes negros de las periferias que son detenidos con cantidades insignificantes de sustancias ilegales. Los prejuicios de los jueces se observan con claridad al momento de decidir, por ejemplo, la prisión preventiva de los detenidos. El racismo de Estado se despliega con plenitud ante la indeterminación legal.
En Uruguay, Marcos Baudean y Fanny Rudnitzky analizan el mercado ilegal de drogas para identificar factores endógenos y exógenos que inciden sobre la violencia que tiene lugar entre grupos delictivos. Los investigadores entienden que hay un vínculo entre el crecimiento de la violencia y la política criminal contra la comercialización minorista de drogas. El estudio pone especial atención al crédito que otorgan los distribuidores de drogas a sus vendedores o comerciantes minoristas y a cómo las acciones policiales que inciden sobre este crédito provocan inestabilidades en el mercado, pudiendo desatar la violencia. La estrategia de la policía de enfrentar el microtráfico de drogas implicaría detener a los eslabones más débiles de la división del trabajo de este mercado y sacar de circulación la droga de los barrios hasta nuevo aviso. Esto, evidentemente, hace que los eslabones superiores de la cadena de la “organización” no puedan recuperar algunos de los créditos otorgados. De este modo, los investigadores sostienen que los mercados de drogas deben ser tratados como sistemas de interacción complejos integrados por actores racionales, donde el comportamiento de un actor repercute en el resto de los miembros del sistema.
Por último, también en Uruguay, Luciana Scaraffuni y Rafael Paternain realizan una etnografía en el barrio Marconi de Montevideo. En dicho territorio operan grupos delictivos del tráfico de drogas hace por lo menos dos décadas y ha visto pasar una serie extensa de megaoperativos policiales sin resultados visibles. El estudio aborda las relaciones sociales que establecen los vecinos del barrio con las fuerzas de seguridad en un territorio dominado por el crimen organizado. Al realizar este examen, los autores observaron que el mercado ilícito de las drogas atravesaba constantemente las narrativas de los vecinos y vecinas, pero que también ocurrían formas de violencia no ligadas al tráfico de drogas, resultando fundamental cuestionar las percepciones e imágenes instaladas de que todo es “guerra narco”. La policía es percibida desde distintos lugares por parte de los vecinos y se reclama su intervención ante la dominante criminalidad del barrio, pero también hay importantes resistencias contra los megaoperativos que señalan a todos los habitantes de la zona como culpables. Los jóvenes son más críticos y desconfiados, más reticentes a la presencia policial, quizás porque ellos mismos reciben toda la atención de esta. Debe tenerse presente que cuando las fuerzas de seguridad públicas ocupan el espacio comunitario, más a menudo de lo que se cree, aparecen el autoritarismo y la violencia institucional. En algunas situaciones, la violencia entre privados se sustituye por la violencia estatal hacia los habitantes del territorio. El barrio Marconi es un territorio doloroso, dicen los investigadores.
Coordinadores del dossier y Gabriel Tenenbaum
Coordinadores del dossier