Introducción: las producciones de los “hijos críticos”
A fines de la década del noventa del siglo pasado, comenzaron a emerger nuevas voces en el teatro argentino contemporáneo caracterizadas por desarrollar perspectivas narrativas diferenciadas con respecto a la generación de sus padres en relación con lo acaecido en el pasado reciente del país, particularmente en lo que se refiere a las representaciones sobre la última dictadura cívico-militar (1976-1983) y sus innumerables consecuencias. En este artículo se analiza en detalle, como exponente destacado de este tipo de poética, la obra teatral Los murmullos (2002), de Luis Cano, con dirección de Emilio García Wehbi.
Uso aquí el concepto “hijos críticos”, siguiendo las reflexiones de Daniel Mundo (2016), para referirme a las obras teatrales de las nuevas generaciones de actores, dramaturgos y directores que nacieron durante o después de la época dictatorial o que vivieron su infancia o adolescencia en ese momento político. Este concepto intenta dar cuenta de las perspectivas propias de una generación muy especial, dadas las particulares condiciones de su crecimiento y desarrollo, teniendo en cuenta que “la imagen de sí misma de esta generación se cimentó sobre la figura de una imagen especular ausente, por lo que la identificación y la crítica al padre debe realizarse sobre su previa construcción, lo que forma parte de un complejo trabajo de duelo” (Verzero, 2016, p. 10).
Desde inicios de la primera década del 2000 en adelante, esta generación desarrolló formas y procedimientos estéticos y políticos propios que generaron, tanto en el cine como en el teatro, la literatura y las artes visuales, “un reconocible camino en busca de la construcción de la historia reciente, de un pasado a partir del cual afirmar su presente y proyectar su futuro” (Verzero, 2016, p. 11). La distancia con respecto a la vivencia en primer plano, consciente y adulta, del terrorismo de Estado, permite a esta generación una capacidad de reflexión crítica, en ocasiones incluso hasta humorística y paródica, que resulta imposible de aprehender para los actores sociales pertenecientes a la generación de los militantes de la década del setenta, quienes tuvieron contacto directo con la tortura, las desapariciones y la política concentracionaria del terrorismo de Estado.
Las nuevas generaciones de actores, dramaturgos y directores transformaron sustancialmente el teatro que aborda el terrorismo de Estado, al poner en cuestión las teatralidades preexistentes en relación con la dictadura, basadas en el realismo y la denuncia social, e indagar en otros registros de teatralidad, como la utilización de una mirada autobiográfica múltiple, plural, fragmentada y discontinua, la disolución de los límites entre realidad y ficción y entre lo privado y lo público, la mostración del artificio y del dispositivo teatral, la valoración de las subjetividades desdobladas y la irrupción de identidades disueltas, humorísticas y paródicas, en muchos casos acompañadas por entrecruzamientos temporales, dramaturgias no lineales y yuxtaposiciones espaciales, todo esto sin dejar de narrar el horror.
Además de Los murmullos, algunas de las obras que surgen desde estas perspectivas y puntos de vista, y que he estudiado en mi tesis doctoral -denominada Nombrar el horror desde el teatro. Análisis de las representaciones teatrales sobre el terrorismo de Estado en Argentina en el período 1995-2015-, son las siguientes: La Chira (el lugar donde conocí el miedo) (2004), de Ana Longoni; áRBOLES (2006), de Ana Longoni y María Morales Miy; Prometeo. Hasta el cuello (2008), de Juan José Santillán; Instrucciones para un coleccionista de mariposas (2002), de Mariana Eva Pérez; Mi vida después (2009), de Lola Arias; Proyecto Posadas (2014-2015), de Andrés Binetti; Vic y Vic (2007), de Erika Halvorsen y Bajo las nubes de polvo de la mañana es imposible visualizar un ciervo dorado (2010), reestrenada al año siguiente con el nombre de 170 explosiones por segundo, de Virginia Jáuregui y Damiana Poggi.
El término griego parrhesĭa o ‘hablar sincero’ (del que se tiene conocimiento en el antiguo mundo griego a partir de las tragedias Las Fenicias, de Eurípides, y Edipo en Colono, de Sófocles, y que fuera retomado por el filósofo Michel Foucault en sus famosos cursos en el Collège de France) asume una importancia central en estas obras, ya que se considera que son, precisamente, muchas de las producciones de los “hijos críticos” las que ejercen ese hablar franco, sincero y disruptivo, propio de la parresia, en lo que refiere a las representaciones teatrales sobre la dictadura.
Para Foucault, la parresia es “una actividad verbal en la que el hablante expresa su relación personal con la verdad y arriesga su vida porque reconoce el decir la verdad como un deber para mejorar o ayudar a otros (como también a sí mismo)” (Foucault, 1992). La parresia, junto con su ausencia, se encuentra asociada en este trabajo a la imposibilidad de nombrar lo inaceptable, lo inadecuado, lo que no conviene que se diga, aquello que una sociedad no está dispuesta a escuchar. Las figuras del traidor y del militante de las organizaciones armadas, así como también las del exiliado, el sobreviviente y los nietos apropiados por los represores, problematizadas en algunas de las obras mencionadas arriba, dialogan en tensión con las decibilidades y visibilidades socialmente aceptadas en el teatro argentino contemporáneo referido a la dictadura.
Muchas de las obras de los “hijos críticos” rompen con versiones estabilizadas y cosificadas de las representaciones del pasado dictatorial. Estas obras plantean vínculos identitarios complejos y cambiantes en la tensión dialéctica que se observa en ellas entre la historia personal o privada y la colectiva o social. Es lo que ocurre con Los murmullos, obra estrenada en el Teatro Municipal General San Martín de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires en 2002. La mirada y la perspectiva de la obra de Luis Cano es, precisamente, la que aquí definimos como la de los “hijos críticos”, en la medida en que no se trata de poner en escena las historias y las narrativas de sus padres, sino que se hace hincapié, más bien, en las consecuencias que estas tuvieron en las subjetividades de las protagonistas. Sus relatos se constituyen a través de la recreación de “una memoria infantil habitada por la violencia de secuestros, de ausencias, muerte e imágenes en las que la percepción cotidiana de amenaza aparece asociada precisamente al lenguaje de la política” (Amado, 2009, p. 164).
La reflexión distanciada sobre la construcción de las memorias, así como sobre las formas, los recursos y los procedimientos con los que ellas operan, son los ejes centrales en las obras de los “hijos críticos”, que muchas veces suponen intensos conflictos entre las memorias individuales y las colectivas, ya que son producciones que se encuentran en el punto de cruce entre la historia social y la tragedia personal. Estas nuevas voces son las que introducen las representaciones de tipo fragmentario sobre el pasado dictatorial.
Esto no ocurre solo en el teatro, sino también en el cine, que ha generado expresiones fuertemente disruptivas al respecto. No es casualidad que en el campo del cine documental argentino, desde principios de los años 2000, las producciones de los hijos de los militantes hayan entrado en la órbita de los documentales performativos, según la clasificación establecida por Bill Nichols (1997), en los que los directores suelen expresar sus miradas y puntos de vista en primera persona. En este tipo de obras, cuyos casos paradigmáticos son Los rubios (2002), de Albertina Carri, M (2007), de Nicolás Prividera, y El (im)posible olvido (2016), de Andrés Habegger, lo personal se vuelve político a través de narraciones en abismo, que cuestionan los regímenes de representación vigentes.
La puesta en escena del hecho de recordar, es decir, del momento de evocación del pasado, da cuenta de una lectura posible (una entre tantas) sobre el pasado en general y sobre los acontecimientos recordados en particular. Así, muchas de las obras de los “hijos críticos” trabajan a través de la recuperación performativa de unos recuerdos que asumen su condición fragmentaria y le otorgan de esta forma un lugar preponderante al “proceso de evocación que se sostiene sobre las búsquedas de los protagonistas-realizadores” (Aprea, 2015, p. 176).
En las obras de los “hijos críticos” hay un importante nivel de distancia, reflexión y reelaboración en torno a la materialidad del pasado dictatorial. Lo familiar y lo conocido son revisitados y reelaborados a partir de la introducción de una nueva perspectiva, alejada de la experiencia directa que brindan lo autobiográfico y el testimonio en primera persona, que se encuentra fragmentado y disuelto. Este tomar distancia tiene como resultado la generación de poéticas de gran efectividad y contundencia a la hora de narrar el terrorismo de Estado y sus consecuencias, ya que, al asentarse en la elipsis, la condensación textual, lo cifrado, lo sugerido y lo dicho solo a media voz se vuelven cada vez más elocuentes en cuanto a la implicación con lo sucedido que proponen al espectador, puesto que logran poner en evidencia los silencios y las hendiduras que se han generado en la escucha social y en las subjetividades que atravesaron la década del setenta.
Son obras que intentan reflexionar en profundidad sobre lo acontecido, en el sentido de que buscan aprehender las luces y, a la vez, las sombras de la época sobre la que indagan. El objetivo es percibir lo que se encuentra oculto, lo que no tiene escucha ni visibilidad social, aquello que por diversos factores no es directamente decible ni mostrable en nuestra sociedad en relación con el pasado reciente. Al dar cuenta de estos claroscuros, las obras de las nuevas generaciones conforman de diversas maneras un ejercicio y una actitud parresiástica que nos obliga a confrontarnos socialmente con lo que no queremos ver ni escuchar sobre el terrorismo de Estado dictatorial, una etapa sobre la que continúan surgiendo preguntas que no sabemos ni podemos aún contestar.
Las expresiones de la generación de los “hijos críticos” comienzan a ocupar un lugar significativo en el espacio público en los últimos años, para dejar de ser memorias emergentes. En la última década se generó interés y voluntad de escucha, tal como sostienen Jelin (2002) y Pollack (2006), en la medida en que estas obras fueron imponiéndose en la circulación pública, tanto en el teatro como en la literatura y el cine. Se trata de “poner en escena el trabajo de la memoria que los orienta en la construcción de identidades propias y los aparta de las interpretaciones aceptadas sobre la militancia revolucionaria” (Aprea, 2015, p. 216). Este supuesto alejamiento de las perspectivas socialmente aceptadas sobre la mirada militante setentista no es unívoco ni homogéneo, ni funciona en todas las producciones de los “hijos críticos” de la misma forma. Cabe señalar aquí que no estamos ante un bloque social sin fisuras, sino, más bien, todo lo contrario. Existen diferencias y perspectivas contrapuestas dentro de este colectivo, más allá de las diversas características que los aglutinan. Estas diferencias están vinculadas no solo a procedimientos y recursos estéticos que ponen en juego en sus producciones, sino también a las posturas, más o menos críticas y hasta paródicas en algunos casos, que adoptan con respecto a las narrativas de la generación de sus padres.
Lo generacional es pensado aquí no solo en relación con la perspectiva temporal (el hecho de haber nacido o haber vivido la infancia durante la dictadura), sino también, y principalmente, en lo referente a las formas narrativas y estéticas autorreflexivas que llevan adelante los “hijos críticos”. Sus perspectivas se mueven entre la distancia y la cercanía. La primera, en relación con la lejanía que los enfrenta a una época y a una militancia que no vivieron de manera directa, sino a través de sus consecuencias. La segunda, se da en la circunstancia de aquellos hijos que han atravesado y conocido de manera directa las consecuencias que la política de desaparición del terrorismo de Estado ocasionó en ellos mismos y en sus familias. Muchos nacieron en centros clandestinos de detención, vivieron en la clandestinidad, fueron apropiados por familias que tuvieron algún grado de vinculación con los militares y vivieron, además, en el exilio.
La ira, la parodia, el humor, la ironía y el dolor que dan el saberse portador de una condición excepcional y anómala irrumpen en las producciones de los “hijos críticos”, a través de narrativas claramente autorreflexivas, ambiguas, fragmentarias, discontinuas e indirectas en relación con la vivencia de la dictadura y con referencias más o menos concretas al período. La mirada cuestionadora, crítica, paródica, corrosiva e irreverente que se encuentra en sus obras no se dirige tanto hacia la generación de los padres, sino más bien “hacia sí mismos, hacia la propia historia, y, sobre todo, hacia los mecanismos que les y nos hacen” (Gatti, 2011, pp. 185-186).
Estas obras abordan un pasado que no se pretende reconstruir, conocer y abarcar completa y totalmente. En cambio, el énfasis está en los efectos y consecuencias subjetivas sobre las vidas de las generaciones que nacieron durante o luego de la dictadura. Para lograr esto, construyen acontecimientos escénicos complejos, autobiográficos, inciertos y no lineales, que no intentan ofrecer una narrativa cerrada, unívoca, homogénea y testimonial sobre la década del setenta, sino que hacen pie orgullosamente en la opacidad y el fragmento. Se trata de producciones que persiguen el objetivo de construir identidades no a través de la superación de la conmoción que implica la desaparición de sus padres, sino desde ella misma, ubicándose en el lugar del trauma personal, íntimo y familiar, “habitando la catástrofe” (Gatti, 2011, p. 18) que implica la violencia en las subjetividades de la política de desaparición.
Cabe señalar también que las producciones artísticas de los hijos de los militantes emergen en un contexto político y social en el que se reivindicó la militancia de los años setenta en Argentina, especialmente con el desarrollo de políticas públicas de derechos humanos por los gobiernos de Néstor Kirchner (2003-2007) y Cristina Fernández (2007-2011 y 2011-2015). Luego de la crisis del neoliberalismo en la Argentina de los noventa y principios del 2000, cambiaron la escucha social y las problemáticas sobre la historia, la memoria y el pasado reciente, sobre todo en lo que se refiere al terrorismo de Estado, y pasaron a ocupar un lugar preponderante en el cine, el teatro, la literatura, las artes visuales, los estudios académicos y los medios masivos de comunicación.
Las producciones de los “hijos críticos” se mueven en esa zona tensa, contradictoria y sumamente inestable que se establece “entre la historia personal y la Historia social, entre lo privado y lo público” (Prividera, 2014, p. 284), entre lo personal y lo político, entre las disímiles memorias individuales y colectivas, en la imposible búsqueda de reelaboración de un sentido ya inevitablemente roto. En ese cruce de caminos, las memorias performativas inscriptas en las obras de los “hijos críticos” vienen a aportar una mirada disruptiva con respecto a las representaciones artísticas sobre el terrorismo de Estado, al “abrir el campo de lo recordable públicamente o generar nuevas instancias reflexivas sobre el pasado” (Aprea, 2015, p. 281). Se trata de memorias de una autorreflexión profunda, que se hacen cargo de que existen “en el territorio social y personal que se construye en sus consecuencias y de que eso exige hablar de otra manera” (Gatti, 2011, p. 177).
Sobre el concepto de parresia
De la Grecia clásica han sobrevivido dos tragedias que ofrecen miradas críticas en torno al exilio: nos referimos a Las Fenicias, de Eurípides, y a Edipo en Colono, de Sófocles, que abordan las vicisitudes de Edipo y sus hijos, Etéocles, Antígona y Polinices, en el marco de la guerra entre Tebas y Argos. En estas obras el exilio es asimilado a una experiencia límite: lo más difícil de soportar para el desterrado es el hecho de que no tiene “libertad de palabra” (Eurípides, 2000(410 a. C)), la parrhesĭa, termino griego que hacía referencia a un concepto fundamental en la convivencia cotidiana para un ciudadano ateniense y característica destacada en la vida griega, que diferenciaba la posición del hombre libre frente a la del esclavo o el bárbaro.
Parresia puede traducirse en nuestro idioma como ‘decir la verdad’. El hablante, aquel que ejerce la parresia, manifiesta claramente que aquello que dice es su propia opinión. Evita, entonces, velos retóricos; habla directo. El parresiastés dice algo peligroso para sí, exponiéndose a enfrentar una situación de riesgo. Este peligro es consecuencia de su necesidad de decir la verdad, en unas circunstancias de desventaja y asimetría, ya que el parresiastés es siempre menos poderoso que su interlocutor.
La función crítica de la parresia es la que se ejerce cuando un ciudadano se opone a la mayoría o a la autoridad (Foucault, 1992). El riesgo que se asume con la parresia no siempre es el de perder la propia vida, sino que muchas veces tiene que ver con la pérdida de la amistad o del prestigio. La parresia se desarrolla en escenas y situaciones ejemplares: un filósofo que enfrenta a un tirano y “le dice la verdad” (Foucault, 2009, p. 67) o un discípulo que le dice “lo que es real de sí mismo al maestro” (Foucault, 2009, p. 64). En este sentido, en la medida en que tiene lugar en situaciones específicas, que entrañan siempre un riesgo para aquel que se atreve a hablar, la parresia es claramente teatral y performativa, pues el ámbito por excelencia de estas disciplinas es la escena.
Este acto de riesgo y de abismarse en una región peligrosa y difícil de digerir para el interlocutor se presenta de diversas maneras, a través de distintos recursos y procedimientos, en las obras de los “hijos críticos”. En Los murmullos, la parresia tiene lugar cuando el Autor (interpretado en la puesta en escena de Emilio García Wehbi por el propio autor de la obra, Luis Cano) interpela e insulta al público en un monólogo: “Soy el Autor de esta obra (…); Indiferentes Seductores Simuladores Consejeros Imbéciles Funcionarios Gente de la cultura Honorable público Ustedes los aquí presentes/ somos insoportables (…); Si les gusta bien y si no qué importa y a quién” (Cano, 2003, p. 13).
No se trata de elogiar y complacer a los espectadores -una actitud característica del teatro alternativo de Buenos Aires de las últimas décadas, que suele buscar cierta complacencia y, en muchos casos, regodearse en ella-, sino de inquietarlos, ironizar con ellos, molestarlos, perturbarlos y desafiarlos, más allá de las normas, las leyes y las costumbres, poniendo en cuestión a la propia institución -el Teatro Municipal General San Martín, en donde se estrenó la obra-, al sistema teatral en su conjunto y al teatro político que aborda la dictadura. Así, sin dejar de enarbolar un discurso ciertamente desencantado y nihilista, “Los murmullos cuestiona la teatralidad que elude responsabilidades históricas como la del llamado ‘teatro de réplicas’, coincidente con el teatro que se representa en las salas superiores del San Martín, las de la superficie, las de la calle Corrientes” (Irazábal, 2004a, p. 139).
Hay un mecanismo de doble crítica: a las obras con falta de compromiso político y al sistema teatral oficial. Y esto dicho no desde un teatro panfletario, de denuncia, sino a partir de un tipo de teatro político al que podemos calificar de posmoderno, debido a los recursos y procedimientos que pone en juego. Los murmullos se propone así “agredir con el discurso” (Irazábal, 2003a, p. 28), más que elogiar, agradecer o fomentar el apoyo del público. Es imposible dejar de leer, en este arriesgarse de los creadores de la obra, una actitud parresiástica, ya que esta condición agresiva o, mejor dicho, provocativa, lejos de ser gratuita, se revela como productiva y radical, en la medida en que logra visibilizar y dar voz a representaciones hasta ese momento no abordadas por el teatro que da cuenta del terrorismo de Estado. Ejemplo de estas representaciones son las encarnadas en los “hijos críticos” (en este caso, en el personaje de Rosario), que cuestionan la opción que tomaron sus padres por la militancia política en desmedro del vínculo filial.
Desde su génesis, Los murmullos se propuso “poner en duda la verdad del héroe que se la jugó y fue maravilloso” (Cano, 1997, p. 10). A esto se refiere Federico Irazábal cuando sostiene que “Los murmullos se aleja de los H.I.J.O.S. para acercarse a los hijos” (Irazábal, 2004a, p. 45). Es decir, la obra interpela a la generación de los hijos, hace hincapié en los conflictos y las historias personales de cada uno de ellos, hijos sin padres ni madres, que debieron crecer en una situación de orfandad. Esto es lo que sustenta la afirmación de Rosario cuando se dirige a su padre: “No te alcanzaba con unas cuantas medallas padre tremendo ambicioso” (Cano, 2003, p. 6). Precisamente allí, en esta instancia de denuncia que propone la obra, en la opción de enfatizar la historia personal por sobre la Historia con mayúscula, es donde vemos el gesto parresiástico.
Si en la parresia del mundo griego analizada por Foucault, el interlocutor, luego de verse sometido a una verdad arrojada de manera violenta, tajante y abrupta, se calla o se sofoca de furia, los espectadores de Los murmullos solo alcanzaban a susurrar ante lo que sucedía en la escena, emitiendo voces de queja, molestia y enojo. Pero la provocación disruptiva ya estaba instalada, porque la parresia como discurso constituye una puesta a prueba permanente, “a cada instante, tanto en quien lo pronuncia como en aquel a quien se dirige. Es la prueba de sí mismo, de quien habla y de aquel a quien se habla” (Foucault, 2009, p. 331).
La parresia se juega en el teatro como acontecimiento escénico, que une y a la vez separa a los hacedores teatrales y a los espectadores en este ejercicio de libertad de palabra y hablar sincero y en el enfrentamiento de las consecuencias que la condición parresiástica implica. Ella se desarrolla también como acontecimiento dinámico y agonístico, que supone siempre la posibilidad de una competencia, una tensión y un conflicto entre la escena y los espectadores. Sus consecuencias implican una apertura hacia “un riesgo indeterminado” (Foucault, 2009, p. 78) y una serie de efectos que es imposible establecer a priori.
Los murmullos se abisma en su carácter parresiástico, sus creadores se exponen a este campo de circunstancias inciertas propias del devenir teatral y de las memorias performativas que se inscriben en el hecho escénico. El pacto parresiástico que el enunciador o sujeto discursivo establece consigo mismo y que le es constitutivo, por el cual se liga a su enunciación y asume el riesgo de las consecuencias que pueda conllevar (Foucault, 2009, p. 81), se ve ejemplificado claramente en Los murmullos cuando Luis Cano afirma en la versión publicada, en una suerte de declaración de principios que entraña una fuerte dosis de compromiso y coraje:
“(E) stoy acá para sostener con mi cuerpo una y todas las páginas que llevan mi firma decir que fracasó la lucha que no murieron los mejores que nadie sale bien parado de esta que quizá no fueron los valores los que fracasaron pero que no queda ni una sola frase verdadera somos argentinos y nuestro amor es inquebrantable siempre que no haya una pelota de por medio.” (Cano, 2003, citado en Irazábal, 2004a, p. 24).
El autor de la obra se compromete valerosamente, se pone en juego, decide arriesgarse y aceptar las consecuencias y los efectos que su obra puede traer aparejados. Asume y hacer valer su “propia libertad de individuo que habla” (Foucault, 2009, p. 81) e indaga en nudos problemáticos, sobre los que no existe consenso, en relación con el terrorismo de Estado en Argentina.
Así, el discurso parresiástico se ejerce performativamente de distintas maneras y constituye la puesta en práctica de una libertad de palabra que expande el campo de las decibilidades y visibilidades sociales de las representaciones sobre la dictadura. A través de la perspectiva siempre filosa, irónica y corrosiva que implica ese decir veraz, “aspira a transformar y perturbar el modo de ser de los sujetos” (Gros, 2009, p. 394), en este caso el de los creadores y los espectadores de los acontecimientos teatrales.
La crítica a la figura del héroe
Esta obra de Luis Cano, que obtuvo en 1999 el segundo lugar en el Premio Germán Rozenmacher de Nueva Dramaturgia, convocado por el Festival Internacional de Teatro de Buenos Aires (FIBA) y el Centro Cultural Rector Ricardo Rojas, atravesó varios procesos y etapas de escritura, lo que generó que el texto dramático sufriera significativas modificaciones. Una primera versión data del año 1998 y fue publicada en versión digital unos años después, en la colección Dramática Latinoamericana de Teatro del Centro Latinoamericano de Creación e Investigación Teatral (CELCIT). La versión que analizamos aquí es la correspondiente al año 2002, cuando se estrenó en la sala Cunill Cabanellas del Teatro Municipal General San Martín, en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, con dirección de Emilio García Wehbi.
Los murmullos se ubica en un lugar inédito: en la Argentina de 2002, en el campo teatral argentino contemporáneo que aborda el terrorismo de Estado y “ha sido la primera, tal vez, en romper con la linealidad realista y en pasar del homenaje al héroe a la crítica al sujeto social” (Verzero, 2016, p. 15). Los propios creadores vivieron la obra como un verdadero quiebre en sus producciones y en el campo de las representaciones artísticas sobre la dictadura. Al respecto, afirma García Wehbi:
“Fue muy disruptiva. Recordemos que todavía ni siquiera se había estrenado Los rubios, de Albertina Carri, para hacer un parangón con el cine o con la literatura, por ejemplo con la novela Los topos, de Félix Bruzzone. Eran los primeros intentos de pensar de manera crítica una problemática que excediera la identificación partidaria e ideológica, que pusiera a la historia en perspectiva de modo tal de meterse en el barro de la historia, y no en los cuadros de la historia, que para algunos tendrán galones y para otros una bandera roja y nada más. El punto era de qué modo poder entender de manera dialéctica la problemática, entendiendo no la monumentalización que después iba a hacer el kirchnerismo de la historia, o lo contrario, que sería la reacción, sino pensarlo de manera mucho más dinámica y compleja. Y mucho menos satisfactoria, porque no hay héroes, no tenemos figuritas para llenar el álbum. Hay actitudes heroicas, hay gestos interesantes, hay afinidades ideológicas, pero no hay figuritas para llenar el álbum.” (García Wehbi, 2016, p. 12).
Según el Diccionario de la lengua española de la Real Academia Española (2018), murmullo se define como aquel “Ruido que se hace hablando, especialmente cuando no se percibe lo que se dice. Ruido continuado y confuso de algunas cosas”. Los murmullos son, precisamente, aquello que se ubica en los límites del lenguaje, en sus restos y bordes, sobre su abismo. Son sonidos que no llegan a escucharse del todo ni con claridad, pero que persisten e insisten, aun en esa confusión.
Incluso el título de la obra remite de cierta forma a una zona liminal, a un encuentro entre seres de distinta condición. Los murmullos, las reverberaciones y los gritos conforman una oralidad que se posiciona entre la muerte en vida y la vida en muerte. Podemos pensar que son los desaparecidos quienes murmuran y acechan a los vivos, quienes no pueden dejar de retornar a un contexto de absoluta impunidad, como el que tenía lugar en el momento del estreno de la obra, cuando las leyes que indultaban a los responsables del terrorismo de Estado aún se encontraban vigentes y el país atravesaba una enorme crisis económica, social y política, de lo cual también se da cuenta en la obra. Desde esta perspectiva, Los murmullos enfatiza ya desde su título la presencia y el gran peso que la generación de los militantes desaparecidos tiene sobre la de los hijos y en la historia argentina contemporánea en general.
La obra de Luis Cano remite al primer título que originalmente iba a tener la novela Pedro Páramo, de Juan Rulfo, tal como el dramaturgo lo señala en los manuscritos, notas y apuntes que sirvieron como borrador para la escritura de la obra:
“(L) os murmullos. rulfo título original para pedro páramo. el hijo va a buscar al padre en medio de fantasmas es cierto dorotea me mataron los murmullos (…); sí dorotea me mataron los murmullos aunque ya traía retrasado el miedo se me había venido juntando hasta que ya no pude soportarlo cuando me encontré con los murmullos se me reventaron las cuerdas (…); de las paredes parecían destilar los murmullos como si se filtraran de entre las grietas y las descarapeladuras. yo los oía eran voces de gente pero no voces claras sino secretas como si me murmuraran algo al pasar o como si zumbaran contra mis oídos me aparté de las paredes (…); pero las oía igual igual que si vinieran conmigo.” (Cano, 1997, p. 2).
Comprendemos entonces que esta asociación no es de ninguna forma casual, ya que Pedro Páramo es una novela que narra la vida en Comala, un pueblo fantasma, abandonado, y los protagonistas, es decir, quienes cargan con el peso del relato, son los antiguos habitantes de ese pueblo, muertos hace ya tiempo. Son sus voces las que se escuchan a lo largo de la novela, a través de murmullos que se establecen como vehículo de comunicación después de la muerte y que permiten a los muertos reconstruir sus vidas y permanecer en un eterno presente. Los murmullos de los desaparecidos devienen así, en la obra de Cano, voces inquietas e inquietantes, que no dejan de acosar a los personajes. La desaparición hace que la palabra del padre adquiera una dimensión resignificada y diferente a la de las voces del resto de los personajes. Los pensamientos, los deseos y los sufrimientos de una generación, para la que él funciona como portavoz, emergen y tienen lugar.
De la misma manera que en la novela de Rulfo, en la obra de Cano este pasado que no cesa, que no termina de pasar, se convierte en el presente del encuentro. Se convierte en la disputa y la confrontación entre el personaje de Rosario y su padre -al que se hace referencia irónicamente como al representante de los “Jóvenes de la Generación a la que el Destino le confió hacer Historia” (Cano, 2003, p. 10)- y en la teatralización y escenificación de más de medio siglo de historia argentina, una historia que se concibe como un proceso de violencia sin fin, expresado en “la Gran Carnicería Argentina”, en la que “cada quien matará al anterior la propia descendencia” (Cano, 2003, p. 11).
La escena número 12, “Descripción de una lucha”, es uno de los momentos más significativos en términos dramáticos. En ella, la historia argentina de los últimos cincuenta años se presenta bajo la matriz del conflicto, como una suerte de combate de boxeo entre el sector dirigencial dominante y el perteneciente al campo popular, siguiendo la dicotomía de civilización y barbarie instaurada en el siglo XIX. Es, también, como si ambos campos se anularan uno a otro sin producir una síntesis o un momento superador del combate, al enarbolar de forma irónica eslóganes publicitarios o frases hechas que se suceden vertiginosamente, sin solución de continuidad. La única consecuencia posible de esta lucha es la “caída tan empinada” y una “Nueva postergación para nuestro Destino” (Cano, 2003, p. 16).
El enfrentamiento generacional y la descomposición del lenguaje
En Los murmullos, el padre desaparecido habla desde algún lugar más allá de la muerte:
“(M) i cuerpo vuelve a aparecer después de tantos años en las playas de Santa Teresita. Quemado con gomas debajo de las autopistas camino a Ezeiza sobre la Ricchieri. Hecho parrilla rociado con gasoil en la misma cocina del Campo de Deportes donde pronto volvería a crecer el pasto. En un tanque de doscientos litros metido en el baúl de un auto. En un Cementerio de Moreno en La Escuelita en el Río de la Plata sobre la margen uruguaya. Tostado y requemado durante días eternamente incinerado. Ni los huesos. Ni mis ojos donados y mi piel. Llevo una moneda en la boca. Escuchen el sonido de mis palabras.” (Cano, 2003, p. 6).
Ante esta circunstancia verdaderamente excepcional, el texto de Cano plantea que los hijos solo pueden estar “aterrorizados” y contraer “matrimonio con los muertos” (Cano, 2003, p. 6). El enfrentamiento generacional entre Rosario y su padre militante asume la forma de un intercambio parresiástico, agresivo y directo, que se juega en la tensión por el cumplimiento del mandato paterno, por un lado, y la recriminación por el abandono y la necesidad de correrse de cualquier imperativo familiar, genético y político, por el otro. De esta forma, mientras el padre le dice: “Las cosas no serían tan malas si los hijos cumplieran con las arrugas del Padre con sus manchas de nacimiento” (Cano, 2003, p. 7), Rosario le responde: “Hipócrita. Por qué no se muere de una buena vez. Qué esperabas. Un segundo funeral. Que deje bien fijados tus huesos de una vez clavaditos al suelo. Vos ya estás hecho. Santísimo Padre quedate quieto. Dejame el negocio a mí” (Cano, 2003, p. 7). El encuentro entre padre e hija se da en la forma de un enfrentamiento parresiástico, con corrosivas verdades que se arrojan a la cara el uno al otro, verdades que solo funcionan anulándose entre sí, sin que se ejerza una escucha respectiva, ya que ambos le dicen al unísono al otro: “Vas a estar en paz cuando hayas repetido las palabras que digo. Como si te acunaras solo” (Cano, 2003, p. 7). La historia argentina parece estar condenada, así, a la repetición de una idéntica espiral de violencia, ejercida por sujetos solipsistas, ciegos, sordos y mudos ante los errores cometidos en el pasado.
En Los murmullos se observa un proceso de descomposición del lenguaje, que tiene lugar cuando Rosario, en la escena 8, enuncia el “listado de posturas infernales”. En ese momento, menciona una lista de acciones sueltas, desligadas de su contexto de enunciación y que, sin embargo, remiten a un campo semántico o red léxica vinculados a la militancia y al terrorismo de Estado y su política represiva y concentracionaria, lo cual da cuenta del carácter ideológico e históricamente situado del lenguaje y produce, a la vez, un efecto muy perturbador. Así, se escuchan de boca de Rosario acciones tales como:
“Abatir. Acabar. Actuación de las fuerzas del orden. Agentes de seguridad. (…); Ahogar. Ajusticiar. Amasijo de carne. Ametrallar. Aniquilar. Anular. Apilar cuerpos. Aplastar (…); Asfixiar. Auto sin chapas. Balear. Bandera de sangre. Batir. Barbijo. Bautismo de fuego. Boletear/ borrar. Botín de guerra (…); Cachiporra. Capucha. (…); Carne viva. Carro de asalto. Casco de la muerte. Cautiverio. Celda colectiva/ celda. Colgamiento. Comando especial (…); Cuerpo del ejército (…); Cumplimiento del deber (…); Chupadero. Dar en el blanco. Decapitar. Defensa nacional. Degollar. Derrame. Derribar. Descerrajar un tiro. Deshacer/ desmembrar. Desnucar (…); Eliminación del cuerpo material (…); Espejo de honestidad/modelo de corrección (…); Exterminar (…); Fosa común (…); Grupo de tareas. Guardia de seguridad (…); Junta militar (…); Lanchear. Lanzamiento al mar (…); Máquina/dar máquina/ margarita (…); Moral de combate (…); Olimpo (…); Orden de disposición final/ orden de traslado. Orletti. Pacto de sangre (…); Política de exterminio (…); Quinta Seré (…); Servicios. Sesión de ablande. Sheraton (…); Staff. Submarino (…); Tabicar (…); Traicionar (…); Vesubio. Violación. Voladura. Vuelo de la Muerte.” (Cano, 2003, p. 12).
Intertextualidad y polifonía en Los murmullos
El procedimiento constructivo de Los murmullos es la intertextualidad, entendida aquí como la relación que un texto o un conjunto de textos mantiene con otros textos pertenecientes a la misma cultura. Gerard Genette la define como “una relación de copresencia entre dos o más textos, es decir, (…); como la presencia efectiva de un texto en otro” (Genette, 1989, p. 10). La obra de Luis Cano está construida casi en su totalidad mediante este dispositivo, pues las palabras “propias” del autor escasean o prácticamente no existen. En cambio, ha optado por incluir 224 textos “ajenos”, tomados de diversas fuentes, que constituyen la obra y que hacen que sea imposible una reconstrucción interpretativa de todo ese bagaje por parte del lector o espectador. Se trata de una enorme extensión de materiales textuales que no se encuentran en ningún momento señalados en el cuerpo de la obra, ya que no existen referencias a “páginas, ediciones o datos de mayor precisión que nos permitan establecer cuándo están siendo utilizados, qué parte de los mismos y por qué” (Irazábal, 2003a, p. 57).
A continuación mencionamos algunas de las fuentes que Cano utilizó para la escritura de la obra, para dar cuenta de la heterogeneidad, la variedad, el entrelazamiento y la indistinción de estatutos jerárquicos entre la “alta” y la “baja” cultura, que operan como procedimiento dramatúrgico intertextual determinante en Los murmullos. Así, algunos de los textos que conviven en la obra son:
“A propósito de la fallida insurrección militar del ’51 discurso Evita (…); A TV Dante Peter Greenaway (…); Jingle electoral Herminio Iglesias s/d / Jingle televisores Hitachi s/d (…); Actualización política y doctrinaria para la toma del poder Solanas-Getino (…); Alegato en el Juicio a las Juntas, año 85 Massera (…); Anuncia por TV propósitos de su ministerio López Rega (…); Apocalípticos e integrados Eco (…); Apocalypse now Coppola (…); Aumentar la carrera armamentista, año 81 Reagan (…); Autobiografía de Santa Teresa (…); Cartografías del deseo Guattari (…); Catálogo general OSRAM (…); Decisión británica de recuperar Malvinas, 4-82 Galtieri (…); Diálogo con Norma Plá, año 93 Domingo Cavallo (…); Diccionario filosófico Voltaire (…); Diccionario lunfardo José Gobello (…); Discurso AMIA, 18-7-94 Menem (…); Discurso Cámara de los Comunes, 2-86 M. Tatcher (…); Discurso contra los intelectuales judíos, año 37 Goebbels (…); Divina Comedia (Infierno) Dante (…); El fin de la Historia y el último hombre Fukuyama (…); El malestar en la cultura Freud (…); El matadero Echeverría (…); El medio pelo en la sociedad argentina Jauretche (…); El mito del eterno retorno Eliade (…); El origen de las maneras de mesa Lévi-Strauss (…); El padre cosa Philip K. Dick (…); El problema de la culpa Jaspers (…); El Santo Rosario, oraciones cristianas s/d (…); El sistema del infierno del Dante LeRoy Jones (…); Explicación del Plan Austral Alfonsín (…); Expulsión del Mundial ’94 Maradona (…); El violento oficio de escribir Walsh (…); Hamlet Shakespeare (…); Hitler, un film de Alemania Syberberg (…); Informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (…); La Barrosa Emeterio Cerro (…); La búsqueda intermitente Ionesco (…); La causa justa es un imperativo kantiano Lamborghini (…); La Historia Caparrós (…); La hora de los hornos Solanas (…); La República Platón (…); La voluntad Anguita-Caparrós (…); Lo que queda de Auschwitz Agamben (…); Los orígenes del totalitarismo Hannah Arendt (…); Manifiesto Futurista Marinetti / Manual de zonceras argentinas Jauretche / Máquinahamlet Müller / Marcha del Mundial de Fútbol ’78 s/d / Marcha sobre Washington, año 65 Luther King / Matrimonio del cielo y el infierno Blake (…); Mi lucha Hitler / Mitin de Partido Nazi, año 33 Hitler / Muerte en Venecia-Visconti (…); Odisea Homero (…); Performance y memoria. Argentina en el contexto de la dictadura militar Diana Taylor (…); Primer discurso luego del golpe, 3-76 Videla (…); Red Nacional de H.I.J.O.S. Agrupación hijos de padres secuestrados por el Terrorismo de Estado (…); Reportaje en Radio Francia, año 64 Brigitte Bardot (…); Sombras de obras Octavio Paz / Sonetos a Orfeo Rilke / Superadas las elecciones presidenciales del ’70, habla a los chilenos Allende / Tadeusz Kantor 1915 -1990 (…); Test Rorscharch / Teorías sobre la dislexia y su enfoque científico s/d (…); Última misa, año 62 Juan XXIII (…); Yo soy el Diego Diego Maradona (…);.”(Cano, 2002, p. 3).
Discursos políticos pertenecientes a la historia reciente del país y del mundo, jingles publicitarios, reportajes a celebridades de la cultura popular, referencias a películas, a directores teatrales vanguardistas y a series de televisión, a libros de ciencia ficción, filosóficos, políticos, históricos y de poesía, referencias a grandes obras de la literatura occidental, test psicológicos e incluso ensayos teóricos que reflexionan sobre el teatro, la performance y la dictadura, etcétera. Y esto es solo una parte del explosivo cóctel intertextual que constituye Los murmullos.
Este enorme bagaje referencial con respecto a diversos textos de la cultura da cuenta de una concepción filosófica subyacente en la obra de Cano, según la cual el mundo es concebido como construcción lingüística, “un lugar no ontológico donde todo es texto, y en el cual indudablemente no quedaría nada nuevo por decir, sino re-decir, reinterpretar lo dicho (sin diferenciarlo de lo hecho)” (Irazábal, 2003a, p. 58). Gracias al procedimiento dramatúrgico intertextual, que constituye la operación poética central de la obra, ella se constituye enteramente desde el lenguaje y la polifonía, ya que “la focalización en lo lingüístico y en la búsqueda de la verdad encuentra en Los murmullos un lugar a partir del cual reelaborarse” (Irazábal, 2004a, p. 135).
Si la obra plantea una suerte de “relación singular entre el mundo del texto y el mundo como texto” (Irazábal, 2004a, p. 135), entonces ella funciona a partir de personajes que se conciben como “sujetos sujetados”, predeterminados por una constelación de textos que los constituye, a partir de la cual su decir es hablado por los textos de otros. Así, el supuesto hermetismo de la obra, en la medida en que, como hemos mencionado, son inaccesibles para el espectador las fuentes intertextuales a partir de las cuales se constituye, “muta y se reelabora de forma incesante, pues termina de depositarse en el lector-espectador y no en el texto que juega con una fábula simple que dice lo indecible” (Irazábal, 2004a, p. 135). Los murmullos le propone parresiásticamente al espectador una tensión interpretativa, un auténtico trabajo de reelaboración y reconstrucción de la historia social y política de los últimos cincuenta años de la Argentina, con el fin de que se atreva a poner en crisis sus concepciones previas sobre ella. La obra genera un clima extrañado, onírico, densamente ambiguo y oscuro.
Los murmullos postula un camino netamente discursivo, lingüístico, textual, de construcción de la historia; una concepción que opera a partir de la “sumatoria de discursos, y no como una lista de acontecimientos” (Irazábal, 2004a, p. 149). La obra de Cano se permite cruzar textos “para reconstruir un panorama de una época hecha de textos” (Cano, 2003, citado en Irazábal, 2004a, p. 149). Si la historia traumática del pasado reciente del país solo puede reconstruirse a partir de una sumatoria de textos, es decir, si el mundo no es “sino lenguaje que se convierte en texto a partir de operaciones discursivas” (Irazábal, 2004a, p. 149), Los murmullos busca reelaborar críticamente esta premisa, al poner en cuestión las representaciones y las discursividades sociales consideradas verdaderas y posibles de decir en voz alta en una época determinada, y allí es donde entra en juego la actitud parresiástica que propone.
El recorrido de esta obra se plantea “mostrar el proceso interpretativo realizado sobre nuestra situación cultural (desde Platón hasta las Madres de Plaza de Mayo)” (Irazábal, 2004a, p. 150). Si el mundo funciona entonces como lenguaje, en tanto construcción textual, lo más importante, aquello que incomoda y molesta, opera en lo no dicho, en lo oculto, en lo sesgado, en lo apenas susurrado, en lo atisbado entre líneas. Así, “al mostrar nuestro mundo como texto se permite entrar en el lugar de la reescritura, precisamente porque no se recuesta sobre el costado ontológico de la historia sino sobre el textual” (Irazábal, 2004a, p. 150).
Es esa operación de montaje textual, de selección, recombinación y empalme la que posibilita que esos mismos textos digan lo que por sí mismo eluden. Irazábal denomina a este fenómeno como el “decir lo indecible”, y en este artículo se prefiere hablar de confrontación parresiástica con el espectador, “no porque Cano diga algo novedoso en sí sino porque, por combinación y por reinscripción contextual, logra que esos textos digan lo que no dijeron porque el contexto de producción no se los permitía, o porque el lector no podía acceder a esa zona por cuestiones ideológicas y convencionales” (Irazábal, 2004a, p. 150).
El procedimiento intertextual de Los murmullos no debe ser considerado de manera aislada, sino que este recurso constituye “la forma que encuentra el autor para volver protagónico el discurso cultural. Es el discurso el que construye subjetividades, y no las subjetividades las que construyen el discurso. Los personajes en cuestión no son dueños de lo que dicen, sino que son hablados por una lengua cultural” (Irazábal, 2004b, p. 227).
El vasto y significativo corpus textual que utiliza Luis Cano funciona de manera abrumadoramente abarcadora y omnicomprensiva de un clima epocal, puesto que se reinscribe en otro contexto (el de la Argentina en el año 2002) con respecto al de la escritura de esos textos, lo que genera un proceso de actualización y apertura a nuevos sentidos a partir de su combinación y montaje. De esta manera, “Cano les hace decir a textos anteriores a Los murmullos cuestiones que ellos no dicen” (Irazábal, 2003a, p. 44), a partir de una operación de resignificación combinatoria que provoca verdaderos choques emotivos, sensoriales y conceptuales en el espectador.
El funcionamiento de esta operación es, en alguna medida, similar al del montaje de atracciones del director ruso Sergei Eisenstein, en el sentido de que la obra de Cano permite generar una cadena infinita de líneas asociativas posibles para esos textos, “poseedoras en su conjunto de valor expresivo explícito y efectivo superior a las partes” (Morales Morante, 2009, p. 3), que “entran en acción para activar directamente los mecanismos sensoriales del espectador” (Morales Morante, 2009, p. 3). En este montaje de choque, intelectual o “de atracciones”, que permite la reinscripción de diversos textos de la cultura occidental en un nuevo contexto expresivo y en un clima epocal específico y diferente, es donde reencontramos nuevamente la parresia.
La acción parresiástica se produce en la medida en que la obra confronta y provoca al espectador. Los murmullos ejerce la parresia al intentar decir lo indecible, exponer lo no mostrable, lo que se insiste en callar en una época determinada, en el marco de una coyuntura histórico-social, con determinadas condiciones de decibilidad y visibilidad en relación con el teatro que aborda el terrorismo de Estado. El personaje del Autor (interpretado por el propio Cano, lo cual entremezcla, hasta el punto de volverlos indistinguibles, las dimensiones de realidad y ficción) ejerce una feroz autocrítica e interpela, a la vez y deliberadamente, al público, a través de la producción de un efecto de sentido que busca la ironía. Esta interpelación se desarrolla no a partir de una concepción histórica en tanto reflexión de acontecimientos, sino más bien a partir de la revisión de los discursos en torno a esos acontecimientos. La obra retoma los discursos relativos al pasado traumático y los deconstruye. “La deconstrucción que realiza toma a la historia como discurso y la lleva a puntos extremos de interpretación para que el lector reconozca los diversos matices y tome posición propia” (Irazábal, 2004a, p. 142).
A modo de cierre: el ejercicio parresiástico en Los murmullos
Los murmullos ofrece una visión “humana, demasiado humana” del terrorismo de Estado. Ni héroes ni monstruos, solamente hombres, ni los militantes revolucionarios como “muchachos muy buenos que estaban en la casa mirando la tele” ni “el resto de los argentinos (los encontrados y los bien recordados) (eran tan); puros y buenos (que); quedaron afuera de la cosa” (Cano, 2003, citado en Irazábal, 2004a, p. 142). Pensar de esta manera lo acontecido en la Argentina durante los años setenta, afirma Cano, “es la última derrota que nos infringieron los militares” (Cano, 2003, citado en Irazábal, 2004a, p. 142), sería como una suerte de “segunda desaparición” (Cano, 2003, citado en Irazábal, 2004a, p. 142). Por este motivo, la obra necesita poner en cuestión las concepciones heroicas sobre los militantes de la década del setenta, a la vez que toma una posición muy distante de la “teoría de los dos demonios” y de la concepción que supone que existía, durante el terrorismo de Estado, una sociedad civil “inocente” que, ante al horror dictatorial, desconocía lo que ocurría y se encontraba presa de la violencia cruzada ejercida por los militares y las organizaciones armadas.
El ejercicio parresiástico que propone la obra se despliega no solo en relación con el pasado reciente del país, sino también hacia el interior del campo teatral. “El mediocre teatro de réplicas que busca obtener un éxito inmediato” (Cano, 2002, p. 5) al que se refiere el Autor en su interpelación al público en un momento de la obra da cuenta de una corrosiva crítica no solamente al teatro que se desarrolla en el circuito oficial, sino también al teatro comercial de la calle Corrientes e incluso al teatro independiente que se elabora con el objetivo de obtener el favor y la adhesión inmediata de los espectadores, como se mencionó antes.
Esta situación señala también la condición exogámica de los principales creadores de la obra, Emilio García Wehbi y Luis Cano, con respecto al teatro oficial, pues ambos tenían una muy destacada carrera en el ámbito del teatro independiente, que habían construido durante la década del noventa. Esta obra marcó un punto de inflexión en sus trayectorias, ya que, con ella, la impronta fuertemente disruptiva y parresiástica ingresó casi que por primera vez al teatro oficial, lo que provocó un fenómeno muy particular en la recepción. Que la obra formara parte de la programación del Teatro Municipal General San Martín ocasionó que se generara un entrecruzamiento de espectadores pertenecientes a distintos circuitos, ya que, como afirma García Wehbi:
“(S) i bien traccionábamos un segmento del público, que era un segmento que uno arrastraba del teatro independiente, lo que tenía de bueno el teatro oficial cuando todavía estaba vivo era que dinamizaba espectadores que no eran los históricos de uno. Eso generaba un intercambio, una mezcla, un nuevo diálogo que era inesperado. Por eso la obra generaba una mezcla de reacciones, desde lo extraño del texto y de la puesta para un teatro de tipo más tradicional, que es el que se representa habitualmente en el teatro oficial, y al mismo tiempo una interpelación para los artistas que estamos acostumbrados a tener determinado público que es el que traccionamos, que están en condiciones de digerir una propuesta de este estilo con mayor facilidad que un público que no está acostumbrado. Eso generaba una dinámica en muchos sentidos: desde lo formal, lo conceptual, enojos, etc. He recibido críticas de compañeros enojados, gente del medio teatral, que estaban muy enojados con lo que planteaba el texto. Inclusive hemos tenido dentro del mismo elenco resistencias de algunos intérpretes a decir algunos textos con los cuales no estaban de acuerdo ideológicamente, como si actuar fuera ubicarse en una instancia en la que solo se asume la voz propia. Todas estas paradojas se dieron, y para mí fue muy interesante y muy rico.” (García Wehbi, 2016, p. 14).
Esta reacción airada por parte de algunos espectadores e incluso de algunos intérpretes, propia de las consecuencias que trae aparejadas el ejercicio parresiástico, se comprende en la medida en que entendamos, como venimos señalando, que la obra tocaba un nervio social, un punto neurálgico en relación con lo que se podía decir y mostrar en el teatro que aborda el terrorismo de Estado.
En Los murmullos, Rosario le habla a su padre, un desaparecido. No se dirige al militante social, sino a un hombre que decidió abandonarla, que “eligió dar la vida por sus ideas, por su patria, por sus creencias” (Irazábal, 2004a, p. 143). Este personaje se configura entonces como alguien que manifiesta su enojo con quien decidió justamente no elegirla, la dimensión política y social entra en conflicto frente a la dimensión de lo íntimo, lo personal y lo privado. En esos instantes, la obra de Cano se revela también como un ejercicio de parresia, como mencionamos antes. “Da un paso más en la historia, un paso hasta el momento no dado” (Irazábal, 2004a, p. 143). Esta indecibilidad está vinculada a que la obra construye la figura del detenido desaparecido con un alto grado de versatilidad, lo cual implica una gestión de una verdadera catástrofe social, “articulada sobre el acostumbramiento a la ausencia” (Gatti, 2011, p. 170). En sus críticas tanto al entorno familiar como a la generación de sus padres militantes, la obra de Cano muestra una fuerte disposición autorreflexiva y configura una identidad propia en construcción permanente, móvil, reticular, capaz de “gestionar la catástrofe” (Gatti, 2011, p. 110), y carente de esencialismos.
La perspectiva de Rosario está atravesada por la ironía, el dolor y el desencanto. El rito vaciado del (no) encuentro con el cuerpo presente/ausente del padre asume un lugar destacado. Así, Rosario dice:
“Juego a visitar al Padre hasta que se seque. A rociarlo con alcohol y DDT para alejar las moscas y los ácaros. Envolverlo y colocarlo en el armario del living para que la familia tenga fácil acceso. El juego de siempre volver (…); Todavía me gusta ver sus cosas en la misma cama. La luz / igual que ahora la misma luz.” (Cano, 2003, p. 17).
Un juego que se repite incesantemente, en la medida en que la mantiene detenida en el tiempo, sin la posibilidad de elaborar el necesario duelo. Las palabras cargadas de politicidad para su padre, consignas enarboladas y defendidas hasta la muerte por toda una generación, devienen para Rosario en “palabras cortadas” en las que su padre se encuentra “esparcido”, signos vaciados de significación, desde su perspectiva de hija: “Lo aplastaron mientras su voz todavía sonaba La juventud presente | Ahí está nuestro lugar | Libres nunca esclavos | Mil veces morir o vencer” (Cano, 2003, p. 20).
La acción parresiástica, que supone una actitud de intensa confrontación y provocación al espectador y que busca hacer audible lo inaudible socialmente, no comienza con las obras de los “hijos críticos”, sino que puede rastrearse hasta mucho antes en el teatro que aborda el terrorismo de Estado, en especial en la producción de uno de los grandes creadores y referentes, perteneciente a otra generación: Eduardo “Tato” Pavlovsky, sobre todo en sus obras El señor Galíndez y Potestad. En ellas se muestra una cierta humanización del torturador, ese gran “monstruo social” que se revela como alguien capaz de sentimientos y emociones. Al intentar comprender al torturador con el fin de vulnerarlo, Pavlovsky desarticula el maniqueísmo presente en la concepción binaria del mundo.
Cano da un paso más en la destrucción del maniqueísmo, por el cual los ciudadanos que “no estaban en nada raro” quedaron presos de esos “dos demonios”, el ejército y la guerrilla. Si en El señor Galíndez Pavlovsky muestra, por un lado, “al torturador como buen padre y por el otro señala la tortura como algo sistemático, no improvisado, que se transmite por vía de la educación” (Irazábal, 2004a, p. 144), Cano desactiva a su vez el mito heroico del militante setentista. Teniendo en cuenta la reacción airada y muy enojada de diversos espectadores y críticos, es posible pensar que esto no era aceptable socialmente en la Argentina de 2002, de ahí el “decir lo indecible” o la condición parresiástica de la obra de Cano. “No porque tenga razón, sino porque aún los argentinos no estamos preparados para recibir este tipo de discursos. Nos atemorizan. Los creemos ‘peligrosos ideológicamente’. El fantasma está presente aún” (Irazábal, 2004a, p. 144).
Los murmullos adquiere así un carácter polémico, en cuanto se propone tomar distancia de las construcciones del sentido común sobre las narrativas que buscan la “reconciliación nacional” en lo que se refiere a lo ocurrido en el pasado reciente del país y porque, además, “atraviesa el portal de lo inconveniente, esto significa que va hacia aquellos discursos (…); que no conviene escuchar, no a partir de un criterio utilitario, sino porque no sabríamos qué hacer con esos sentidos que la historia, con mucho esfuerzo, apenas podrá susurrar” (Irazábal, 2004a, p. 150).
La obra de Cano obliga a un replanteo de los esquemas de conocimiento en relación con la historia y la política argentina por parte del espectador. Su subjetividad se pone en juego, con el fin de “decodificar el sentido del texto y al hacerlo inevitablemente aparecerá en escena ese yo-intérprete desprendido del yo colectivo que construyó la ‘memoria’ argentina” (Irazábal, 2004a, p. 145). Los murmullos apela a provocar el disenso, entendido en términos de Jacques Rancière (2010), es decir, como aquello que constituye el corazón mismo de la política, el modo de división que hace visibles y audibles “las divisiones invisibles” (Rancière, 2010, p. 45), los marcos normativos implícitos que definen las maneras de ser y de tener parte, que determinan los modos perceptivos en los que aquellas se inscriben y que este disenso vendría a cuestionar. La obra de Luis Cano no busca el acuerdo, sino más bien el debate, la discordancia, la tensión, no solo entre espectadores sino también en el interior mismo de cada uno de ellos, en relación con poner en cuestión sus ideas preconcebidas sobre el pasado traumático del país. Así, Los murmullos “no pretende construir un lector real, sino más bien atacar al lector real construido por la historia teatral y cultural porteña o argentina” (Irazábal, 2004a, p. 145).
Si la realidad es aquello que podemos concebir como la “ficción dominante” (Rancière, 2010, p. 78), es posible pensar entonces que Los murmullos reacciona contra esta realidad construida lingüísticamente, al emitir otros tipos de discurso que visibilizan públicamente las perspectivas de los “hijos críticos”, marginal o escasamente escuchados en la sociedad argentina de aquel momento, en relación con el campo de decibilidades y visibilidades sobre el terrorismo de Estado. La confrontación parresiástica asume así un lugar central en esta obra, puesto que se ve extensa e intensamente realizada tanto en la dramaturgia de Luis Cano como en la puesta en escena de Emilio García Wehbi. En este sentido, y por lo que hemos señalado a lo largo del artículo, esta obra se constituye como ejemplo paradigmático de la postura estética y política de la generación de los “hijos críticos”.