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Revista de la Facultad de Derecho

versión impresa ISSN 0797-8316versión On-line ISSN 2301-0665

Rev. Fac. Der.  no.59 Montevideo  2025  Epub 01-Dic-2024

https://doi.org/10.22187/rfd2025n59a1 

Contribuciones especiales

Contratos y promesas en las dinámicas de las relaciones personales

Contracts and Promises in the Dynamics of Personal Relationships

Contratos e promessas na configuração das relações pessoais

1Profesor Titular de filosofía del derecho e Investigador de la Cátedra de Cultura Jurídica, Universidad de Girona. Senior member del BIAP (Barcelona Institute of Analytic Philosophy), “María de Maeztu” Unit of Excellence (2023-2027), CEX2021-001169-M, Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades, MCIN/AEI/10.13039/501100011033.. Correo electrónico: diegomartin.papayannis@udg.edu


Resumen:

En este trabajo se aborda la función de los contratos y las promesas en la gestión de nuestras relaciones personales. Para ello, se analiza críticamente la tradición del contrato como promesa, tomando como referencia las teorías de Charles Fried y Dori Kimel. Luego de presentar las tesis principales de cada teoría, se exponen algunas de las dificultades que enfrentan para dar cuenta del fenómeno contractual. El artículo culmina sugiriendo que tanto las promesas como los contratos cumplen funciones de coordinación, cooperación y socialización importantes, pero solo los contratos nos permiten relacionarnos con otros en empresas colectivas altamente complejas, lo que amplía significativamente la autonomía personal de un modo que las promesas y otros arreglos informales no pueden igualar.

Palabras clave: contratos; promesas; relaciones personales; autonomía; valor intrínseco; valor instrumental; coordinación; cooperación

Abstract:

This paper explores the role of contracts and promises in managing our personal relationships. It critically examines the tradition of viewing contracts as promises, with particular focus on the theories of Charles Fried and Dori Kimel. After outlining the main theses of each theory, the paper discusses some of the challenges they face in accounting for the contractual phenomenon. It concludes by suggesting that while both promises and contracts serve important functions of coordination, cooperation, and socialization, only contracts enable us to engage with others in highly complex collective endeavours. This capacity significantly expands personal autonomy in a way that promises and other informal arrangements cannot match.

Keywords: contracts; promises; personal relationships; autonomy; intrinsic value; instrumental value; coordination; cooperation

Resumo:

O trabalho trata da função dos contratos e das promessas na gestão de nossas relações pessoais. Para tanto, analisa criticamente a tradição do contrato como promessa, com base nas teorias de Charles Fried e Dori Kimel. Após apresentar as principais teses de cada autor, o texto expõe algumas das dificuldades enfrentadas por essas teorias para dar conta do fenômeno contratual. O artigo culmina sugerindo que tanto as promessas quanto os contratos cumprem funções importantes de coordenação, cooperação e socialização, mas somente os contratos permitem que nos relacionemos com os outros em iniciativas coletivas altamente complexas. Essa possibilidade amplia significativamente a autonomia pessoal, de um modo que as promessas e outros arranjos informais não conseguem igualar.

Palavras-chave: contratos; promessas; relações pessoais; autonomia; valor intrínseco; valor instrumental; coordenação; cooperação

1.Introducción: la teoría del contrato como promesa

La teoría del contrato como promesa defiende que el derecho contractual puede ser comprendido con mayor provecho a la luz del principio de la promesa (o principio promisorio), conforme con el cual las personas pueden autoimponerse obligaciones, convirtiendo así en exigible un comportamiento que antes era optativo para ellas.

Desde esta perspectiva, la mejor aproximación a la teoría del derecho contractual toma como punto de partida la institución de la promesa. La idea tiene un fuerte atractivo inicial, como se verá enseguida, en la medida en que se entienda imposible celebrar un contrato sin formular una promesa a la otra parte, es decir, sin comprometerse voluntariamente a un curso de acción futuro1.

El contrato, en este sentido, es un tipo de promesa. Esta es una afirmación conceptual. Para verlo, pensemos en un caso cualquiera como, por ejemplo, un contrato de compraventa: una parte promete entregar una cosa a la otra; ésta, a su vez, promete pagar un precio en dinero. Con este intercambio de promesas, las partes han modificado sus posiciones normativas. Han hecho que una acción que antes era optativa o moralmente neutra, como entregar la cosa o no entregarla, deje de serlo. Mientras el vendedor no prometa entregar la cosa, su decisión de no entregarla es moralmente neutral. En tanto el comprador no prometa, su decisión de no pagar el precio es del mismo modo inobjetable. Pero una vez promete entregar un objeto a cambio de un precio, entonces entregarlo ya no depende de su mera voluntad, pues el vendedor quedó vinculado por sus palabras. Por alguna razón que la teoría de las promesas debe explicitar, una vez que el vendedor dice “prometo hacer φ” y el comprador acepta esa promesa, el vendedor adquiere la obligación de hacer φ, una obligación que antes no tenía. Esta es la idea de promesa. Y, como resulta evidente, es conceptualmente imposible celebrar un contrato, al menos uno de esta clase, sin formular promesas. Por ello, indagar en la naturaleza de las promesas puede iluminar el fenómeno de la contratación y las reglas jurídicas que lo regulan. Los contratos no obligan meramente por capricho del legislador, sino porque las promesas que los componen son también obligatorias. No hay magia ni arbitrariedad en la creación de una obligación jurídica allí donde no existía, sino moralidad.

Según Charles Fried, entender el contrato como una promesa aporta a la teorización del derecho contractual cierta unidad y uniformidad (Fried, 1981: ix). Nos permite comprender los principios subyacentes más fundamentales. Aunque Fried reconoce que el principio de la promesa no es el único principio que explica todas las normas del derecho contractual, sí explica la norma más fundamental de acuerdo con la cual ha de estarse a lo estipulado en el contrato. Cuando hablamos de derecho contractual, hablamos básicamente de promesas.

En lo que sigue, expondré las ideas centrales de la teoría del contrato como promesa y mostraré algunas de sus debilidades. Posteriormente, analizaré la teoría de Dori Kimel, conforme con la cual los contratos no son simplemente una versión jurídica de las promesas, ya que cada institución promueve valores intrínsecos diferentes. Formularé algunas críticas a la posición de Kimel y concluiré trazando las líneas generales que considero importantes para dilucidar las complejidades del derecho contractual.

2.El principio promisorio y otros principios morales

A pesar de la función prominente que desempeña el principio promisorio en el derecho contractual, Fried reconoce que en esta área del derecho también intervienen otros principios, como el principio de enriquecimiento injusto o la equidad. Estos ofrecen un fundamento para remedios distintos del cumplimiento específico o el daño emergente y el lucro cesante. La restitución es uno de los más habituales. Todos estos remedios están previstos por las reglas que regulan los contratos, pero su intervención apunta a brindar una solución para lo que Fried llama “accidentes contractuales” (Fried, 1981: 24 y, en especial, capítulo 5).

¿Cuándo se produce un accidente contractual? Como enfatiza la literatura económica, ningún contrato es completo, en el sentido de prever cualquier contingencia que pueda acaecer durante la vida del contrato (Shavell, 2006: 446). Por tanto, con frecuencia las partes descubren que sus pactos no estipulan nada para una contingencia imprevista. También, entre muchas otras cosas, puede ocurrir que las partes al contratar manifiesten objetivamente un sentido que no se condice con el que ellas tenían en mente. Cuál sea la solución para este tipo de contingencias no puede depender del principio de la promesa porque, por definición, no hay una voluntad común, una intención que haya sido transmitida eficazmente por una parte y aceptada por la otra. Fried está pensando en casos como el abuso de derecho, el error esencial, la frustración del fin del contrato, la imposibilidad o excesiva onerosidad sobreviniente, entre otros (Fried, 1981: 25). En sentido estricto, no puede decirse que las partes estén moralmente obligadas por el principio de la promesa. Si acaso su interacción genera obligaciones para alguna de ellas (o para ambas), estas no pueden ser catalogadas como voluntarias. Por ello, conviene caracterizarlas como “accidentes”.

Cuando esto pasa, puede que la mejor manera de resolver el conflicto sea apelando a otros principios. Por ejemplo, si a resultas de algún accidente contractual una parte se benefició a costa de la otra, cualquier remedio que obligue a restituir ese beneficio está basado en la idea de enriquecimiento injusto o enriquecimiento sin causa. En cambio, si lo que ocurre en un supuesto de accidente contractual es que una parte incurre en gastos derivados de la confianza razonable en lo que la otra parte manifestó o hizo y ahora esos gastos devienen inútiles porque el contrato no puede prosperar o resulta imposible, tal vez corresponda aplicar el principio alterum non laedere, conforme con el cual debe procurarse no causar daños a otros.

En definitiva, si una vez agotadas las técnicas interpretativas vigentes, la situación fáctica escapa a lo explícita o implícitamente pactado por las partes, por definición, la tarea judicial de ofrecer una respuesta no puede consistir en aplicar el principio de la promesa. Cualquiera sea la solución, su justificación debe apelar a principios distintos de este.

Es interesante observar que los principios complementarios a los que Fried hace referencia tienen para él un carácter moral. Con esta matización, Fried pretende excluir del ámbito de los contratos las teorías consecuencialistas, que ven en el contrato un modo de maximizar la utilidad o el bienestar global o, más en la línea del análisis económico, alcanzar resultados eficientes o incrementar la riqueza social2. Yo pienso que estos principios consecuencialistas, como la eficiencia o el bienestar agregado, son también principios morales -o al menos admiten una interpretación moral-, pero Fried los contrapone pues se adhiere al pensamiento kantiano, de acuerdo con el cual lo correcto y lo incorrecto se define con independencia de sus consecuencias (Fried, 1978: 7-8). Fried, en este sentido, es un deontologista. En cambio, una postura consecuencialista define en primera instancia aquello que es bueno o valioso y, luego, postula que lo correcto (lo debido) es maximizar lo bueno. Esto es relevante porque, aunque su teoría es pluralista en tanto varios principios son pertinentes además del principio de la promesa, no es pluralista en el sentido de apreciar en el derecho de contratos un combinado de consideraciones deontológicas y consecuencialistas.

En resumen, el principio central que organiza la práctica del derecho contractual es el principio de la promesa. Explica los aspectos nucleares del derecho contractual y también por qué en ocasiones son pertinentes otros principios: cuándo la promesa ya no domina la situación, porque estamos frente a un accidente contractual, todavía hay principios que rigen la relación entre las partes. En los contratos, la promesa tiene prioridad frente a todos los demás principios. Pero si una situación no puede ser resuelta atendiendo a la voluntad común manifestada, no hay más remedio que recurrir a otras consideraciones como las mencionadas anteriormente.

3.¿Por qué es incorrecto incumplir una promesa?

Ahora bien, ¿por qué es incorrecto incumplir una promesa? Esta pregunta es relevante porque, para tener éxito, Fried debe mostrar que aquello que hace incorrecto incumplir una promesa también hace incorrecto incumplir un contrato. Intuitivamente, dada la asunción conceptual de que todo contrato es una promesa, parece evidente que aquello en virtud de lo cual sea incorrecto incumplir una promesa también hace incorrecto incumplir un contrato. No obstante, creo que esta conclusión es apresurada. Tal vez la razón por la que es incorrecto incumplir una promesa no tenga el mismo peso en el mundo de los negocios que el que tiene en nuestras relaciones morales informales; o, tal vez, el mundo de los negocios tiene ciertas propiedades que cambian la naturaleza de la relación entre las partes de una promesa. Es decir, no puede descartarse de antemano que los contratos sean promesas de un tipo particular o que el contexto de la contratación haga irrelevantes ciertas consideraciones que habitualmente son relevantes. De igual forma, una buena teoría de la incorrección general de incumplir las promesas no tiene por qué agotar el conjunto de razones por las cuales es incorrecto incumplir los términos contractuales. Estas eventuales divergencias mostrarían que los contratos y las promesas exhiben diferencias importantes, contra la pretensión de Fried. De esta manera, las ambiciones teóricas de Fried se enfrentan a un desafío de considerable envergadura: debe mostrar que su concepción general de la incorrección de incumplir una promesa da cuenta perfectamente de la incorrección de incumplir un contrato. En el apartado 5.3 presentaré algunas objeciones a las respuestas que ofrece Fried para estas cuestiones. Antes, veamos cómo desarrolla su argumento.

3.1.Promesa y mentira

Una primera aproximación, señala Fried, es la comparación con la mentira (Fried, 1981: 9 y ss.). Hasta cierto punto, incumplir un contrato es parecido a mentir. Como se verá, no es exactamente lo mismo, pero hay alguna similitud entre ambas cosas. Así, tal vez cuando uno incumple una promesa comete el mismo tipo de incorrección que cuando miente.

Sin embargo, existe una diferencia fundamental entre mentir e incumplir una promesa. Cuando se realiza una aserción como, por ejemplo, “hoy veré el partido del Barça en casa”, el hablante se compromete con la verdad de la aserción. Del mismo modo, si digo “pensé que la reunión era a las 3” me comprometo con que es verdad que pensé que la reunión era a las 3. En cambio, cuando una persona promete algo a otra, compromete una acción futura, ofrece una suerte de garantía sobre lo que hará, no meramente la descripción de un estado mental actual o una intención que depende de un estado mental actual. Esa es una primera diferencia. Prometer es algo más que manifestar o exteriorizar con sinceridad el contenido de nuestros estados mentales o intenciones. Cuando uno promete hacer φ, y no hace φ, incumple la promesa y, por tanto, hace algo incorrecto, aunque haya tenido la genuina intención de hacer φ. Es decir, puede incumplirse una promesa, sin haber mentido sobre las intenciones futuras. Por ello, la asimilación de la incorrección de incumplir una promesa con la incorrección de mentir es engañosa.

Veamos un ejemplo. Supongamos que hay dos locales contiguos. Uno está vacío, cerrado, y el otro es un bar muy exitoso. Cuando el propietario del bar llega a la edad de jubilación, pese a que el negocio va muy bien y disfruta su trabajo, decide que lo mejor es traspasar el bar a otra persona, mientras el valor del fondo de comercio esté en su punto más alto. Poca gente en el barrio sabe que el local cerrado también pertenece al dueño del bar. Por ello, cuando aparece el primer interesado, se lo comenta para evitar que este asuma equivocadamente que el local seguiría vacío, dado que llevaba muchos años cerrado. Como es natural, esta información resulta muy relevante para el comprador, quien le pregunta al vendedor explícitamente qué pensaba hacer con ese segundo local. Si el vendedor tiene la intención de esperar un tiempo antes de venderlo o alquilarlo, pero para no desalentar al comprador preocupado por la posible apertura de otro bar que le compita directamente, le dice que piensa utilizar el local como depósito, comete en ese mismo momento una incorrección moral. Ha mentido y los daños derivados de esa incorrección moral puede que vayan a su cargo, es decir, que tenga el deber de reparar las consecuencias de esa acción incorrecta.

Pero también puede ocurrir que el dueño tenga la genuina intención de utilizar el local como depósito, y que luego de un par de años decida alquilar ese local a un tercero para que ponga un bar. ¿Comete alguna incorrección moral? Parece que no. Parece que el hecho de haber manifestado una intención genuina no le compromete con seguir manteniendo esa intención a lo largo del tiempo. En efecto, por regla general, tenemos derecho a cambiar de opinión. Postular lo contrario sería muy extraño, pues supone aceptar una regla conforme con la cual nuestras manifestaciones de intenciones condicionan significativamente nuestra libertad. Esto nos llevaría a elevar las precauciones a niveles perjudiciales para la interacción social. Si un amigo me pregunta en una conversación casual qué haré en vacaciones, la respuesta más segura es “no lo sé”. No vaya a ocurrir que le diga que pienso ir a Mar del Plata, la otra persona compre billetes también para Mar del Plata y yo ya no pueda cambiar de opinión. Haber manifestado con sinceridad mi intención de ir a Mar del Plata no puede, sin más, vincularme moralmente a ir a Mar del Plata.

Entonces, prometer no es simplemente manifestar una intención de hacer algo en el futuro sino comprometerse a hacerlo. Quien promete genera para sí mismo la obligación de hacer aquello que prometió. Esto explica por qué, pese a que el dueño del bar haya manifestado su intención de utilizar el segundo local como depósito, tiene sentido que el comprador le pregunte: “¿En verdad lo usarás como depósito? ¿Me lo prometes? ¿Me prometes que no lo alquilarás a nadie?”.

Si incumplir una promesa fuese equivalente a mentir, pedir una promesa, un reaseguro o garantía, sería irrelevante. De hecho, sería redundante, pues no generaría una fuente de obligación adicional a la que deriva del deber de no dañar. Una vez una persona manifiesta aquello que tiene la intención de hacer, ¿qué más se requiere para que sus palabras lo vinculen? ¿Por qué sería necesario un reaseguro? La idea de que el comprador pida un reaseguro y le pregunte al vendedor si promete que el local quedará vacío muestra que incumplir la promesa supone una suerte de incorrección adicional a la mentira. Si el vendedor incumple lo que prometió, hace algo incorrecto. Pero si además incumple lo que prometió habiendo mentido sobre su intención de mantener el local vacío, su incorrección es más grave. Es decir, quien promete hacer φ, cuando no tiene la intención de hacer φ, hace algo mucho peor que quien promete hacer φ teniendo la intención de hacerlo y luego, por alguna razón, no puede o no quiere cumplir con lo prometido. Si esto es así, la promesa añade un valor y su incumplimiento una fuente de incorrección adicional. Por ello, asimilar las promesas a las mentiras es teóricamente inadecuado. Al hacerlo, se nos escapa el sentido propio o distintivo en que las promesas nos vinculan de un modo especial.

Para apreciar las diferencias entre los casos, véase el siguiente cuadro:

  Se tiene la intención de hacer φ Se manifiesta la intención de hacer φ Se promete hacer φ No se hace φ
1 + + + Incorrecto
2 + + - El agente puede haber cambiado de opinión. Prima facie no hay incorrección, pero en algún caso podría haberla
3 + - + Conceptualmente imposible
4 + - - Neutro
5 - + + Incorrecto (aunque peor que 1)
6 - + - Puede ser incorrecto
7 - - + Conceptualmente imposible
8 - - - Neutro

Los casos 3 y 7 son conceptualmente imposibles, puesto que no se puede prometer hacer φ sin manifestar de algún modo la intención de hacer φ. A su turno, los casos 4 y 8 son moralmente neutros porque en ningún caso un agente manifiesta a otro la intención de hacer φ (ni, por implicación, lo promete), y mal podría un mero estado mental constituir una incorrección moral hacia otro. Los casos 1, 2, 5 y 6 son los más interesantes para nuestros propósitos. Ellos muestran que la promesa hace una diferencia práctica, dado que la omisión de φ constituye un incumplimiento, una clara incorrección, cuando se promete, pero no necesariamente cuando no se promete. A diferencia de los casos 1 y 2, en los casos 5 y 6, el agente miente, en tanto manifiesta la intención de hacer φ sin tenerla. Nótese, sin embargo, que el caso 5 supone una promesa que de inicio se tiene la intención de incumplir. Por ello, el incumplimiento es peor que en el caso 1, porque allí el agente promete hacer φ con la intención de cumplir.

El caso 6 es complejo y merece ser analizado con más detenimiento. En principio, mentir es incorrecto. Mas no pueden descartarse que algunas mentiras no constituyan incorrección cuando versan sobre cosas que, en sentido estricto, no incumben a otra persona o son de una importancia trivial. Si un compañero de la universidad dice a otro que por la noche verá el partido del Barça, pero en realidad no le gusta el fútbol y no tienen ninguna intención de verlo, no parece haber allí una incorrección moral. Podría uno pensar que existe incorrección, aunque nimia. Sin embargo, en mi opinión, la moral no se ocupa de cuestiones nimias. En una obra anterior a Contract as promise, Charles Fried sostuvo que incluso las pequeñas mentiras, que no tienen mayor importancia, son incorrectas. Por ser pequeñas mentiras, suponen pequeñas incorrecciones, pero incorrecciones al fin (Fried, 1978: 69). Esta posición me parece implausible. Si la mentira tiene un contenido realmente trivial, la incorrección que pueda haber en ese acto no puede ser calificado más que como trivial. Una incorrección trivial no es una incorrección en mi opinión, puesto que su evitación no está requerida por razones de peso. En última instancia, la incorrección de la mentira parece depender en buena medida del tipo de daño asociado con ella. Esta tesis es problemática, pero a su favor puede señalarse que, tal como deja constancia la literatura, parece difícil encontrar un fundamento para afirmar que mentir es incorrecto con total independencia de las razones que tenemos para no dañar a otros (Kagan, 1998: 111).

Tal vez mejor ejemplo sea el siguiente: si no tengo la intención de votar a al candidato de izquierdas, pero, cuando se me pregunta en una reunión de compañeros de la universidad, manifiesto que sí lo haré, no cometo necesariamente una incorrección moral. Puedo haberme sentido violentado por la pregunta en público, ante gente que no conozco tanto. Mi mentira puede estar justificada o, al menos, excusada3. Aun si fuera una incorrección moral, no parece que constituya necesariamente una incorrección relacional, algo que afecte directamente a una persona en particular. Para que sea relacional, deberíamos entender que la persona afectada tenía derecho a que le responda la verdad. Y en general tenemos ese derecho. En el ejemplo, la pregunta es inapropiada y nadie tiene derecho a la verdad respecto de preguntas que es inapropiado que formule. Por supuesto, no es lo mismo si quien me pregunta es mi pareja, muy afectada por el auge de la extrema derecha en el mundo. En este caso, la mentira ciertamente constituye una incorrección relacional puesto que no parece que la pregunta esté fuera de lugar. Todo depende de las circunstancias del caso.

El propósito de estas comparaciones es mostrar que la promesa es una fuente de incorrección independiente de la mentira, porque el daño causado con una promesa basada en una mentira es ciertamente peor en términos morales que el daño que se causa solo con la mentira. Por ello, no es la mentira el dispositivo teórico o el concepto moral que nos permite aproximarnos a la incorrección de incumplir una promesa. ¿Cuál otro podría ser?

3.2.Promesa y enriquecimiento injustificado

¿Podría, tal vez, el principio de enriquecimiento injustificado brindar un fundamento al deber de cumplir las promesas? Para ello, tendría que argumentarse que quien incumple una promesa obtiene un beneficio injusto. Veamos cómo podría elaborarse este argumento. Quien formula una promesa tiene un interés en prometer, y el destinatario de la promesa tiene un interés en recibirla. Sin un interés por ambas partes, la promesa no llegaría nunca a perfeccionarse. Si no estuviese en interés del promitente, este simplemente no la formularía. Y si no estuviese en interés del prometido, este no la aceptaría. Las promesas no pueden ser impuestas, ni siquiera al propio beneficiario de la promesa. Si una parte promete a la otra algo que a esta última no le interesa y, por ello, no acepta la promesa, no se genera ninguna obligación moral por parte del promitente4. Por lo tanto, mediante las promesas las partes pueden promover sus intereses presentes o futuros. La naturaleza de estos intereses puede ser de lo más diversa. A veces pueden ser intereses directos, muy concretos y personales y otras veces son intereses mediatos o menos personales, pueden ser intereses de corto plazo o de largo plazo, pero siempre hay algo relativamente importante en juego en el acto de prometer y aceptar una promesa. De ahí que no sea moralmente neutro prometer. Siendo esto así, quien promete y luego incumple obtiene los beneficios de prometer (la realización de su interés) sin satisfacer los intereses de la otra parte (Fried, 1981: 10).

Fried descarta esta justificación de la obligación de cumplir con las promesas con un argumento un tanto escueto, pero en mi opinión suficiente. Hay, en realidad, dos argumentos diferentes que son pertinentes en este punto. El primero y más fundamental es que, como bien apunta Fried, la teoría del enriquecimiento injusto invierte el orden lógico de las cosas: no es el beneficio a costa de otro lo que hace que la promesa sea obligatoria, sino que el hecho de que la promesa sea obligatoria hace que el beneficio obtenido por el incumplimiento sea injusto (Ibidem).

En efecto, muchas veces nos beneficiamos a costa de otros o como consecuencia de nuestras relaciones con ellos. Por ejemplo, si inauguro una heladería en un local contiguo a un exitoso restaurante y al poco tiempo muchos comensales dejan de tomar el postre allí para venir a mi heladería, en un sentido me he beneficiado de los esfuerzos del restaurante por captar y mantener su clientela. Mis beneficios, además, están vinculados con las pérdidas económicas que sufre el restaurante. En la medida en que no haya en la obtención de ese beneficio una acción incorrecta por mi parte, no puede decirse que el beneficio sea injusto.

En el ámbito de las promesas, para entender bien lo que ocurre, tenemos que comprender que el beneficio que se obtiene de otros es injusto solo si deriva del incumplimiento de un deber moral. Por ello, si el beneficio se obtiene del incumplimiento de una promesa, entonces, es injusto. Ahora, lo que da sentido a decir que el beneficio es injusto es que se incumplió la promesa. Una vez se da este paso, se está asumiendo que la promesa ya es vinculante por alguna razón distinta del beneficio obtenido. El beneficio se convierte en injusto si deriva de una incorrección moral y para que haya incorrección moral tiene que haber un deber (cuyo fundamento todavía no hemos develado) de cumplir con la promesa, de conformarse a la palabra empeñada.

El segundo argumento está en el capítulo 3 de Contract as Promise, dedicado a la Consideration (una doctrina que tiene similitudes con la doctrina de la causa de los contratos o, a veces, con la idea de contraprestación). Allí, Fried expone unas reflexiones adicionales que muestran el absurdo al que se llega cuando se asume que el fundamento de la promesa es el beneficio injusto. Es particularmente ilustrativo respecto de los contratos bilaterales. El problema de la teoría del enriquecimiento injusto sería que, si una parte promete entregar φ, y la otra a cambio promete entregar ω, y ninguno hace lo que prometió, ninguna de las partes está obligado por la promesa. ¿Por qué? Porque la primera parte obtuvo de la segunda lo mismo que la segunda obtuvo de la primera: un conjunto de palabras equivalentes. Una parte dijo “prometo φ” y la otra respondió “prometo ω”. Siendo equivalente lo que cada parte hizo por la otra, nadie obtuvo un beneficio a costa de otro, por lo tanto, las partes quedan empatadas y ninguna está obligada a dar ningún paso (Fried, 1981: 29).

Esto es muy implausible. Parece que ambas partes están obligadas a hacer lo que prometieron y que las dos están en falta cuando no cumplen. No se me escapa la existencia de la regla exceptio non adimpleti contractus, conforme con la cual ninguna parte puede exigir el cumplimiento si no cumple u ofrece cumplir primero. Pero la exceptio no implica que las partes no tengan la obligación. Esta regla solo impide que puedan ejecutarla hasta tanto no cumplan u ofrezcan cumplir. En cambio, sobre la base del principio de enriquecimiento injusto, el mero intercambio de promesas iguala a las partes en términos de beneficios y nadie debe nada a nadie, lo cual es paradójico porque las promesas recíprocas, en lugar de obligar recíprocamente, se anulan entre sí y dejan a las partes sin una razón para cumplir.

3.3.Promesa y confianza

Una tercera aproximación, con mucha influencia en la teoría moderna, podría ser el principio de confianza (véase, entre otros, Alterini, 1998: 18 y ss.). La confianza que se genera en otros cada vez que se formula una promesa sería la razón por la cual debe estarse a lo prometido. Esta tesis, pese a su fuerte presencia entre los teóricos del derecho civil, enfrenta varios y serios problemas.

Una primera dificultad es que los actos, incluidas las promesas, pueden generar un grado de confianza irrazonable. Supongamos, como antes, que alguien me pregunta a dónde iré de vacaciones en el verano y yo le respondo que iré a Mar del Plata. Sobre esta base, la persona planifica también sus vacaciones en Mar del Plata. Aprovecha una buena oferta para un hotel 5 estrellas, que incluye una cláusula de no cancelación, compra los billetes de autobús, etc. Luego, cuando se entera de que he decidido ir a Villa Gesell, me recrimina: “¿cómo que no vas a Mar del Plata? Yo ya invertí mucho en este viaje confiando en que irías a Mar del Plata”. Naturalmente, la confianza generada, por sí misma, no determina la existencia de una obligación de hacer aquello que la otra persona pensó que yo haría. Parece que fue precipitado (hasta irracional) que la otra persona confíe ciegamente en lo manifestado en una conversación casual. Tal vez, la persona debió explicitar que pretendía hacer un plan de vacaciones conmigo. En este sentido, la confianza puede no estar justificada. Por lo tanto, confiar sería un error de quien confía, que en ningún caso puede hacer incorrecto que la persona destinataria de la confianza no esté a la altura de las expectativas de quien confió.

Otra cuestión es que la confianza puede ser, de algún modo, rechazada por la persona en la cual se deposita la confianza. Imaginemos que dos personas tienen una relación asimétrica. Una considera a la otra un mero vecino, mientras que esta considera a la primera su mejor amigo. Un día el segundo dice al primero: “yo estoy tranquilo porque vivo frente a mi mejor amigo y confió en que tú harás φ”. El vecino podría rechazar esa confianza, podría no desear que confíen en que él hará φ. En este sentido, como vimos en el apartado anterior, la confianza tiene un componente relacional: no se puede depositar confianza en otro si el otro no acepta que se la deposite. Es verdad que, si una persona manifiesta esa confianza, es claro y explícito respecto de eso, y el destinatario de la confianza guarda silencio, comienza a generarse allí algún fundamento para la confianza. Esto, no obstante, requiere un análisis particular en cada caso. Aunque el destinatario de la confianza no haya dicho nada, si por el tipo de relación preexistente (o directamente inexistente) es inapropiado expresar ese grado de confianza sobre un determinado asunto, entonces, el silencio tampoco daría fundamento a la confianza. El destinatario de la confianza puede guardar silencio simplemente por la perplejidad que le causa la manifestación excesiva de confianza. Así las cosas, la idea de que la mera confianza está detrás de la fuerza vinculante de las promesas comienza a ser un poco sospechosa. La confianza, en efecto, desempeña una función en las promesas, como se verá luego, pero no la función de fundamentar su obligatoriedad.

Para ver por qué, basta advertir que las promesas pueden no generar ninguna confianza y ser vinculantes de todos modos. Este es en mi opinión el argumento concluyente. ¿Cómo es que las promesas pueden ser vinculantes sin generar confianza? Supongamos que tengo un amigo ludópata. Está enviciado con los juegos de azar, los caballos, las cartas, toda clase de apuestas deportivas... Un día me viene a visitar y me dice: “Diego, me han cortado el suministro de electricidad, tengo 2 niños pequeños en casa, necesito dinero para pagar las cuentas, ¿me puedes prestar el dinero por favor?”. Lo miro seriamente y le digo: “si te doy el dinero, ¿cómo sé que no lo vas a apostar?”. Él responde: “te prometo que no me lo voy a jugar; es para pagar la electricidad”. ¿Tengo razones para confiar en mi amigo que sé que es ludópata desde hace muchos años? Probablemente no solo no tenga razones para confiar sino que tenga razones para desconfiar, pero si acepto su promesa y él incumple, hace algo incorrecto, aunque yo nunca haya llegado a confiar en sus palabras. Tiene el deber de cumplir porque prometió, no porque yo haya confiado en esa promesa.

Entonces, el principio de confianza no explica la fuerza vinculante de la promesa, sino que la fuerza vinculante de la promesa explica que a veces sea racional tener confianza en quienes prometen (Fried, 1981: 12). ¿Por qué confiamos en las promesas? Por ejemplo, siendo Gerardo una persona seria, si Gerardo me promete hacer φ, parece que tengo razones para confiar en que Gerardo hará φ. ¿Qué hechos constituyen esas razones? Fundamentalmente, el hecho de que prometió hacer φ. Claro está, la mera promesa no siempre es condición suficiente de la confianza, pero en las condiciones adecuadas lo es. De ordinario, la fuerza vinculante de la promesa hace que sea razonable que yo confíe en lo que él me ha dicho. Caeteris paribus, si no hay ningún aspecto extraño en las circunstancias, como que lo que prometió excede de modo nítido sus competencias o que, por otra razón, esté totalmente fuera de sus posibilidades de realización, el hecho de que Gerardo me prometa hacer φ justifica que confíe en que hará φ.

En conclusión, la promesa no es vinculante por el hecho de que genere confianza, sino que normalmente genera confianza porque es vinculante.

4.La convención social relativa a las promesas

Hasta aquí, se descartó la asimilación de la violación de una promesa con las mentiras, así como la explicación a través del principio de enriquecimiento injusto y, por último, se mostró por qué la confianza no puede ser el fundamento de obligatoriedad de la promesa. ¿De qué modo se aproxima Fried al problema? Es decir, Fried muestra que todos estos principios que están presentes en la literatura no resultan esclarecedores. A la vez, debe explicarse de algún modo la relación entre la confianza y las promesas. Propone, entonces, examinar con más detalle cómo funciona la práctica de la promesa.

La práctica de prometer es evidentemente una convención social. Todas las convenciones generan expectativas recíprocas de los participantes en la práctica. Por ello, no es de extrañar que muchas veces las promesas generen confianza. Pero ¿cómo la generan? El acto promisorio se lleva a cabo en el marco de una convención social que sirve precisamente para invocar la confianza del otro. Ciertamente, como se dijo, esto no es lo que explica por sí solo el carácter vinculante de la promesa, pero sí pone de relieve que la confianza es un concepto central para entender cómo funcionan las promesas y para comenzar a comprender por qué son moralmente vinculantes.

Tomarse en serio el aspecto convencional supone aceptar que las partes no pueden prometerse en el vacío, al margen de toda convención social. Entonces, se requiere que haya una suerte de convención, una práctica, para que la proferencia “yo prometo” sea significativa. El ejemplo más clásico de convención social se refiere a una convención de coordinación, como la que ordena conducir por la derecha o por la izquierda. ¿Qué razón hay para conducir por la derecha? En ausencia de una ley de tránsito y de toda convención social ningún conductor tiene una razón para circular por el lado derecho de la calzada o por el izquierdo. Una vez se genera una convención de conducir por la derecha, todos los conductores tienen una razón de peso para ir por la derecha. Todos conducen por la derecha, cada uno sabe que los demás conducen por la derecha y saben que los demás saben esto mismo, es decir, existen unas creencias entrecruzadas respecto del patrón de conducta de conducir por la derecha5. Si de pronto alguien cambia unilateralmente y comienza a conducir por la izquierda, en contra de la convención, las consecuencias serían desastrosas. Es decir, está en el interés recíproco actuar de conformidad con la convención. Así, las convenciones nos permiten confiar en que los demás harán su parte, porque tienen razones para ello.

Al igual que la convención de circular por la derecha, la práctica de la promesa define cuales son los derechos y los deberes de las partes una vez que uno promete y el otro acepta. Todo esto está definido por la práctica promisoria, que ya está en marcha. Pero las prácticas son un conjunto de hechos. ¿Cómo puede de aquí derivarse alguna conclusión respecto de la obligación de cumplir con las promesas? Fried analiza varias alternativas.

4.1.El autointerés

Una posibilidad es que, al igual que observar la convención de conducir por la derecha es sensato por razones de autointerés, también lo sea respetar las promesas que uno hace. Si uno empieza a conducir en contra de la convención y va indistintamente por la derecha o por la izquierda según le venga en gana, más temprano que tarde tendrá un accidente. A resultas de ello, se expone a sufrir daños y causarlos a otros. La incorrección de incumplir las promesas podría compartir esta misma justificación.

Pero esta no es una buena justificación, porque cuando cambiamos de carril con el automóvil, ciertamente podemos dañar a otro, pero lo más probable es que a su vez suframos daños también. En cambio, con el incumplimiento de promesas esto no siempre ocurre. Muchas veces incumplir una promesa solo genera daños al otro, y no al incumplidor. ¿Cómo puede haber una razón prudencial, de autointerés, en cumplir la promesa si incumplirla a no genera un daño al incumplidor? Fried es consciente de que, si todos obrasen del mismo modo y dejasen de cumplir las promesas, la institución de la promesa se deterioraría en el largo plazo y dejaría de ser beneficiosa para todos. Pero esto difícilmente sea una razón para que el promitente cumpla con su promesa en una ocasión particular (Fried, 1981: 14-15). Si esto es así, entonces, el autointerés no es un fundamento general, de modo que podamos decir que siempre existe un deber de cumplir con las promesas por una cuestión de racionalidad individual. En todo caso, nótese que la propia idea de basar el deber moral en una razón prudencial es muy problemática porque los deberes suelen ser un límite a la persecución del interés individual. Si tenemos el deber moral de hacer φ, lo tenemos con independencia de que cumplir nuestro deber moral resulte conveniente para nuestros intereses.

4.2.Sanciones

Fried también analiza la postura de David Hume, según la cual quien incumple sus promesas infringiendo la convención pone en peligro su reputación (Hume, 1739: 522). Tarde o temprano perderá la confianza de todos sus conciudadanos. Su palabra no tendrá valor y, por consiguiente, no podrá relacionarse con ellos, lo que limitará sensiblemente sus posibilidades de prosperar en la vida.

Por razones similares a las que fundan la crítica a la teoría del autointerés, Fried descarta esta explicación porque hay circunstancias en las cuales el promitente puede incumplir una promesa sin ser detectado. Supongamos que Xenofonte pide a Axileas que cuide a su perro durante el fin de semana. Le pregunta: “¿me prometes que lo tratarás bien?”. Axileas responde: “¡por supuesto!”. Luego Axileas deja encerrado al perro en una habitación 48 horas, con un trozo de carne para que coma y que no le moleste. Un momento antes de que Xenofonte lo venga a retirar, lo saca a pasear para que esté tranquilo. El hecho de que sea prácticamente indetectable el incumplimiento de la promesa no significa que Axileas no tenía el deber de cumplirla. Que la sanción social que normalmente sobreviene al incumplimiento de las convenciones sea improbable en un caso, no significa que no exista en ese caso un deber generado en el momento mismo de la promesa. Esta variante del argumento también tiene escaso recorrido.

4.3.El imperativo categórico de Kant

Por último, Fried expone su argumento sobre la obligatoriedad de cumplir con las promesas. ¿Cómo incumplir una convención puede generar una incorrección moral?

Según Fried, quien promete invoca directamente la convención social de la promesa. ¿Para qué lo hace? Para generar confianza en el destinatario. La convención social de la promesa, precisamente por su contenido, permite a las partes definir sus derechos y deberes en la relación interpersonal. De ese modo la promesa propone cambiar el contexto normativo en que las partes interactúan. Al invocar la confianza del otro de esa manera, se generan bases morales para que el otro espere el cumplimiento. Esa es la función de la convención. Y si se emplea voluntariamente esa convención para lograr que el otro confíe, luego no puede renegarse de la promesa sin faltar el respeto al prometido, sin tratarlo como un mero medio en lugar de tratarlo como un fin en sí mismo. Quien se vale de una convención social que tiene por función generar bases morales para que el otro espere el cumplimiento y luego incumple, no toma al destinatario de la promesa en serio como persona, sino que le utiliza como un mero medio para alcanzar sus propios fines. Esto supone una violación del imperativo categórico formulado por Kant (Fried, 1981: 16-17).

Expuesto sucintamente, este es el argumento de Fried en el capítulo 2 de Contract as Promise: existe una convención que define la práctica de la promesa. Al prometer, las partes modifican sus derechos y deberes. El promitente se vale de esta convención para invocar una confianza que era libre de incitar o no. Es decir, el promitente podría no haber prometido, pero decidió prometer, invocar la institución social de la promesa para generar confianza. Así las cosas, defraudar esa confianza constituye una incorrección moral, en tanto el destinatario de la promesa es instrumentalizado por el incumplidor.

El punto no es la existencia de confianza, sino el hecho de incitarla. Esa es una diferencia importante con las teorías de la mera confianza, que pretenden encontrar el fundamento de obligatoriedad en la confianza misma. En una relación puede generarse una confianza que uno no incitó. El abuso de la confianza que uno no incitó puede tener consecuencias normativas, pero no es ese el fundamento de obligatoriedad de la promesa. Cuando alguien promete, es esa persona la que insta a la otra parte a confiar y esto hace una diferencia categorial. A partir de ahí, cuando se invita a otro a confiar se le está pidiendo que se haga vulnerable ante la decepción del incumplimiento (Fried, 1981: 16; véase también Baier, 1986: 239). Cuando se pide a otro que confíe en uno, si luego se incumple, se causa un daño, se mediatiza, se trata a otro como un medio para los propios fines, es decir, como a una cosa antes que como a una persona. Esta es la versión kantiana del fundamento del derecho contractual, desarrollada por Fried.

Un segundo argumento presente en la obra de Fried, pero mucho menos explorado en la literatura, es que las promesas son obligatorias porque las personas deben ser capaces de autodeterminarse, de darse normas a sí mismas. Este argumento surge del análisis que Fried hace de los remedios contractuales. ¿Por qué si alguien promete pagar 10.000 a cambio de algo, y luego incumple, debemos forzarlo a pagar 10.000 y no algo menos? La respuesta de Fried es que liberar al deudor por menos sería tratarlo como a un niño, al no tomar en serio su promesa (Fried, 1981: 21). Si los tribunales liberasen a quienes prometen por menos de lo prometido, faltarían el respeto a los deudores, los infantilizarían al no reconocerles la capacidad de cambiar sus relaciones normativas con otros. Este argumento me parece interesante porque completa el enfoque kantiano explicando la relevancia de las promesas para ambas partes: no reconocer la fuerza vinculante de las promesas mediatiza al acreedor mediatizado e infantiliza al deudor.

Muy rápidamente, así es como Fried descifra el papel que desempeña la confianza en la teoría moral que supuestamente está detrás, es decir, que justifica, el derecho de los contratos.

5.Objeciones a la teoría de Fried

Veamos ahora algunos problemas que enfrenta la teoría de Fried.

5.1.Primera objeción: la base convencional de las promesas

El primer problema tiene su origen en la base convencional que Fried atribuye a la incorrección de incumplir con las promesas, siguiendo una larga tradición que puede remontarse al menos a David Hume (Hume, 1739: 516)6. En principio, para las posiciones convencionalistas, decir “prometo hacer φ”, si no hay una práctica detrás, es ininteligible o, al menos, carente de sentido. Es como intentar marcar un gol antes de que se invente el reglamento de fútbol: no hay gol porque no hay nada en la realidad social que cuente como portería. Los niños a menudo juegan al fútbol en el parque utilizando 2 árboles como portería, pero no hay una portería hasta que no haya una regla conforme con la cual esos dos árboles cuentan como portería; y, por consiguiente, tampoco puede haber un gol hasta que una regla establezca que cada vez que la pelota pasa íntegramente la línea imaginaria que une los dos árboles, habrá un gol7.

Es decir, se requiere un conjunto de reglas convencionales y, en este caso, constitutivas8, que hagan que la expresión “prometo hacer φ” tenga el sentido que habitualmente tiene en nuestras sociedades. Si no existe la práctica de prometer, si nunca nadie oyó hablar de las promesas antes, si no se conoce el concepto de promesa, que alguien diga “prometo hacer φ” es un acto ilocutivo fallido9. Las implicaciones normativas de la locución no pueden ser genuinamente captadas por el otro hablante. Al decir “prometo hacer φ” se dice algo, pero no se está prometiendo y, mucho menos, se está generando una obligación. En cambio, una vez consolidada la convención, ello permite a las personas prometer exitosamente, logrando los efectos deseados de quedar vinculados.

No obstante, siguiendo autores como Raz o Scanlon (Raz, 1977: 214; Scanlon, 1990: 201 y ss.), hay buenas razones para pensar que esto no es así. Veamos el argumento. Si es verdad que para prometer con sentido se requiere una convención, es lógicamente imposible prometer en ausencia de una práctica promisoria. Y esto genera dos problemas. El primero es que, como señalan Raz y Scanlon, es simplemente falso que no se pueda prometer si no en el contexto de una práctica preexistente o una experiencia previa de prometer.

Para Raz, la práctica previa ayuda a clarificar las intenciones de los agentes, pero no es esencial para la promesa. Ciertamente, un agente puede comunicar a otro su intención de contraer una obligación y de conferir un derecho correlativo en virtud de ese mismo acto, en cuyo caso, sugiere Raz, es difícil ver cómo podríamos evitar considerar que su acto constituye una promesa (Raz, 1977: 214 y ss.).

El argumento de Scanlon es muy similar. Imaginemos que no tenemos el concepto de promesa; no se ha desarrollado la práctica de prometer; nunca nadie prometió nada a nadie. No obstante, tenemos lenguaje, y parece que con eso es suficiente para prometer o lograr un efecto equivalente al de la promesa. Si le digo a Gerardo “te ayudaré con la mudanza el sábado”, solo con eso, no hay más que una predicción o una declaración de mis intenciones en relación con mis actos futuros. Pero si añado: “no te preocupes, confía en mí, no te defraudare”, parece que estoy invocando la confianza de Gerardo del mismo modo en que lo haría en el caso en que existiese la práctica de prometer y le digo “prometo ayudarte con la mudanza el sábado”. Por tanto, si el sábado no aparezco para ayudar con la mudanza, hago algo incorrecto. Pedí a Gerardo que confíe en mí y luego lo defraudé. Es indudable que aquello que hace que sea incorrecto invocar la confianza de Gerardo diciendo “prometo ayudarte con la mudanza el sábado”, en un contexto en el cual existe una práctica promisoria, también se mantiene cuando tal práctica no existe y yo le digo: “no te preocupes que te ayudaré el sábado con la mudanza, confía en mí, no te defraudaré” (Raz, 1977: 211; Scanlon, 1990: 208-211). La incorrección de un acto y otro es exactamente la misma, pero en este ejemplo no hay ninguna convención ni experiencia previa, solo hay uso del lenguaje. No es tan importante aceptar que puede prometerse sin que exista una práctica de prometer como entender que se puede lograr el mismo efecto moral de la promesa sin que exista previamente una práctica de prometer.

Este argumento de Raz y Scanlon me parece convincente. Es posible generar ciertas expectativas en otros, invitarles a confiar, lo que implica aceptar cierta vulnerabilidad. Si la otra parte confía en esta invitación, y me hace saber que él acepta esta invitación a la confianza, entonces parece que existe un deber moral de no traicionar esa confianza, lo que justifica el deber moral de cumplir con lo anunciado. De lo contrario, se estaría faltando el respeto a la persona a la cual uno voluntariamente animó a confiar.

El segundo argumento contra la idea de la convención social de Fried es el siguiente: ¿cómo se generaría la práctica de prometer? La práctica de prometer es la práctica de formularnos promesas, no algo parecido a las promesas, sino promesas. Entonces para tener un agregado de promesas, que constituyan la práctica de prometer, parece que debe haber al menos una promesa inicial, que tiene que ser propiamente llamada “promesa” antes de que exista la práctica, porque es eso lo que constituirá eventualmente la práctica. Este es el argumento de Judith Jarvis Thompson: si dos personas no pueden por primera vez generarse una obligación mediante la promesa, tampoco podrán hacerlo muchas personas, tal como lo requiere la idea de una práctica de prometer (Thomson, 1990: 304).

En efecto, parece que no puede haber una práctica de llegar puntual a las reuniones si, como cuestión conceptual, se asume que ninguna persona es capaz de llegar puntual fuera del contexto de una práctica preexistente. Para que la práctica sea posible, se requiere lógicamente que las personas puedan ser puntuales antes de que la práctica comience a existir. Será el patrón de conducta llegar puntual el que recibirá adhesión crítica y se convertirá en una pauta de comportamiento.

Ahora bien, a favor de los teóricos que entienden que las prácticas que definen reglas son necesarias para que el acto de prometer tenga sentido, puede decirse que las obligaciones consuetudinarias, como la obligación de quitarse el sombrero en la iglesia o la obligación de ser puntual, no resultan de una mera acumulación de obligaciones, sino de la acumulación de actos y actitudes crítico-reflexivas que gradualmente van generando la obligación social. A partir de cierto momento tiene sentido afirmar que existe una obligación de quitarse el sombrero antes de entrar en la iglesia o de llegar puntual a las reuniones.

¿Cuál es el patrón de conducta que daría lugar a una práctica de prometer en caso de generarse una actitud crítico-reflexiva en torno a ella? Ese patrón tiene que ser el cumplimiento de lo prometido, de modo tal que los miembros de la comunidad lo tomen como pauta de conducta y el desvío justifique la crítica a quienes se apartan de él, es decir, a quienes prometen y luego no cumplen. Pero el problema es que ese patrón de conducta presupone la posibilidad de prometer. ¿Cómo se promete en un contexto en el que nunca nadie antes prometió? La tesis de que las promesas son dependientes de las prácticas es incorrecta si por “prometer” uno entiende el acto ilocutivo de emplear ciertas palabras para obligarse. En esta versión, Thomson tiene razón. Uno debe poder obligarse para que exista luego una práctica. En cambio, la tesis de la dependencia de la práctica puede limitarse a un modo particular de asumir la obligación promisoria. La idea detrás de la promesa es la invocación de la confianza y, ciertamente, podemos imaginar infinitas maneras de invocar la confianza. En la comunidad C, incitan la confianza del otro comunicando la intención de hacer φ y luego tocándose tres veces seguidas la nariz, mientras que el prometido comunica su aceptación haciendo el pino-puente. En la comunidad C’, lo hacen comunicando la intención de hacer φ dos veces seguidas usando las mismas palabras y el prometido respondiendo con 13 aplausos. En nuestro mundo, los niños prometen entrecruzando sus meñiques. Entre adultos, lo hemos logrado profiriendo la expresión “prometo hacer φ” y el prometido respondiendo “acepto” o “de acuerdo”. Las tres comunidades tienen tres formas convencionales diferentes para lograr el mismo acto ilocutivo10. Nuestro mundo es ciertamente más conveniente que la comunidad C o la C’, puesto que es más eficaz en generar un vínculo y más inclusiva: en la comunidad C, ni Gerardo, ni yo, ni la mayoría de nuestros colegas académicos, hubiésemos sido capaces de aceptar una promesa jamás.

Esta historia revela que la lectura más caritativa de Fried entiende que Fried está teorizando sobre nuestras prácticas vigentes, en las que decir “prometo hacer φ” y responder “de acuerdo” reducen convencionalmente las dudas sobre si se ha tenido la intención de asumir un compromiso, de brindar un reaseguro, a la otra parte sobre que se haría φ. Como ya apuntó Raz, una práctica promisoria es solo un modo de prometer de manera eficaz, reduciendo los malos entendidos y las ambigüedades. En este sentido, la convención de decir “prometo hacer φ” y responder “de acuerdo” puede que haya nacido gradualmente. Pero esto no significa que la obligación de cumplir con las promesas también surgió gradualmente, porque no depende de los hechos sociales sino que es una cuestión moral, independiente de las prácticas contingentes mediante las cuales se comunica la intención de crear una obligación.

Una vez se comprende esto, los argumentos de Raz, Scanlon y Thomson son importantes para matizar, si acaso, la tesis de Fried. El acto ilocutivo de prometer no necesita de una práctica previa. No obstante, Fried tal vez haya pretendido exponer la moralidad de las promesas en el contexto de nuestras prácticas promisorias, en las cuales cuando se dice “prometo hacer φ” se usa una convención social, conforme con la cual “‘prometo hacer φ’ cuenta como asumir una obligación”, para incitar la confianza ajena. Una vez uno invoca esa confianza y luego la defrauda, mediatiza al prometido. Conceptualmente no es necesario emplear la convención para prometer, pero esta es la manera en que lo hacemos naturalmente y emplear fórmulas distintas puede generar dudas, de modo que sea adecuado preguntar: ¿me lo prometes? Una razón para apoyar esta interpretación de la tesis de Fried es que él mismo afirma que la convención que define la promesa “ofrece una manera en que la persona puede crear expectativas en otra” (Fried, 1981: 17, énfasis añadido). Fried parece ser consciente de que puede haber otras maneras, menos prácticas o eficaces, de crear las mismas expectativas y, por tanto, de quedar moralmente vinculado.

En definitiva, en la teoría de Fried puede distinguirse su tesis fundamental, de acuerdo con la cual quien incumple una promesa trata al otro como un medio para sus propios fines, y una tesis presupuesta, conforme con la cual prometer es un acto ilocutivo que solo puede realizarse en el contexto de una práctica. Los argumentos que he revisado aquí solo muestran que la tesis presupuesta es incorrecta, pero no dicen nada sobre la tesis fundamental.

5.2.Segunda objeción: promesas sin confianza

Las dos siguientes objeciones están vinculadas, pero conviene separarlas por razones expositivas. Como se mencionó con anterioridad, es posible que algunas promesas no generen confianza. Incluso Raz explica que a veces una parte puede aceptar una promesa sin confiar en absoluto en el promitente. ¿Por qué lo haría? Por distintas razones, por ejemplo, para demostrar que el promitente es un irresponsable (Raz, 1977: 213). Supongamos que necesito que alguien me ayude con la mudanza y Esteban me promete que vendrá el sábado a ayudarme. Siendo que siempre discutimos con Gerardo sobre si Esteban es una persona responsable, puedo aprovechar la oportunidad y aceptar la promesa de Esteban. Como no confío realmente, contrato a una agencia de mudanzas y le digo a Gerardo: “Ya verás como Esteban no viene o llega tarde”. Entonces acepto la promesa con el único propósito de exponer a Esteban como incumplidor. Este ejemplo indica que la confianza no puede ser un presupuesto para que se perfeccione la promesa, o un fundamento de su fuerza vinculante, porque precisamente podemos usar la promesa para exponer que otros no son confiables o para testear su confiabilidad cuando no estoy seguro de qué clase de persona son.

Pero si realmente puede haber promesas sin confianza, ¿cómo puede ser que incumplir constituya un abuso de una confianza que nunca llegó a existir? Esto en la teoría de Fried tampoco es del todo claro. ¿Dónde radica la incorrección? Se supone que la incorrección de incumplir la promesa es relacional, es decir, hacia al prometido. Por ello, si Esteban me promete ayudarme con la mudanza y luego no lo hace, obra de manera incorrecta respecto de mí, no respecto de la sociedad. La incorrección relevante es incumplir la promesa, no apartarse de las convenciones sociales.

Ahora bien, si yo nunca confié en Esteban, ¿cómo es que al incumplir Esteban abusa de una confianza que nunca existió? Hay algo extraño en esta idea. Tal vez hablar de un “abuso de confianza” no sea lo más apropiado en estos casos. ¿Hace Esteban algo incorrecto? Sin duda, pero su incorrección no puede consistir en abusar de mi confianza, si asumimos como punto de partida que Esteban puede haber formulado una promesa vinculante sin generar la confianza que típicamente se incita con el acto de prometer. Este punto también es problemático para la teoría de Fried.

5.3.Tercera objeción: sobre la mediatización del destinatario de la promesa incumplida

La tercera objeción se centra en la idea de mediatización. Si se promete hacer φ y se incumple, en principio se hace algo incorrecto. Pero en los contratos se ve, todavía más claro, que esa idea de mediatización kantiana es, tal vez, demasiado fuerte.

No siempre que se incumple un contrato se está mediatizando a la otra parte. Mediatizar supone cierta intencionalidad de utilizar al otro para los propios fines o, como mínimo, ser absolutamente indiferente respecto del bienestar de la parte defraudada o de sus decisiones. La instrumentalización implica desconocer la dignidad del otro, su estatus de persona libre e igual. La afectación de dignidad no se produce, entiendo, con la mera vulneración de los derechos contractuales de la otra parte. Esta vulneración no tiene por qué afectar la dignidad del acreedor. En la teoría kantiana, la dignidad tiene por función bloquear nuestra tendencia a tratar a otros como una cosa, como un bien intercambiable (Hill, 1992: 205). Pero esto no es lo que ocurre en todos los incumplimientos contractuales, ni en todos los incumplimientos de promesas.

En contraste, cuando el promitente incumple porque le resulta imposible cumplir, digamos, porque ha caído en insolvencia y, naturalmente, no puede afrontar todos sus compromisos, la situación es diferente. Si en el momento de prometer, el deudor insolvente tenía la genuina intención de cumplir y luego se encuentra económicamente imposibilitado de hacerlo, la incorrección de ese incumplimiento contractual no puede equipararse al injusto que supone la mediatización.

No estoy negando que muchos de los incumplimientos derivan de una instrumentalización del acreedor. Cuando el deudor ya era insolvente al momento de prometer o, sin serlo, en el momento del cumplimiento pondera sus distintos fines, toma en cuenta los recursos con que cuenta para llevarlos a cabo y llega a la conclusión de que no tiene más remedio que sacrificar al acreedor para poder realizar alguno de sus propósitos personales, tiene más sentido decir que lo ha mediatizado. Mas resulta exagerado afirmar que todo incumplimiento contractual o promisorio instrumentaliza a la parte defraudada en su confianza. Si hay alguna incorrección general, inherente a todo incumplimiento contractual, no se trata de que el incumplidor haya utilizado al otro como un medio o lo haya reducido a un instrumento para alcanzar un fin. En no pocas ocasiones ocurre, simplemente, que las cosas no salen como se esperaba. El plan original del deudor puede haber incluido el cumplimiento del contrato (y no su incumplimiento) como vía para alcanzar sus mejores expectativas. Por ello, sostener que todo incumplimiento implica instrumentalizar al otro, es decir, integrarlo en un plan como si fuese un objeto y no una persona, es un error. No todos los incumplimientos contractuales mediatizan, ni siquiera lo hace el incumplimiento de todas las promesas.

Consideremos los ejemplos de promesas que menciona McCormick (MacCormick, 1982: 212). Supongamos que prometo a mis hijas, Olympia y Cleo, llevarlas a la playa el sábado. Sin embargo, cuando llega el sábado, surge un asunto de extrema importancia, una cuestión de vida o muerte que me impide cumplir con lo prometido. Esto me lleva a incumplir la promesa de llevarlas a la playa. ¿Eso significa que he instrumentalizado a Olympia y a Cleo? ¿Las he utilizado para mis propios fines como si fueran una cosa antes que personas? Mi intención inicial era llevarlas a la playa y pasar un día agradable con ellas. Pero imaginemos que ese mismo día recibo un correo electrónico de un compañero de la universidad, con un tono perturbador, que exhibe un estado de profunda depresión. Algunos de los pasajes sugieren que la persona está al borde del suicidio. En tal situación, me vería moralmente justificado, incluso obligado, a priorizar esa urgencia. Ignorar el correo y postergar la ayuda hasta el lunes para cumplir mi promesa sería, podemos coincidir, una incorrección moral.

No parece adecuado describir este incumplimiento -que es un genuino incumplimiento porque solo puedo cumplir mi promesa llevándolas efectivamente a la playa11- como un acto de instrumentalización, ni como una invocación inadecuada de una convención social que tiene por función generar bases morales para esperar el cumplimiento. Tal vez el ejemplo genere algunas dudas puesto que el incumplimiento está justificado. Pero entonces supongamos que les prometí llevarlas a la playa el sábado y habiéndolo olvidado organizo una comida en casa. Al llegar los invitados, ya no puedo llevarlas a la playa. Nuevamente, ¿las he instrumentalizado? La teoría de Fried, al presuponer que todo incumplimiento implica una instrumentalización de la parte defraudada, no solo magnifica la gravedad de muchos incumplimientos, sino que cambia su naturaleza. La afectación de los derechos ajenos siempre implica una falta de respeto. Pero la mediatización es una falta de respeto muy particular, que supone negar la dignidad de la persona. No siempre que faltamos el respeto a otros lo hacemos tratándolos como meros medios para nuestros fines. La vida social está principalmente teñida de grises. Los incumplimientos de promesas son mucho más complejos que lo sugerido por Fried, pues su evaluación está sujeta normalmente a un sinfín de matices relevantes.

Es posible que Fried esté teorizando sobre el caso paradigmático de quien promete de manera irresponsable y, luego, con cierto desdén o desinterés, piensa: “bueno, ya decidiré si cumplo o no”. En estos casos, es cierto que el promitente no toma en serio a la otra persona y que la instrumentaliza. Sin embargo, la cuestión de fondo es si la práctica de las promesas puede reducirse únicamente a este paradigma, o si, por el contrario, este ejemplo solo refleja una parte de la riqueza y la complejidad que existe en la práctica de prometer y en los incumplimientos de promesas. Tiendo a pensar esto último.

Aunque la tesis de la mediatización evoca enérgicamente una noción característica de la teoría kantiana, no está implicada necesariamente por ella. En rigor, esta tesis no es necesaria para develar dónde radica la incorrección de incumplir una promesa. Es suficiente con reconocer que las promesas desempeñan una función normativa, en la medida en que modifican el régimen de derechos y deberes entre las partes, para sostener que su incumplimiento constituye una forma de infringir o vulnerar los derechos ajenos conferidos por el compromiso asumido. Esta interpretación, tal vez, acerca demasiado la teoría del contrato como promesa a las teorías de la justicia correctiva, pero no veo razón para sostener que se trata de teorías rivales. La teoría de la promesa explicaría la génesis de la obligación contractual, mientras que la teoría de la justicia correctiva revelaría por qué es incorrecto renegar de las obligaciones contractuales.

5.4.Cuarta objeción: el problema de la coerción estatal

Una cuarta crítica que vale la pena revisar es la desarrollada por Randy Barnett (Barnett, 1992: 2024). Según Barnett, la teoría de Fried no logra distinguir dos cuestiones fundamentales que son diferentes. Por un lado, está el problema de determinar cuándo una persona está moralmente obligada a realizar φ porque prometió hacer φ. En este aspecto, es posible que la teoría de Fried, que sostiene que una promesa implica invocar una convención social que tiene por función generar confianza (una convención que uno es libre de aceptar o no), sea correcta. Con las salvedades expuestas en el apartado 5.1, asumamos que Fried lleva razón en este punto.

Sin embargo, por otro lado, existe una cuestión distinta que también requiere una respuesta: el problema del uso de la coerción estatal para hacer cumplir los contratos. Este se centra en la utilidad de una teoría de las promesas para resolver el enigma de la fuerza vinculante del contrato, es decir, la pregunta de por qué los términos contractuales son de obligatorio cumplimiento. ¿Es necesario recurrir a la teoría de las promesas para comprender esto? Tal vez sí, pero ¿es suficiente? Barnett argumenta que no. Según él, aunque la teoría de Fried puede ofrecer una respuesta al primer problema -el de las condiciones en las cuales una promesa genera una obligación moral-, no aborda adecuadamente el segundo problema: ¿cuándo está justificado el uso de la coerción estatal para obligar a alguien a cumplir lo que prometió?

El derecho contractual, en este sentido, no se reduce a una simple promesa; es una promesa jurídicamente exigible. En el epílogo de la segunda edición de Contract as Promise, Fried argumenta que la teoría de las promesas puede explicarlo todo. Según Fried, el principio de la promesa no solo explica cómo las partes acuerdan la sustancia de lo que debe hacerse, sino también cómo aceptan voluntariamente el remedio en caso de incumplimiento. Es decir, al prometer, también se consiente implícitamente el uso de la coerción estatal para garantizar el cumplimiento o para imponer el remedio en caso de incumplimiento: prometo hacer φ y acepto el uso de la coerción estatal para forzarme a cumplir φ u obligarme a indemnizar si no hago φ. Para Fried, esto significa que el mismo principio que explica la obligación de cumplir una promesa también justifica la aceptación del uso de la coerción estatal como parte de esa promesa (Fried, 2015: 151).

Sin embargo, esta respuesta no resulta completamente convincente. Es posible que una persona consienta el uso de la coerción estatal de formas que no son admisibles. Por ejemplo, en Argentina, la doctrina mayoritaria sostiene que los daños morales causados por la infidelidad en el matrimonio no generan responsabilidad jurídica. Pese a ello, podría imaginarse el caso de alguien que, muy enamorado de su pareja, acepte ser jurídicamente responsable por los daños derivados de su infidelidad. Aunque esta persona consienta tal responsabilidad y acepte la coerción estatal en caso de incumplimiento, un juez podría determinar que tal promesa no tiene efectos jurídicos, pues no todo es jurídicamente disponible. En otras palabras, podría haber un uso indebido de la capacidad de prometer. Uno podría prometer algo que, en realidad, no tiene la potestad de prometer.

Por ello, siempre se necesita un criterio externo a la promesa para determinar cuándo es admisible o legítimo el uso de la coerción estatal en caso de incumplimiento. Aceptar esto implica reconocer que la teoría de las promesas es incompleta. Esto no significa que sea incorrecta, pero sí que se requiere identificar algo más para explicar por qué el contrato es ejecutable de un modo en que no lo son la mayoría de las promesas informales. A lo sumo, Fried ha dilucidado una parte del problema, pero le falta una teoría política que explique esto último.

Pese a que la respuesta de Fried no me parece convincente, creo que este es un problema menor en su teoría. Todos los liberales deben reconocer que uno de los principios rectores en materia de uso de la coerción estatal es el daño a terceros. Se autoriza el uso de la fuerza pública solo en tanto eso sea necesario para evitar daños (Mill, 1859: 80-81). Ahora bien, ¿qué daños son relevantes? No todas las molestias o pérdidas de bienestar cuentan como daño. Esto requiere desarrollar una concepción del daño, que puede tutelar más o menos aspectos del bienestar humano. No puede pedirse a Fried que despliegue esta teoría en el marco de una obra que tenía por propósito mostrar que aquello que hace obligatorio cumplir con las promesas también hace obligatorio cumplir con los contratos. La indagación sobre qué promesas son ejecutables enfrenta los mismos problemas que la indagación sobre qué daños son en principio resarcibles. No hay una respuesta general que pueda brindarse de antemano. Los sistemas jurídicos deberán decidir esto compatibilizando todos los intereses en juego, fundamentalmente, la libertad de las personas y su indemnidad12.

Va de suyo, los casos pueden ser bien diferentes. Por ejemplo, si prometo organizar la cena de fin de año y no lo hago, cometo una incorrección moral. Asimismo, si prometo a un amigo ayudarle con su mudanza el sábado y luego no aparezco, causando serios problemas porque debía abandonar el piso ese mismo día, mi incumplimiento es más grave que en el caso de la cena. Ahora bien, si prometo a un empresario entregar 10.000 kilos de café colombiano antes del 1 de julio y no cumplo, poniendo en riesgo la economía de su negocio y los puestos de trabajo asociados, mi incumplimiento reviste una gravedad aún mayor.

Nótese que, en algún punto, el incumplimiento de la promesa brinda bases suficientes como para insistir en el uso de la coerción estatal. Los casos dudosos son inerradicables, pero el margen de indeterminación resultante no debe hacernos perder de vista que es el mismo principio de daño a terceros el que brinda las pautas sobre el problema del uso de la fuerza pública. Por otra parte, los legisladores y los jueces acotan con el tiempo este margen de indeterminación. El primer juicio del legislador respecto de qué tipos de acuerdos son suficientemente serios como para ser ejecutables reduce la incertidumbre al respecto, mas es naturalmente incompleto. Corresponde, pues, a los jueces perfilar de mejor manera cuáles son los límites del uso legítimo de la coerción estatal en las relaciones entre particulares.

Recapitulando, para responder a las primeras críticas que he planteado, se podría reinterpretar y fortalecer la teoría de Fried mediante una concepción más robusta de las promesas y su relación con la confianza. Existen diversas teorías sobre la naturaleza de las promesas, por lo que no es necesario aceptar la propuesta convencionalista que Fried sugiere, ni tampoco la estrecha vinculación que establece entre el incumplimiento y la mediatización.

Sin embargo, también es imprescindible abordar el problema señalado por Barnett. Aunque las promesas pueden no ser suficientes para explicar completamente el derecho contractual, Fried argumentaría que son necesarias. Una teoría adecuada debería ofrecer una concepción sólida de las promesas que sea compatible con los criterios que justifican el uso de la coerción estatal en los sistemas liberales. En este aspecto, no veo que la teoría de Fried sea especialmente problemática.

6.El aporte de Kimel: las distintas funciones de la promesa y el contrato

En su libro From Promise to Contract (2003), Dori Kimel señala que el problema de Fried es que obvia que los contratos y las promesas son instituciones diferentes. Según la concepción de Fried, el contrato se presenta como una versión jurídica de la promesa. Aunque se añada que el contrato implica una promesa coercitivamente exigible, sigue siendo esencialmente una promesa. Sin embargo, esta concepción pasa por alto que, en muchas ocasiones, los contratos funcionan como una alternativa a las promesas (Kimel, 2003: 153).

Por supuesto, Kimel no niega que todo contrato incluya conceptualmente una promesa, pero considera que esta interpretación es solo una parte de la historia. Una cuestión clave que plantea Kimel es el análisis de las funciones que las prácticas promisorias y contractuales desempeñan en las sociedades liberales contemporáneas. Si bien ambas prácticas pueden compartir ciertos propósitos, desde el punto de vista teórico, resulta más interesante y esclarecedor centrarse en sus asimetrías. Los contratos y las promesas no cumplen siempre las mismas funciones. A veces, sus roles son similares, aunque varían en efectividad dependiendo del contexto. En este sentido, Kimel destaca un aspecto crucial: los contratos tienen un valor intrínseco que es diametralmente opuesto al valor intrínseco de las promesas (Kimel, 2003: 23 y 152).

Entre extraños, las promesas son conceptualmente posibles, pero menos comunes. Sin embargo, una promesa puede marcar el inicio de una relación personal. Al solicitarla y aceptarla, las partes manifiestan un respeto mutuo que sienta las bases para futuras interacciones. Según Kimel, el valor intrínseco de las promesas radica en su capacidad para acercar a las personas y construir relaciones personales. Este valor intrínseco complementa su valor instrumental, que consiste en permitir la coordinación entre individuos (Kimel, 2003: 18 y ss.). De esta forma, si dos personas están en una larga cola esperando para ser atendidas en un edificio de la administración pública y se calcula que estarán allí 6 horas, pueden coordinarse para guardarse el lugar mientras la otra va a un bar a tomar un café y usar el lavabo. Lo harán prometiéndose mutuamente guardarse el sitio. Esto implica que guardarán el sitio aun cuando se cansen de esperar y decidan que realizarán el trámite otro día. No podrán marchar hasta tanto la otra parte regrese.

Así, las promesas son un medio útil para hacer cosas que requieren la colaboración de otras personas y, por lo general, utilizamos promesas con gente que ya conocemos. Ello no impide que, como en este ejemplo, también entre extraños las promesas puedan tener sentido. Nótese que, luego de aceptar la promesa del otro, ambas partes expresan una deferencia en tanto consideran que el otro es digno de confianza. A la vez, cuando cumplen con la promesa muestran respeto por el otro. Todo esto, de alguna manera, los acerca. Ya no son totalmente extraños, como sí lo son las personas que están delante y detrás en la fila. Quienes acaban de intercambiar promesas no son, sin más trámites, amigos, pero tampoco permanecen absolutos desconocidos. La promesa cumple este rol fundamental en el desarrollo de las relaciones personales (Kimel, 2003: 137). Para poner a prueba la intuición, piénsese si es posible construir una amistad con alguien sin nunca prometerle nada. La promesa es, en este sentido, una de las piedras angulares de las relaciones personales. Este valor es intrínseco porque las relaciones personales son buenas en sí mismas, no por una razón ulterior. Si uno tiene amigos porque cree que le sirven para el desarrollo de sus planes personales, entonces, es probable que no tenga amigos realmente o que no sea un buen amigo de sus amigos.

El contrato comparte el valor instrumental de las promesas, pero no su valor intrínseco. Si necesito trasladar los muebles de mi casa porque me mudo, puedo pedir a mi vecino Gerardo que me prometa que me ayudará con la mudanza, o puedo contratar un servicio de mudanzas. Mientras que la promesa me acerca más a Gerardo, el contrato no me acerca en absoluto con la empresa de mudanzas o, supongamos, con la persona que he contratado para hacer la mudanza. El contrato es, en términos populares, “just business” (solo negocios).

De esta manera, aunque los contratos compartan con las promesas un valor instrumental, porque nos permiten realizar planes complejos que requieren la colaboración con otros, no fomentan relaciones personales del mismo modo. ¿Por qué? Porque si pido a mi proveedor que me entregue 10.000 kilos de café el sábado y él me responde: “sí, quédate tranquilo, los tendrás el sábado, sin duda”. Yo pensaré: “claro que cumplirás, porque de lo contrario te demandaría y perderías una fortuna por daños derivados del incumplimiento”. En los contratos, las partes tienen incentivos racionales para cumplir, razones de autointerés. Por lo tanto, el cumplimiento no expresa un respeto mutuo. Eso no significa que ese respeto no exista, sino que es opaco para las partes y, por ello, no puede contribuir al desarrollo de una relación personal. Hasta donde puedo observar, mis proveedores cumplen la prestación prometida por miedo a la sanción (o para no perder clientes) y no porque valoran la relación personal conmigo (Kimel, 2003: 22).

No debe uno confundirse al tomar nota de la importancia que la confianza personal tiene en el mundo de los negocios. En países en los cuales el sistema judicial es perezoso o simplemente está colapsado de expedientes por resolver, el remedio contractual no constituye un reaseguro para hacer cosas con extraños. En estos contextos, la confianza personal sigue siendo importante porque no podemos confiar en las instituciones. El contrato deja de ser una alternativa atractiva. Sigue siendo conveniente realizar contratos con personas con las cuáles ya tenemos una relación previa. Solo así podemos contrarrestar las falencias del sistema jurídico. Pero imaginemos un sistema perfecto, de ejecución contractual instantánea. ¿Para qué necesitaríamos una confianza personal con nuestra cocontratante en este caso? Solo deberíamos procurar contratar con personas solventes. Por lo demás, el hecho de que creamos que son leales o que tienen un interés en preservar o establecer buenas relaciones personales con nosotros, relaciones con valor intrínseco, es irrelevante. Por esta misma razón, cuando el sistema jurídico funciona razonablemente bien, los contratos parecen ser una alternativa para hacer negocios con extraños que exceden el intercambio instantáneo (Kimel, 2003: 135). No tenemos que confiar en ellos, sino en su racionalidad. Podemos anticipar que cumplirán, dado que las consecuencias jurídicas de incumplir son incentivo suficiente para ello.

Esto comienza a arrojar luz sobre el valor intrínseco de los contratos. La propuesta de celebrar un contrato implica la institucionalización de la relación. Supone habilitar el uso de la coerción estatal en caso de incumplimiento, lo que brinda un reaseguro adicional que el aportado por la palabra de la contraparte. Xenofonte podría pensar: “si ya prometí que haría φ, ¿por qué necesita Axileas una garantía más que mi palabra?”. Al sugerir que se firme un contrato, Axileas trata a Xenofonte como a un extraño. Es posible que Xenofonte considere que el mensaje implícito de que Axileas no confía suficientemente en él, ya que necesita el respaldo adicional que brindan los contratos, es inapropiado y, según el grado de cercanía, hasta ofensivo. Lo mismo puede ocurrir con las promesas. Si le pido a mi pareja que me prometa que no se escapará con el dinero de la cuenta conjunta, es normal que se ofenda. Ahora, esto ocurre porque ella ya tiene razones, previas a la promesa, razones que surgen de la naturaleza de nuestra relación, para no escapar con el dinero de la cuenta conjunta. Yo debería saber que tiene esas razones, pues lo contrario indicaría que existe una discrepancia en el modo en que vemos nuestra relación. No sería ofensivo que un cónyuge pida a otro que coma más verduras o que deje de fumar, porque las partes no tienen razones que derivan de la naturaleza de la relación personal para hacer ninguna de estas acciones. Entre amigos, por ejemplo, carece de sentido la promesa de que uno no hablará mal del otro a sus espaldas, pero sí tienen sentido las promesas sobre cuestiones que no son definitorias de la relación de amistad.

No toda propuesta de realizar un contrato con personas cercanas es ofensiva, al igual que no toda promesa lo es entre amigos. Pero toda propuesta de celebración de un contrato, de formalización del vínculo, envía un mensaje a la otra parte. Kimel entiende que hay un valor moral intrínseco en ese mensaje, uno que contrasta con el de las promesas. Mientras que estas últimas promueven relaciones personales, los contratos permiten un “distanciamiento personal” que puede ser altamente beneficioso. Por ejemplo, entre amigos o familiares, los contratos pueden preservar la buena relación al encapsular (o aislar) aspectos específicos de ella. Firmar un contrato en un contexto de amistad puede interpretarse como un esfuerzo por mantener la relación intacta, evitando que los conflictos contractuales interfieran con el vínculo personal. De este modo, los contratos encapsulan una parte de la relación, permitiendo que las partes se remitan a los términos pactados sin comprometer la relación personal. En ausencia de derecho contractual, dos buenos amigos, preocupados por el riesgo de que las cosas se confundan, podrían preferir no realizar negocios juntos. Existiendo derecho contractual, las partes pueden conversar y ponerse de acuerdo en que sus negocios no deben interferir con la relación personal. Para ello, la opción de contratar es sumamente atractiva: en relación con el negocio X, nuestra relación se regirá por el contrato que firmamos a esos efectos (Kimel, 2003: 158).

En otras situaciones, los contratos permiten evitar que se forjen relaciones personales innecesarias o no deseadas. Por ejemplo, si necesito un profesor de matemáticas para mi hija, puedo pedir a mi vecino que es profesor de matemáticas que nos haga el favor de ayudar a mi hija con la materia de cara a los exámenes. Pero también puedo celebrar un contrato con él, manteniendo la distancia en un punto. La vida social luego es más compleja y es probable que el poder distanciador del contrato, en contextos tan cercanos, se vaya debilitando paulatinamente. No obstante, la alternativa contractual ante la promisoria supone un grado de distanciamiento que es valioso. La opción de mantener cierta distancia con otras personas es intrínsecamente valiosa -valiosa en sí misma y no por fines ulteriores-, porque sin esa opción quedaríamos moralmente comprometidos o relacionados con personas con las que tal vez no deseamos mantener un vínculo profundo. Al menos entre extraños, no entre familiares, el valor de las relaciones personales depende de que sean voluntarias. Si cada interacción contractual exigiera una relación personal previa, estas relaciones podrían perder su carácter genuino y espontáneo. Por ejemplo, en el contexto de una relación laboral, un contrato establece los derechos y deberes de las partes sin necesidad de vínculos personales. El empleador paga el salario y el empleado cumple con su horario laboral según lo pactado, sin necesidad de amistad entre ambos. Y si empleador y empleado se hacen amigos con el correr de los años, el contrato laboral establece los términos de su relación, de modo que ambos saben que ante un conflicto deberán estar a lo que establece el derecho.

En conclusión, aunque los contratos y las promesas comparten en buena medida su valor instrumental, cumplen funciones distintas según el contexto. Mientras que las promesas funcionan bien para coordinarnos en contextos de cercanía personal, los contratos son más eficaces en contextos impersonales, pues permiten cooperación sin necesidad de confianza previa. Por otra parte, ambos instrumentos tienen valores morales intrínsecos complementarios: las promesas acercan a las personas, mientras que los contratos facilitan el distanciamiento personal necesario para preservar relaciones existentes o evitar establecer vínculos que las partes no desean.

7.Algunas objeciones a la teoría del distanciamiento

Una comprensión completa del contrato como promesa parece enriquecerse significativamente con las aportaciones de Kimel, quien muestra cómo el contrato puede concebirse como una forma de promesa, aunque dotada de características particulares que le otorgan cierta autonomía conceptual. La teoría del contrato como promesa, sugiere Kimel, descuida el impacto que la institucionalización de la promesa tiene en el ámbito moral.

Kimel inicia su obra planteando una pregunta fundamental: “¿Es el contrato una promesa?”. Señala que el hecho de que esta cuestión haya sido objeto de debate durante largo tiempo sugiere problemas en el planteamiento inicial o en las respuestas categóricas de “sí” o “no”. Frente a estas posiciones absolutas, Kimel propone una respuesta matizada: un “sí, pero”, que reconoce la conexión entre ambas instituciones, sin ignorar sus diferencias esenciales (Kimel, 2003: 61). Este “pero” al que alude Kimel se relaciona con la función intrínseca del contrato, que, según su análisis, es diametralmente opuesta a la de la promesa.

La contribución de Kimel es indudablemente atractiva, porque pone de relieve algunos matices de los contratos que habitualmente pasan desapercibidos a los teóricos del contrato como promesa. Pese a todo, creo que las tesis subyacentes relativas al valor intrínseco de las promesas y de los contratos merecen una reflexión ulterior.

Una cuestión preliminar que debe analizarse es si la opción por el distanciamiento tiene valor intrínseco. En un trabajo reciente, Pereira Fredes argumenta persuasivamente que no. En efecto, la propia teoría de Kimel entiende que poder tomar distancia o mantener un desapego personal es bueno, en última instancia, porque ello contribuye a la autonomía. Si el desapego sirve un fin ulterior -la autonomía-, entonces, no puede ser un valor intrínseco (Pereira Fredes, 2023: 60). Pereira Fredes abre una grieta en la teoría de Kimel que tiene consecuencias importantes.

Ahora bien, no veo razón para detener la crítica aquí. Los contratos no tienen valor intrínseco o, al menos, este valor no se halla en el distanciamiento. Pero ¿qué razón tenemos para pensar que las promesas tienen valor intrínseco o que tienen el valor intrínseco que Kimel les atribuye? ¿Por qué el fomento de relaciones personales sería bueno en sí mismo? Esto parece depender de si las promesas nos acercan a personas con las que deseamos estrechar lazos. Retomando el ejemplo del apartado anterior, supongamos que usted se encuentra en una larga cola para realizar un trámite burocrático y necesita ir al lavabo. Le pide a la persona que tiene detrás que le guarde el lugar en la cola. La persona acepta y cumple su promesa: una vez usted regresa, le agradece y se reincorpora en su sitio. ¿Qué valor puede haber en que la promesa haga que usted y esa persona ya no sean, como dice Kimel, totalmente extraños? Quizás esa persona tiene un carácter horrible; quizás, maltrata a su pareja u odia a los extranjeros… No parece que estrechar lazos sea un valor intrínseco, un valor en sí mismo.

Tal vez podamos decir que las promesas no estrechan lazos automáticamente, sino que facilitan el acercamiento personal. Es decir, que son un medio para alcanzar algo valioso, si uno así lo desea. Pero esto equivale a reconocer que las promesas no tienen valor intrínseco, sino instrumental. Nos sirven para coordinarnos y establecer relaciones personales con otros, si así lo deseamos. Por lo tanto, la estructura analítica de Kimel entra en crisis. No pueden compararse los contratos y las promesas por su valor intrínseco porque ninguna de estas instituciones lo tiene.

Mi impresión es que el esquema de Kimel distorsiona tanto el mundo contractual como el mundo de las relaciones personales. Argumentaré en lo que sigue que tanto las promesas como los contratos posibilitan a las partes establecer relaciones personales cercanas, valiosas, a veces contractuales, a veces no contractuales. A su vez, Kimel no refleja bien cómo en nuestras relaciones personales no contractuales podemos gestionar la cercanía o generar distancia, por lo que no sería esta una virtud exclusiva del derecho contractual. En conclusión, contratos y promesas son diferentes, pero no por las razones que Kimel esgrime. Ambas instituciones tienen valor instrumental, pues son funcionales a nuestra autonomía. El aporte de cada institución se encuentra en la manera distintiva con que nos permite alcanzar objetivos valiosos. Veamos los argumentos.

En primer lugar, en cierto tipo de contratos, se requiere un acercamiento personal para que el negocio sea exitoso. Kimel no niega que también en los contratos puede darse este acercamiento, pero considera que el contrato es un instrumento a disposición de las partes para mantener distancia si así lo desean (Kimel, 2003: 157 y ss.). Sin embargo, ha de notarse que esta distancia en ciertos contratos es perjudicial para el negocio mismo, por lo que no puede ser un instrumento útil para el negocio y, a la vez, conservar la opción del distanciamiento. Estoy pensando en los llamados “contratos relacionales”, en los cuáles existen deberes de lealtad y cooperación que exceden aquellos que son exigibles en los contratos discretos, que involucran intercambios puntuales (Macneil, 1974). Si contrato a un asesor para que modernice mi esquema productivo, necesito establecer una relación de confianza personal con él de un modo que la tesis del distanciamiento hace difícil de entender. Después de todo, le abriré las puertas a lo más íntimo de mis negocios y debo saber que tendrá el ánimo de contribuir genuinamente al mejoramiento de mi empresa más allá de lo que la redacción del contrato le exige. Lo mismo en contratos como la representación artística, entre muchos otros. Hay, por cierto, algunos aspectos de la relación que quedan encapsulados y regidos por el contrato -como el porcentaje de comisión que cobrará por sus servicios, por ejemplo-, pero en muchos otros aspectos no parece que el distanciamiento vaya a jugar a favor de la relación contractual. Más bien parece que la socava. No se trata de que no se pueda mantener el distanciamiento, sino de que el distanciamiento tal vez carezca de sentido contractual en muchas ocasiones.

Obviamente, a Kimel no se le escapa el fenómeno de los contratos relacionales. Pero en su opinión estas relaciones tienen mucho de personal y poco de contractual. Los contratos relacionales son una práctica en la cual las partes paradigmáticamente rigen sus relaciones por cánones no contractuales. Es decir, en su opinión, deciden no hacer uso de la opción del distanciamiento (Kimel, 2003: 157). Pese a todo, Kimel debe hacer las cuentas con la perspectiva de los contratantes y las normas jurídicas que regulan estas relaciones.

En cuanto a la perspectiva de los contratantes, no parece que en los contratos relacionales las partes estén renunciando a una relación propiamente contractual. Como apunta con acierto Pereira Fredes, “no es claro que ellas hayan asentido o convenido salirse del contrato y reemplazarlo por una relación estrictamente personal” (Pereira Fredes, 2023: 57; énfasis en el original). Es más, podría decirse que para Kimel las partes que se encuentran en un llamado contrato relacional están confundidas respecto del tipo de relación que mantienen. No es contractual en ningún sentido significativo, sino personal. Esta afirmación, naturalmente, es muy controvertida y requeriría una argumentación adicional a la proporcionada por Kimel.

Asimismo, en relación con las reglas jurídicas que regulan los contratos relacionales, debe notarse que a menudo se imponen deberes de lealtad, más exigentes que los derivados de la buena fe en general, y la explicación más simple de este rasgo es que estos deberes (jurídicamente exigibles mediante la coerción) son necesarios para generar la confianza que permite que el negocio sea exitoso (véase Bustos Díaz, 2021). La tesis del distanciamiento tiene un encaje incómodo con la incorporación en el derecho de deberes que derivan, no del contrato explícito, sino del tipo de relación personal cercana que se supone que las partes entablan en ciertos contratos. Si estas relaciones fuesen principalmente personales, más que contractuales, la justificación de la coerción para hacer cumplir los deberes de lealtad quedaría en entredicho.

Contra Kimel, lo que estoy argumentando es que cuando dos partes celebran ciertos contratos deciden acercarse personalmente o, al menos, así los tratará el derecho. Por esta razón, como teoría general para la justificación de la institución contractual, la tesis del distanciamiento se queda corta, ya que el distanciamiento no encuentra espacio en una buena cantidad de contratos de la práctica moderna. Al menos en estos contratos, el distanciamiento no es valioso, ni la formalización del vínculo contractual es admitida como razón para rechazar deberes más exigentes que surgen en el marco de la relación personal que el contrato presupone que tendrán las partes en sus negocios.

Por otra parte, el distanciamiento personal no es propiedad exclusiva de los contratos. También en nuestras relaciones personales informales somos capaces de establecer límites y de fijar los términos de la relación, intimando en mayor o menor grado según lo deseemos en cada caso. Las promesas se producen típicamente en el contexto de una relación, modulada por muchas otras actitudes recíprocas, a veces correspondidas, a veces no correspondidas. Si invito a alguien a la cena de fin de año con mi familia, estoy dando una señal clara sobre el tipo de relación que creo que tengo con la otra persona o, en caso de no tener una relación tan cercana, sobre mi predisposición a estrechar aún más los lazos. A la vez, si otra familia me invita a su cena de fin de año, también puedo poner distancia rechazando la invitación, aun haciéndolo con cortesía. Puedo hacerlo enviando una señal sutil sobre que no deseo estrechar más los lazos de momento o, al contrario, si realmente no puedo asistir, pero me gustaría hacerlo, puedo rechazar la invitación explicitando cuán mal me sabe no poder ir porque ya tengo otro compromiso asumido. Por último, también puedo rechazar la invitación alegando una imposibilidad de asistir, manteniéndome opaco respecto de mis razones, sin dejar claro que no deseo estrechar más los lazos, ni que deseo hacerlo. Es decir, las personas en sus relaciones informales también gestionan la aproximación y el distanciamiento personal sin recurrir a ninguna institución como el contrato, sobre todo porque muchas de estas situaciones se dan en contextos no contractuales.

Ahora bien, ¿por qué sería distinto en el ámbito contractual? Es decir, si todo lo que el derecho contractual tiene para aportar es la opción del distanciamiento, esta opción ya la teníamos disponible simplemente hablando claro y manifestando cuán cercana deseamos que sea nuestra relación. No es la institución lo que nos permite distanciarnos sino nuestras actitudes. Del mismo modo que la institución no puede evitar que las partes estrechen relaciones si así lo desean, no necesitamos valernos de la institución para mantener distancia con otros. Nuevamente, el distanciamiento es un elemento contingente y no distintivo de la relación contractual como para constituir el núcleo de la justificación del contrato.

Veamos otro ejemplo que ilustra además un aspecto relevante sobre las promesas. Puedo pedir un favor a un vecino con quien no tengo una gran relación personal. Ese favor puede estar mediado por una promesa. Por ejemplo, puedo pedirle que reciba a mi nombre un paquete del correo un día que no estaré en casa. Mis actitudes al pedirlo y luego de que la otra parte cumpla también pueden enviar señales respecto de mi disposición al acercamiento o, por el contrario, a seguir manteniendo cierta distancia. Asimismo, y esto es relevante, el cumplimiento de la promesa no tiene por qué implicar una deferencia y respeto mutuo. Puede estar basada en el autointerés, en la aceptación de una regla de reciprocidad o en las costumbres de la buena vecindad: tú recibes el paquete por mí y mañana lo haré por ti, pero nuestra relación no va más allá de prestarnos ayuda mutua en lo que respecta al correo. Kimel enfatiza cómo en contextos contractuales la amenaza de coerción hace opacas las motivaciones del deudor y, por lo tanto, sus actos de cumplimiento no pueden expresar el respeto que expresa el cumplimiento de una promesa (Kimel, 2003: 149 y ss). Pero este ejemplo muestra que también en los contextos sociales informales existe una opacidad que nos impide tener certeza de la motivación para cumplir con la promesa. Si alguien solo cumple para mantener su reputación y, al hacerlo, se cuida de no expresar ninguna deferencia y respeto por el otro, no puede esa promesa contribuir a estrechar lazos.

A la vista de esto, si no es infrecuente que las partes mantengan distancia en sus relaciones personales y tampoco es infrecuente que las motivaciones tras el cumplimiento de las promesas permanezcan ocultas, ¿cómo pueden los contratos promover un valor tan diferente del que promueven las promesas?

Creo que la teoría de Kimel subestima la capacidad de las relaciones informales para gestionar la cercanía y el distanciamiento y sobreestima el valor del contrato al permitirlo. A la vez, también se produce cierto menosprecio de la capacidad del contrato para hacer cosas con otros. Kimel señala que el valor instrumental del contrato es compartido con el de las promesas. Creo que no hace justicia al aporte de los contratos en la vida social afirmar que tanto las promesas como los contratos comparten su valor instrumental. En la construcción de Kimel, ambas opciones nos permiten hacer cosas con otros, aunque el contrato pueda ser más eficaz en ciertos contextos. No es, en mi opinión, una mera cuestión de eficacia. Nótese que hay cosas que solo podemos hacer con otros mediante contratos y no con relaciones informales, como las promisorias. La colaboración entre varios colegas para desarrollar medicamentos, para construir un cohete que llegará a la luna, para extraer y explotar recursos naturales, entre muchísimos otros ejemplos, no puede realizarse informalmente, dada la inicial complejidad del negocio, la magnitud de la inversión para impulsarlo y las infinitas contingencias que pueden afectarlo en su desarrollo. Los negocios complejos requieren de contratos extensos, bien redactados, con un lenguaje preciso, todas características que faltan en las relaciones informales. Por ello, tiendo a pensar que el valor (no lo llamaremos ya “intrínseco”) del contrato no se agota en la opción de distanciamiento, que a veces es perjudicial para el contrato, sino que comprende la posibilidad de interactuar de manera más sofisticada con otras personas. Tal vez, los contratos sean valiosos porque son un mecanismo mediante el cual modulamos todas estas cuestiones: confianza, acercamiento personal y cooperación sofisticada, según lo requiera nuestros objetivos más inmediatos o de largo plazo. Este valor de los contratos, que Kimel menosprecia al asumir erróneamente que es el mismo que el de las promesas, es de importancia capital: la posibilidad de relacionarnos con otros en empresas colectivas altamente complejas amplía significativamente nuestra autonomía de un modo que las promesas y otros arreglos informales no pueden igualar.

8.Conclusión

En este trabajo, he analizado críticamente las teorías del contrato como promesa, para mostrar algunos de sus aciertos y limitaciones. Luego, he intentado sugerir algunas líneas de reflexión adicional en relación con la concepción del contrato que mejor explica la práctica que tenemos. En mi opinión, la justificación de la institución del contrato no es reducible a la moralidad de las promesas, ni tampoco se agota en valores como el distanciamiento que, si llevo razón, no son exclusivos de los contratos, ni siempre compatibles con el éxito de la relación contractual.

Por último, y vinculado con las ideas recién expuestas, cabe preguntarse si la perspectiva deontológica abarca todo lo que puede decirse sobre los contratos. En este punto, se abre una discusión recurrente sobre la relevancia del análisis económico del derecho en esta área. Es indudable que el análisis económico ha logrado una posición sólida en el ámbito de los contratos, como resultado de su capacidad para explicar de manera plausible cuestiones vinculadas a la eficiencia, los remedios contractuales y otros aspectos relacionados. La puesta en valor del rol instrumental del contrato -mostrando que hay un valor intrínseco también en la opción de realizar negocios complejos con otros-, hace que las consideraciones de eficiencia resulten especialmente atractivas y útiles en la comprensión del derecho contractual. Ahondar en este punto excede las posibilidades de este trabajo, así que una concepción acabada del contrato en relación con estos valores deberá quedar para otra ocasión.

Agradecimientos

Con apoyo del proyecto PID2023-152057NB-I00, financiado por el Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades (España). El presente texto tiene como antecedente dos conferencias impartidas en la Universidad de la República (Uruguay). La primera tuvo lugar en el marco del Coloquio sobre Filosofía del Contrato, organizado por el Instituto de Derecho Civil (Salas II-III) de la Facultad de Derecho, el 16 de diciembre de 2021. La segunda se realizó el 2 de diciembre de 2024. Agradezco enormemente a los docentes e integrantes del Instituto de Derecho Civil, Cecilia Orlando y Virginia Yellinek quienes, con la colaboración de Sebastián Valsechi, estudiante de la Facultad de Derecho, han transcripto la primera conferencia y dividido el texto en títulos y subtítulos para facilitar su lectura. Posteriormente a este primer trabajo de edición, revisé todo el material para despojarlo de su tono coloquial, eliminando imprecisiones y reiteraciones propias de la oralidad. Luego añadí una parte del contenido de la segunda conferencia, lo que supuso incorporar el apartado 7 y completar el contenido del apartado 3.1. Naturalmente, el texto definitivo se benefició también de los comentarios críticos de los asistentes a ambas conferencias, a quienes extiendo el correspondiente agradecimiento. Aunque después de todos estos cambios el artículo tiene una redacción completamente nueva, contar con la transcripción fue esencial para ordenar las ideas. Asimismo, la conversión de las conferencias en un artículo académico requirió agregar las notas bibliográficas pertinentes. Por último, un agradecimiento especial merece Gerardo Caffera, tanto por la invitación a impartir ambas conferencias como por impulsarme a publicar estas ideas que -tal vez porque las vengo pensando y discutiendo en mis cursos desde hace tiempo-, de no ser por su entusiasmo, jamás hubiese puesto por escrito.

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1 Este punto de partida, por supuesto, es controvertido. Como explica Molina (2025), los contratos que involucran promesas son solo una parte del derecho contractual. La categoría más general a la que pertenecen los contratos son los negocios jurídicos, que típicamente suponen acuerdos que modifican los derechos de las partes. Esto puede ocurrir, como es habitual en las transacciones sobre derechos reales, sin comprometer ningún curso de acción futuro.

2Esto es evidente en el contraste que Fried traza entre su teoría, que es deontologista, y las teorías consecuencialistas, en particular, el utilitarismo. Véase Fried, 1981: capítulo 2.

3Sobre la distinción entre justificación y excusas, véase Gardner, 2007: 82 y ss.

4Supongamos que un vecino a quien no conozco demasiado un día me promete que no comerá más carne. Yo lo miro extrañado y no le doy mayor importancia al asunto. ¿Realiza algo incorrecto si al día siguiente come carne? En todo caso, ¿realiza algo incorrecto respecto de mí? Parece que no. Sin duda, hay algo incorrecto en andar prometiendo irresponsablemente por la vida, pero en este caso no parece que su promesa, en la cual yo no tengo ningún interés, ni he aceptado explícita o implícitamente, pueda vincularle de ningún modo a no comer carne.

5Para una explicación más detallada de este punto, véase Lewis, 1969: capítulos 1 y 2, en especial, 42 y ss.

6Entre los autores más modernos, véase Rawls, 1999: 303; y Hart, 1994: 43.

7Sobre la idea de reglas constitutivas, véase Searle, 1995: 28.

8Rawls (1999: 303) explícitamente se refiere a la regla promisoria —conforme con la cual, cuando uno dice las palabras “prometo hacer φ”, en las circunstancias apropiadas, luego debe hacer φ— como una convención constitutiva.

9Un acto ilocutivo es uno mediante el cual una persona realiza una acción al pronunciar las palabras, una acción distinta de la acción de pronunciar esas mismas palabras. Cuando uno dice “prometo hacer φ” hace algo más que simplemente pronunciar las palabras en cuestión. Si se dan las circunstancias apropiadas, crea una obligación que antes no tenía. Lo mismo ocurre con expresiones como “cierra la puerta” o “¿sabe usted dónde está la parada del autobús?”. En la primera, se emite una orden, en la segunda se busca información. Véase Austin, 1962: 99 y ss.

10Las culturas primitivas brindan buenos ejemplos que van desde los pactos de sangre, el intercambio de objetos concretos hasta invocar a dios como testigo de que se hará φ.

11Sobre la idea de justificación que empleo y por qué ella implica la noción de incumplimiento, véase Papayannis, 2014: 174 y ss.

12Sobre esto, véase Papayannis, 2014: 318 y ss.

Nota de editor: El Editor responsable de la aprobación del artículo es Horacio Rau.

Nota de contribución autoral: Diego M. Papayannis conceptualización.

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Recibido: 05 de Marzo de 2025; Aprobado: 08 de Mayo de 2025

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